viernes, 30 de abril de 2010

Que nos inventen ellos


¿Es Borges quien escribe acercándose de esa manera al papel?
¿Quedará algún lector que pueda disfrutar un texto irónico? ¿Alguno todavía capaz de reírse de sí mismo? Esas son las preguntas que se hace el autor (anónimo en este caso pues en la web del suplemento del ABC no aparece su nombre por ningún lado) de este artículo, tomando como referente al binomio Biorges. (Actualización media hora después gracias al informante anónimo: el artículo es de Rafael Reig).
Siempre he dicho que un novelista no necesita imaginación, sino cuñados (o imaginación para lo real). Sin embargo, hay tres cosas que no tiene más remedio que inventarse: a sí mismo, su tradición literaria y a sus lectores.

Para escribir hay que crear una voz narrativa y convertirse en otro. Es indispensable desaparecer: por eso toda obra es póstuma. Escribir es también una forma de leer la tradición, de elegirla y proponer una nueva Historia de la literatura. Y, por último, toda novela original necesita inventarse a sus propios lectores, puesto que reclama una nueva forma de leer. La fuerza, pongamos, de Faulkner no está sólo en que escribe de una manera diferente, sino sobre todo en que nos enseña a leer de una manera diferente. Leer a uno de los grandes es como aprender una lengua extranjera, nos convierte en lectores distintos (y por lo general mejores). Leer después a un autor menor no cuesta ningún esfuerzo: ya conocemos esa gramática.

En mi juventud era corriente ser bilingüe: leíamos con la misma admiración a Borges y a Cortázar. Nos provocaba la misma sorpresa El Aleph que las Historias de cronopios y de famas, y la misma incrédula y entusiasta pregunta: Ah, pero ¿esto valía? ¿Se puede escribir así? ¿Aceptamos a Borges como narrador y pulpo como animal de compañía?

Es el mismo estupor que dice García Márquez que sintió al leer a Kafka: ¡Pero si así contaba las cosas mi abuela! ¡Yo no sabía que esto se podía hacer, que valía!

Pedantería y papanatismo. Borges inventó una legión de lectores (y no pocos autores sucedáneos), pero no sé si muchos habrán logrado sobrevivir a la epidemia de pedantería y papanatismo que nos asola. Por ejemplo, hace poco leí en un suplemento dominical que ahora hay restaurantes en los que se come en la más absoluta oscuridad, para saborear los alimentos sin reconocerlos de antemano ni dejarse influir por su aspecto. ¿De qué me sonaba eso? Fui a la biblioteca más cercana y, aunque cada vez tienen menos libros (y más tonterías, a las que llaman multimedia), encontré las Crónicas de Bustos Domecq, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

Allí estaba, en efecto, en una (falsa) crónica sobre gastronomía donde se relata cómo se le ocurrió la idea al genial (aunque inventado) chef Darracq, que «con la seguridad que el genio otorga, ejecuta el acto somero que lo fijará para siempre en la más angulosa y alta cúspide de la cocina. Apaga la luz. Queda así inaugurado, en aquel instante, el primer tenebrarium».

Borges y Bioy ya habían inventado, a finales de los sesenta, los tenebrarium: alta cocina a oscuras. Sí, pero ¡ellos lo hacían de broma! Ahora estas pamplinas se hacen en serio y de buena fe.

En este libro, Bustos Domecq (el detective de Bioy y Borges) escribe sobre arte y eso que ahora se llama «tendencias». Cada crónica parodia un estilo periodístico, desde la entrevista a la crítica literaria. Hay arquitectura (edificios tan funcionales que resulta imposible vivir en ellos), pintura (cuadros borrados y después pintados por encima de negro, y que se venden a precios de escándalo), lo que ahora se llaman «propuestas» (un artista que firma el «espacio» entre dos calles), poderosas nuevas tecnologías («la máquina descansa y el hombre, retemplado, trabaja») y espectaculares avances médicos (la inmortalidad, ni más ni menos, aunque eso sí: convertidos en piezas de mobiliario).

Lengua extranjera. En resumen: el libro, de 1967, trata (en broma) más o menos los mismos asuntos de los que cualquier suplemento dominical contemporáneo habla completamente en serio.

Es una pequeña, casi imperceptible diferencia: la ironía (visionaria, por cierto).

En 1967 la ironía se percibía de inmediato. Un ejemplo: el libro está dedicado «A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce y Le Corbusier».

Ahora, tras tantos (y tan acerbos) años de corrección política, tras tanto «buenismo» timorato y tras tanta defensa del sagrado derecho de llamarse a agravio, ¿quedará algún lector que pueda disfrutar un texto irónico? ¿Alguno todavía capaz de reírse de sí mismo?

Borges y Bioy siguen siendo un excelente manual de esa lengua extranjera: al leerlos nos inventan como lectores irónicos, tolerantes y un punto maliciosos. Tal y como (a veces) nos gustaría ser.

J. M. Coetzee, el muerto vivo


Portada del libro de J.M. Coetzee, en Mondadori.
Sólo conozco a una persona, presunto buen lector (saludos, Luis), para quien J.M. Coetzee no es todo lo que de él se habla. Cómica excepción a la regla que dice: "Nadie discutirá los elogios a Coetzee". Coetzee es, sencillamente, superlativo. Lo sé yo y lo sabe cualquier lector con un mínimo de talento. Lo sabe, por ejemplo, Rodrigo Fresán, que en la siguiente reseña de Verano, el más reciente libro del sudafricano, tercera parte de su trilogía supuestamente autobiográfica, resume muy bien las cualidades y los méritos de este indiscutible premio Nobel:
De lo único que puede acusarse al escritor surafricano John Michael Coetzee (Cape Town, 1940) es de hacer demasiadas cosas y de hacerlas todas bien. Veamos, leamos. Ha ganado, merecidamente, dos veces el Premio Booker. Ha ganado también, muy joven, un Nobel de esos que, raramente, nadie discute. Ha escrito con gracia y elegancia y furia y contundencia sobre conflictos raciales sin caer en la obviedad o el panfleto y, superada la era del apartheid (que nutre buena parte de su libros tempranos), ha sabido buscar y encontrar otros rumbos. Ha logrado procesar a su favor la clara influencia de dos maestros imposibles de manipular: Kafka y Beckett. Ha conseguido combinar con éxito y originalidad una prosa limpia y seca con maniobras experimentales donde, por una vez, el experimento sale bien. Ha hecho suya la estampa de escritor global e intelectual de fuste sin haber caído en los abismos polémicos que marcan el rumbo de alguien como Naipaul, con el que comparte más de un rasgo, pero nada de su ira y desplantes. Ha construido con sus ensayos una segunda casa desde la que enseña y comenta con generosidad e inteligencia el trabajo de los otros. ¿Quién da más?

Vocación de «outsider». Puestos a buscarle algún defecto, podría reprochársele a Coetzee su vocación de outsider, su parquedad en público, su timidez crónica, su cara de «no me molesten y no me miren fijo», y el férreo control de su programa creativo. Para quienes consideren esto una falta imperdonable, aquí llega Verano: un libro inesperado pero inequívocamente marca Coetzee, que cuesta etiquetar, y que -como viene sucediendo desde esa perfectamente aceitada bisagra en su obra que fue Desgracia, donde la narración naturalista muta a otras formas- vuelve a sorprender como ya sorprendieron los recientes Elizabeth Costello o Diario de un mal año. Formato mixto. Ganas de confundir desde la claridad absoluta. Y, acaso, la regocijante y poco frecuente ocasión de contemplar a un maestro haciendo una magistral travesura.

Porque, en principio, podría pensarse que Verano se ubica como la siguiente estación de esa autobiografía en curso -Coetzee prefiere definirlas como «memorias noveladas»- que se inició con Infancia (concentrándose en su infancia rural en Karoo) y Juventud (su llegada al Londres de los primeros años 60): una nueva entrega en la historia de cómo se va formando un escritor mientras se deforma un ser humano.

Un tal Vincent. La cosa no es tan sencilla. Porque Verano es memoir y novela de iniciación concentrándose en tres años -los que van de 1972 a 1975- en los que Coetzee siente por primera vez que comienza a hacer lo que corresponde como se debe y publica su primer título, Tierras de poniente. Pero, también, parece transmitir desde una dimensión alternativa que no es la nuestra. Y lo comprendemos enseguida: el Coetzee que aquí abre ofreciendo un tan revelador como esquivo cuaderno de notas ha muerto hace tiempo y su sombra es perseguida e invocada por un académico inglés, un tal Vincent, que interroga a relaciones del desaparecido mientras intenta dilucidar cuál es el «Rosebud» del asunto.

Así conocemos a Julia (quien tuvo un affaire con Coetzee y pocas cosas buenas para decir sobre él), a Margot, su sobrina (la Agnes de Juventud), a Adriana (brasilera y profesora de danza cuya hija fue alumna de inglés del escritor, y quien tampoco recuerda con particular simpatía al fantasma, «un hombre bailando desnudo, que no sabía cómo bailar»), y a Martin y Sophie (poco amigables amigos en la universidad), que ofrecen para la posteridad de Coetzee cosas como «En general, yo diría que su obra carece de ambición. El control de los elementos es demasiado férreo. En ningún momento se tiene la sensación de un escritor que deforma su medio para decir lo que nunca se ha dicho antes, que [...] es lo que distingue a la gran literatura. Demasiado frío, demasiado pulcro, diría yo. Demasiado fácil y falto de pasión».

Y, de acuerdo, Philip Roth ha hecho guiños similares a la hora de borrar límites entre creador y criatura, ego y álter ego, realidad y ficción (recordemos, especialmente, La contravida) con la ayuda de su Nathan Zuckerman. Pero Coetzee no se conforma aquí con reeditar los movimientos del norteamericano y propone un libro de múltiples voces al servicio de una voz única que, acaso, apenas esconda, por una vez, la maliciosa astucia de quien decide decirlo primero antes de que lo digan los otros.

Iluminar una sombra. De esta manera, lo más interesante de Verano -su condición de backstage, la autobiografía de una autobiografía- es la forma en que Coetzee parece decirnos: «Así es como se mezclan y cocinan las biografías de escritores. He aquí los problemas y los peligros cuando se trata de iluminar una sombra». Coetzee se autodestruye (hay momentos en los que consigue en el lector, en especial a lo que hace a su «autista» y schubertiana vida sexual y romántica, la más regocijante y perturbadora de las vergüenzas ajenas) anticipándose a la destrucción de los demás, mostrándoles el camino. Desvelando de antemano que es un mago que conoce el truco y, por lo tanto, anulando la sorpresa de la magia de los otros mientras quita el aliento con la propia. Coetzee -famoso por mostrarse poco y no dar entrevistas, desde siempre obsesionado por la figura del doble, basta con releer su discurso de aceptación del Nobel, donde se refirió a sí mismo en tercera persona del singular- decide contarlo todo desde la ficción. De este modo acaba más y mejor escondido que nunca: el muerto sobreviviendo a los vivos.

Y de paso -mal que le pese a Sophie- consigue algo que es ambicioso, libre, transformador, caliente, limpiamente sucio, complejo y apasionado.

En resumen: gran literatura.

miércoles, 28 de abril de 2010

El primer Carver ha vuelto


Raymond Carver, en 1987, en una visita a París, dos años antes de su muerte. Foto: SOPHIE BASSOULS / SIGMA CORBIS
Por fin podremos saber cuánta mano le metió su editor a los libros de Raymond Carver. El próximo mes aparecerá la traducción al castellano de la versión original de ¿De qué hablamos cuando hablamos del amor? El primer Carver, por fin, está entre nosotros, según esta nota de El Periódico:
Un artículo del crítico norteamericano D. T. Max, aparecido en el New York Times en 1998, 10 años después de la prematura muerte del cuentista norteamericano Raymond Carver, confirmaba algo que no había trascendido hasta el momento más allá de los rumores en los círculos literarios estadounidenses: que el estilo austero, liofilizado y evanescente del autor, lo que se ha venido a llamar minimalismo (de hecho, una puesta al día de las fórmulas que en su día acuñara Hemingway) era, en realidad, producto de las abundantes correcciones de su editor, Gordon Lish. Ahora la edición original de ¿De qué hablamos cuando hablamos del amor?, el libro que colocó a Carver en el Olimpo, se publica (el 6 de mayo) con el título de Principiantes (Anagrama), sin cortes –Lish eliminó un 50% del total y en algunos cuentos hasta una tercera parte– y sin aditivos.

Lish, gran impulsor de la nueva narrativa minimalista en Alfred A. Knopf, vendió su archivo privado a la Universidad de Indiana y allí Max encontró la prueba del delito: los originales del libro profusamente tachados, párrafos e incluso páginas enteras con extensos añadidos que transformaban a veces el sentido de los relatos. Las atribuciones de Lish fueron más allá del mero editing. ¿Cómo permitió Carver que sucediera eso? Fue algo parecido a un pacto faustico. El editor y el autor se conocieron en 1969, cuando Carver además de escribir dedicaba gran parte de sus esfuerzos a destruirse a base de alcohol. A Lish, editor agresivo y excelente publicista, le sobraba la seguridad de la que Carver carecía. Limó la sentimentalidad del escritor, impuso silencios significativos, cambió títulos y nombres –un poco arbitrariamente– e hizo correcciones brillantes, primero en ¿Quieres hacer el favor de callarte por favor? y luego en ¿De qué hablamos...

La correspondencia entre Carver y Lish muestra cómo al principio el cuentista se sentía agradecido por el trabajo de Lish, aceptando sus cambios sin apenas comentarios pero a medida que se cimentaban su prestigio y su vida personal –dejó de beber y conoció a la que sería su segunda esposa, la poeta Tess Gallagher–, las misivas empezaron a reflejar que la dependencia le molestaba. En una carta de 1980, poco antes de la publicación de ¿De qué hablamos... Carver admite a Lish que sus «versiones son mejores», pero teme que demasiadas personas hayan leído los cuentos originales como para permitir la publicación del libro. Lish hizo caso omiso a sus objeciones, el volumen salió según su gusto y la crítica, admirada, destacó sobre todo el despojado estilo de su autor, ¿de Carver? Ese fue el principio del fin de la relación entre el escritor y el editor.

La bonanza personal de Carver, que cercenaría abruptamente un cáncer de pulmón con apenas 50 años, le hizo aprender de los malos tiempos y, aunque no le gustase reconocerlo, también de las enseñanzas de Lish en cuanto a esencialidad en la escritura. En 1983 aparecía Catedral, su obra cumbre unánimemente alabada y mientras, en la intimidad, el autor se ufanaba de que ya no necesitaba a su exeditor. Cuando el artículo de Max desveló la cuantía de la intervención de Lish, Gallagher, la viuda, se negó a hacer declaraciones. Años más tarde, reveló, oportunamente, que Carver le había hecho prometer que en el futuro publicaría Principiantes. La obra apareció en Inglaterra el año pasado en tapa dura, pero en Estados Unidos ha quedado un tanto oculta dentro del volumen Carver: Collected Stories, porque la editorial Knopf se ha negado a editarlas de forma independiente.

Ahora ambas versiones están servidas. Solo falta saber cuál de los dos Carver nos gusta más.

martes, 27 de abril de 2010

Mordzinski y sus fotos en París


Fotografía de Mordzinski a Vila-Matas.
Las versiones catrachas de Daniel Mordzinski son Armando García y Ricardo Tomé. No desperdician oportunidad para fotografiar escritores. Algún día ellos dos serán como Mordzinski, quien desde los 18 años y con Borges como primer objetivo, inició una carrera ahora reconocida en todo el mundo. Por estos días expone en París y en El País explican los pormenores:
Daniel Mordzinski hizo su primera fotografía a un escritor en Buenos Aires en 1978, cuando tenía 18 años. Fue durante el rodaje de un documental para el que Jorge Luis Borges habló durante horas. Mordzinski, "por timidez, por timorato", no se acercó demasiado al escritor y disparó desde lejos. Al revelar, descartó un negativo en concreto por considerarlo fallido: detrás del cogote de Borges aparecía una mano que pertenecía al director de fotografía del documental y que, a juicio del joven fotógrafo, se había colado sin permiso y no tenía por qué estar allí.

Veinte años después, Mordzinski, considerado ya "el fotógrafo de los escritores", a fin de reunir material para una exposición, reparó de nuevo en esa vieja y primera foto: la mano misteriosa que bailaba (y señalaba algo) a la espalda de Borges no le pareció ya un error, sino todo lo contrario: casi un atributo más del maestro argentino. "Y la incluí, claro. Mi primera foto, la que me abría camino. A lo largo de veinte años ella no había cambiado, pero yo sí", explica. Ahora, Mordzinski, nacido en Buenos Aires y residente en París, reúne en la Maison de L'Amérique Latine, una colección de 300 retratos de narradores, novelistas y poetas de Latinoamérica, de España y Francia. "Mis tres orillas", dice.

La exposición, que se trasladará al Liceo Francés de Madrid en junio, se titula, consecuentemente, Les Trois Rives y se abre con una impresionante (y triste) fotografía de García Márquez sentado en la cama de su dormitorio de su casa de Cartagena de Indias, tomada en enero, con toda la habitación a la espalda y mirando hacia la luz que entra por la ventana. "Esa misma mañana yo acababa de hacerle una foto a Vargas Llosa en la cama de su hotel, leyendo, cuando me llamó Mercedes, la mujer de García Márquez para decirme que Gabo me esperaba a las doce de la mañana". Las dos fotografías de los dos gigantes de la literatura en español, en su tiempo amigos íntimos y ahora enemigos viejos por una bronca que ninguno ha querido explicar jamás, tomadas el mismo día y en la misma ciudad, se exponen a unos metros de distancia.

También hay otra de Julio Cortázar que esconde una historia. "Era 1979. Yo llevaba muy poco en París", relata Mordzinski. "Hice mi primera exposición, con fotos típicas, juveniles, de contrastes algo fáciles, en fin, un mendigo al lado de un Mac Donals y por ahí. Y busqué el número de Cortazar en la guía y le dejé un mensaje en el contestador diciéndole que no conocía a nadie en París e invitándole". El fotógrafo no se lo creía cuando el autor de Rayuela apareció por la sala esa tarde de invierno. "De aquella exposición sólo ha sobrevivido una foto: precisamente la que más le gustaba a Cortázar. Las demás se han indo cayendo de las exposiciones a lo largo de los años. Esa no. Es de unos músicos callejeros que pusieron una funda de guitarra en el suelo en la que se metió para jugar uno de sus hijos. Cuando el niño salía de la funda, le hice la foto".

lunes, 26 de abril de 2010

Fuentes y su "arte envejecido"


A Carlos Fuentes le pasa lo mismo que a Philip Roth: no logra seducir a la crítica con sus últimas novelas. A ambos los machacan en serio en las reseñas. Es el precio que se paga por empeñarse en seguir escribiendo en la vejez después de haberse convertido en un dios de la literatura en sus mejores años. Sin embargo, ahora que lo pienso, esto no le ocurre a J. M. Coetzee, por ejemplo, cuyos últimos libros son tan buenos como los primeros. Recuerdo algo que dijo Saramago en una entrrevista: "Espero tener la lucidez suficiente como para darme cuenta de que ya no tengo nada más que decir y saber parar a tiempo". Y esto de parar a tiempo al parecer es algo que no está dispuesto a hacer Fuentes. Leamos esta reseña a la última novela del escritor mexicano, Adán en Edén, de Fernando García Ramírez en Letras Libres:
El último libro –Sobre el estilo tardío– de Edward Said es deslumbrante. En él comenta que hay obras que abordan la creación de un mundo nuevo (Robinson Crusoe) y obras de formación, idealismo y decepción (La educación sentimental), pero su tema de análisis son las obras de estilo tardío. “¿Se vuelve uno más sabio –se pregunta Said– con la edad y existen acaso unas cualidades únicas de percepción y forma que los artistas adquieren como resultado de la edad en la fase tardía de su carrera?” Es el caso del Shakespeare de La tempestad y del Sófocles de Edipo en Colono. Hay obras tardías que “coronan una vida entera de esfuerzo estético”, como las de Rembrandt y Bach. Pero hay otros casos, como el de Ibsen y el Beethoven de sus últimos cuartetos y sonatas, que “rompen la carrera y el arte del artista”, dejando al público “más perplejo y descolocado que antes”. Este tipo de arte es el que le resulta más interesante examinar a Said, que así lo define: “El estilo tardío es lo que ocurre si el arte no abdica de sus derechos a favor de la realidad.”

Si el artista no sucumbe a las modas y a los modos de su tiempo, si el artista se aísla del mundo preocupado tan sólo de llevar a su límite las posibilidades expresivas de su arte, las obras resultantes, de estilo tardío, nos sobrecogen por su libertad, por la rebeldía de la vida ante la muerte que nos muestran. Sin embargo, cuando ocurre lo contrario, cuando el artista cede por completo a las realidades de su tiempo, a sus dichos y caprichos, a la actualidad de los periódicos y las telenovelas, cuando un artista, en fin, “abdica sus derechos a favor de la realidad”, lo que desarrolla no es un estilo tardío sino un arte envejecido, autoparódico y repetitivo, banal y anecdótico. Es el caso de Adán en Edén, la última novela de Carlos Fuentes.

Esta novela se inscribe dentro del plan general de la obra de Fuentes titulado “La edad del tiempo”, en el apartado XII (“El tiempo político”), en el casillero número 4. El número 1 lo ocupa La cabeza de la hidra (novela sobre la disputa del petróleo), el número 2 La silla del águila (sobre la sucesión presidencial), el número 3 “El camino de Texas” (que todavía no escribe) y el número 4 Adán en Edén (sobre la violencia producida por el narcotráfico y sus consecuencias).

Estamos, pues, ante una novela política. En ella se muestra un México sumido en el caos, en el descontrol gubernamental, donde los narcotraficantes (la nueva “clase criminal, nacida, como Venus, de la espuma del mar, de la espuma de una cerveza caliente derramada en una cantina de mala muerte”) han impuesto su ley; un México pobre y desgarrado por el azote neoliberal (donde “el mercado se ocupa de resolver los problemas de la oferta y la demanda laboral ¡sí cómo no! [...] El Estado es malo, el mercado es bueno, el Estado es un ogro, el mercado es un hada”), sin solución a la vista y rebasado, ya que “el Ejército nacional hace labores propias de la fuerza armada, un ejército dedicado a labores de policía y derrotado por los criminales, mejores armados que ellos”. ¿La situación parece conocida? Muy burdamente simplificada, es la que tenemos a la vista, la que los diarios nos ofrecen. En ese escenario surgen dos adanes. El primero, Adán Gorozpe, es un multimillonario; el segundo, Adán Góngora, un jefe policiaco, desalmado y sin escrúpulos, que finge luchar contra los criminales para irse haciendo paulatinamente dueño de los centros de poder. La lucha se entabla entre los dos adanes. El millonario vence al policía del peor modo posible: importa grupos de sicarios alemanes y ellos acaban con el policía corrupto y con los narcotraficantes, a los cuales asesina y con ellos a sus familias, para erradicar de raíz la infección. Una solución fascista, apoyada, no podría ser de otra manera, por la religión, que el millonario fomenta al financiar a unos farsantes que se disfrazan de Santo Niño y la Virgen “engañando, una vez más y por los siglos de los siglos a mi país”.

Una novela política cuya premisa es: un país dominado por narcotraficantes nacidos al amparo de la debilidad de un Estado neoliberal tenderá a solucionar sus males mediante recursos fascistas apoyados en la religión, no es una buena novela política. Puntos de vista políticamente más interesantes los encontramos todos los días en los editoriales periodísticos. Pero no se trata de un ensayo político sino de una novela, y esta mide su eficacia por la creatividad de sus personajes y de su estilo, por la originalidad de sus situaciones. Hay poco que elogiar en este terreno. Los personajes son más bien caricaturas. Tomemos el caso de Priscila, la esposa del millonario Adán Gorozpe. Ella, en vez de hablar, repite frases de canciones. Si está enojada, dice: “¡Malhablado! Malnacido! ¡Han nacido en mi rancho dos arbolitos!”; si está furiosa: “¡Cobarde! ¡Insensato! ¡Lambiscón! ¡Allá en el rancho grande!”, y así toda la novela. El personaje que podría resultar más interesante, el que lleva en sus hombros el peso de la narración, Adán Gorozpe, al final resulta que no tiene ombligo, que es el Adán primigenio, ¿por qué? Porque sí.

En términos de estilo, Fuentes suele emplear dos registros en sus novelas. Uno realista, que alcanzó su mejor expresión en La muerte de Artemio Cruz, y otro paródico, con el que Fuentes se explayó en Cambio de piel. En esta novela adopta el segundo registro. No hay innovación, no hay gracia; comparado con el talento verbal de Cambio de piel el de Adán en Edén es pobrísimo. Un ejemplo de cómo construye su estilo: “¿Puede un coche de lujo –se pregunta Adán– provocar una revolución? ¿Que coman pastel? ¿Que manejen Maseratis?” A una frase suma una ocurrencia, y de esta se desprende otra y otra más, sin obstáculos, sin un proceso posterior de corrección que elimine los gracejos fáciles. En cuanto a las situaciones, la novela es un retroceso. Emplea recursos que le parecen muy de vanguardia pero que, al ser impostados e importados de otros autores, suenan falsos. Más ejemplos: refiriéndose a la situación de los migrantes: “Si el obrero pide ser llevado a la comisaría local para probar a) que tiene permiso de trabajo o b) que va de regreso a México y no piensa volver o c) que le reclamen al patrón y a él lo dejen en paz y en todos los casos d) los policías pasan por alto las razones...”, y así sigue con e), f), g), h)... Este recurso, que funciona bien en una novela de Cristina Rivera Garza, aquí no tiene ninguna razón de ser. Otro elemento del que ahora se vale es el de incluir minirrelatos en la estructura de la novela, como los siguientes: “La exportación de chilaquiles ha ascendido de cero a noventa y dos por ciento [...] Haga patria. Exporte un chilaquil, dice la propaganda”, o este otro: “Yasmine Sulimán [...] ayer fue asesinada por un loco que le pidió las obras completas de Augusto Monterroso y al recibir el delgado volumen así intitulado, montó en cólera y ahorcó a Yasmine.” No son cuentos breves, parecen chistes: lo son, y malos.

He leído en algunos medios, sobre todo en internet, que se identifica a un personaje de esta novela, Maximino Sol –al que se le tacha de “Papa literario” y se caracteriza como un mezquino cacique cultural–, con Octavio Paz. No lo creo. Me parecería una actitud cobarde que Fuentes se refiriera, en una novela, a Octavio Paz, que fue su amigo y mentor por más de treinta años, como “un hombre condenado a la traición de sus aduladores y ciego a la independencia de sus amigos”. Me niego a creer que Fuentes, que en un discurso al cumplir Paz sus 60 años pidiera para él el Premio Nobel, lo caricaturizara como alguien “que me ofrecía la protección inmediata y la gloria eventual a cambio de mi adherencia a una jerarquía presidida por Sol”, y lo niego porque no puedo concebir una actitud tan baja. Es casi una locura pensar que Fuentes, por una venganza literaria, escribiera, teniendo a Paz en mente, una frase tan farisaica como esta: “Dios mío, déjame ser como la poesía de este hombre, pero no como el hombre mismo; padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda yo darle más valor a un hijo, a una esposa y a un amigo que a todos los laureles de la tierra.” Me niego a creer que Fuentes sea capaz de tal pobreza de espíritu. Yo lo niego, pero que juzgue el lector.

Adán en Edén es una novela que muestra a un autor cansado de la literatura, que escribe por oficio, por cumplir un ritual mañanero que lo lleva a escribir sin cesar. No es la obra de un autor que cultiva un estilo tardío, que se ha desligado de la realidad para arriesgarse a llevar su arte hasta los límites de lo posible. No es el libro de un autor sabio que ofrezca salidas o reflexiones sobre la vida. Se trata tan sólo de Fuentes, de Carlos Fuentes, autor de Adán en Edén, apartado XII, casillero 4.

viernes, 23 de abril de 2010

Más allá de Gutenberg


Enrique Vila-Matas hoy está muy pdf. ¿Suena raro, verdad? Pero es así como se siente después de una extenuante jornada de entrevistas en las que los periodistas le han preguntado con insistencia por el asuntillo ese del paso de la era Gutenberg a la era Google. Tan cansado está de contestar a la misma pregunta que por momentos se siente también como el bicho de Kafka. No se preocupen, les dice, no hay tal ruptura, sólo continuidad. Lo encontré en El País:
Estoy volviendo a casa después de un día muy cansado en el que no he parado de contestar y contestar -con la misma respuesta siempre, respuesta perfectamente memorizada, dicha de forma muy mecánica- a preguntas de los periodistas sobre el futuro del libro impreso. Me lo tengo merecido por haber escrito una novela en la que comento el paso de Gutenberg a Google. A lo largo del día, me he preguntado varias veces qué habría sido de Kafka si hubiera tenido que contestar en mil entrevistas por qué contó que Gregor Samsa se encontró un día en su cama convertido en un monstruoso bicho, con una espalda dura como un caparazón y un vientre abombado. Me imagino a Kafka escuchando mil veces la misma pregunta:

-¿Es usted ese bicho?

-¿Cómo dice, señor?

Ha habido hoy un momento terrible en el que, sin duda a causa del cansancio, me ha parecido que en lugar de preguntarme por el futuro del libro impreso se interesaban por el futuro del bicho. Estaba ya en la última entrevista, por suerte.

-¿Acaso ve usted al libro impreso como si fuera ya un vulgar bicho? -he preguntado alarmado.

Recuerdo que a partir de ese momento, contagiado por la apabullante insistencia de las preguntas en torno al mismo tema -que si Gutenberg y que si Google, y dale que dale y todo el rato así, yendo y viniendo de Google a Gutenberg y de Gutenberg a Google- he comenzado a ver realmente al libro impreso como si este sólo fuera un vulgar escarabajo repugnante que acabará interesando sólo a acumuladores de papel viejo y sucio, es decir, a gente enferma y afectada por esa variante horrible del mal de Diógenes que es tener librerías.

Estoy felizmente ya volviendo a casa. Lo hago a pie y en estos momentos camino por una calle solitaria, mal iluminada. Si no fuera porque está al lado de mi casa y la conozco mucho, pensaría que es una calle peligrosa. Camino ciertamente fatigado y pensando obsesivamente en eso que he contestado hoy a todos los que me han entrevistado: "No hay motivo para alarmarse con la irrupción del mundo digital en la literatura porque entre Gutenberg y Google no hay una ruptura sino una continuidad. Lo alarmante sería que desapareciera el lenguaje, el pensamiento, la narración".

Ha sido particularmente fatigante la perorata del último entrevistador porque este se ha empeñado en hacerme ver que no es nada cierto que no exista ruptura entre Gutenberg y Google. Basta con observar, me decía, lo imposible que resulta citar de un libro digital la página en la que se encuentra una frase que nos ha conmovido. Se puede, me decía, citar la página si el libro está ya en un pdf que reproduzca la paginación del volumen en papel, pero si por el contrario el texto se puede adaptar en tipo y tamaño de letra las páginas dejan de existir y todo va de corrido, por lo que no se puede citar, salvo que se diga: para una pantalla de equis pulgadas y tipo de letra tal con tamaño de la fuente cual, pero eso sería verdaderamente absurdo...

No sé qué ha pasado, tal vez ha sido el momento en el que se han acumulado todos los momentos del día en que me han preguntado por Gutenberg y Google, pero lo cierto es que estas palabras me han punzado con cierta brutalidad la mente y estoy llegando ahora a casa no sólo fatigado, sino con mi cabeza claramente punzada por esas palabras del último entrevistador, especialmente por una de ellas, por la palabra -no sé si llega a tal- pdf.

¿Es pdf una palabra? ¿Me estoy volviendo loco? Esa es también otra buena pregunta. No sé ya si, cuando llegue a casa, podré dormir. Todo me da vueltas, como si las punzadas provinieran de una peonza que fuera a ratos punzón y en otras un monstruoso bicho y ese bicho fuera, además, el futuro del libro. Algo me dice aquí dentro -en la cabeza, reiteradamente punzada y próxima a estallar- que en realidad la producción y distribución de libros poco a poco migrará al ciberespacio y la pantalla reemplazará a la palabra escrita sobre el papel y que habrá ruptura por mucho que yo quiera creer y diga lo contrario. Estoy deshecho. Estoy -con perdón- muy pdf. Habrá ruptura, claro que sí. Puede que esto sea lo que va a pasar. Pero lo peor es que aún no he llegado a casa y ya sólo veo escarabajos que parecen burdos actores cómicos en un gran drama muy serio. El drama es el mío. Y soy el escarabajo principal.

-¿Por qué dice usted que es un monstruoso bicho, con una espalda dura como un caparazón y un vientre abombado? -imagino que me pregunta un desconocido antes de doblar la esquina que está ya al lado de mi casa.

¿Estoy en peligro? ¿Lo está más todavía el libro impreso? ¿Tengo miedo de algo?

-¿Cree que desaparecerán los libros impresos y vamos hacia un mundo completamente digital? -imagino que me pregunta el acompañante del desconocido.

Es como si fueran los dos últimos entrevistadores del día. La cabeza me da vueltas. Si al menos tuviera miedo. Pero el callejón ahora me parece hasta iluminado y todo. ¿Me habré muerto por culpa del problema entre Gutenberg y Google? Cada vez el callejón me parece más vívido, como si hubiera ingresado en otro mundo. Luz del más allá.

-No contesto hoy a más preguntas -digo-. Como diría Shakespeare, Gutenberg es Gutenberg y Google es Google. ¿Entendido? Y ahora perdonen ustedes, pero estoy pdf.

Doblo la esquina y dejo atrás a los entrevistadores y, al ir a entrar en casa, veo que en mis llaves está escrito el futuro del libro. Es tan horrible lo que leo en mis propias llaves que no sé si silenciarlo. A partir de ahora, si alguien vuelve a preguntarme por el futuro del libro impreso, callaré piadosamente, como un muerto. No es agradable saber que no sobrevivirá tampoco Google y que más allá de la era digital nos espera el terrible Eyjafjallajökull, el centro de Difuclyatd, allí donde se oye el permanente e inconfundible gluglú de un desagüe.

jueves, 22 de abril de 2010

Internet, una novela por escribir


Internet, una novela por escribir- SCIAMMARELLA

Interesante conocer lo que piensan los escritores acerca de las relaciones entre la literatura y las nuevas tecnologías. Juan Cruz se lo preguntó a algunos de ellos en esta nota de El País:
Nacieron en torno a 1970, cuando esta revolución tecnológica era ciencia ficción. Ahora estos ocho escritores (que podrían ser 80, u 800) conviven a diario con un instrumento poderosísimo, Internet, que entra en sus libros (y en sus vidas) de manera imparable. Quisimos hablar con ellos acerca del impacto que esta revolución está teniendo en su escritura. ¿Cómo ven que todo eso está afectando al trabajo propio y de sus colegas? Finalmente, ¿cuál es el futuro de esa batalla entre el papel y la pantalla?

Isaac Rosa: "Es cierto que para nuestra generación las tecnologías de la información tienen más peso que para las anteriores. Pero en realidad nos relacionamos con ellas de forma muy similar a nuestros hermanos mayores, con asombro, sin naturalidad". Y es un "malentendido" dice Rosa, eso de que sean "la primera generación de Internet". "Todos tenemos memoria personal de un cercano ancien regime en que no había Internet ni móviles, a diferencia de la generación de mis hijas, que no conoce otra cosa".

Afirma Ricardo Menéndez Salmón, como para resumir todas las respuestas: "Soy un convencido de la Red como generadora de opinión, discurso, información, conocimiento, expectativas e incluso falacias, las seis facetas. Dicho esto, reconozco también ser un fetichista del libro en su formato clásico. El libro, como objeto, se me antoja insustituible". Dice Elvira Navarro: "Los libros ya no se dan a conocer sólo a través de los suplementos literarios y de las revistas especializadas, sino también por medio de blogs y de páginas webs que, en según que casos, son a veces más importantes que las plataformas tradicionales". Pero, dice Elvira, "hay que tener en cuenta que estos factores dependen de que detrás haya alguien con criterio". Vicente Luis Mora dice: "Internet está enriqueciendo los formatos de comunicación, y es normal que se vaya incorporando gradualmente a la literatura". A él le proporciona soportes (mail, blogs) "que permiten la expresión escrita de los personajes y su respuesta en tiempo real, frente a la lentitud de la correspondencia postal".

La influencia es clara, dice Bruno Galindo. "Los medios de comunicación están en casi todo lo que he escrito; encuentro imposible hablar de temas actuales y obviar estos factores... Los medios de comunicación son ahora más importantes que la Literatura, del mismo raro modo en que hoy Las Vegas es más influyente que París". Dice Elvira: "No voy a meter con calzador ningún procedimiento que la obra no demande". Lo que ve en la red, lo que percibe, no juega un gran papel, "sino en lo pequeño, en el 'aire' que transmito en mi obra". "Lo que a mi me apasiona, en realidad, y lo que intento plasmar en mis textos, es la capacidad de la imaginación lingüística, entendida como el empleo de un lenguaje lo suficientemente resonante como para poder competir con lo icónico y con lo sonoro".

A Irene Zoe Alameda las nuevas tecnologías le han hecho otra escritora que la que hubiera sido. "Quien eche un vistazo a mis textos lo verá. La imaginación y sus contenidos, y los medios de que se vale para expresarse, están interrelacionados". Y es un hecho, dice, que "el universo referencial del escritor de hoy ha incorporado como tercer universo el virtual, que se une a los antiguos (el rural y el urbano)".

Para Unai Elorriaga, que estudió y empezó a trabajar sin Internet, su descubrimiento fue "una bendición". Esos nuevos medios le aportan "muchísimo" como escritor y le dan "la oportunidad de acceder a mucha información en muy poco tiempo". Y además le permite una comunicación insólita antes: "Yo tengo mi agente literario en Alemania, me comunico con mi editora estadounidense en un segundo y continuamente me llegan correos de Argentina o de Polonia comentándome mi obra, sé lo que piensan mis lectores alemanes o un profesor de la Universidad de Boston".

Dice su colega Kirmen Uribe. "La estructura en red, la utilización de la primera persona, que los subcapítulos tengan la longitud de una pantalla de ordenador, que sean autónomos...". Todo eso tiene una gran influencia en su obra. "Incluso reproduzco", dice, "las nuevas tecnologías de manera explícita: correos electrónicos, entradas de Wikipedia, búsquedas de Google..."

No hay que lanzar las campanas al vuelo: todavía está el alma escribiendo, se necesita. Isaac Rosa: "No soy ni tecnófilo ni tecnófobo, pero no participo del optimismo tecnológico de muchos. En realidad no creo que Internet sea tan decisivo para la Literatura, porque no es tan decisivo para nuestras vidas aunque nos parezca que ya no podríamos vivir sin la red". Va más allá: "El copy paste como técnica constructiva, la googlelización del conocimiento, la brevedad expositiva, el espíritu multimedia que acaba en picoteo superficial..., son formas válidas para el ocio, el consumo o el trabajo, pero más bien empobrecedoras de la Literatura".

Y ya se notan esos efectos en muchas novelas, advierte Rosa. Kirmen tampoco se alumbra sólo con la luz de Internet. "Creo que los cambios en la narrativa no sólo vendrán por la influencia de las nuevas tecnologías. Lo definitivo es lo que percibe el escritor en la sociedad". La vida misma. Lo dice Irene Zoe: "Ahora 'los viejos temas' parecen no estar muy de moda, pero estoy segura de que, pasada esta oleada de novedad y creación de vocabulario y estilos, se redescubrirán formas clásicas, las cuales serán reformuladas".

Pero los efectos son imparables; lo dice Bruno Galindo: "La impronta de Internet trae consigo que las historias se abrevien y se vaya más al grano". Y eso porque "existe una identificación inexacta pero real entre el soporte digital y nuestra creciente falta de tiempo". Unai está ya convencido de que el torbellino es imparable: "Imagino que la gente maneja tanta información que los escritores no podemos seguir escribiendo como se escribía en el siglo XIX o en gran parte del siglo XX". La vida pasa ahora por la técnica, es bueno, viene a decir Vicente Luis Mora. "Skype mantuvo mi matrimonio intacto los largos meses en que mi mujer y yo vivíamos en continentes distintos". Y ahora Internet cambiará la Literatura "de una forma muy profunda, del mismo modo que la rueda o la imprenta transformaron la sociedad cuando eran técnicas recientes".

¿Y el libro, cómo ven la batalla entre el papel y la pantalla? Mora dice: "No veo ninguna lucha, creo que hay muchas posibilidades de convivencia pacífica y de aprovechar uno las ventajas del otro, y viceversa". Elorriaga: "El futuro del libro lo imagino como el futuro y como el presente en manos de una minoría. El libro de papel se debería mantener, pero con tiradas mucho más limitadas y casi como artículo de coleccionista". Irene Zoe ensaya un epitafio: "El papel es arqueología, como de hecho lo es un periódico impreso al final del día: tan obsoleto está el papel ya". En realidad, dice, el papel durará lo que duremos quienes hemos crecido leyendo libros impresos: le queda un siglo de vida". No está mal un siglo. Galindo reconcilia a un soporte con el otro: "Larga y afortunada convivencia del papel y el libro electrónico, supongo. Los libros clásicos serán objetos 'de buen gusto', como ahora los discos de vinilo. Los libros electrónicos posibilitan experiencias fabulosas. Ya lo hacen. Libros que se puedan conectar a la web a través de wifi y derivar sus historias a hipervínculos de ficción. Libros que incorporarán a sus lectores de un modo que ahora sólo empezamos a entender". Elvira Navarro no quiere ser Rappel, así que afirma: "Yo por el momento prefiero el papel para los libros, aunque el libro electrónico me parece una buena herramienta para quienes tengan que trajinar con manuscritos, como los editores".

miércoles, 21 de abril de 2010

Kundera se une a Redonda


Milan Kundera, último ganador del Premio Reino de Redonda.
La siguiente nota, tomada de El País, está llena de curiosidades. Primero está la de la existencia de un premio literario cuyo jurado es, probablemente, el mejor y más numeroso del mundo. Después, la historia de ese premio y algunas anécdotas de sus premiados, entre los que destacan J.M. Coetzee y el más reciente, Milan Kundera:
"Agradecido, honrado y divertido". Esas tres palabras usó Milan Kundera al enterarse de que se le había concedido el Premio Reino de Redonda, que este año alcanza la décima edición. El término clave es "divertido", porque el lema del "reino" es Ride si sapis (ríe si sabes) y porque el "rey" actual de ese islote antillano es Javier Marías. El autor de Tu rostro mañana cuenta que uno de los escollos que debe sortear cada año es el momento de explicarle al premiado "el asunto". Y "el asunto", reconoce su promotor, "es extravagante, un poco loco". A saber: en 1880, el escritor británico M. P. Shiel fue coronado rey de una isla caribeña de un kilómetro y medio de largo por un kilómetro de ancho comprada años antes por su padre. Poblada exclusivamente por alcatraces, la isla se convirtió en la base real de un reino imaginario que terminó bajo la "protección" de Marías en 1997 después de que "abdicara" en él el británico Jon Wynne-Tyson, que se había inventado una particular nobleza literaria de la que formaron parte Henry Miller, Lawrence Durrell y Dylan Thomas.

El novelista español dice "con comillas" cada vez que pronuncia rey, duque o abdicar. Sabe que se arriesga a que lo tomen por chiflado, pero asume el riesgo recordando que en el mundo literario "sobra solemnidad". Javier Marías lanzó en 2000 la editorial Reino de Redonda y un año más tarde, el premio homónimo, que en su primera convocatoria recayó en J. M. Coetzee, adelantándose al Nobel de literatura que recibiría en 2003. El huidizo escritor surafricano elogió el lado "quijotesco" del galardón y se convirtió en la cabeza de un palmarés de "duques" formado por John Elliott, Claudio Magris, Eric Rohmer, Alice Munro, Ray Bradbury, George Steiner, Umberto Eco, Marc Fumaroli y, ahora, Kundera.

Coetzee, además, se convirtió en el miembro más fiel de un jurado del que este año formaron parte, premiados aparte, escritores y cineastas como Pedro Almodóvar, Lobo Antunes, John Ashbery, Eduardo Mendoza, Pérez-Reverte y Vargas Llosa. Este año se sumó también Orhan Pamuk, pero falló Francis Ford Coppola, habitual desde que escribiera a Marías para convencerlo de que publicara dos cuentos en Zoetrope: All Story, la revista del director de El padrino.

Sólo un escritor declinó formar parte del jurado, W. G. Sebald. "No leo autores contemporáneos" fue su respuesta. "No acepto premios" fue la de John Le Carré cuando rechazó el galardón. Pese a que son los únicos accidentes del camino, el autor de Todas las almas está pensando en dejar de convocar el premio. ¿Los motivos? "Por un lado, el poco eco que tiene pese a contar con el mejor jurado del mundo. Por otro, la crisis. Llegó a estar dotado con 6.500 euros y he tenido que bajar a 3.000. En un año veremos".

Marías dice "he tenido" porque el dinero sale de su bolsillo aunque él no forma parte del jurado. Eso sí, le molestaría que lo ganara Lars von Trier. ¿Y quién le hubiera gustado que sí? Vale un muerto: "Thomas Bernhard. Como escribió en Mis premios que los aceptaba por el dinero seguro que habría dicho que sí".

martes, 20 de abril de 2010

Día del Libro incompleto


Plaza del centro de Liubliana. Foto: JAVIER TLES.

Enrique Vila-Matas se fue a una ciudad eslovena con un puñado de páginas arrancadas a un libro que habla sobre Kafka. De ahí que se haya puesto a pensar en esos libros que, deliberada o indeliberadamente, quedan incompletos. La nota viene de El País:
En mi viaje de ida y vuelta en un solo día a Liubliana -media Europa paralizada- no quería ir muy cargado y, además, a la hora de leer en el avión, deseaba concentrarme exclusivamente en el capítulo decimotercero de Los años de las decisiones, el gran libro de Reiner Stach sobre Kafka. El volumen pesaba 900 gramos y por su tamaño, además, parecía incompatible con las estrecheces de los mínimos espacios que encontramos en los asientos de los aviones de hoy en día, de modo que, poco antes de salir de casa, arranqué las hojas pertenecientes a ese capítulo y me las llevé por el mundo del volcán desordenado.

Tanto en el vuelo de ida como en el de vuelta leí y estudié a fondo el fajo de cómodas hojas portátiles que componían esa densa nube de ceniza que es el capítulo decimotercero, América y de vuelta, donde Stach comenta que nada hay tan difuso como la vida de Kafka, pues la vida y los sueños le servían al escritor de materia para la ficción, pero al mismo tiempo la ficción se infiltraba en la biografía. Todo eso me llevó a recordar el inventario de los sueños de Kafka que ha publicado Errata Naturae; un recuento sobrecogedor, sobre todo cuando comprendemos que ese material se infiltró directamente en su propia biografía.

En fin, fui a Liubliana con mi puñado de hojas brutalmente arrancadas y a la vuelta, al regresar a casa y reencontrarme con el volumen lisiado, pensé en los muchos libros a los que faltan páginas y también en Unfolding The Aryan papers, brillante exposición que puede verse estos días en Madrid en la galería Helga de Alvear: un tapiz de fotogramas y material fílmico basado en guiones incompletos de películas que las hermanas Wilson descubrieron en los archivos de Stanley Kubrick.

De Unfolding The Aryan papers me han interesado especialmente las fotografías en las que, vestida al estilo de los años cincuenta, Louise Wilson se adentra en una estancia de Maggs, célebre librería de Londres. Los viejos volúmenes que rodean a Louise contienen primeras ediciones incompletas que están a la espera de restauración, de páginas que reparen lo que falta. Son ediciones cojas que, a las puertas mismas ya del Día del Libro, me han llevado a pensar en esa gran afirmación de la ausencia que es el arte de lo no leído, arte paralelo y actividad tan válida y estimulante como la lectura misma. No dejan de sorprenderme siempre los que van diciendo por ahí que han terminado de leer una novela, porque hay que ser bastante ingenuo para creer que abundan los libros completos. ¿Quién ha leído enteras, por ejemplo, las escrituras sagradas? Una particularidad del Talmud babilónico es que falta la primera página a cada uno de los tratados que lo componen. Preguntado el gran maestro Rabí Leví Yitzhak por el motivo de esa falta que obliga al lector a comenzar por la página dos, respondió: "Porque, por muchas páginas que lea el estudioso, nunca debe olvidar que no ha alcanzado aún la mismísima primera página".

Hace sólo un momento me disponía a devolver a su lugar el capítulo arrancado a Los años de las decisiones, pero he cambiado de idea y voy a alinear el volumen tal como está -incompleto- en un sector especial de la biblioteca que ando organizando en el corredor de casa. Allí coloco tanto los libros a los que arranqué capítulos -no son muchos- como también todos aquellos -muchos más- a los que nada les quité, pero en los que, observando pesaroso su vuelo raso, echo en falta páginas que, de haber sido escritas, habrían podido acoger al menos un significado oculto del libro. En tales circunstancias, ¿no deberíamos el próximo viernes celebrar el Día del Libro incompleto? Haríamos así justicia a la clamorosa ausencia de tantas páginas esenciales, muchas de las cuales son las que precisamente busco y trato de imaginar cuando dedico mi tiempo al arte de lo no leído.

sábado, 17 de abril de 2010

El agua y su secreta voz

Sara Rolla y Marco Antonio Madrid, durante la presentación de La secreta voz de las aguas.
Marco Antonio Madrid presentó el jueves en el Centro Cultural Sampedrano su segundo libro de poesía, La secreta voz de las aguas, ante un numeroso público. Sara Rolla abrió la noche con el siguiente texto, que habla del agua como motivo recurrente en el libro:
Marco Antonio Madrid no es un autor (usando una frase del viejo léxico postal) de obras “de entrega inmediata”. Se toma su tiempo para sedimentar y pulir sus versos. Creo que es ese respeto exacerbado por el oficio lo que lo ha llevado a dilatar el lapso entre la publicación de su primer poemario, La blanca hierba de la noche, y la del que hoy presenta, La secreta voz de las aguas, en una esmerada edición de “mimalapalabra”.

Palabra y ritmo exquisitamente trabajados, sobriedad y poder de síntesis. Densidad referencial, hecha de sustratos múltiples (biográficos, literarios, filosóficos y mitológicos). Esos son los rasgos esenciales de la poética de Marco Antonio Madrid.

La obra está recorrida por imágenes del agua, es decir, por uno de los motivos más pródigos en reminiscencias filosóficas. (Recordemos, en la lìrica hondureña, el poemario Agua del tiempo de José Antonio Funes ).

Gaston Bachelard tiene un libro ya clásico, El agua y los sueños, sobre la trascendencia de ese elemento en el ámbito de la imaginación poética. Allí encontramos estos juicios que sintetizan la significación del agua como metáfora filosófico-poética:

El agua es realmente el elemento transitorio. Es la metamorfosis ontológica esencial entre el fuego y la tierra. El ser consagrado al agua es un ser en el vértigo. Muere a cada momento, sin cesar algo de su sustancia se derrumba (…) El agua corre siempre, el agua cae siempre, siempre concluye en su muerte horizontal (…) Para la imaginación materializante la muerte del agua es más soñadora que la muerte de la tierra: la pena del agua es infinita. p. 15 (1)

También aborda Bachelard la correspondencia entre forma y contenido en la poesía del agua. Dice:

El agua es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes. No vacilaremos en darle todo su sentido a la expresión que habla de la cualidad de una poesía fluida y animada, de una poesía que viene de las fuentes. pp. 278-9

Encontramos totalmente aplicables estos juicios a la poesía de Marco Antonio Madrid. Veamos algunos ejemplos del libro que nos ocupa.

En la primera parte de la obra, subtitulada “El otro río, el otro mar”, hay una presencia muy recurrente del agua, en imágenes simbólicas asociadas a referentes filosóficos y literarios. Reparemos en este ejemplo:

Río de la luz y de las sombras donde un hombre desciende
no para mojar dos veces
su talón en la corriente
sino para abrevar su vida,
sino para abrevar su muerte. p. 18 (2)

Permanentemente, el tono elegíaco, constante en la obra, se asocia con el tiempo y su símbolo esencial, el agua. Observemos otros ejemplos:

…Los días como un torrente / en la pupila. p. 21

Palabras que se hunden en busca de un lejano/ paraíso y el mar aislado en una gota/ y el rumor de un barco en las crecientes olas./ Lo que se va, lo que se ha ido ya. p. 22

“Responso de las aguas”, con epígrafe de Rimbaud, reelabora el motivo poético de la muerte de Ofelia:

Por el negro río de la noche Ofelia va./ Demencia de las aguas, /injuria de las aguas,/ soledad de las aguas. p. 26

“Tierra yerta” termina así:

Frágil,
tenue,
una sílaba nos nombra
junto a ese mar que vomita soledades.

Véase esa metáfora del verso final, fuerte y espléndida por la hábil selección del verbo. En “Leteo”, se usa como leit motiv “ha vuelto el agua…” Y el final es impactante:

Que las aguas borren de las aguas las heridas.
Que las aguas borren de las aguas los recuerdos. p. 40

En “El otro mar”, se dice:

Hoy el mar no existe sino en la memoria de sus olas. p. 43

Y hay una cascada de reminiscencias, donde lo autobiográfico se entrecruza con lo literario: “el mar de mi abuelo”, el “de Huidobro”, “el de Alfonsina”, el “de Walcott”.

En la segunda parte del poemario, “Poemas de las tierras altas”, se sostiene el tono elegíaco, marcado por ritmos hábilmente forjados con recursos iterativos.

El primer poema tiene un final excelente, en el que la memoria recuperada se asocia, nostálgicamente, con el agua:

Todo lo que creías olvidado, está en la memoria,
el sol en las zarandas, el misterioso sonido
del agua entre las piedras,
el río como un cuchillo de hielo atravesando
las sierras… ¡Las pequeñas cosas que fueron la vida!
¡Lo que ya se ha ido, lo que ya se ha muerto! pp. 49-50

En este breve acercamiento al libro, nos hemos centrado en la recurrencia de la imagen del agua como marca decisiva, en lo temático y estilístico. Es un abordaje limitado, sin duda. Para una valoración más rica y certera de la obra, remito a ustedes al excelente prólogo de Felipe Rivera Burgos y, desde luego, a la lectura directa, sin interpósitos juicios, de La secreta voz de las aguas.


  • Notas:
1 Gaston Bachelard, El agua y los sueños. México. Fondo de Cultura Económica, Col. Breviarios No. 279, 2003.
2 Marco Antonio Madrid, La secreta voz de las aguas. Tegucigalpa, mimalapalabra editores, 2010.

San Pedro Sula, 15 de abril de 2010

viernes, 16 de abril de 2010

Un oficio desastroso


El escritor español Javier Cercas, autor de Soldados de Salamina.
Juan Gabriel Vásquez, siempre atento, como lector, para identificar aspectos de la literatura que otros pasan por alto, nos habla en este artículo de El Espectador de la narrativa española reciente y sus relaciones con la Historia.
Se habla todo el tiempo de la recepción de la literatura latinoamericana en España, pero se habla poco, me parece, del movimiento inverso: ¿cómo son leídos los escritores españoles en Latinoamérica, cómo son recibidos?

Y es una lástima: porque en España, donde todo el mundo se queja de la literatura actual, hay sin embargo un montón de novelistas trabajando con las mismas preocupaciones que agobian a sus colegas latinoamericanos. El otro día, hablando de cuáles son esas preocupaciones, un amigo mencionó el eterno problema de cómo contar la historia. Alguien citó una frase de Los juegos feroces, de Francisco Casavella (ahí tienen, un autor de primera que en Colombia nadie conoce), y me fui a mi casa y busqué la cita. “Dos chavales aplastados por la historia que buscan sin saberlo el misterio de la eternidad en un basurero de ficciones”. Ahí está, me dije: esos niños son la literatura española, de un lado, y la latinoamericana, del otro. Y perdón por la cursilería.

El tratamiento de nuestro pasado colectivo ha cambiado. Tras los grandes frescos de ambición totalizadora —uno piensa, por ejemplo, en Conversación en La Catedral—, hemos cerrado el diafragma de manera radical: es raro ya ver el mundo a través de esos narradores omniscientes, y menos a través de perspectivas múltiples. Lo mismo les ha pasado a los escritores españoles, que en un momento de finales de los ochenta empezaron a decir Yo con una consistencia y una variedad de intenciones y recursos notables. Pues es ese Yo el que ahora suele echarse encima la tarea de contar la historia, la española y también la latinoamericana. El efecto es inmediato, por supuesto: las novelas de ahora se aproximan a la historia de manera oblicua, nunca directa, y, lo que es más significativo, nunca de manera militante.

Nuestra historia es, para decirlo de alguna manera, una suerte de enemigo íntimo. “Créame”, le dice un personaje importante a Javier Cercas en Soldados de Salamina, “esas historias ya no le interesan a nadie, ni siquiera a los que las vivimos”. Yo me doy cuenta de que en las novelas de mis contemporáneos siempre hay una suerte de resistencia, y la labor del narrador es vencerla: torcerle el brazo a la historia para que cuente sus secretos. La Historia se convierte entonces en un misterio —sí, un misterio, tal vez como los que buscaban los chavales aquellos— que exige una investigación. (Lo mismo sucede fuera de la ficción, dicho sea de paso. Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, no es la crónica de la muerte de José Robles Pazos durante la Guerra Civil española, sino la crónica de la curiosidad (primero) y la obsesión (después) de Ignacio Martínez de Pisón).

En fin, lo que quiero decir es que la relación entre la historia y los narradores del presente es una de desconfianza, no de certeza, y de inquisición, no de narración de lo sabido. Y lo más inquietante es que este tal Javier Cercas que narra la novela de Javier Cercas está muy consciente de todo ello. En cuestión de pocas páginas dice que “uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede”, y también que “un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino de lo que ignora”, y también que “uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega”.

Supongo que queda claro: este oficio es un desastre.

martes, 13 de abril de 2010

DArita: "No hay actividad más ilustrativa que andar de vago"


Dennis Arita, corrigiendo notas en la sala de redacción de un diario sampedrano.

Segunda parte de la entrevista a Dennis Arita, autor del libro de cuentos Final de invierno, en la que entramos de lleno en su obra, en los mecanismos de su escritura y en sus actuales proyectos literarios:
Ha transcurrido mucho tiempo, desde que empezaste a mostrarte como narrador, hasta ver publicado Final de invierno, tu primer libro de cuentos. Aparte de las normales dificultades para publicar en Honduras, ¿existía alguna otra razón para retrasar la aparición de ese libro?

Sencillamente no me interesaba publicar un libro. Sé que publicar requiere invertir dinero y no lo tenía. También sé que endeudarme por una publicación me exigiría vender la edición para pagar mis deudas y eso me desagradaba. Así que sólo escribía y guardaba mis cuentos.

Final de invierno es un libro en el que, como dice Helen Umaña en la contraportada de la primera edición de 2008, "cada relato se dispara en múltiples preguntas". ¿Cuáles son las preguntas que más te interesa hacerle al lector?

Cuando escribí esos y otros cuentos no pensé nunca en el lector. Da algo de vergüenza confesarlo, pero ni modo. Generalmente se me venían una o dos, con suerte tres imágenes a la cabeza e intuía que estaban unidas por un nexo. Luego esperaba el momento en que el nexo se hacía más aparente y llegaba el momento de hacer que esas imágenes encajaran por medio del lenguaje. El lector, por desgracia, no entraba en mis cálculos. También podría decirse que soy mi único lector. ¿Por qué no? Al principio fue así porque nadie más que yo leía mis cuentos. Luego, cuando se los mostré a mis amigos, de alguna manera seguí siendo mi único lector porque de hecho no sabía qué reacciones esperaba de ellos al leer lo que yo escribía. Vi en mis amigos mi propio reflejo y me di cuenta de que ni siquiera yo sabía bien qué reacciones esperaba que me causaran... Sólo sabía que había unas imágenes -un monstruo en medio de un patio desolado, una mujer vestida de blanco en una habitación a oscuras- y que debía buscar palabras adecuadas para unirlas. Eso era todo. No tenía intenciones pedagógicas ni metafísicas ni filosóficas. Lo único que me quedaba era crear el mejor lenguaje del que pudiera echar mano para que esas imágenes no quedaran rodando por ahí porque eso me habría hecho sentir mal. Al final, supongo que el lenguaje es lo que me llama la atención. Si soy un reflejo de mis hipóteticos lectores, puedo decir que más que hacer preguntas hago lenguaje.

En tus cuentos ocurren siempre situaciones extrañas y ambiguas, que pocas veces tienen explicación o encuentran resolución. ¿Es ésta tu intención al escribir o a medida que escribís va manifestándose la voluntad del texto?

Me dejo dominar por las imágenes y el lenguaje y de ahí va saliendo todo... Creo que es una combinación de ambas cosas: voluntad de unir las imágenes y sometimiento a esas imágenes. La realidad cotidiana es tan ambigua, extraña e inexplicable como cualquier cuento. A veces más. Sólo hay que ver una hora de noticieros. Muchas cosas quedan sin resolver en la realidad de todos los días, en la que camino, como y trabajo. Me atrevería a decir que en ella no se resuelve nada, que cada cosa que hacemos está como preñada de incertidumbre. Desde ese punto de vista, un cuento que parezca cerrado y resuelto puede ser considerado una estafa o una muestra de voluntad creativa que escapa a la tiranía de lo cotidiano. Sería una estafa porque nos mostraría una realidad en la que A lleva a B, aunque en la realidad es usual que A lleve a C o a F, o a ninguna parte. O sería una imposición del autor, libre de toda atadura "real", precisamente porque se niega a dejar las cosas sin resolver y en cambio presenta situaciones que llevan a desenlaces deseables o lógicos. Un poco en broma, diría que esos cuentos que publiqué son rigurosamente realistas porque en ellos nada queda resuelto.

La eterna pregunta: ¿La trama o el estilo? ¿Lo que se cuenta o la manera en que se cuenta?

Imagino que al escribir "estilo" te referís a la sintaxis, a la extensión y la "música" de las frases, a los párrafos, al léxico. Nunca he pensado en una trama y en cambio sí he pensado en el lenguaje, como te dije antes. Si se me permite decir que el lenguaje se relaciona más con el estilo que con la historia que se cuenta, entonces es posible que al escribir esos cuentos me llamaba más la atención el estilo que la trama. Pero me gustaría escribir narraciones con tramas que "atraparan" a un lector. Hablo así porque en realidad me agradan mucho esa clase de libros de tramas bien trabadas; por ejemplo, algunas novelas policiales. Recuerdo una novela que no es policial, Middlemarch, de George Eliot. Es una extensa novela costumbrista, con varias tramas que se entrelazan y que me causaron enorme placer. Así que como lector me gusta eso y quisiera imitarlo algún día.

¿Cuál ha sido tu manera de buscar un estilo propio? ¿Lo has encontrado?

No he buscado un estilo, pero sí he buscado escribir lo mejor que he podido. No sé si he tenido suerte…

¿Qué importancia tiene la palabra “Honduras” en tu obra? ¿Te importa mucho que nuestro país figure como escenario en ella?

Aunque esa palabra no apareciera nunca en un relato mío, tiene mucha importancia porque acá vivo, ¿no? Escribo bajo el calor de San Pedro, en una colonia en la que asesinan a alguien distinto casi cada semana. ¿Cómo podría escapar de eso? Si escribiera un cuento sobre dos astronautas chinos que viajan a Júpiter, lo escribiría en este calor apremiante, luego de haber comido frijoles con arroz y tortillas, mientras de fondo se oyen los noticieros hablando sobre una amenaza de hambruna en algún pueblo de Choluteca o Valle. Más tarde iría a dar un paseo por el mercado El Rápido, siempre bajo el sol quemante… y sentiría el olor de verduras fermentadas y de sudores. Si ando suficiente dinero, podría entrar en un café del centro y miraría por las ventanas a los vendedores de chica y a los cambistas, a los travestis y las putas jóvenes. Si voy a otro café lejos del centro, oiría a los viejos que critican las movidas del gobierno nacionalista, la situación de los colegios magisteriales y lo del aumento al mínimo. Todo eso, que es Honduras, estaría de fondo y hasta de escenario tácito en el relato sobre dos chinos que viajan a Júpiter.

¿Cuáles serán las principales diferencias de tu próximo libro de cuentos con respecto al primero?

Tengo varios cuentos por ahí y todos son tan ambiguos como los del libro que publiqué. En eso se parecen bastante. La diferencia estaría en cómo los ordenaría y les daría una especie de continuidad como conjunto. En Final de invierno lo que hice fue juntar varios relatos en los que apareciera el agua, más que todo en forma de lluvia. Salvo en el cuento titulado “Monstruo”, donde lo que hay es frío y no lluvia y por eso lo puse en medio del libro. Empleé otras maneras de lograr la continuidad de un cuento a otro, pero no vale la pena mencionarlas. Si publico otro libro de cuentos, los nexos entre las historias serían distintos, ya no sería el agua… creo que ésa es la diferencia primordial.

Te hemos oído hablar de una novela que estás escribiendo. ¿Cómo va ese proyecto?

Es cierto. Estoy escribiendo un texto extenso que tiene la apariencia de una novela. Es un relato que superficialmente cuenta una historia de policías, putas y ladrones, pero en el fondo es sobre vigilancia y más en el fondo es sobre voyeurismo, sobre verse unos a otros por miedo, por prevención, por deseo, etc. Como sé que soy haragán, me decidí a escribir todos los días una cuota. No diré que respeto ese método, pero lo he intentado y llevo más de mil páginas manuscritas. Creo que será una novela de unas 400 ó 450 páginas. Algo así.

¿Por qué la decisión de pasar, al menos por el momento, del cuento a la novela?

Sólo quería probar si puedo escribir una novela… y la mera verdad es que todavía no estoy seguro de que puedo hacerlo, pero en eso estoy.

¿Qué sensaciones te produce el hecho de estar escribiendo una novela? Me refiero a sensaciones que quizá no tenías cuando escribías sólo cuentos.

Siento más libertad. Un cuento es más difícil porque exige ser conciso. En una novela puedo explorar más a fondo. En el cuento se me ocurría algo que parecía interesante pero me decía “mejor no, si pongo esto se alargaría mucho, nunca lo terminaría”. En una novela no es así. También he tenido que ser algo disciplinado. No mucho. Es malo excederse en todo.

¿La escritura de esta novela, que por lo que hemos oído será algo extensa, ha alterado de alguna manera el ritmo de tu vida?

No tanto. Sencillamente las dos horas que antes dedicaba a vagabundear ahora las paso escribiendo un poco para ir avanzando. De alguna manera es ganancia porque aprendo a ser responsable a una edad avanzada, pero por otro lado es dañino porque no hay actividad más ilustrativa que andar de vago.

¿Se llevan bien tu trabajo como corrector de textos en un diario y tu voluntad de escribir ficciones? ¿Llega a afectar lo primero a lo segundo?

Hago ese trabajo mecánicamente para que no me moleste demasiado. Sí me daña los ojos, que se enrojecen más que antes. Leer libros se ha vuelto más difícil porque paso leyendo noticias seis horas seguidas, pero lo compenso viendo muchas películas. Ayer mismo vi La casa de las ventanas que ríen, muy buen filme de terror del director italiano Pupi Avati.

¿Habrá siempre motivos para seguir escribiendo o esa voluntad depende de las circunstancias?

Espero que siempre haya motivos porque escribir es algunas veces entretenido.

lunes, 12 de abril de 2010

DArita: "En H se escriben libros tan malos que hasta divierten"


Dennis Arita, en su trabajo como corrector de textos en un diario nacional.

Después de leer Final de invierno, el primer libro de cuentos de Dennis Arita, y de escribir una reseña (que no "análisis", señores ignorantes, con todo el significado que esa palabreja contenga), decidí enviarle vía e-mail unas preguntas al autor. Un par de días más tarde, vuelve el e-mail con mis preguntas y sus respuestas, que creí prudente dividir en dos partes. En la primera, que viene a continuación, se habla casi exclusivamente de H y su literatura, y finalmente, de aquel grupo de amigos llamado Arlequín, al que perteneció Arita. Leamos entonces:
¿Cuál es el estado actual de la narrativa hondureña? ¿Qué signos y síntomas podés observar?

Para comenzar voy a decir algo que puede parecer brusco. No soy experto en literatura y apenas he publicado un pequeño libro de cuentos que sólo se vendió en dos universidades y en una librería sampedrana. Es posible que algunos ejemplares sigan ahí. Si me limito a los últimos cinco años, me ha alegrado que se publicaran algunas buenas narraciones de autores de la zona norte. Por desgracia soy algo haragán y no he investigado a fondo qué textos narrativos interesantes han salido en otras regiones del país.
Algunas narraciones les hacen la contra a esas dignas publicaciones. Las raras veces que voy a las librerías, porque casi nunca me ajusta para comprar libros nuevos y prefiero los usados que hallo por puritita suerte cuando hurgo en los estantes de los librovejeros, me he encontrado con ciertas sorpresas: novelas y cuentos recientes de hondureños que se atreven a agarrarse a macanazos con géneros inesperados como la ciencia ficción, el melodrama más barato y cursi, las investigaciones policiales... para todos da el Señor. Los vicios, o a saber si las virtudes, de esos libros son su redacción atolondrada, sus lagunas de lógica que los hacen parecerse a los balbuceos de un recién nacido, sus argumentos que buscan abarcar el universo y se quedan en relajos en todos los niveles: oraciones, párrafos, capítulos... libros enteros, incluyendo solapa, portada y contraportada, sin olvidar la foto del autor. Si esas novelas las leyera un público mayoritario podrían aumentar exponencialmente el número de los locos.
Los gringos dicen "so bad it's good" para hablar de productos muy tontos que no logran ser repugnantes porque su increíble torpeza los vuelve divertidos. Esos libros de los que hablé ahí arriba pertenecen a ese sector especial del mundo de la creación.
Desde mi punto de vista, que al rato no es del todo creíble, en Honduras se escriben algunos libros muy buenos que merecen ponerse en estantes destacados de librerías extranjeras y otros tan malos que hasta divierten. En casos muy raros me he topado con textos narrativos hondureños pésimos que no son para nada entretenidos y más bien me han causado un temor profundo... como de cosa preternatural. Esas veces puedo decir que he visto el abismo abrirse bajo mis pies.

¿Creés que es cierto eso de que Honduras es un país de novela sin novelistas?

No entiendo del todo la frase "Honduras es un país de novela sin novelistas", pero supongo que se refiere a que en Honduras abundan los temas para escribir novelas, pero los novelistas hondureños no han aprovechado esa riqueza para escribir muchas narraciones. Me parece que la frase encierra un significado más profundo y agrio: en Honduras abundan los hechos peculiares, digamos que hasta inverosímiles, o sea la clase de sucesos que son materia prima de la novelística, y que esa asombrosa materia en bruto no les ha llamado la atención a multitudes de novelistas.
También supongo que la frase da por sentado que esos textos deberían ser buenos. Si es así, supongo que la frase es verdadera porque el país ha tenido pocos novelistas e incluso menos que exploren a fondo una realidad increíblemente variada y rica en toda clase de sucesos que llenarían bibliotecas completas.
Creo que la verdad es más trivial. Falta formación y disciplina. En Honduras la educación es defectuosa y más la formación humanística. La gente lee poco por esa razón y un poco menos porque los libros son caros o porque no están disponibles en todas partes, y ya se sabe que leer muchas veces origina el deseo de redactar textos. Además, muchos de los escasos individuos que se dedican a escribir novelas son indisciplinados aunque les sobre imaginación.
Al fin y al cabo escribir novelas y leerlas no es tan vital… es una forma de pasarla bien.  Son hasta cierto punto instructivas porque nos ayudan a conocer aspectos de la realidad que de otro modo no conoceríamos. Pero si nadie escribiera novelas ya hubiéramos inventado otra forma de entretenernos.

Si pudieras enumerar algunos, ¿cuáles serían los grandes temas de la narrativa hondureña en toda su historia?

Mejor aclarar primero que siempre he sido un lector desordenado y eso no sólo me ha impedido conocer completamente la literatura hondureña, sino la literatura de cualquier otro país. No tengo un programa de lecturas que siga al pie de la letra, como aquel personaje de La náusea, de Sartre, que planeaba leer a todos los autores posibles en orden alfabético. Se me hace que mis lecturas de narrativa hondureña han sido, digamos, pocas y sobre todo me he dejado llevar por el azar. Después de aclarar eso, podría decir que en los libros de narrativa hondureña que he podido leer, dos temas muy importantes son la vida rural y los conflictos sociales en las ciudades.

¿Creés que ya dejamos atrás el costumbrismo y la tendencia al llamado “realismo mágico” los narradores hondureños?

No encuentro nada perjudicial en el costumbrismo, que tiene pinta de ser una categoría inventada para que los redactores y lectores de historias de la literatura se sientan cómodos. Si un autor es talentoso y disciplinado puede crear ahorita mismo excelentes novelas costumbristas, escritas con fluidez, agradables de leer, amenas y quién sabe, hasta poderosas. El realismo mágico es otro cuento. No se mantiene vigente como creo que sí se mantiene el costumbrismo y más parece una moda que si es mal adoptada puede dar textos narrativos flojos.
Respecto a lo que me preguntás, creo que el realismo mágico influyó en varios autores hondureños y que ya desde hace un tiempo ha sido a medias abandonado en favor de otras búsquedas literarias. El problema es que algunas de las nuevas búsquedas con el tiempo podrían ser también modas pasajeras y a veces dañinas.

¿Surgen, o han surgido en su momento en Honduras, obras de narrativa verdaderamente innovadoras que puedan, o pudieron, ponerse a la altura de la mejor narrativa publicada en el resto del mundo?

Pues tendría que averiguar qué significa "mejor narrativa" o qué narraciones pueden considerarse las mejores. Puede que salga más fácil hacer una pequeña lista de los mejores libros de narrativa mundial y ver si los textos narrativos hondureños pueden compararse con ellos. Falta saber con qué criterios haría esa lista. Lo mejor que podemos hacer es ponernos a leer y observar y luego escribir un buen libro. El tiempo y la publicidad efectiva pueden convertirlo en un texto conocido incluso más allá de nuestras fronteras.

¿Cómo creés que observan, aunque sea de lejos, la narrativa hondureña los lectores norteamericanos o europeos? ¿Creés que nos siguen viendo como eternos habitantes de la periferia de Macondo o de Comala?

Sería muy atrevido si dijera algo respecto a la opinión que los europeos y gringos tienen de nuestra narrativa. Ya ha sido bastante temerario haber respondido a las preguntas anteriores, considerando que sólo he publicado un libro de cuentos que casi nadie conoce. La verdad es que no tengo la menor idea de lo que piensan de nuestra narrativa los lectores europeos o estadounidenses.

¿Qué queda de Arlequín, aquel mítico grupo de amigos, excelentes lectores y críticos mordaces?

Me queda un buen amigo, Marco A. Madrid.
Estoy seguro de que no existió como grupo con un nombre determinado y estoy más seguro de que no es mítico. El nombre que le han dado, con cierto aire burlón en algunos casos, salió de un boletín y de una sección cultural que publicaban algunos de esos amigos en un diario de San Pedro. En todo caso éramos unos cuantos camaradas que de 1990 a 1997 ó 98 nos reuníamos para charlar sobre cualquier tema mientras tomábamos café y a veces -muchas, me temo- no hablábamos de nada realmente importante o, en mi caso, decíamos muy poco. Nos prestábamos libros, veíamos películas, las comentábamos, algunos trabajaban, otros (yo) no. Era una camaradería como cualquier otra que había comenzado con un gusto afín por la literatura. En el año 2000 me fui a Tegucigalpa, donde viví cinco años, y perdí contacto con la mayoría de ellos hasta que regresé a San Pedro en 2005. Desde ese año acostumbro reunirme con Madrid a conversar y hablar de esto y de lo otro.