jueves, 28 de mayo de 2009

Entrevista con el vampiro

¿Qué creen? ¿Parece vampiro o no?
Hace rato, mientras buscaba en este blog un texto que escribí hace casi dos años y que habla de mi (¿ficticio? ¿real? no lo sé todavía) Encuentro con Vila-Matas en el aeropuerto de Barajas, me topé con un blog llamado pauladeparma. En ese blog, su autor/a explica por qué decidió llamarlo de esa manera y nos cuenta una pequeña e interesante historia, que se parte en dos historias más y que empieza y acaba con dos supuestos comentarios de Vila-Matas en ese blog. Una de las dos historias en las que se parte la historia de pauladeparma es una entrevista de Javier Moreno, escritor colombiano autor del blog Balada del elefante azul, a Vila-Matas. En esa "entrevista con el vampiro", que se desarrolla como si fuera un "encuentro pugilístico", Moreno empieza contando algo parecido a lo que cuenta pauladeparma: escribió algo en su blog y Vila-Matas le dejó un comentario, se emocionó un poco (o mucho) pero, cauto, supuso que se trataba de una broma; sin embargo, para comprobarlo, le escribió al supuesto Vila-Matas invitándolo a contestar unas cuantas preguntas, y así... En fin, otra prueba de la existencia de la Vila-Matas en esa región ocultamente furibunda de los blogs.
Lean la entrevista; se divertirán.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Ficticios, sincronizados y extraterrestres

Andrés Neuman visto por Sciammarella. Fuente: El País.
Lo que sigue es un extracto del discurso "Ficticios, sincronizados y extraterrestres", pronunciado por el premio Alfaguara Andrés Neuman:
"La historia", escribe Claude Adrien Helvetius, "es la novela de los hechos". "Y la novela", añade, "es la historia de los sentimientos". Desde esta perspectiva, todas las novelas son históricas. No sólo porque toda narración propone un marco histórico explícito o implícito, sino porque además los sentimientos, a los que a veces les atribuimos una incontaminada eternidad, se transforman a lo largo de las épocas.
La historia no es un tema ni un momento: es lo que condiciona nuestra aproximación al tema y lo que asocia los momentos. Nunca antes había intentado escribir una novela que sucediese fuera de mi siglo, que era y sigue siendo mi foco de interés. Pero siempre me ha parecido absurda la manía de dividir las novelas entre las que suceden ahora (...), antes y (...) después. Las novelas, ante todo, están bien o mal escritas. Y su vigencia (...) no depende de cuándo tienen lugar sus argumentos. Hay novelas de actualidad que son conservadoras. Novelas futuristas que parecen antiguas. O novelas sobre el pasado que discuten los problemas y el lenguaje del presente. La curiosidad por estas últimas me condujo a escribir El viajero del siglo.
La imaginación hace preguntas para que la ficción estudie lo real. Regresemos al viejo organillero y al viajero misterioso, a quien llamaremos Hans. Mientras imaginaba su encuentro, me pregunté cuándo podría tener lugar. Y pensé que lo justo sería que ambos se encontrasen el mismo año en que Wilhelm Müller publicó el Viaje de invierno. Ese año era 1827, que resultó ser también el de la muerte del poeta. Entonces me pregunté dónde podrían encontrarse Hans y el organillero. Y pensé que lo justo sería que lo hicieran a medio camino entre Dessau, la ciudad natal de Müller, y Berlín, la ciudad donde estudió. Entonces me pregunté cómo sería la Alemania de aquel tiempo. Y me puse a estudiar la vida cotidiana de la época, sus costumbres sociales. Entonces me pregunté por los salones literarios y sus anfitrionas, por aquellas mujeres educadas entre la vindicación de los derechos de la mujer y las contradicciones misóginas de la Revolución Francesa, por la generación de Mary Shelley o George Sand. Y me puse a inventar el salón de Sophie, la otra protagonista de la novela, con quien Hans mantendrá una pasión conflictiva y basada en la traducción. Entonces me pregunté por la política europea de esos años. Y me di cuenta de que, en muchos sentidos, la Europa de la Restauración era el principio de la nuestra. Retorciendo a Vargas Llosa, si nos preguntáramos en qué momento se jodió Europa, la respuesta sería: en el siglo XIX.
La Europa conservadora de la Restauración y los valores retrógrados de la Santa Alianza fueron posibles por el fracaso de Napoleón, que empezó proponiendo derechos, constituciones, libertades, y acabó convertido en un emperador que invadía países y pretendía poderes ilimitados. Hoy pasa algo parecido a nivel mundial. Los proyectos de la izquierda revolucionaria han degenerado en lamentables dictaduras o caudillos omnipotentes. Sobre las ruinas de ese desengaño se han aliado las potencias neoliberales que dirigen lo que llamamos Occidente, con la Europa del Vaticano, las multinacionales y la xenofobia a la cabeza.
Mi intención, sin embargo, no era escribir un testimonio académico ni una crónica realista. Yo quería escribir un libro raro. Una novela futurista del pasado. Una ciencia-ficción rebobinada. Por eso la novela no narra ningún acontecimiento histórico, ni presenta un solo personaje que haya existido realmente. Y por eso Wandernburgo, la ciudad donde transcurre, es una ciudad imaginaria. (...) Un ángel exterminador a escala europea. Espero que Buñuel esté muerto de verdad. De lo contrario, le pido mil disculpas.

Andrés Neuman recibe el Alfaguara

Andrés Neuman, a la derecha, recibe el Premio Santillana de manos de Ignacio Polanco, presidente del Grupo PRISA.- LUIS SEVILLANO
Luis Goytisolo, presidente del jurado del premio Alfaguara de Novela que hoy recibió el argentino Andrés Neuman, dice que la obra ganadora es una novela "de tono decimonónico pero con la ambición de los maestros del siglo XX". 175,000 dólares le fueron entregados hoy a Neuman, quien abrió su discurso de agradecimiento diciendo: "En la casa de mi infancia había música. Mejor dicho, la casa era de música". Leemos en la nota de El País que el padre de Neuman tocaba el oboe. Su madre, el violín. Los dos hablaban de Schubert. Y sonaba el Viaje de invierno, la historia de un viajero con vocación extranjera, "sin ganas de norte", que sólo se detiene ante un viejo organillero. Hasta ahí la música de Schubert. La imaginación de Neuman hizo lo demás. Al viajero le inventó un amor y a todos, una ciudad ficticia. Y se puso a escribir El viajero del siglo. Por el camino murió su madre y él pensó en dejarlo. Continuó. "Como ese viajero que camina para averiguar adónde va, hoy siento que ya sé para qué seguí escribiendo: para poder dedicarle la novela a mi madre", dijo.
"La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre", dijo una vez Roberto Bolaño. Y ahora todos, no solamente por el premio sino también por el discurso de Neuman, están empezando a entender por qué lo dijo. Dice la otra nota en El País:
¿Y de qué hablan Neuman y esos "hermanos de sangre" llamados a comerse el futuro? El autor de El viajero del siglo trató de responder a esa pregunta: "Durante buena parte del siglo pasado, la mejor literatura latinoamericana se sintió obligada a retratarse a sí misma. Como si se mirase a través de lo que otros esperaban ver en ella". Y otra pregunta: ¿Qué ha cambiado hoy? "Quizás el abandono del propósito de encarnar determinadas esencias nacionales y políticas. Las primeras tienen que ver con la idea de patria y exilio en su sentido ortodoxo. Las segundas, con cierta forma de entender el compromiso político. Que no se está perdiendo, sino reformulando".
Neuman cerró su discurso con una carta a unos extraterrestres hipotéticamente interesados en estudiar a una generación de escritores de ida y vuelta. Emigrantes americanos en Europa descendientes de emigrantes europeos en América. Autores que, como él, escriben en "un castellano de todas partes y ninguna, que es la lengua natural de muchos emigrantes y de su mundo movedizo". Antes de la carta, el escritor señaló la "desterritorialización" como rasgo determinante de los nuevos autores latinoamericanos: "La literatura en español puede aspirar, al igual que otras grandes literaturas (como la norteamericana) u otras lenguas (como el francés o el alemán), a simbolizar cualquier espacio, a ser una metonimia del mundo. Puede que, desde los años noventa, la sensación de muchos nuevos autores sea ésa: el desprejuicio territorial. Esto lo han reflejado situando sus historias en lugares remotos, o bien proyectando una mirada extranjera sobre lugares teóricamente propios".

El estúpido índice acusador

Salman Rushdie fotografiado por Daniel Mordzinski. Fuente: MOLESKINE LITERARIO
Por Giovanni Rodríguez
En la anterior entrega de este Café Kubista decía que representa un problema exponer las ideas propias cuando se es joven, ya que en el futuro, cuando llega el momento de confirmar o modificar esas ideas o incluso de renunciar a ellas, uno debe armarse de valor y convicción para defenderlas o aceptar que todo lo dicho ha sido sólo un error más en nuestras vidas. Pues bien, pensando en el asunto éste del peligro de exponer las ideas, me acordé de algunos escritores que son perseguidos por haber dicho o escrito algo que afectaba a alguien poderoso, y me acordé también de los que han padecido lo mismo en el pasado.
Son muy conocidos los casos, entre muchos otros en Cuba, de Reinaldo Arenas y de Heberto Padilla, ambos víctimas de la represión política por considerarlos subversivos; es muy conocido también el caso de Salman Rushdie, sobre quien, a raíz de la publicación de su novela Los versos satánicos, un líder musulmán emitió una fawta, una sentencia de muerte que hasta la fecha no ha sido revocada y que lo obligó en los primeros años a vivir oculto en las casas de sus amigos. Más recientes son los casos de Roberto Saviano en Italia y de Nedim Gürsel en Turquía, el primero por retratar en su libro Gomorra el teje y maneje de la mafia napolitana y que se la pasa en permanente huida pues la mafia también se la tiene jurada; y el segundo por la publicación de su novela Las hijas de Alá, considerada blasfema, que lo llevará pronto a un juicio absurdo.
Algo parecido le había ocurrido al premio Nobel también turco Orhan Pamuk cuando en 2004 fue llevado a juicio por “insultar y debilitar la identidad turca” en un periódico suizo, y en una noticia reciente informan que podría enfrentar nuevas demandas por los comentarios que realizó sobre la muerte de armenios durante la Primera Guerra Mundial.
Son muchos los casos en los que un escritor ha sido acusado o perseguido por motivos como los ya mencionados, motivos que sólo tienen justificación en sí mismos y que se derivan de la estrechez con la que miran quienes se encargan de levantar el estúpido índice acusador.
En nuestros países latinoamericanos no somos tan extremistas como en Turquía, pero cada día “avanzamos” hacia formas de estupidez que en el futuro quizá podrían derivar también en reacciones extremistas. Es sorprendente cómo la hipocresía y la mojigatería van ganándole el terreno a la razón y a la cordura sin que nadie dé muestras de hartazgo. Vemos con absoluta normalidad, por ejemplo, que en un canal de televisión un grupo de estafadores se dedique a pedirle dinero a la gente en nombre de “la gloria de Dios” pero muchos considerarán blasfemo o irrespetuoso a cualquiera que diga que eso es un robo.
Se percibe cercano el día en que la represión contra quienes tenemos la capacidad de indignarnos ya no se manifieste en casos aislados sino que funcione como forma natural de proceder por parte de quienes provocan nuestra indignación y nuestro irrespeto. Por ahora, mientras ese peligroso futuro se mantiene apenas como una amenaza latente, tendríamos que ser nosotros quienes levantáramos la mano y señaláramos con nuestro índice acusador a todo aquello que consideramos un atentado contra nuestra dignidad, tendríamos que ser nosotros los primeros en indignarse, los primeros en hacerles ver a toda esa pandilla que no todos somos como ellos, que entre nosotros encontrarán un poco de resistencia. Pero, ¿quién se atreve? Muy pocos, o casi nadie.

De eso se trata (el arte del ensayo)

Portada del libro de JVilloro publicado por Anagrama.
Hernán, que siempre encuentra excelentes artículos publicados en revistas o diarios colombianos, me envía hoy este de Juan Gabriel Vásquez (en elespectador.com) en el que el narrador bogotano autor de Historia secreta de Costaguana (2007) nos comenta su reciente lectura del último libro de ensayos de Juan Villoro:
Leo por estos días De eso se trata, el último libro de ensayos literarios de Juan Villoro, y me pregunto cómo lo hace.
Tan eruditos como pedagógicos, tan corteses con el experto como con el recién llegado, los ensayos de Villoro son un modelo de lo que puede dar este género tercamente meditabundo en este tiempo en que la meditación (y su compañera de viaje, la incertidumbre) es sospechosa. “El ensayo literario —nos dice en un prólogo que no tiene desperdicio— sirve por igual a los lectores con pie plano que a caminantes consumados, al que ignora casi todo de los temas tratados y al que conoce más que el autor”. Y eso es en buena parte porque el ensayo, como lo practica Villoro, es un género juguetón: el ensayista se aleja de toda percepción de la literatura como ciencia, y no quiere exponernos —o imponernos— sus certezas, sino compartir —nunca impartir— sus dudas. “Ensayar: leer en compañía”. Pues eso.
El libro es un recorrido por obsesiones que sus lectores ya le conocíamos a Villoro y por otras que nos resultan nuevas y acaso sorprendentes. Dos textos sobre Shakespeare y Cervantes abren la serie; la cierra una extensa reflexión sobre Onetti, cuyos libros, ahora que se cumple un siglo de su nacimiento, van generando no ríos de tinta, pero sí un goteo firme y constante. En el medio hay ensayos sobre los viejos amigos germánicos del germanófilo Villoro: Lichtenberg, Goethe, Klaus Mann. Hay ensayos sobre Hemingway (tres, para más señas) y sobre ese tío político de Hemingway que fue Chéjov. Hay un ensayo sobre Bajo el volcán, de Lowry, y otro sobre El entenado, de Saer. Y todos me han remitido por caminos misteriosos a aquella idea de Ricardo Piglia: la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía.
Es cierto que la crítica y el ensayo son cosas muy distintas, pues el crítico intenta iluminar un texto, hacer un juicio de valor, dar a cada cual lo que se merece; mientras tanto, el ensayista quiere relativizar los valores, subvertir las jerarquías, leer un clásico como nunca se había leído antes o leer algo que nunca se había leído como si fuera un clásico. Pero el fondo de la frase de Piglia no cambia: los ensayos de un autor de ficciones suelen ser con frecuencia los lugares más reveladores, no sólo sobre las ficciones del autor, sino sobre el autor mismo. Martin Amis dice que todo novelista que practica la crítica es un proselitista secreto de su propia obra. Mientras comenta o explora los textos ajenos, el novelista quiere dar pistas a sus lectores sobre cómo le gustaría que se leyeran los propios. Un libro de ensayos es una sutil y abstracta confesión sentimental. “Un strip-tease al revés”, dice Villoro, aplicándole al ensayo la metáfora que Vargas Llosa usaba para la ficción.
“Profesionales del yo, los escritores están obligados a explicarse a sí mismos no a partir de sus libros, sino de las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos”, escribe Villoro en "El diario como forma narrativa". Y se me ocurre que el ensayo literario es testimonio de la rebeldía del escritor ante esa situación: en vez de aceptar la obligación de confesarse en público, el escritor hace esa confesión lateral e indirecta que es un ensayo: explica sus libros al explorar los de los otros. Y al hacerlo, además, se explica a sí mismo.
Apenas acabo de pegar aquí el artículo de JGVásquez sobre Villoro y descubro una feliz coincidencia en el blog La obsesión de Babel: Juan Villoro estrena página web. Le doy clic a http://www.juanvilloro.com/ y confirmo lo que dice Mario: "no hay decepción posible: en esas páginas encontramos a un Villoro compendiado, telegráfico, pero entre la minucia y el breve espacio el autor deja su impronta: la lucidez del ensayista, los flashazos de sus novelas y la mirada penetrante del cronista extraordinario que nos revela los secretos de regiones y ciudades tal y como persisten en su memoria".

martes, 26 de mayo de 2009

Benedetti después de Benedetti

La foto de Benedetti es, por supuesto, de Daniel Mordzinski/ Página12.
Hasta ahora, no había querido publicar nada relacionado con la muerte de Mario Benedetti porque sentía que hacerlo significaba (para mí) tan sólo seguir el hilo mediático en el que, por la desafortunada circunstancia de su muerte, de tramo en tramo, unos y otros van recordándolo y llorándolo y considerándolo quizá el mejor escritor del mundo -cosa muy lejana de la realidad- hasta convertirlo en algo distorsionado e inexacto, algo que sólo es posible a través de la extrema generosidad de algunos de sus lectores. Yo, recuerdo de Benedetti muy poco: La tregua, una novela en forma de diario que abrí hace unos ocho años en Librería Caminante y en la que busqué la entrada que correspondía a mi fecha de cumpleaños, y leí: "Si alguna vez me suicido será un domingo. Es el día más desolador, el más insulso". Entonces compré la novelita y me la leí un domingo, y me gustó. Después, una amiga me regaló un libro de cuentos del uruguayo, pero leí el primero, el segundo y parte del tercero y renucié a la lectura. De sus poemas tampoco puedo decir mucho, tan sólo que antes que a Benedetti prefiero a Sabines. Me quedo entonces con La Tregua y su domingo insulso, y con la buena cara del viejito, una cara de abuelito que todos quisiéramos haber tenido (el abuelito, no la cara). Pues bien, si he decidido hoy poner algo sobre Benedetti en este blog es sólo porque me encontré en el Moleskine Literario una entrada que recoge algunas impresiones de escritores argentinos sobre Benedetti. Una de ellas, la que dejo aquí, me llamó la atención porque resume muy bien eso que siento yo por la literatura de Benedetti sin faltar a la memoria del viejo. Lo escribió Juan Pablo Bertazza y dice así:
Benedetti –sería injusto negarlo– es casi una mala palabra para la actual poesía, a tal punto que pocos, muy pocos osarían tomarlo en cuenta. Y eso puede deberse a varias razones: tal vez su inventario poético terminó devorándose al resto de su obra, tal vez su poesía envejeció mal, tal vez no se pueda ser tan popular y de culto al mismo tiempo. Lo indudable es que en el mayor porcentaje del Benedetti poeta hay un Benedetti letrista. Lo curioso es cómo todos los otros Benedettis fueron muriendo a manos del Benedetti de Poemas de la oficina o Sólo mientras tanto, a manos de poemas que le gustaban a nuestros malos maestros de literatura, a manos de poemas que inundan las orillas de la red: el Benedetti periodista, el Benedetti militante de izquierda, el Benedetti crítico de cine, el Benedetti humorista, el Benedetti exiliado y desexiliado, el Benedetti narrador que despabiló al cuento uruguayo con las luces de neón de la ciudad, el kafkiano Benedetti de La tregua, el Benedetti maldito de ese conmovedor relato que es “Sábado de gloria”, donde Benedetti reza a Dios “una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración a mano armada” para que no se la lleve a su compañera. Todos esos Benedettis que, ahora, paradójicamente, quizás renazcan.

domingo, 24 de mayo de 2009

Los libros y la vida

JLBorges cuando trabajaba de bibliotecario.
Por Héctor Abad Faciolince
Alguien dijo alguna vez que hay tres tipos de personas: las que viven la vida, las que la escriben y las que la leen.
Si pienso en el primer tipo, recuerdo a un amigo mío, vividor, que —como me lo explicó una vez Santiago Gamboa— “se pasó la vida tratando de empezar una nueva vida”. Nada, ni lo más desaforado, le parecía nunca suficientemente vital. Empezó tantas vidas que no terminó ninguna y al final vivió con tanta intensidad cada una de ellas que resolvió que nadie le iba a quitar el último pedazo de vida que le quedaba y terminó quitándosela él mismo.
Del segundo tipo de persona, los que escriben la vida, o mejor, los que dedican la vida a escribir, no se me ocurre mejor ejemplo que el de Gustave Flaubert. Se impuso a sí mismo la rutina más sosa y carente de interés que pudo —repetitiva, sobria, retirada— con el único fin de vivirlo todo en su obra. Esto le dijo en una carta a Louise Colet: “Llevo una vida áspera, carente de toda alegría exterior y lo único que me sostiene es una especie de rabia permanente. Amo mi trabajo con un amor frenético y pervertido, como un asceta el cilicio que le araña el vientre. Escribo con regularidad unas diez horas diarias, y si me molestan, me pongo frenético. Ya no espero nada de la vida excepto unas cuantas hojas de papel que emborronar de negro”. Y este era su dogma práctico: “Hay que vivir como un burgués y hay que pensar como un semidiós”.
Los del tercer tipo son personas que dedican su vida a leer. Son, de algún modo, vividores vicarios. Todo lo que no aman, todo lo que no lloran, todo lo que no luchan o trabajan, lo experimentan en los libros. No se me ocurre un ejemplar más acabado de esta especie que ese viejo lector ciego, Borges, que vivió más bien poco, escribió maravillas, y leyó o le leyeron sin parar. Su lema, no por excesivamente citado, deja de seguir siendo hermoso: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
Quizás estos tipos de hombre correspondan también a una diferencia de carácter más honda, que ya no es ternaria sino binaria: aquellos que prefieren la vida activa frente a los que escogen la vida contemplativa. Hay quienes hacen y hay quienes piensan; están los que hablan y otros que se muerden la lengua. Por supuesto que no es necesario vivir exclusivamente de una manera. Se puede vivir, con distintas proporciones, a ratos en la realidad y a ratos en el sueño. Borges, por ejemplo, en sus 86 años de vida, estuvo casado 17 meses con su primera esposa, y con la última tres. Es poco, pero es algo. De Flaubert se dice que se retiró del mundo después de que contrajera la sífilis en un aventurero viaje de juventud a Egipto. No le quedaron ganas de una vida de excesos.
Por deformación profesional he citado casos de escritores, pero supongo que algo parecido ocurre en otras profesiones. Todos conocemos adictos a la sociedad y cusumbosolos. Si me preguntaran qué quisiera más para mí (o para mis hijos), si una vida intensamente vivida, o una vida leída, o una vida dedicada a un oficio retirado como las matemáticas o la escritura, no sabría responder con una receta. Flaubert, cuando escribía sobre una pobre mujer adúltera, vivía con tanta intensidad su adulterio como si fuera él el pecador. No creo que el gozo de Borges leyendo a Kipling fuera menos que el de un viajero en India.
De mí puedo decir que me gusta vivir lo que leo en los libros. Si el protagonista toma ginebra, no puedo resistirme a servirme una. Si un personaje es celoso, acabo haciendo una escena de celos en mi casa. Hace poco leí sobre un viejo escritor con cáncer de próstata y esa misma semana me medí el antígeno y pedí cita urgente con el urólogo. Y por otro lado, muchas cosas que vivo me provoca escribirlas, acomodándolas algo en el recuerdo, y otras que me imagino, me encantaría llevarlas a la vida real. No he podido saber a qué tipo humano pertenezco. No concibo vivir, en todo caso, sin escribir cada día, sin leer cada noche, ni sin salir a disfrutar a ratos el espectáculo del mundo.

sábado, 23 de mayo de 2009

Boyero resume Cannes

Terry Gilliam persigue en Cannes a Verne Troyer, uno de los actores de su película,
El imaginario del doctor Parnassus. - AP
Están por acabarse los estrenos en Cannes. Ya lo hicieron, entre otros, Tarantino y sus Malditos bastardos, Lars von Trier y su Anticristo, Amenabar y su Agora, y se habla, resumiendo, de los altos índices de violencia en las películas de este año, algo que genera casi repudio en buena parte de los críticos o tan sólo fríos análisis en el resto. Sigo la pista del festival a través de los diarios y me entusiasmo particularmente cuando las noticias me las envía Carlos Boyero, crítico de cine de El País. Me gustan las críticas de Boyero. Yo, simple aficionado al cine y desconocedor absoluto de casi todo lo que tenga que ver con este arte, encuentro en ellas siempre esa dosis de "mala leche" que me gusta encontrar en las críticas a cualquier obra artística. Hace un par de meses, cuando se estrenó la última película de Almodóvar (que está en la pelea en Cannes, por cierto), no se lo pensó mucho y la despachó con una reseña que podría entenderse como la traducción de un enorme bostezo. Hoy, un poco cansado de la monotonía del clima en Cannes, le dieron ganas de repasar, sin mucha paja, las películas que compiten por la Palma de Oro este año. Veamos:
Si el festival de Cannes conociera la piedad intuiría que después de 10 días protagonizados abusivamente por el cine de autor, de temáticas enrevesadas y con vocación de trascendencia, una parte considerable de los extenuados espectadores agradeceríamos mucho que en las últimas jornadas declinara la espesura argumental y la estética vanguardista, que nos ofrecieran películas entendibles y digeribles, cositas fluidas, alguna comedia, cierto relajamiento. Pero no hay manera. Han reservado para los estertores de la sección oficial a los más psicodélicos del mercado, directores de culto (¿se dice así?) entre la modernidad y que a los cavernícolas nos pueden provocar un ataque de nervios.
El argentino Gaspar Noé nos castigó hace siete años en la inenarrable Irreversible con una violación de 20 minutos, una venganza minuciosa con sesos desparramados y una imaginería visual que te obligaba a quitar los ojos de la pantalla ya que utilizaba la cámara para dejarnos miopes de por vida.
En Enter the void se mantiene fiel a sus principios, la historia se desarrolla en Tokio y va de drogas, de reencarnaciones, de continuas referencias a El libro tibetano de los muertos, de viajes astrales, del cordón umbilical entre la vida y la muerte. Y admito que la diarrea mental es algo legítimo. El problema es que el permanente tripi en el que flotan los protagonistas, un camello y su hermana stripper, también pretende Noé que nos lo comamos los receptores y para mostrarnos los efectos de las sustancias químicas distorsiona las imágenes, las inunda de colores, se recrea con la certidumbre de que está haciendo arte en todas las tonterías que se le ocurren, exhibe el fatigoso muestrario lírico del colgado profesional sobre las personas y las cosas, repite varias veces las mismas secuencias por si no habíamos captado su misterio, provoca infinito mareo en la vista y en el cerebro.
Terry Gilliam anda por los 70 años pero su cine sigue manteniendo juvenil fidelidad al delirio, al caos argumental adornado con estética barroca, a las historias fantásticas habitadas por monstruos. Todo en él lleva la huella de los efectos alucinógenos, de la imaginación desbocada, del gusto por el pasote. A mí me resulta insoportable. En El imaginario del doctor Parnassus Gilliam describe el pacto con el diablo que ha establecido el propietario de una carreta de feria y su miedo al constatar que el del azufre y los cuernos se quiere apoderar del espíritu de su joven hija. A través de un espejo mágico seremos testigos de infinitos milagros maléficos. La primera vez que aparece Heath Ledger tiene el aire de una premonición. Lo hace colgado de una soga, pero luego resucita. Y esa imagen te produce un escalofrío ya que el actor que dio vida al memorable Joker de El caballero oscuro falleció de sobredosis accidental sin acabar el rodaje de El imaginario del doctor Parnassus. Es lo único que me impresiona en una película que pretende inútilmente fascinarte en cada plano.
Teniendo claro que Hollywood jamás va a filmar la bochornosa tragedia palestina, ese intolerable apartheid que sólo parece preocupar a los que lo sufren, el director palestino Elia Suleiman intenta con medios rudimentarios y un tono entre naïf y tragicómico hablar de esa impune barbarie en The time that remains, retratando en varios capítulos los padecimientos de una familia palestina desde 1947 hasta la actualidad. Funciona algún gag, hay mala leche con toque surrealista, pero también monotonía narrativa y el resultado final es desvaído. Y lamentas que los eternos perdedores no hayan encontrado todavía su poeta cinematográfico.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Mi siglo, de GGrass

Por Dennis Arita
Mi siglo. Gunter Grass. Alfaguara. 428 páginas.
Al leer Mi siglo se piensa en Gunter Grass en la hemeroteca, entre antiguos periódicos encuadernados, en busca de sucesos llamativos, anécdotas brillantes y pintorescas, relatos breves y contundentes que le permitieran arrojar luz sobre los hechos del siglo que le tocó vivir. Dividido en 100 secciones, cada una de ellas situada en un año del siglo pasado, Mi siglo es por turnos brillante, oscuro, irritante, emotivo, poético y aburrido. Acaso es inevitable esa combinación de cualidades, ya que se trata de un macizo almanaque que registra una centuria de vida y milagros de Alemania desde el punto de vista de varias decenas de voces narrativas, una de ellas, la del propio Grass. Juan García Ponce define bien este libro: "Es una novela cuya estructura debe considerarse la de un libro de cuentos". ¿Puede ser molesto o aburrido un texto que parece prometer tanta aventura? A veces, Mi siglo logra esa hazaña, acaso porque casi ninguno de sus "cuentos" nos sitúa en una perspectiva aventajada: para los años decisivos –Alemania tiene el privilegio de abundar en ellos- Grass escoge narradores a quienes parece interesarle más recoger setas o lidiar con sus hijos descarriados. Sin embargo, la técnica de Grass quizá es la correcta porque, en la realidad cotidiana en que trabajamos y morimos, nadie tiene una perspectiva aventajada acerca de nada.

Los temibles 30

Aún falta un año pero...
Por Giovanni Rodríguez
Estoy llegando a una edad a la que, según los teóricos respectivos, si uno dispone de ideas, estas o se modifican o se eliminan o se reafirman. Es la edad del “plazo fatal”, el momento de las decisiones definitivas, agregan estos teóricos. Lo de tener ideas representa un problema –esto lo digo yo, no los teóricos- si uno tiene la costumbre –o si uno ha tenido la costumbre en el pasado- de escribirlas, pero sobre todo de escribirlas para que las lea un público. No hay duda de que evolucionan nuestras ideas, ya sea hacia su confirmación –lo que implica un proceso previo de autoconvencimiento paulatino- o hacia su extinción –que tiene que ver más con la cuestión de la edad que con cualquier otra cosa-.
Porque si uno decide alguna vez exponer sus ideas a un público, y si uno aún es demasiado joven cuando lo hace, deberá tener en cuenta que muy probablemente en el futuro estas ideas no serán las mismas, y entonces surgirán los primeros problemas, porque uno llegará a un momento en que tendrá que enfrentarse a un dilema que tiene que ver con dos cosas básicamente: el valor y la honestidad. Porque habrá que decidir si a partir de ese momento, por no dar el brazo a torcer, nos aferraremos a lo que hemos dicho antes o si aceptaremos que nos hemos equivocado y que debemos empezar de nuevo.
A partir de cierta edad uno debe decidir si todo eso que ha escrito todavía pertenece a las cosas que estamos dispuestos a defender. Yo, me voy acercando a esa edad supuestamente crítica de los treinta años. La treintena es la edad que los teóricos de la personalidad del individuo consideran como la edad crítica en el hombre, momento en el que la curva ascendente en la vida llega a su punto más alto y es entonces cuando puede ocurrir que lo que sigue durante algún tiempo sea sólo una línea recta hacia derecha o izquierda o –y éste es el caso que los teóricos definen como “punto de inflexión en la personalidad masculina” o “punto crítico del hombre”-, el peor de los casos, que empiece una vertiginosa caída conducente a las depresiones y a constantes altibajos emocionales que, en condiciones extremas, puede conducir también a acciones lamentables como el suicidio. Pero no es éste mi caso, que me tomo la vida no demasiado en serio y me preocupo únicamente –al menos en este momento- por darle forma a una novela que escribo sobre la marcha.
Aún me falta un año para llegar a esa edad temida pero ya voy acusando los primeros síntomas: duermo menos, bebo más, me vuelvo más escéptico y disminuye mi esperanza en las cosas en las que siempre he tenido esperanza. Empiezo a pensar seriamente en el futuro, y esto representa un cambio considerable, porque antes sólo había pensado en el presente; era una máquina pensadora en tiempo presente y por lo tanto no existían en mi cabeza los proyectos que ahora empiezan a cobrar formas más o menos definidas.
Se acercan los temibles treinta y ya empiezo a mirar el pasado con algo de nostalgia. Se acercan los treinta y hago cálculos y concluyo que he perdido mucho tiempo en causas inútiles y que, si no me doy la suficiente prisa, los años que vienen pasarán más rápido que los anteriores. Y entonces me acuerdo de un poemínimo de Efraín Huerta que dice: “No puedo parar de escribir, porque si me detengo, me alcanzo”, y es lo que hago ahora: no paro de escribir, y escribo sobre mi vida, porque mi vida es lo que tengo más a mano, hasta que me agote, hasta que, quizá a mis sesenta años, vuelva a mirar atrás y a decirme que todo ha sido una pérdida de tiempo y que habrá que empezar de nuevo. Para entonces espero que mi vida haya sido por lo menos una hermosa obra de ficción.

martes, 19 de mayo de 2009

La Fiesta del Chivo

Por Dennis Arita

La Fiesta del Chivo. Mario Vargas Llosa. Alfaguara, Madrid. 518 páginas
Las mejores páginas de la novela La Fiesta del Chivo (2000) son las que registran con prosa clínica el destino de cada uno de los conjurados que en 1961 le dieron muerte a balazo limpio al general Rafael Leónidas Trujillo, dictador que durante 30 años dominó la voluntad y la vida de los habitantes de la República Dominicana. Son alrededor de 200 páginas que justifican la lectura del texto de Vargas Llosa porque elevan a la altura de la tragedia el material de crónica roja, chorreante de sangre, vómitos y carnicería, con que antes ya ha trabajado el peruano. Los siete o diez complotistas que participan directamente en el asesinato caen uno tras otro bajo la rabia vengadora de Ramfis Trujillo, "el bello" hijo del tirano, y los lectores somos testigos de su angustiosa espera de la muerte, del miedo, de las vueltas irónicas del destino que los lleva de un refugio a otro para acabar en manos de los delatores. Como en todas sus novelas, en este libro Vargas Llosa usa la técnica del contrapunto y entreteje varias historias. En Conversación en La Catedral (1969) ese método de trabajo es eficaz porque todos los relatos son interesantes, pero en La Fiesta del Chivo por desgracia no es así. Ninguna de las otras dos grandes líneas argumentales, el regreso de Urania Cabral a la isla para remover antiguas heridas y el último día de vida del propio tirano Trujillo, son tan llamativas como el trepidante policial que Vargas Llosa nos regala en la historia de los conspiradores antitrujillistas.

lunes, 18 de mayo de 2009

París no se acaba nunca

Después de una pausa que ha durado varios meses, tiempo durante el cual Dennis Arita ha estado escribiendo una novela cuyas primeras páginas han pasado ya por mis ojos, el compa vuelve con algunas reseñas originalmente publicadas en la recién estrenada revista Nosotros. Copy-paste entonces a partir de hoy a sus breves reseñas. Para empezar, ésta de un libro de Vila-Matas en donde habla, entre otras cosas, del juego de hibridación de géneros y de si "es lícito hablar de realidad en un texto de ficción":
Quien compra París no se acaba nunca (2003), del barcelonés Enrique Vila-Matas, adquiere una ganga porque se trata de al menos tres libros en uno: una conferencia, una autobiografía y una novela. Esa mezcla se entiende a la luz de otros de sus textos, que suelen ser como cofres que acogen todo tipo de géneros literarios. Historia abreviada de la literatura portátil (1985) es un híbrido de novela y de biografías inventadas; Bartleby y compañía (2001) pretende ser un libro de ensayos y una novela, pero no es ninguna de las dos cosas porque en realidad no hay texto, sólo las notas a pie de página de un libro que Vila-Matas se ha negado a escribir, como un ejemplo del tema cardinal de Bartleby y compañía: el de los escritores que por variadas razones se han negado a escribir o han dejado de hacerlo.
La conferencia en París no se acaba nunca abarca las páginas iniciales del texto y tiene por tema los caprichos que suelen aquejar a los escritores exitosos, uno de los cuales es el propio Vila-Matas. Ejemplo de esos caprichos autorales que abarca en su charla dirigida a un fantasmal auditorio es su presunta participación en un concurso de dobles de Ernest Hemingway. Desde esta propuesta inicial entendemos que estamos ante un libro sin mayor apego a la verdad, porque al comparar la fisonomía de Hemingway y la de Vila-Matas sabemos que no puede haber dos personas menos parecidas.
Esta escritura falaz se mantiene en las siguientes páginas, en las que se pasa sin esfuerzo a un intento de autobiografía que abarca la estancia de Vila-Matas en París en los 60 o 70, años que, según el autor, no fueron del todo felices, aunque ese clima de infelicidad o más bien de precariedad económica es narrado con un desapego y un regocijo sospechosos... intuimos que lo que Vila-Matas nos describe en su proyecto de autobiografía no es necesariamente auténtico. Su relato abarca encuentros y desencuentros con una miríada de personajes reales que, transformados por la alquimia de la literatura, adquieren facetas casi fantásticas. Es el caso de la famosa escritora francesa Marguerite Duras, que en el libro aparece como casera de Vila-Matas y, a pesar suyo, como consejera literaria sui generis. "Escriba", le dice al jovencísimo Vila-Matas la Duras que se ha inventado el autor barcelonés, "no haga otra cosa en la vida".
Guarnecidos con las armas de la ironía y la ficción que el propio Vila-Matas nos ha legado, los lectores asistimos a una nueva transformación de este texto proteico, que se va convirtiendo en la novela que podría haber sido desde el comienzo, pero que no lo es, o que acaso lo ha sido siempre, aunque de manera original y divertida. Vila-Matas parece olvidarse de su primer esbozo de charla y de su intento de biografía y pasa con naturalidad asombrosa a tramar unas páginas finales por las que desfilan situaciones y personajes típicamente novelescos.
Al parecer, los libros más gustados de Vila-Matas son aquellos en los que prima el entramado de distintas formas literarias -Bartleby y compañía, París no se acaba nunca- y cautivan un poco menos aquellos en que prefiere la escritura "tradicional" que busca contar historias sin recurrir a los juegos de manos: Lejos de Veracruz, Suicidios ejemplares, El viaje vertical. Afortunadamente, Vila-Matas acostumbra revisitar el juego literario autorreferencial, a las artes de prestidigitación de un escritor encantado por la facilidad con que la ficción encadena la verdad y la mentira.
Para el lector avisado, las perpetuas mutaciones que se operan en los textos vilamatianos enriquecen la lectura por razones que escapan, de hecho, a los límites del libro. Esta riqueza no sólo se relaciona con las llamadas a libros de otros autores, especie en la que abundan algunos de los mejores textos de Vila-Matas. Para comprobarlo, basta revisar Bartleby y compañía. La riqueza de París no se acaba nunca va más allá: es más ambiciosa porque nos hace preguntarnos hasta qué punto es lícito hablar de realidad en un texto de ficción.

Los misterios del pasado

P.Modiano. Fuente: elpais.com.
Continuando con Patrick Modiano, y para conocerlo mejor, copio y pego de Babelia este perfil escrito por Claude Castéran, periodista y novelista también francés:
Estamos en 1942. París se encuentra bajo la ocupación alemana. Una tarde de octubre un judío de 22 años, Albert Modiano, que vive casi como un clandestino, conoce a una joven actriz flamenca, Louisa Colpeyn, en un piso del elegante distrito XVI de París. Albert, que ha logrado, no sabemos cómo, evitar llevar la estrella amarilla, vive del estraperlo. Tres años después nace su primer hijo, Patrick. A los 17 años, decide que no volverá a ver nunca más a su padre, ausente y detestado. Mantendrá su palabra. Albert muere en 1977. La guerra, París, un ambiente turbio, un padre quizás cercano a la Gestapo, una madre egoísta sin talento artístico: como arqueólogo de la memoria que no puede escribir más que del pasado, Patrick Modiano no ha dejado de explorar esos temas para escribir, en un francés clásico, sobrio y preciso, una obra singular, una búsqueda de su propia identidad, difuminada y sin fin, entre el romanticismo y la novela policiaca.
"La ocupación es como la tierra en la que he crecido", dijo el escritor que ha construido varias novelas (Reducción de condena, Quartier perdu, Villa triste) sobre este periodo. No importa que no la haya vivido, supo expresar muy pronto algo que acabaría por convertirse en una obsesión nacional: lo que ocurrió en Francia durante la guerra, la colaboración con el ocupante alemán. De muchos autores se dice, para felicitarlos o no, que escriben siempre el mismo libro: esto es particularmente cierto con Modiano. Menos su primera novela, editada en 1968, La place de l'étoile (la historia provocadora y alucinada de un judío antisemita durante la guerra), es autor de una obra coherente, en la que ningún título aplasta a los demás, destilada con regularidad, a la vez emotiva y distante. Podríamos aplicarle la frase de William Faulkner, a quien no dejaban de preguntar sobre su obsesión por las historias de violencia y locura, repetidas de ficción en ficción: "Agoto un sueño".
Modiano, al que no le gusta la introspección, considera que cuanto más misterioso es algo, más interesante resulta. "Incluso trataba de buscarle el misterio a lo que no tenía ninguno", admite en Un pedigrí. Por eso nunca sabemos de dónde vienen sus personajes, ni lo que realmente piensan. Sacudidos entre el presente y el pasado, sus biografías se mantienen inciertas. Nos los cruzamos en las calles, las avenidas y las plazas del oeste parisino (como el distrito XVI), banales ante los ojos de los profanos, pero de repente cubiertos, gracias a la pluma del novelista, de una belleza gris y nostálgica. De sus libros ha nacido un neologismo: "modianesco". Se emplea esta palabra (¿llegará algún día al diccionario?) para evocar a un personaje (o una situación) claroscuro, ni lógico ni absurdo, a medio camino entre los dos mundos, entre la sombra y la luz. También evoca una idea de mutismo y romanticismo.
Nacido en julio de 1945 en los alrededores de París, Modiano vive una infancia de vagabundeo y demasiado solitaria. Su hermano mayor, Rudy, muere en 1957. La impresión que le causó fue enorme: Patrick le dedica todos sus primeros libros. Abandona los estudios después de la selectividad y se pone a escribir, a escondidas de sus padres: "No tenía más que 20 años, pero mi memoria era anterior a mi nacimiento". Libro tras libro, construye un museo imaginario, lejos de las modas, hasta ser considerado un clásico en Francia. Sus obras, que han recibido numerosos premios, se venden bien, aunque Patrick Modiano no aparece en la televisión ni tampoco en la prensa popular. Es un hombre discreto, con la mirada dulce y el rostro un poco dolorido, conocido por su dificultad para expresarse y su indiferencia ante los honores (se niega a entrar en la Academia francesa, donde sería acogido con entusiasmo).
Este aficionado a los sucesos, casado desde 1970 y padre de dos hijas, no se ha retirado "de la sociedad del espectáculo", como demuestra su afición al cine. En 1974, escribió con el cineasta Louis Malle el guión del exitoso filme Lacombe Lucien, la polémica historia de un joven campesino que en 1944 se pasa a los alemanes más por ignorancia que por decisión meditada. Es autor de otros guiones y ha escrito junto a Catherine Deneuve un ensayo sobre la hermana que murió joven de la actriz, Françoise Dorléac. Jurado del Festival de Cannes en 2000, Modiano también es autor de letras de canciones.
El éxito no le ha cambiado. Cuando alguien le reconoce por la calle y le pregunta si es Patrick Modiano, responde, según cuentan: "No, no soy yo". Después de haber leído sus libros, largas ensoñaciones sobre la realidad, uno se pregunta si finalmente no está hablando en serio, si no es el más modianesco de sus personajes, un fantasma intranquilo, modesto y encantador.

Las obsesiones de Modiano

Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945, fotografiado en París por Daniel Mordzinski/El País.
En el último número de Babelia entrevistan a Patrick Modiano, un maestro francés de la novela corta, como he podido comprobar recientemente tras la lectura de Calle de las Tiendas Oscuras (Anagrama), que me ha lanzado, furioso, a las librerías a buscar sus otras novelas traducidas al español. Modiano habla aquí de sus obsesiones, quizá desarrolladas porque "vivió desde niño impresionado por las ausencias, los garajes y las guías de teléfonos". "El autor francés persigue en sus novelas las huellas de otros y dibuja un París "casi onírico"". Leamos algunos fragmentos de la entrevista:
Un día de hace casi 20 años, Patrick Modiano encontró en un viejo periódico parisino de principios de los cuarenta un pequeño anuncio que le impresionó. Decía así: "Se busca a una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 metros, rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón. Ponerse en contacto con el señor y la señora Bruder, bulevar Ornano, 41, París". Modiano se obsesionó con el anuncio, con la chica y con la historia que ahí latía, en parte porque él había visitado mucho esa calle de adolescente. Se convirtió en una especie de detective privado contratado por sí mismo. Pronto descubrió que Dora Bruder era judía, que tras escaparse de casa fue detenida por la policía colaboracionista y deportada a Auschwitz, donde murió. Modiano buscó más. Revisó los archivos policiales, espulgó las viejas guías de teléfonos de París que nunca faltan en su casa, consultó fichas municipales, entrevistó a varios testigos de la época y del barrio que pudieran aún recordar que la conocieron. Anduvo como un lunático errando por las calles que Dora recorrió y que él conocía bien por haberlas andado de adolescente; entraba en los portales de los edificios que ella habitó y se quedaba ahí, quieto, esperando no se sabe qué... Ya no encontró nada más. Tenía el fin de la historia de Dora Bruder pero muy poca cosa de ella. Su rastro se había perdido casi definitivamente, como tantos otros. Sin embargo, con ese casi, con esas minúsculas certidumbres y utilizando también como material narrativo su propia obsesión y su búsqueda, Modiano escribió una joya estremecedora titulada Dora Bruder que habla de la memoria, de la dignidad y de la vida, contenida en apenas un centenar largo de páginas que ahora se vuelve a publicar en España. "Luego, con los años, y con el libro ya publicado, me llegó algo más de documentación sobre Dora. Y me planteé la cuestión de si merecía la pena reescribir la novela o no. Decidí que no. No soy historiador. Soy novelista. No importa tanto el resultado de la búsqueda como la búsqueda en sí. Así que la novela se quedó como está".
¿Y por qué esa obsesión por alguien que no conoce de nada?
Yo también me he hecho muchas veces esa pregunta: ¿por qué estás obsesionado con las huellas de otras personas? Y creo que es porque vivo en el siglo XX o XXI. Si yo hubiera vivido en el siglo XIX habría escrito novelas rurales: largas novelas redondas y completas. Pero en esta época todo es fragmentario, y las grandes ciudades favorecen eso, el anonimato, que el rastro de las personas se pierda. No sé si me explico... También es verdad que yo siempre he estado impresionado por las desapariciones, por las ausencias. Por eso me fascinan las viejas guías de teléfonos en las que aparecen los nombres de los abonados, porque de un año al otro hay gente que desaparece, que se va..., en especial de algunos barrios, como el XVI.
Patrick Modiano es muy alto, muy amable, algo torpe y muy tímido. Duda al hablar, le cuesta acabar las frases y su muletilla favorita es "no sé si me explico". Vive en una vieja casa a la espalda del Jardín de Luxemburgo, no muy lejos del barrio donde pasó parte de su infancia: todo un síntoma de su relación con el tiempo y la memoria. El cuarto desde el que escribe es una habitación semicircular, tapizada de libros con una ventana también muy alta que da a un jardincito interior. Hay un diván arrugado en el que se sienta a leer cuando no trabaja. Escribe dos o tres horas al día sentado a una mesa colocada frente a la ventana y al jardín. Nunca más. Asegura que si hiciera caso a su carácter, terminaría sus novelas de un tirón, sin detenerse, pero que se obliga a refrenarse y a parar cuando han pasado esas dos horas a fin de mantener una tensión que sólo él percibe pero que, según él, es esencial para que la obra culmine. Este hombre acogedor y atento nacido en 1945 es simplemente uno de los más importantes escritores vivos en Francia, dueño de un mundo propio, autor de más de 30 obras, ganador del Goncourt o del premio de novela de la Academia Francesa, entre otros. En España se han publicado recientemente, además de la citada Dora Bruder, En el café de la juventud perdida, Reducción de condena y Calle de las tiendas oscuras. Confiesa con naturalidad que escribe desde que tenía 20 años porque no sabe hacer otra cosa. No ha trabajado jamás en nada que no sea sentarse dos horas enfrente de esa ventana y pasarse las 22 restantes del día pensando en las páginas que quedan. Sus novelas siempre son cortas y exactas, transcurren siempre en los años cuarenta o sesenta, en un París particular y vagamente irreal, dilatado, enorme, donde siempre hay garajes, adolescentes abandonados a su suerte que se agotan en brutales caminatas errabundas y adultos que se buscan unos a otros como dentro de un laberinto: un verdadero territorio mítico que comparte con el París real los nombres de las calles y la ubicación precisa de los números. Él mismo es un maniático de la topografía parisina y si uno le menciona una calle cualquiera no es raro que Modiano no sólo la conozca, sino que la haya recorrido o la hayan recorrido sus personajes.
En Calle de las tiendas oscuras hay un detective sin memoria que busca su propio pasado; en En el café de la juventud perdida todos los personajes se preguntan lo que fue de una chica que les impresionó; en Dora Bruder usted mismo se convierte en un investigador... ¿No le da la impresión de escribir continuamente la misma novela?
Sí, sí. Yo ya me he dado cuenta de que me repito: siempre es alguien que busca a alguien, o alguien que intenta recuperar las huellas de alguien. Siempre es así. Y siempre es inconsciente. Luego me digo: mira, esto ya lo has hecho. Las cosas vuelven. Es por un sentimiento íntimo de ausencia, de abandono. Por eso intento buscar las huellas de las personas.
Se ha dicho que en su infancia está la clave de toda su obra.
Puede ser. Pero no es por una especie de nostalgia de la infancia. Es más por las cosas que yo he observado y que me impresionaron durante aquel tiempo. Hay una clase de atención especial, que hace que las cosas te impresionen fuertemente cuando eres un niño. Además, ese periodo para mí es triste. Sé que hay niños felices, pero mi infancia fue triste. Además, hay conversaciones que no entiendes bien y que te dan miedo. Cuando yo era niño me paseaba solo por París. Eso era impactante a esa edad porque normalmente a los niños no les dejan pasearse solos. Yo podía. Experimentaba al mismo tiempo miedo y curiosidad. Por eso la infancia: por esas primeras imágenes que te impresionan para siempre.
En casi todas sus novelas los personajes sienten un deseo imperioso de escaparse, de dejar atrás la vida que llevan y que cargan como un fardo que no les pertenece.
Esas escenas también provienen de cosas que yo he vivido cuando era niño o adolescente. Provienen del sentimiento de estar encerrado (yo estuve muchos años en internados un poco carcelarios). Además, les suceden por lo general a personajes adolescentes, que tienen entre 17 y 20 años, un periodo en el que por entonces, al menos en Francia, no eras un adulto porque no tenías la mayoría de edad legal pero tampoco eras un adolescente. Tenías la sensación de que todo lo que podías hacer en el mundo era algo clandestino, de que todo estaba prohibido. Yo mismo me he fugado, me he escapado, he hecho esas largas caminatas de adolescente sin parar por París, con una sensación de vértigo.

jueves, 14 de mayo de 2009

La poesía depende de la libertad intelectual

Puede que me reprochéis el haber insistido demasiado sobre la importancia de lo material (aquí se refiere a la pensión y su habitación propia). Aun concediendo al simbolismo un amplio margen y suponiendo que quinientas libras signifiquen el poder de contemplar y un pestillo en la puerta el poder de pensar por sí mismo, quizás me digáis que la mente debería elevarse por encima de estas cosas; y que los grandes poetas a menudo han sido pobres. Dejadme entonces citaros las palabras de vuestro propio profesor de Literatura, que sabe mejor que yo qué entra en la fabricación de un poeta. Sir Arthur Quiller-Couch escribe:

¿Cuáles son los grandes nombres de la poesía de estos últimos cien años aproximadamente?

Coleridge, Wordsworth, Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti, Swinburne. Parémonos aquí. De estos, todos menos Keats, Browning y Rossetti tenían una formación universitaria; y de estos tres, Keats, que murió joven, segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición bastante acomodada. Quizá parezca brutal decir esto, y desde luego es triste tener que decirlo, pero lo rigurosamente cierto es que la teoría de que el genio poético sopla donde le place y tanto entre los pobres como entre los ricos, contiene poca verdad. Lo rigurosamente cierto es que nueve de esos doce poetas tenían una formación universitaria: que significa que, de algún modo, consiguieron los medios para obtener la mejor educación que Inglaterra puede dar. Lo rigurosamente cierto es que de los tres restantes, Browning, como sabéis, era rico, y me apuesto cualquier cosa a que, si no lo hubiera sido, no hubiera logrado escribir Saúl o El anillo y el libro, de igual modo que Ruskin no hubiera logrado escribir Pintores modernos si su padre hubiera logrado ser un próspero hombre de negocios. Rossetti tenía una pequeña renta personal; además pintaba. Solo queda Keats, al que Atropos mató joven, como mató a Jonh Clare en un manicomio y a James Thomson por medio del láudano que tomaba para drogar su decepción. Es una terrible verdad, pero debemos enfrentarnos con ella. Lo cierto –por poco que nos honre como nación- es que, debido a alguna falta de nuestra sistema social y económico, el poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor oportunidad. Creedme –y he pasado gran parte de diez años estudiando unas trescientas veinte escuelas elementales-, hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.

Exactamente. La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual.

Una habitación propia, Virginia Woolf

Foto tomada de:

Virginia Woolf, cuchitril literario

XXIII

autorretrato de Artaud

XXIII

La máscara fue lo que atrajo tu mente

y luego puso tu pecho a palpitar,

no lo que hay tras ella.

W. B. Yeats

Amé una máscara, y tal vez debí amarla hasta el final.

Tal como era, me quiso ¿Podía acaso tolerar otra forma?

Era fiel esta máscara.

Los huecos de sus ojos a veces se llenaban de ternura.

José Luis Quesada, Sombra del blanco día (1987)

Diario para una novela (I)

Por Giovanni Rodríguez
Cualquiera que lea esto debe imaginarme así, que es como ahora me la paso: corrigiendo una línea más. Donde antes se leía: “los que sólo saben redimirse en el dulce placer de sus pecados”, ahora se lee: “los que sólo saben redimirse en la dulce diaria miel de sus pecados”. No estoy del todo satisfecho, pero puedo asegurarme a mí mismo que he puesto todo de mi parte para que el texto resulte digno de ser leído. Por lo menos ahora me siento capaz de escribir una novela. Después intentaré algo más serio, algo que ponga en juego todo eso a lo que la gente llama “el verdadero potencial” y no sólo ese impulso salvaje que me llevó a escribir esto que ahora acabo de corregir –esta vez sí- por última vez.
Mi vida, por supuesto, fue alguna vez la versión original de la vida de los personajes que he creado. No puede pedírseme otra cosa. Alguien que empiece una novela a los veintiún años (y ésta de la que hablo empecé a escribirla a esa edad) no tendrá conciencia sino de su propia persona, por lo que se verá abocado sin remedio a la autobiografía, ya que no tiene nada más a su alcance. Es lo que dice Martin Amis y es lo que me repito a mí mismo para justificarme. Puede decirse entonces que hasta cierto punto la novela que escribí es una novela autobiográfica. Una “novela verdadera”, me digo; eso es, al final de cuentas, lo que para mí representa una autobiografía.
El sol afuera es insoportable. Imaginen treinta y siete grados de temperatura. Imaginen el tamaño de mi impaciencia. Pero ni modo, qué se le va a hacer, a veces uno no escoge dónde vivir y debe acomodarse a las circunstancias. A veces, incluso, uno no escoge vivir con una mujer y ahí se ve, de repente, viviendo a la medida de la vida de una mujer.
Pero, ¿estaría yo consciente en ese momento de esa situación? (estoy hablando ahora del rollo con la mujer que mencioné atrás); es decir, ¿me habría dado cuenta para entonces que mi vida era sólo la extensión de la de la mujer que vivía conmigo? Probablemente no. Y ahí pueden imaginarme de nuevo, más atrás que estos días de ahora, diríase casi feliz, porque feliz hubiera sido (es lo que creía) viviendo en Europa, en donde existen unas librerías enormes con lo mejor de la literatura latinoamericana, que es lo que entonces me mantenía entusiasmado; feliz hubiera sido con la publicación de mi novelita, sacándole algo de provecho monetario, por supuesto, que es lo que representaba mi necesidad más inmediata; feliz hubiera sido, al fin y al cabo, si al estar con la mujer de la que hablo hubiera podido olvidarme de todo lo demás y no hubiera deseado nada que no fuera la compañía de esa mujer; pero bien pueden ir ustedes suponiendo que ésta no era la realidad y que, si bien es cierto hasta entonces no había surgido con ella el primero de esos llamados “conflictos de pareja”, tampoco es cierto que me sentía absolutamente cómodo con esa situación semiconyugal.
Pero déjenme caminar por ahí, con esa expresión apacible en el rostro que me hace parecer casi feliz ante los ojos de cualquiera que, al cruzarse conmigo por las calles, pueda, por casualidad, quedárseme viendo, y hablemos un poco de otras cosas, de cosas que sucedieron también en el pasado y que no necesariamente tienen que ver con la historia de la mujer que vivió a mi lado, de cosas que he visto y de cosas que he hecho, aunque podría hablar también de cosas que he imaginado; pero en fin, todo lo que diga de aquí en adelante, a la manera de un diario personal, no tendrá mayor importancia que la de que en un futuro me sirva para escribir otra novela, quizá también otra novela verdadera, no importa, no le temo a las palabras ni a las palabras que nacen de los actos. Le temo, sí, al silencio, a mi propio silencio, a mi probable grito ahogado en estas páginas futuras, pero no por las páginas sino por mí, porque de estas páginas futuras depende todo.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Top Ten de nuestra biblioteca

2666, el libro líder en las descargas de nuestra biblioteca.
Dice Carlos que, aunque no haya colgado nuevos libros para su descarga en nuestro blog Biblioteca mimalapalabra, ha seguido navegando, buceando y descubriendo nuevos tesoros sumergidos en el océano del Internet. "Yo sólo los busco, los descargo y los guardo, por si acaso esas bibliotecas virtuales desaparecen (recordamos siempre el FTP de Michell, que tantos libros nos regaló). Bueno, el caso es que vía obsesivababel acabo de leer la interesante entrevista que Mario Gallardo encontró en Letras Libres sobre la biblioteca Google. Una biblioteca digital "oficial" podría catalogarla. Pero la nuestra, que admira y a la vez irrespeta a los autores incluidos en ella, permite que los lectores "bajen" de la red el libro completo", dice Carlos. "Me he reanimado", continúa, "luego de leer ese artículo de Letras Libres y también por la cantidad de personas que acuden a nuestra biblioteca digital". Y aquí vienen las cifras: Los 10 preferidos y número de descargas:
1. 2666, de Roberto Bolaño: 36,440
2. La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño: 11,205
3. El gaucho insufrible, de Roberto Bolaño: 8,281
4. Mitologías, de Roland Barthes: 7,675
5. Putas Asesinas, de Roberto Bolaño: 5,426
6. Una novela china, de César Aira: 4,658
7. Estrella distante, de Roberto Bolaño: 4,048
8. Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño: 3,044
9. Edición #11 de la revista mimalapalabra: 2,906
10. Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño: 2,392
Como ven, Bolaño arrasa en el Top Ten. Curioso que entre la lista (posición #9) aparezca un texto que escribí sobre la última novela de Julio Escoto: La reinvención mítica, cuarenta años después de Macondo, que aparece en el otro blog: mimalapalabra-revista.blogspot.com. Agrega Carlos que "todos estos textos tienen más de un año de pertenecer a la biblioteca mimalapalabra" y lamenta que se hayan esfumado de la red algunos libros importantes, aunque procurará encontrarlos de nuevo y compartirlos con los lectores.

martes, 12 de mayo de 2009

HCMoya por él mismo

Horacio Castellanos Moya. Fuente: mimalapalabra.
En la web de la editorial Tusquets encontré un video en donde Horacio Castellanos Moya habla de su vida, desde su nacimiento en Tegucigalpa, sus primeros años como universitario en El Salvador (en una universidad militarizada, acusada por el Gobierno de ser "un nido de comunistas"), su paso por Canadá (en donde estudió un año, en Toronto), Guatemala y México (países en donde trabajó en el periodismo), hasta su ingreso al programa de Ciudades Refugio, que lo llevó primeramente a Frankfurt y que le ha permitido escribir sus últimas novelas sin la necesidad de gastar en eso sus ahorros, según nos dice el escritor. Pueden verlo con un clic aquí.

Kundera defiende la novela

Milan Kundera. Fuente: publico.es
Del novelista checo Milan Kundera (Brno, 1929) aparecerá esta semana en Tusquets un nuevo libro de ensayos titulado Un encuentro. Dice Carlos Pardo, en la nota de publico.es en la que leo la noticia, que éste y los anteriores libros de ensayo de Kundera (Los testamentos traicionados, El arte de la novela y El telón) "conforman una personal obra ensayística (ágil, certera y vengadora) que para muchos es superior a sus novelas". El siguiente párrafo va dedicado a la mayoría (de los pocos, poquísimos, casi inexistentes) narradores de H que persisten en el error de "aterciopelar" sus textos para que no representen una "mala influencia para los lectores":
Enemigo de buena parte de lo que hoy se hace pasar por literatura, textos idiotizados por la obsesión de contar una idea con sentimientos políticamente correctos, Kundera defiende la radicalidad de la novela como arte que siempre está por reinventarse. Algo que viene ya de los tiempos de Rabelais, cuando la novela (libre y alérgica a lo serio) no había encontrado la forma cerrada que alcanzó en el siglo XIX. Milan Kundera incide en el valor de la libertad creativa: el escritor no debe ser esclavo de sus prejuicios ideológicos ni formales, porque su camino (o los muchos caminos que aun le son posibles a la novela) está por recorrer.
Y no podía faltar en este libro de Kundera una alusión a su propia historia reciente:
El libro Un encuentro retoma otro tema muy kunderiano (La insoportable levedad del ser, una vez más): cómo los rumores moralizantes arruinan nuestra vida. Ya no hace falta vivir en un estado totalitario para que el vecino te delate. Ha empezado "la época de los fiscales". El propio Kundera ha vivido recientemente un estrambótico proceso una acusación de colaboracionismo con los comunistas que no ha podido probarse, parecido al que sufren los artistas en las numerosas biografías fiscales que proliferan a lo largo y ancho de las librerías. Se apartan de la obra para ajustar cuentas con los biografiados: el pornógrafo Philip Larkin, el fétido Bertolt Brecht. Para Kundera, son otros tantos ejemplos del odio al arte y a las obras por su radical independencia. "El escritor es ante todo un hombre libre y la obligación de preservar su independencia contra toda coacción pasa por delante de cualquier otra consideración", escribe tajante.

30 años del apocalipsis

Mateo Sancho Cardiel (EFE)-Madrid
Convertir la guerra de Vietnam en una suerte de ópera filosófica fue la más ambiciosa empresa de Francis Ford Coppola, que tradujo un rodaje dantesco en una obra maestra de densidad "wagneriana" bajo el título de Apocalypse Now.
El 10 de mayo de 1979, el director de El Padrino (1972) presentaba la película en el Festival de Cannes. Demostrada su irregularidad como artista y tras las complicaciones del rodaje, podía esperarse lo mejor o lo peor. Días después, se llevó la Palma de Oro y sentenció: "Ésta no es una película sobre la Guerra de Vietnam, esto es Vietnam".
Trasladar la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, desde el África colonial a la guerra que empantanó al ejército estadounidense entre 1958 y 1973, había implicado un rodaje de 16 meses, un presupuesto de 30 millones de dólares de la época y dos años en la sala de montaje.
Michael Sheen, su protagonista, sufrió malaria y un infarto en plena filmación, el director amenazó con suicidarse tres veces y el huracán "Olga" asoló Filipinas, siendo inmisericorde con el set de rodaje. Coppola podía hacer suyas las palabras del coronel Kurtz, el personaje estrella de su película: "Es imposible para las palabras describir lo que es necesario para aquellos que no saben lo que el horror significa. El horror. El horror tiene una cara y uno debe hacerse amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. Si no lo son, son enemigos a los que hay que temerles. Son enemigos de verdad".
El arte en mitad del caos
Coppola, que había llegado al proyecto con un guión de John Milius y como alternativa a George Lucas, se abrazó al caos e intentó sacar lo mejor de él. Lo tradujo en una visión sofocante de la guerra en la que los soldados luchaban bajo los efectos de las drogas, en un país del que nunca habían oído hablar y abanderados bajo una moral e ideología como mínimo dudosas.
"El ejercito entrena a los jóvenes para matar a otros jóvenes, pero, sus comandantes no dejan que los muchachos escriban prostituta en sus aviones, ¿sabes por qué? ¡porque es obsceno!", arengaba Kurtz desde su reducto de fanatismo selvático.
Para encarnar este personaje, un ex boina verde reconvertido en gurú de los vietnamitas, Coppola sabía quién sería el mejor. Pero también sabía que el poderío interpretativo de Marlon Brando beneficiaría tanto a la película como perjudicaría al rodaje.
Con cuarenta kilogramos de más y sin haberse leído ni la novela ni el guión, Brando volvió a fagocitar una gran película con una aparición episódica. Y forzó a Vittorio Storaro a diseñar un juego de iluminación sumamente hermoso -merecedor del Óscar- para no mostrar sus verdaderas dimensiones.
El discurso de Kurtz, revelador de la barbarie cometida por el ejército estadounidense en el país asiático, se cerraba desafiante: "Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacer eso, pero no tienes derecho a juzgarme".
Wagner y The Doors
La presencia del coronel como objeto de la misión del pelotón que lleva Martin Sheen planea sobre éste como una impresión óptica: conforme se van acercando a él, su esencia se va transformando. Su traición empieza a perfilarse como un acto heroico. Su planteamiento desquiciado como la visión más descarnada de la realidad. Una realidad psicodélica a ritmo de The Doors.
Hasta llegar allí, el personaje de Sheen, el capitán Willard -papel que fue ofrecido a Harvey Keitel, Jack Nicholson y Al Pacino- barrunta en su interior el sentido de la lucha y, en la versión Redux que Coppola montó en 2001, se encuentra con el reducto colono de burguesía francesa y con unas conejitas playboy para animar a las tropas.
Esas escenas fueron eliminadas del montaje final, pero Apocalypse Now contiene además, y estas sí desde el principio, otras dos escenas que han pasado a la Historia del cine.
La que describe con lúdica crueldad el sadismo que provoca la guerra bajo la frase de "Me gusta el olor del napalm por la mañana" -que justificó la nominación al Óscar de Robert Duvall- y el épico vuelo del escuadrón de helicópteros orquestado por La cabalgata de las Walkirias, de Wagner.
Tomado de publico.es