domingo, 29 de julio de 2007

Una noche con Harold Pinter

En esta novena entrega de mimalapalabra-La Prensa le damos espacio a "‘Una noche con Harold Pinter’ o La Fragua y sus 27 años de excelencia teatral", de la autoría de Mario Gallardo, catedrático de la carrera de Letras de la Unah-vs y autor del libro de relatos Las virtudes de Onán. Ponemos a disposición del lector esta aproximación al montaje que La Fragua estrenó en el 2007, año de su 27 aniversario de fundación. Por otra parte, es oportuno porque recién, el 19 de julio, La Fragua arribó a 28 años y el próximo 7 y 8 de septiembre de nuevo presentarán estas doce piezas cortas de la obra de Harold Pinter, las cuales van entrelazadas por fragmentos del discurso pronunciado por el dramaturgo inglés ganador del premio Nobel de Literatura 2005.

Por Mario Gallardo
Estoy viendo el documental que les hicieron Edward Burke y Ruth Shapiro en 1989, cuando cumplieron diez años de vida artística y escucho a Jack decir que llegaron al final del "primer impulso", que ya han alcanzado "cierta organización, cierta fama", y luego se pregunta qué rumbo deberá tomar La Fragua, entonces Edy responde que deben acercarse más al pueblo, hacer un teatro "completamente hondureño".
Ahora, 27 años después, Teatro La Fragua ha cumplido con otro "impulso" y, aunque persisten en su inveterada modestia, es incuestionable que se han constituido, con creces, en la propuesta teatral más sólida y atrevida del escenario nacional. Y para celebrar su XXVII aniversario escogieron -cómo no- al viejo dramaturgo airado, Harold Pinter, un responsable atrevimiento que quizás sólo La Fragua se puede permitir.
Por su esencia combativa y militante, por la densidad interpretativa que exigen las obras de Pinter, cargadas de silencios significativos, La Fragua parece predestinada a montar las obras del dramaturgo inglés, de quien su colega David Hare ha señalado que "puede tocar notas extraordinarias construidas únicamente con ira, indignación y desprecio. Pero, en el otro extremo del instrumento, también puede desequilibrarte con toques de humor, gracia y un intenso afecto personal". Frases que muy bien podrían aplicarse al trabajo que durante 27 años ha desarrollado La Fragua, tan comprometido políticamente hablando, pero tan entrañable y sincero.
El espectáculo de La Fragua: "Una noche con Harold Pinter" se divide en dos partes. La primera se titula "El Arte, la Verdad y la Política", un admirable contrapunto que intercala doce piezas cortas, escritas por Pinter entre 1959 y 2002, con fragmentos de su discurso de aceptación del Nóbel pronunciado en el año 2005. En esta sección destaca la versatilidad de los actores, impecables en el dominio de la situación escénica y en su consumada destreza al manejar diálogos y parlamentos complicados, como en la desopilante pieza titulada "Disturbios en la fábrica". Antes, en "El aspirante", la situación colinda con el absurdo, que sirve de pretexto para expresar una crítica corrosiva sobre ciertos aspectos de la sociedad moderna en una escena donde también se desliza un sutil acento de contenido erótico. La subordinación de los medios de comunicación al servicio del sector "oficial" es caricaturizada en "Conferencia de prensa", mientras que en "Eso es todo", una absurda conversación entre dos mujeres plantea una carga casi insoportable de implicaciones posibles.
Y es que pese a que Pinter ha señalado, irónico, que "no reconocería un símbolo aunque lo viese", toda su obra está llena de sutiles paradojas, de vibrantes claroscuros que desdicen a su autor que prefiere definir su estilo como "directo y simple". Y, entre cada una de estas piezas, la iluminación cambia para dar paso a un actor que ofrece al público un fragmento del discurso de Pinter, cuya mejor descripción fue elaborada por el mismo autor, quien ya había advertido al recibir el Nóbel: "quizá arrojaré una granada silenciosa. Hablaré de arte y política, de sus puntos de contacto y desencuentro". Y al ver a La Fragua entenderemos mejor por qué lo dijo.
En la segunda parte del espectáculo La Fragua ha montado una obra completa: "La lengua de la montaña", en una traducción de Carlos Fuentes. Para entender el alcance de esta pieza hay una frase de Pinter que ayuda mucho: "Vivimos ahora en una sociedad muy impotente. La ira debe ir acompañada de un motivo y un exacto conocimiento de la situación. Yo siento ira desde niño y está basada en hechos, en hechos reales, que se ignoran con demasiada facilidad". Esta aseveración, esta ira contenida, es el sustrato de "La lengua de la montaña", que tiene como referente inmediato el genocidio cometido contra el pueblo kurdo. Pero en esta obra, y en un acierto genial, Pinter maneja una de sus constantes al mostrar a la violencia interior como preludio de la política y la historia.
Desde su mismo título queda claro que la violencia no se ha limitado a su sentido material, sino que ha trascendido al plano de la cultura, ensañándose con su vehículo por excelencia: la lengua; porque al pueblo kurdo se le ha prohibido hablar su lengua, a la que se refieren despectivamente como la lengua de la montaña.
Aquí -como siempre- La Fragua acierta al no hacer concesiones a lo políticamente correcto: la violencia es mostrada tal cual y a muchas mentalidades mojigatas sorprenderá la mano del militar que reposa durante un lapso que se antoja larguísimo sobre un denostado "culito intelectual", y así, entre duros intercambios verbales y larguísimos silencios a lo Pinter, la obra desgrana escena tras escena donde el asco se mezcla con la sensación de repudio, cierta y contundente.
Directa y simple, así como Pinter describe su ars poética, esta puesta en escena de "La lengua de la montaña" nos revela el extraordinario nivel que los actores de La Fragua han alcanzado en uno de los ejercicios más complejos del teatro contemporáneo, el retrato más corrosivo de cómo vivimos y cómo hablamos, la escenificación más temible del yo del lenguaje como arma de la opresión.

La Fragua y Jack Warner

La historia de esta compañía que actualmente es la única en Honduras que cuenta con actores a tiempo completo, está estrechamente ligada al sacerdote jesuita Jack Warner, quien se estableció en este país a partir de 1979. Nacido el 18 de octubre de 1944 en el estado de Virginia, deja su patria para radicarse no en una de las "grandes ciudades" de Honduras, sino en El Progreso, Yoro, desde donde impulsa un teatro popular siempre caracterizado por la crítica social. Aunque como tal, este grupo se funda el 19 de julio en Olanchito, pero al siguiente año se traslada a El Progreso. La Fragua, a través de casi tres décadas ha dirigido su esfuerzo artístico principalmente a la "marginalidad" o esos sectores alejados de los centros culturales. Pero sabemos que a Jack no le interesa tanto el reconocimiento público ni las palabras "bonitas" que puedan expresarle. Pero ha fraguado una obra importante para Honduras.

Palabras de Harold Pinter en su discurso de aceptación del Nobel:
"Es un momento extraño, el momento de crear unos personajes que hasta el momento no han existido. Todo lo que sigue es irregular, vacilante, incluso alucinatorio, aunque a veces puede ser una avalancha imparable. La posición del autor es rara. De alguna manera no es bienvenido por los personajes. Los personajes se le resisten, no es fácil convivir con ellos, son imposibles de definir.
Desde luego no puedes mandarles. Hasta un cierto punto, puedes jugar una partida interminable con ellos al gato y al ratón, a la gallina ciega, al escondite. Pero, finalmente, encuentras que tienes a personas de carne y hueso en tus manos, personas con voluntad y con sensibilidades propias, hechas de partes que eres incapaz de cambiar, manipular o distorsionar.
Así que el lenguaje en el arte es una ambiciosa transacción, unas arenas movedizas, un trampolín, un estanque helado que se puede abrir bajo tus pies, los del autor, en cualquier momento. Pero, como he dicho, la búsqueda de la verdad no se puede detener nunca. No puede aplazarse, no puede retrasarse. Hay que hacerle frente, ahí mismo, en el acto".

lunes, 16 de julio de 2007

Texto de un joven indecente

Cuando publicamos en La Prensa y en este blog el inicio de la novela Pregúntale al polvo, de John Fante, mencionamos que había sido Charles Bukowski quien le había descubierto. Darío Cálix, un lector de mimalapalabra, nos preguntaba qué opinábamos de él. He aquí la respuesta de parte de uno de nuestros miembros más constantes y conspicuos, quien, además, nos cuenta una curiosa historia en la que intervienen Bono y Sean Penn

Por Gustavo Campos
Antes de conocer a Fante conocí a Bukowski, obvio, pues es éste quien nos cuenta sus aventuras como lector en la biblioteca pública de Los Angeles, y fue en ese lugar en donde encontró una novela despojada de toda esa cansante narrativa impregnada de retoricismos como la de un Miller, no toda, que también gusta pero que eso no le quita lo odioso que suele ser en algunos pasajes que yo suprimiría y de otros escritores plomos que en lugar de encantar abruman. Pregúntale al polvo le salvó la "vida" en ese momento de hastío y miserias. Bukowski decía ser Bandini. Y quién que haya leído la novela no ha creído -o querido- serlo? Pero después nace Chinaski, alter ego de Bukowski que homologa al creador de Bandini, J. Fante, a quien consideró su maestro.
Recomiendo, además de su obra, un documental en donde aparecen Sean Penn, sí, el actor, y Bono, sí, el vocalista de U2, el primero amigo de Bukowski y el segundo un admirador que después se convertiría en amigo suyo. Cuenta Penn que en una ocasión hablaba con su amigo Bono, y éste le confió que admiraba a un escritor llamado Bukowski. Penn le dijo que era amigo suyo, Bono no le creía en lo absoluto; en esos días U2 daría un concierto en no sé qué ciudad y Bono le dijo a Penn que llevara a Bukowski, y Penn logró sacar de su cueva a Charles, que no sabía quién carajos era ese tal Bono. Cuento lo anterior nada más para alimentar el morbo. También aparece en el documental Tom Waits, músico que mantiene una línea artística parecida a la de los dos escritores "sucios".
Pero lo mejor es avocarse a sus obras que "enganchan" al lector y que nos muestran personajes nada acartonados, muy humanos y míseros. Habrá a quien no le guste Bukowski, por prejuicios o por puritanismos. Una de los relatos más hermosos que he leído en mi vida es "Hijo de Satanás", que pertenece al libro de cuentos del mismo nombre, como también algunos cuentos de La máquina de follar, uno en especial en donde el horror y la ternura conviven de una manera extraña, tanto que la aberración nos confunde conmoviéndonos de una manera poco usual, demostrando el genio del autor, el manejo de sus habilidades técnicas y la manipulación de emociones "estéticas": Animales hasta en la sopa. La senda del perdedor y Factotum son sencillamente geniales. Y ya hablé paja otra vez, como siempre, ojalá que el editor no vuelva a "putiarme" por mis excesos... pero son los excesos del texto de un joven indecente... jeje.

Buscando al Hablante Lenca

La incansable búsqueda del último hablante de una lengua muerta que realiza un lingüista español en los territorios del occidente de Honduras a finales del siglo XX y que reconstruye su bisnieto Illán Monteverde más de un siglo después a través del género novelístico, constituye el argumento de La guerra mortal de los sentidos (2002), última novela de Roberto Castillo (1950).
Castillo ha logrado escribir, con la misma fuerza verbal de sus personajes, una novela representativa de esa tan rebuscada identidad nacional. Una novela que nos conduce por los típicos parajes hondureños, por las costumbres de la gente, por sus formas de hablar y de vivir, y que nos invita a “ser todas las cosas, vivir todas las vidas y expresar todas las voces”.
Y son precisamente las voces fantasmas de la memoria colectiva las que Castillo alterna con las de los personajes de su ficción, logrando con esto una especie de reinvención mítica de la historia y particularmente de una cultura y de una lengua, la lenca.
La narración de los sucesos se produce en el año 2099 y está a cargo de Illán Monteverde, bisnieto del Buscador del Hablante Lenca, quien reconstruye, con los recursos del género novelístico, desconocido entre sus contemporáneos, las aventuras del bisabuelo en su afán por recuperar la lengua lenca ya extinta.
Esa búsqueda, que para el lingüista español también representa la posibilidad de encontrarse a sí mismo, deriva finalmente en El Reguero, o El Gual, como los indígenas llaman a este pueblo nacido de la invención del autor, cuyos habitantes trazan, sin saberlo, historias tan fascinantes que terminarán envolviendo la vida del Buscador del Hablante Lenca.
A lo largo de sus 531 páginas se narran las andanzas y aventuras del Buscador en su tarea obsesiva de rastrear los pasos del que posiblemente sea el último hablante vivo de la lengua muerta, en medio de las cuales aparecen intercaladas las veintinueve grabaciones que el protagonista realizó a igual número de informantes en su búsqueda interminable por las tierras de El Gual.
El narrador va ofreciendo, a la manera de un abanico de posibilidades, las diferentes historias de sus personajes; los episodios en la vida del Buscador del Hablante Lenca; de los cipotes Chorro de Humo, Henry y Pepe Grillo; de Chema Bambita, incansable defensor del pueblo lenca y de su lengua; de don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, que veía ángeles e intentaba hablar con ellos; de Cara de Yuca, La Perena, La Múrmura y muchos más; de modo que poco a poco estas historias se van juntando hasta desembocar en la razón final por la que son contadas.
El Buscador sigue las pistas que el Hablante Lenca va dejando, pero llega siempre tarde, justo después de que se ha marchado a otro sitio, y no logra alcanzarlo nunca, a pesar de haber estado muy cerca. Esta búsqueda, que se traduce en la imposibilidad de aprehender algo casi inasible, es lo que constituye el elemento de más vigor en la novela.
Pero La guerra mortal de los sentidos no se queda en la simple historia del fracaso del protagonista al no lograr su cometido. Además de la reconstrucción mítica de algunos momentos de la historia, como el de la muerte del cacique Lempira durante la celebración del “más grande guancasco de todos los tiempos”, también rescata la idiosincrasia del hondureño, su sentido del humor y su forma particular de ver la vida.
La identidad del último hablante lenca no nos es revelada sino hasta en las páginas finales de la novela; sin embargo, desde las páginas iniciales el narrador va dejando algunas pistas, lo cual convierte a los lectores, al igual que el protagonista del relato, en auténticos buscadores del hablante lenca.
Es cierto que mucho de esta novela le debe todavía su buen porcentaje al “boom”, con su visión abarcadora y totalizante, pero también es cierto que representa el proyecto mejor acabado de este tipo de novelas en Honduras. Además, características como la fragmentación, la intención de romper (a través de la ficción) con el conocimiento tradicional de la historia, o elementos como el pastiche y la intertextualidad le otorgan cierta voluntad posmoderna.
Ambiciosa, divertida e impredecible, después de cinco años, desde el momento de su publicación, La guerra mortal de los sentidos es quizá la mejor novela que se ha escrito en este nuevo siglo en Honduras. Podría decir incluso que es la novela más hondureña que se ha escrito.

domingo, 15 de julio de 2007

La guerra mortal de los sentidos

Una novela que admite varias lecturas. Sin duda, una de las obras imprescindibles del canon de la literatura hondureña. Imposible leerla sin dejar escapar una risa cómplice, como cuando Chorro de Humo convence a sus compañeros de que al queso Kraft donado por Alianza para el Progreso "le echan mocos de gringo". Un viaje maravilloso, en busca del último Hablante Lenca, a la comunidad de El Gual (según los nativos lencas) o El Reguero (nombre escogido por los colonizadores españoles), en el Occidente de Honduras, donde convergen la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad. Una novela con la cual el autor nos transporta a un mundo mítico, pero sin atosigarnos con los artilugios gastados del "boom". La guerra mortal de los sentidos (Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002) de Roberto Castillo pertenece, según su narrador, Illán Monteverde, a un tiempo en que los lectores de novelas se han convertido en una especie casi extinta. En esta séptima entrega de mimalapalabra en La Prensa les ofrecemos un fragmento del primer capítulo de la novela y uno de los 29 testimonios captados por un profesor español que busca, obsesivo, al ultimo Hablante Lenca.

Empieza la guerra...
Los cuatro ángeles cruzaron la pequeña plaza de armas en busca de la casa con la señal pintada en la puerta. Hieráticos y corpulentos, acosados por la luz de la tarde que enrojece los rostros y exaspera los ánimos, lucían extraños y desentonaban en la ciudad cuya atmósfera, desde el año 1894, se tiñe confusa y engañosamente de liberalismo ilustrado. Cuando se recostaron despreocupadamente en el gigantesco león de cemento que guarda la entrada del parque Unión Centroamericana, no se dieron cuenta del espectáculo que ofrecían a la población aburrida. Qué raras veces se veían las palabras de la inscripción en el obelisco, DIOS, UNIÓN, LIBERTAD, simulando refulgir junto a cuatro ángeles de verdad. Ellos no lograban dar con la dirección exacta y no tenían modo de preguntarla, porque nadie era capaz de comprender su jerga ininteligible. Sus nombres: Gamaliel, Abdullah, Osterwin y Gualtal, decían claramente que cuatro razas de la tierra estaban representadas entre los ángeles. De los cuatro sólo Gamaliel entendía griego; pero no el koiné que tan disciplinada y pacientemente estudió por doce años don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, en aburridas lecciones, con el propósito de hablar directamente con los ángeles [...]. Curiosos y periodistas se congregaron de inmediato. Querían entrevistas, declaraciones y fotografías. No sospecharon nunca que Gamaliel ya había estado en la ciudad, años atrás. Esta vez lo vio temblando bajo la lluvia Josiah Anderson, gambusino alcohólico y ex mormón de Utah. Fue un gracioso suceso que ocurrió la madrugada del 5 de octubre de 1962, mientras Josiah recibía los efectos de su más fuerte ataque de delirium tremens junto a la ventana del bar de Casín. Se sentía morir y sus ojos no se desprendían de la visión de un ángel empapado, dando diente con diente a causa de la fiebre y con el rostro descompuesto. Al oír varios gritos desesperados, entró a la habitación el canadiense Arthur P. Langagne con una linterna de pilas en la mano [...].
Gamaliel se acordaba muy bien de esa visita a la ciudad, porque enfermó de disentería y lo pasó muy mal bajo unas matas en el jardín de ese famoso bar. De cuando en cuando evocaba el susto mutuo que se sacaron con Josiah Anderson: éste se aterrorizó porque tuvo que hacerle frente a la impresión de estar ante la presencia de un ángel; Gamaliel, porque sintió mucha vergüenza de que un mortal le viera en tan lamentable condición. Pero ahora su mente estaba centrada en el laberinto de calles [...].
DONDE SE DA A CONOCER QUE EL HABLANTE LENCA TOMÓ LA DECISIÓN RADICAL DE "IRSE A LA MIERDA"
Eliseo Berriozábal, 62 años, profesor jubilado (informante)
Es una cosa que hoy resulta difícil de entender. En un tiempo entró como una desesperación en el ánimo de los muchachos. Era algo inexplicable: dejaban casa, familia, bienes si los tenían y se iban hacia un lugar incierto, una ocupación incierta, un futuro incierto y hasta un país incierto: como ocurrió con un pequeño grupo de jóvenes que salieron con destino a Estonia, Letonia y Lituania, sin que se sepa porqué ni para qué (posiblemente enganchados como marineros); y al llegar allá resultó que esos países ya no existían como estados independientes. Y todos se despedían siempre con la misma frase: "me voy a la mierda".
En un medio donde la gente cuida mucho lo que dice, este "irse a la mierda" tiene varios significados. Por un lado, era una especie de reacción nihilista frente a un mundo que, aparentemente (y sólo aparentemente), estaba condenado a no cambiar nunca. Los muchachos preferían la nada ("la mierda"), que entrañaba riesgo, pero donde muchos hechos sucedían, a un orden de cosas de cosas que continuaría siendo igual. Otros entienden que la expresión oculta un fuerte sentido localista y un profundo amor por El Gual, donde las condiciones económicas (miserables) y políticas (intolerables, opresivas) no permitían vivir más. El Gual sería lo más querido y todo lo demás, "la mierda". Vivir en él sería mejor que vivir en cualquier otra parte de la Tierra. Por eso "irse a la mierda" significaba dejar aquello que se tenía por algo donde, pasara lo que pasara, todo sería peor. Otros sostienen que denotaba el abandono de la vida familiar, el calor de la comunidad y -muy importante para los lingüistas- la vieja y desecada cuenca de una lengua que juntaba el castellano del siglo XVI con un lenca juguetón y gracioso.
Fueron muchos los que decidieron "irse a la mierda". Y lo hicieron de verdad, pues se lanzaron a perecer en naufragios de mares lejanos, a dar en cárceles de otros países o a quedar tristemente adheridos al desolado paisaje urbano de muchas grandes ciudades. Se fueron "a la mierda" como se han ido el bosque, los ríos, los pájaros y otros animales (quién me puede decir hoy dónde están el quetzal, el cenzontle, el venado o la guara) Era impresionante ver pasar a los muchachos llenos de un coraje o de algo muy fuerte y vivo que los quemaba por dentro; se paraban frente a la plaza de los pueblos y gritaban: "Yo me voy a la mierda". Y se iban. Desaparecían sin que nadie los volviera a ver nunca más, como valientes tragados por el abismo sin fondo que abría su propio desafío.
El que usted llama Hablante Lenca también tomó un día la decisión de "irse a la mierda". Todo El Gual resultó conmovido con su grito, lanzado frente a la plaza de Gualmoaca; y desde allí se regó inmediatamente como pólvora encendida, escandalizando a todo mundo porque nunca se le había oído una palabra procaz. Ese "yo también me voy a la mierda" fue lo único "sucio" que se oyó salir de su boca. No se sabe en concreto qué fue lo que le llevó a lanzar el grito. Pero una cosa sí es cierta: de todos los que se "fueron a la mierda" sólo él sobrevivió, aunque tuvo que permanecer "muerto" durante veinte años. Tenía veintidós años cuando "murió". (Fragmentos tomados de las páginas 13, 14, 102 y 103).
Del prólogo
"Ahora que una conciencia finisicular nos abruma hasta la saciedad, quiero pensar en lo que fue ese gran siglo que vio pasar las mejores y más productivas etapas en la vida de mi bisabuelo, evocar una época que supo mostrarse con grandeza a través de un género literario que ha caído en desuso. En él encontré la herramienta más apropiada para resucitar la pasión central de mi ascendiente: su indagar sin descanso sobre un mundo deslucido sólo en apariencia; sorprendente espacio en el que terminó encontrándose a sí mismo a la par que le reveló la presencia del hombre lenca". Illán Monteverde, Gualmoaca, 20 de enero 2099.
Locura
El ángel Gualtal come tortillas y, contra la naturaleza de su divinidad, se esconde en unas matas de plátano, para calmar las urgencias de la disentería. Él y otros tres ángeles llegan a buscar a don Diego Eleudónimo de la Luz Morales, un personaje que ya aparece en el cuento "El loco divino", del libro Figuras de agradable demencia, publicado por Editorial Guaymuras en 1985. Este loco divino, que se paseaba en la madrugada por el corredor de su casa y con quien el Padre Divino tenía comunicación, surge de nuevo en La guerra mortal de los sentidos, condición que, para los lectores avisados, abre otras rutas para el disfrute de la literatura de Castillo.
El gérmen de la novela
"Todo empezó en 1979. Me ocupaba febrilmente de terminar mi novela breve El corneta y a la vez me dejaba ir con entusiasmo tras unas historias de cipotes que jugaban por las tardes frente a sus casas. El principal involucrado en el juego era el lenguaje y con el tiempo lo sería la propia palabra ‘cipote’, que en Honduras, El Salvador y Nicaragua está llena de inocencia, mientras en España es todo lo contrario. La escritura y la maduración fueron avanzando con la lentitud requerida. Recuperé y elaboré vivencias de la región lenca de Honduras, y por esta vía fui encontrando el eje central de lo que buscaba: el problema de la identidad con los múltiples planos que se anudan en él para garantizarle su condición de conflicto". (Fragmento de una entrevista hecha por Jacinta Escudos).
Acerca del autor
Roberto Castillo nació en 1950 en San Salvador, de padres hondureños, pero después vivió en Erandique, departamento de Lempira. Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica y laboró durante más de dos décadas en la cátedra de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Unah. Entre sus obras publicadas están: Subida al cielo y otros cuentos, 1980; Figuras de agradable demencia, 1985 y Traficante de ángeles, 1996. Su primera novela, El corneta, apareció en 1981 y La guerra mortal de los sentidos, en 2002. También ha cultivado el ensayo, con Filosofía y pensamiento hondureño, 1992 y Del siglo que se fue, 2004, por el que obtuvo el premio Centenario de José Carlos Lisboa que otorga la Academia Mineira de Letras, Brasil, en el 2002. Es miembro del consejo de redacción de la revista Paraninfo y escritor permanente en la misma. En 1991 se le otorgó el Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa.

domingo, 8 de julio de 2007

Pregúntale al polvo

Dos historias narra Arturo Bandini en Pregúntale al polvo (Anagrama, 2001), novela que John Fante escribió allá por la década de los años treinta del siglo pasado en Los Ángeles: la de su sueño juvenil de ser escritor y la de su amor por Camila, una mexicana que trabaja de camarera en un restaurante. Bandini es italoamericano y católico, además de aprendiz de escritor. Son suficientes elementos para anticipar que ésta es una novela autobiográfica de Fante, quien también era italoamericano y vivió como su personaje. Hasta que Bukowski lo escubriera en 1979 y confesara una abierta admiración por él, Fante fue un desconocido, un olvidado de su generación. Siguiendo la estela de estos narradores desafortunadamente desconocidos en Honduras, mimalapalabra les entrega en su sexto número un fragmento de esta novela apasionante, que engancha de principio a fin; que se lee de un solo respiro, con sus personajes fracasados y sus pecados, temores y tristezas; con su humor, su ironía y su odio desbordantes; con todo lo que Fante fue hasta su muerte en 1983.
Fragmento de Pregúntale al polvo
Cierta noche me encontraba sentado en la cama de la habitación de la pensión de Bunker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Ángeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir.
Cuando desperté por la mañana, me dije que tenía que hacer más ejercicio y comencé en el acto. Practiqué varias flexiones. Luego me cepillé los dientes, noté el sabor de la sangre, vi una mota sonrosada en el cepillo, me acordé de los anuncios y resolví bajar a la calle y tomar un café. Fui al restaurante donde siempre me restauraba, tomé asiento en un taburete que había ante el largo mostrador y pedí un café. Se parecía mucho al café, pero no valía el precio que se pagaba por él. Me fumé allí mismo un par de cigarrillos, leí los resultados de la Liga Americana de béisbol, pasé concienzudamente por alto los resultados de la Liga Nacional y comprobé con satisfacción que Joe DiMaggio seguía siendo un orgullo para Italia, ya que seguía encabezando la lista de mejores bateadores. Una máquina de hacer tantos el DiMaggio. Salí del restaurante, me situé ante un pitcher imaginario y largué un pelotazo que se llevó por delante la barrera. Anduve luego por la calle, hacia Angel’s Flight, preguntándome qué hacer aquel día. Pero no había nada que hacer y por tanto resolví pasear por la ciudad.
Mientras recorría Olive Street, pasé ante una casa de vecindad sucia y amarillenta, todavía húmeda como un secante a causa de la niebla de la noche anterior, y pensé en mis amigos Ethie y Carl, ambos de Detroit, que vivían allí, y recordé la noche en que Carl había pegado a Ethie porque ésta iba a tener un niño y él no quería ningún niño. Pero lo tuvieron y no hubo más que hablar. Y recordé el interior de la casa, que olía a polvo y a ratones, y a las ancianas que se sentaban en el zaguán cuando el calor apretaba por la tarde, y a la anciana de piernas bonitas. También estaba el ascensorista, un individuo de Milwaukee que estaba hecho polvo y que ponía cara de burla cada vez que se le indicaba un piso, como si uno fuera un imbécil por querer ir a ese piso concreto, el ascensorista, que siempre tenía dentro del ascensor una bandeja con bocadillos y una revista de historietas baratas.
Seguí bajando la colina por Olive Street y pasé ante las horribles casas de madera que apestaban a crímenes y, sin abandonar Olive, ante el Philarmonic Auditorium, recordé que había estado allí con Helen para oír a los coros de los Cosacos del Don, que me había aburrido y que nos habíamos peleado por culpa de aquello, y me acordaba de lo que Helen llevaba puesto aquel día, un vestido blanco, y de que los riñones se me ponían en órbita cada vez que lo rozaba. Ay, Helen, Helen... aunque allí no, claro.
Así llegué al cruce de Olive con Fifth Street, donde los tranvías enormes destrozaban los oídos a causa del ruido que producían, donde el olor a gasolina hacía que las palmeras parecieran tristes y donde el asfalto negro seguía húmedo a causa de la niebla de la noche anterior. Y así llegué también ante el Hotel Biltmore, ante la hilera de taxis amarillos, en cuyo interior dormían los respectivos conductores, salvo el que estaba más cerca de la puerta principal, y pensé con asombro en aquellos sujetos y en su repertorio informativo, y me acordé de cuando Ross y yo hicimos una consulta a uno, que se sonrió con salacidad y nos llevó a Temple Street, precisamente a Temple Street, donde sólo encontramos un par de sitios muy desagradables; y de que Ross estuvo todo el tiempo arriba, mientras yo me quedaba en el salón, poniendo discos en la gramola, asustado y solo.
Pasé ante el portero del Biltmore, que me cayó gordo en el acto, con sus galones amarillos, su metro ochenta de estatura y toda la dignidad de que se rodeaba, y en aquel punto se acercó al bordillo un automóvil negro del que descendió un hombre. Parecía rico; acto seguido descendió una mujer, la mujer era una belleza, la piel que llevaba era de zorro plateado, una melodía que cruzase la acera y se colase por la puerta giratoria, y me dije, chico, quién pudiera estar un rato con ella, sólo un día y una noche con ella, un sueño, y yo seguí andando y el perfume femenino quedó en el aire húmedo de la mañana.
Luego estuve un rato interminable mirando el escaparate de un estanco y el mundo entero desaparecía salvo el escaparate ante el que me encontraba fumando todo el tabaco que veía, e imaginé que era un autor célebre, y llevaba en la boca una pipa de brezo italiano, muy chula, y en la mano un bastón, y salía de un coche negro imponente, y también ella estaba allí, la señora de la piel de zorro plateado, orgullosísima de mí. Nos inscribíamos, nos íbamos a tomar unos cócteles, luego a bailar, a continuación a tomar más cócteles y yo le recitaba unos versos en sánscrito, y el mundo era fabuloso, porque no pasaban dos minutos sin que alguna maravillosa mujer se me quedara mirando a mí, al autor célebre, y aunque lo único que pasaba era que le firmaba un autógrafo en la carta, la del zorro plateado se ponía muy celosa. ¡Dame algo tuyo, Los Ángeles! Ven a mí tal y como yo voy hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste enterrada en la arena, ciudad preciosa.
Un día, el siguiente, la víspera, y la biblioteca con las estanterías llenas de amiguetes, el viejo Dreiser, el viejo Mencken, todos los muchachos estaban allí e iba a verles, Hola Dreiser, Qué tal Mencken, Hola, hola: también para mí hay un sitio, comienza por B, en el estante de la B, Arturo Bandini, haced sitio para Arturo Bandini, un hueco para su libro, y me sentaba a la mesa y me quedaba mirando el sitio donde estaría mi libro, muy cerca de Arnold Bennett; no igual que Arnold Bennett, pero algo de lustre sí daría a los que estuvieran en la B, el bueno de Arturo Bandini, otro miembro de la banda [...].
Algunos datos biográficos
John Fante nació en un ambiente relativamente pobre en Colorado, el 8 de abril de 1909. En 1929 abandonó los estudios y se mudó a California, para centrarse en su carrera como escritor. Sus personajes son en la mayoría de los casos perdedores en medio de una sociedad cruel. Su estilo literario es claro, cortante, con rasgos de humor y de violencia; una lectura recomendada.
Obra publicada en español por Anagrama:
Pregúntale al polvo, 2001; Camino de Los Ángeles, 2002; Espera a la primavera, Bandini, 2001; Sueños de Bunker Hill, 2002.
Ocaso
En 1977 perdió la vista por la diabetes. Murió en Woodland Hills, California, en 1983

miércoles, 4 de julio de 2007

La conjura de los necios

Cuando uno lee La conjura de los necios no puede sino reír de principio a fin, y si no fuera porque es un texto de unas 350 páginas (en su edición de Anagrama, Panorama de narrativas) cualquiera podría leerla de un tirón. Su protagonista, Ignatius J. Reilly, es un personaje con todas las características cómicas posibles, la mayoría de ellas traducibles en defectos: cobarde, repugnante, caprichoso, reprimido, mentiroso, egoísta hasta el extremo, infantiloide y paranoico. Es un tipo de treinta años, obeso y bigotudo, holgazán que se la pasa encerrado en su habitación desordenada, sucia y pestilente, comiendo y bebiendo, y a veces emborronando las hojas de sus cuadernos “Gran Jefe” con sus locas ideas político-religiosas. Y si a esta descripción le agregamos que tiene una imaginación a veces lúcida pero generalmente disparatada, que odia los autobuses, que prefiere las películas y los programas de televisión mediocres sólo para ejercitar su sentido crítico, que desprecia por igual a los comunistas y a los fascistas, que siempre amenaza con recurrir a unos inexistentes abogados y que su organismo tiene una “válvula” hipersensible que se cierra o se abre según las circunstancias, ya podemos jactarnos de conocer a uno de los personajes más memorables en la literatura de todos los tiempos.
Todo motiva a risa en esta novela, Ignatius y su particularísima visión de la vida, su relación epistolar con la hippie Mirna Mynkoff, sus constantes y absurdas iniciativas para formar partidos políticos o grupos de defensa de los obreros negros; y qué decir de los otros personajes: el ineficiente patrullero Mancusso, la pornógrafa Lana Lee, el siempre lúcido y locuaz negro Burma Jones, la infatigable Darlene y su pajarito, el traficante George, la senil y nunca jubilada señorita Trixie, y los siempre antagónicos señor y señora Levy. Todo motiva a risa en esta novela, decía, y sin embargo uno no puede olvidar que fue escrita por un hombre que acabó suicidándose por la frustración que le produjo no haber podido publicarla. Sí, John Kennedy Toole (Nueva Orleans, 1937-1969) escribió esta novela desopilante a principios de la década de los sesenta, y por más intentos que hizo en distintas editoriales, todas la rechazaron argumentando que era una novela que “no trataba sobre nada en particular”.
No fue sino hasta 1980, mucho después de la muerte del autor y después de que su infatigable madre Thelma Toole se la entregara al profesor y novelista Walter Percy, que La conjura de los necios fue publicada por una editorial norteamericana. Después vinieron los elogios unánimes de la crítica, el premio Pulitzer en 1981 y el premio en Francia a la mejor novela extranjera publicada ese año.
La conjura de los necios es una divertidísima caricatura de la sociedad norteamericana de los años sesenta. Los inmigrantes, los negros, los burgueses, los trabajadores, los delincuentes, todos tienen cabida en esta obra mordaz. Nada ni nadie sale ileso. El ojo crítico de Ignatius está aquí, implacable, para derrumbarlo todo.
Ignatius J. Reilly, el treintañero holgazán que describí anteriormente, se ve forzado a salir de su casa y buscar trabajo para pagar una deuda de su madre. Encuentra primeramente un puesto como archivador en industrias Levy Pants, en donde antes que a archivar se dedica a organizar a los negros trabajadores en una “Cruzada por la Dignidad Mora”, cuyos desastrosos resultados acarrearían su despido de la empresa.
Más tarde es contratado en Vendedores Paraíso Incorporated, una mini empresa dedicada a la venta ambulante de salchichas. El jefe obliga a Ignatius a usar un atuendo que inicialmente tiene pinta de toga académica pero al que al final Ignatius mezcla con otro atuendo aún más insólito: el de pirata, con espada, arete y todo.
Al igual que estas ropas de trabajo, todo acaba mezclándose en esta novela. El patrullero Mancusso que al principio de la historia quiere arrestar a Ignatius por considerarlo “sospechoso”, termina de amigo de su madre, a la vez que le sigue la pista a George, un muchacho que trafica con pornografía proveniente del bar "Noche de Alegría", propiedad de Lana Lee y donde trabajan Jones y Darlene. Mientras tanto, el señor Levy busca desesperadamente a Ignatius para que éste lo salve, con su confesión, de una demanda interpuesta por una empresa rival. Y todos estos personajes confluyen, tras una serie de eventos fortuitos, en el "Noche de Alegría" cuando Ignatius decide ir ahí en busca de una supuesta alma gemela.
Mucho tiempo anduve buscando esta novela por las escasas bibliotecas de San Pedro Sula, en sus librerías de bolsillo o en los estantes de los pocos amigos que leen, y nunca había podido dar con ella. Ahora que por fin he degustado sus páginas, la necesidad de escribir estas líneas fue imperiosa. 27 años después de su aparición digo con Johnathan Swift, en el epígrafe que da nombre a la obra, que John Kennedy Toole era un genio y que todos esos editores necios desempeñaron bien su papel conjurando contra él.

lunes, 2 de julio de 2007

Roberto Arlt: "Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo"

En la Argentina de 1920, dos bandos literarios se enfrentaban por su método y por sus ideas, instalados en dos antiguos barrios porteños: Boedo y Florida. Los artistas del barrio pobre de Boedo eran proletarios y progresistas; los de Florida, burgueses y conservadores. Por un hábito común, lectores desprevenidos suelen filiar a Roberto Arlt al bando de Boedo, aunque poco tuvo que ver con sus miembros. Quizá se deba a que Roberto Arlt se formó en las calles: nacido en 1900 y muerto en 1942 de un ataque al corazón, hijo de una italiana y de un prusiano autoritario, fue estibador, capataz de una fábrica de ladrillos, pintor, mecánico, hojalatero, aspirante a inventor, periodista. El credo de este autor marginal parece hermanarlo a los de Boedo; en su prólogo a Los lanzallamas, segunda parte de Los siete locos, Arlt escribe: “Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, cons tituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo [...]. Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias“. Así, la quinta entrega de mimalapalabra incluye un fragmento de Los siete locos. Para adentrarse en la literatura de este argentino léase, por ejemplo: El diario deu n morfinómano, 1920; El juguete rabioso, 1926; Los lanzallamas, 1931; El amor brujo, 1932; Aguafuertes porteñas, 1933; El jorobadito, 1933; Aguafuertes españolas, 1936; El criador de gorilas, 1941.
Locos, criminales y visionarios
Los siete locos (1929), novela intempestiva, cruel, cínica y -asombrosamente- poética, transcurre en una Buenos Aires grotesca, invocada por la escritura entre amanerada y poderosa de Arlt. Su protagonista: Augusto Remo Erdosain, oficinista que comete hurto y es engañado por su esposa. Esos dos incidentes lo incitan a vagar por las calles en busca de sus amigos, involucrados en un designio cósmico: promover un cataclismo revolucionario para depurar la sociedad. Para ello, el Astrólogo, creador de la ideología de esa sociedad de criminales, recurre al Rufián Melancólico, que administrará una red de trata de blancas para financiar su proyecto apocalíptico… Personajes desesperados, iluminados, místicos de arrabal, neuróticos y cínicos pueblan las páginas de este libro imprescindible para entender la novela urbana de Latinoamérica.
La rosa de cobre
Como otros personajes de Los siete locos, Augusto Erdosain tiene un plan. Sin embargo, su proyecto es menos terrenal que el de sus cofrades: no desea aniquilar a una parte de la humanidad con gases mortíferos ni fundar una red prostibularia para financiar una sociedad de superhombres. Su plan es simple e inútil: quiere confeccionar rosas de cobre. “Se toma una rosa”, le dice Erdosain al capitán que acaba quitándole a su mujer, “y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplastia ( ...) la flor queda convertida en una rosa de cobre”.
Fragmento de Los siete locos
Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo, porque el macró hacía muchos años había querido suicidarse.
Fue aquél un asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Continuó el Astrólogo:
-El Ku-Klux-Klan reunió millones...
Se desperezó el Rufián y contestó:
-Sí, y al Dragón... ¡ese sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador...
El Astrólogo se desentendió de la réplica:
-¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores fallados -no se dé por aludido, Erdosain-, a los cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar...
Erdosain recordó la misión que lo llevó a la casa del Astrólogo, y dijo:
-Tendría que hablar con usted...
-Un momentito... estoy en seguida con usted -y siguió-: El poder de esta sociedad no derivará de lo que los socios quieran dar, sino de lo que producirán los prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de sociedad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y adepto tenga intereses, y recoja ganancias, porque sólo así es posible vincularlos más y más a los fines que sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial. Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revolucionaria, ingeniería militar, instalaciones industriales, de manera que estos asociados el día que salgan de la colonia puedan establecer en cualquier parte una rama de la sociedad... ¿Me entiende? La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios.
El reloj suspendido del muro dio cinco campanadas. Erdosain comprendió que no podía perder más tiempo, y exclamó:
-Perdone que lo interrumpa. He venido para un asunto grave. ¿Tiene usted seiscientos pesos?
El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de brazos:
-¿Qué es lo que le pasa a usted?
-Si mañana no repongo seiscientos pesos en la Azucarera, me pondrán preso.
Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain. Debía sufrir mucho para haber lanzado así su pedido. Erdosain continuó:
-Es preciso que usted me ayude. He defraudado en unos cuantos meses seiscientos pesos. Me denunciaron en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana, me pondrán preso.
-¿Y cómo es que usted robo ese dinero?...
-Así, despacio...
El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.
-¿Cómo ha ocurrido eso?
Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los comerciantes, al recibir la mercadería, firmaban un vale en el que reconocían deber el importe de lo adquirido. Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía cada fin de mes los vales que tenía que hacer efectivos durante los treinta días restantes. Los recibos que éstos decían no haber cobrado quedaban en su poder hasta que los comerciantes se resolvían a cancelar la deuda.
Y Erdosain continuó:
-Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que nunca controló los vales que nosotros decíamos no haber cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y malversada le dábamos entrada en la plantilla de cobranza con el dinero que provenía de una cuenta que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?
Erdosain era el vértice de aquel triángulo que formaban los tres hombres sentados. El Rufián Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en cuando. Haffner sacudía la ceniza de su cigarrillo, y luego, con una ceja más levantada que la otra, continuaba examinando de pies a cabeza a Erdosain. Al fin terminó por hacerle esta extraña pregunta:
-¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?...
-No, ninguna...
-Y entonces, ¿cómo anda con los botines rotos?...
-Es que ganaba muy poco.
-Pero ¿y lo que robaba?
-Nunca se me ocurrió comprarme botines con esa plata.
Y era cierto. El placer que experimentó en un principio de disponer impunemente de lo que no le pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un día en él la inquietud que hace ver los cielos soleados como ennegrecidos de un hollín que sólo es visible para el alma que está triste. Cuando comprobó que debía cuatrocientos pesos, el sobresalto lo volcó hacia la locura. Entonces gastó el dinero en una forma estúpida, frenética. Compró golosinas, que nunca le apetecieron, almorzó cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en restaurantes donde el derecho de sentarse junto a personas bien vestidas es costosísimo, bebió licores caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad, y sin embargo carecía de las cosas más necesarias para el mediocre vivir, como ropa interior, zapatos, corbatas... Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos que le servían cuantiosas propinas, todo ello para acabar con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.
-¿De modo que no se le ocurrió comprar botines? -insistió Haffner.
-Realmente, ahora que usted me lo hace observar, me parece curioso a mí también, pero la verdad es que nunca pensé que con plata robada se pudiera comprar esas cosas.
-Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?
-Doscientos pesos le di a una familia amiga, los Espila, para comprar un acumulador e instalar un pequeño laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa de cobre, que es...
-La conozco ya...
-Sí, ya le hablé de eso -repuso el Astrólogo [...].