lunes, 17 de noviembre de 2014

Poetas que cerraron y abrieron siglos




 Obra de Armando Lara.
En el siguiente texto, publicado originalmente en el No. 128 de la revista Hispamérica, el poeta e investigador hondureño Leonel Alvarado traza una línea del tiempo en la que Domínguez y Molina empiezan a señalar un camino que habrían de seguir Sosa, Rivas, Acosta, Cardona Bulnes, Quesada y Paredes, entre otros, hasta nuestros días. Alvarado identifica los cuatro discursos dominantes en nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético, presentes en los poetas hondureños más recientes, de los que a continuación deja una muestra:

Papeles que no prometen un visado al cielo: muestra de nueva poesía hondureña
Leonel Alvarado

Poetas que cerraron y abrieron siglos
Como a muchos países que escasamente figuran en el mapa literario, a Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena difusión de la misma. A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro historial literario, como el romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el modernista Juan Ramón Molina (1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo reconocimiento municipal, a pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo. Hay que reconocer que su obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se enfrentaron a un medio feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de sobrevivencia y su admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un país que pronto se convertía en una república bananera; la modernización, que iba de la mano con el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.  
Ambos poetas clausuran el siglo diecinueve y abren el veinte, tanto ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos, Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino. En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus textos personales.
En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina, comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva entre estos discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso y lo militante, a lo largo del siglo veinte; Roberto Sosa (1930-2011), quien sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948), José Luis Quesada (1948), Galel Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso, a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz Acosta (1951).
Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas comparten rasgos esenciales en términos generacionales y discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de la presencia de Roberto Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos. 
Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en Oscar Acosta (1933) y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943), quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).
En esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se refiere, el siglo veinte estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991), quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de poeta se planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.
Nuestro siglo veinte no estuvo marcado por la ruptura, sino por la transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de  tantos países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.

Sin ser sagrados caminamos hacia la luz: cuatro poetas que cierran y abren siglos
Dice Monsiváis que los jóvenes escritores buscan ser diferentes del pasado inmediato para conquistar su propio presente. En nuestra poesía, los jóvenes han conquistado su presente sin rupturas violentas. Precisamente, la poesía incluida en esta muestra es un reflejo de nuestro apego a las transiciones generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del papel de la poesía; la palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y otras épocas. Para el caso, el discurso militante, prevalente en la poesía de fines de los sesenta a los ochenta, ha perdido su importancia, sobre todo por los cambios ocurridos en la región centroamericana; algunos poetas asociados a este discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa, para el caso, Pompeyo del Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.
El gran conflicto enfrentado por los modernistas entre el poeta y el medio ha cambiado pero sólo para empeorar. A la severidad de la crisis económica se suma una violencia sin precedentes, ahondada por el narcotráfico; cada día se sobrevive peligrosamente mientras se buscan espacios de creación. Sin embargo, los poetas aquí antologados no responden a esta crisis desgarradora con una postura discursiva en la que la ética y “el deber” ciudadanos se imponen a la estética, como lo hicieron algunos poetas de otras generaciones frente al militarismo; en otras palabras, no se recurre a la tan trajinada denuncia ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la espalda a la historia; ésta entra ahora a la poesía convertida en una experiencia asumida desde una voz estrictamente personal.
Los cambios históricos van a la par de cambios estéticos. La mal llamada poesía de denuncia da paso a búsquedas personales centradas en trascender la inmediatez o, mejor dicho, la trampa de la poesía escrita para poner a prueba un discurso sociopolítico. Esto se refleja en la poesía de todos los poetas incluidos en esta muestra.
No es casual que esta muestra se abra con José Antonio Funes, quien comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en que todavía se vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los conflictos de los países vecinos. Su primer libro, Modo de ser (1989), es fundamental para entender el paso de una poesía pública, por asumir el discurso  comprometido con la realidad histórica, a una poesía privada, en la que la solidaridad ciudadana se vierte a través de la experiencia personal. En su primer libro se advierte un tono intensamente humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Esto ocurre, para el caso, en “Bajo una verde sombra”, poema de ineludible raigambre histórica que, a través de la presencia del padre, se asume como un drama personal; al final del poema, la dignidad del padre se impone a la humillación histórica y personal.
La gravedad del tono de gran parte de la primera poesía de Funes da paso, en su poesía posterior, al distanciamiento saludable entre poeta y mundo que llega con la madurez; el poeta descubre que, sin dejar de ser valedera, la experiencia del drama también puede verse desde un centro no ocupado por el poeta. En algunos casos, el filtro lo da el humor. El tema que, en la poesía de Funes, mejor se presta a esta descentralización del drama personal es el amoroso, como se puede ver en “Euclides pudo haberlo dicho” y, sobre todo, en “A manera de consejo”.
Menciono este asunto de la gravedad en el tono porque me parece que es una característica compartida por los jóvenes poetas de esta muestra. En todos ellos se advierte una seriedad en la escogencia de la temática, en su tratamiento y en el mundo de referencias literarias y vivenciales a las que remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de asumir el oficio con una seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la brutalidad del medio. Se crea, así, una poesía que busca afincarse en la universalidad de la condición humana, no en una percepción anacrónica de la historia. Un buen ejemplo de ello es la poesía de Marco Antonio Madrid; su poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba de la noche (2000), está anclada en un mundo referencias clásicas; de la misma manera, a la temática le corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad y eficacia, entre la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado la biblioteca griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es a Edilberto Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus preocupaciones estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura, tan característico de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene el convocar lo clásico en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo entienden ambos poetas, reside en el hecho de querer universalizar la experiencia humana, trascendiendo así el tan trajinado asunto de las literaturas nacionales; la poesía, parafraseando a Paz, es un asunto de lenguaje, no de fronteras.    
El primer libro de Madrid es una noticia feliz en la poesía hondureña; es una obra de madurez que no le da cabida al ‘nada mal, para ser un primer libro’. Por el contrario, se trata de un libro reposado, cuya solidez reside en un trabajo cuidadoso del lenguaje que le permite iluminar viejos temas. Hay en este libro, como en el segundo de Madrid, La secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo ha puesto a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor parte de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas abordados, evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Como en el título de un poema de esta muestra, se puede decir que la poesía de Madrid vuelve “al último sol” para replantearse, no los conflictos, sino  el peso descomunal de la historia en el presente. Mientras el primer libro está atravesado por la transitoriedad —todo es instante, fuga, reflejo—, el segundo es una experiencia de llegada a un lugar que ahora se contempla, se ahonda en la vida y, claro, en la muerte. En el hermoso y perfecto “Poema para bailar un trompo”, el trompo, como la infancia, sigue girando en un tiempo detenido en el vértigo entre la vida y la muerte; a la pregunta feroz del “Quién vive”, del poema que cierra el libro, una respuesta posible es ‘el trompo vive’, mientras dure su danza al borde del precipicio.
Entre el exceso de poesía pública ligada a causas, Madrid es un poeta de poetas, sobre todo en su primer libro; en el segundo, la gravedad del lenguaje da paso a una mayor transparencia, como el López Velarde —a quien me remite esa vida mínima y entrañable de “las tierras altas”— que regresa al pueblo, su “edén subvertido”, y encuentra a la prima Águeda.
Finalmente, el hecho de que Madrid le rinda homenaje, en uno de sus poemas, al modernista Juan Ramón Molina constituye en sí una de las tradiciones de la literatura hondureña. Me refiero a esa necesidad, tanto literaria como ontológica, que nos lleva a volver a eventos y personajes de un pasado que quedó mal resuelto; por eso, para el caso, nuestra narrativa vuelve a Francisco Morazán, el General decimonónico de sueños truncados; por eso nuestra poesía vuelve a Molina, el poeta abatido por el medio. Se podría ir más lejos y decir que ambos son dos de nuestros padres inconclusos. No es casual que los cuatro poetas incluidos en esta muestra sean más viejos que Molina, quien murió a los 33 años; digo viejos, no mayores, porque Molina seguirá estando entre nuestros mayores.
Atrapado en el provincialismo tegucigalpense, Molina fue nuestro primer flaneur. Por ello, es el primero que se plantea la posibilidad del mito urbano, es decir, con él comienza la tradición poética de inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra, así, a la mitología literaria universal, como tantas ciudades del mundo. Borges, dice Sarlo, le inventó mitos a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti, la Ciudad de México de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras notables. Al igual que Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros grandes mitos literarios, por lo que ha sido tema recurrente de muchos de nuestros poetas.
La poesía de Rebeca Becerra entra en esta mitología, y, como Molina, se pasea Sobre las mismas piedras (2002), título de su primer libro. Si bien Molina se sentía atrapado en Tegucigalpa y la aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la ciudad, la desafía “con algo de infierno en los ojos”, como dice en el mismo libro. Es sumamente revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus cuatro libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados: la ciudad, en Sobre las mismas piedras y en El principio y el fin; la tumba, en Las palabras del aire (2006); la casa y el cuerpo, en Esa voz que se consume. De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes en su poesía. Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta políticamente opresivo; esto último es patente en poemas sobre los efectos del terrorismo de Estado, tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más perecederas tradiciones. Sin embargo, como Funes, Becerra asume el “terrorífico insomnio” como un drama personal que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el mejor ejemplo sea Las palabras del aire, un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco frecuentes casos en que nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del libro-poema; como una Cinta de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades, el sueño y la vigilia; su gran lección quizá sea el que nos obligue a preguntarnos de qué lado están la vida y la muerte.
En estos cuatro libros, al confinamiento, físico u ontológico, se le opone la rebeldía liberadora del amor, el erotismo, los sueños y, claro, la poesía misma. La poeta sigue ocupando el centro del mundo, lo que explica ese tono grave y a veces sentencioso de casi toda su poesía. Sin embargo, uno de los elementos renovadores de la poesía de Becerra es la incorporación de lo que podría llamarse un surrealismo cotidiano que revela el lado luminoso de las pequeñas realidades de la vida: “Cortinas que caen derramando flores sobre el piso de granito” (“Apenas te escribo”, de Esa voz que se consume) o la presencia ubicua de la amenaza: “La mesa solitaria/devorando/los hombres/ las mujeres” (“Desafío”, de Sobre las mismas piedras). Las instancias en que estas imágenes luminosas y amenazantes se filtran en la poesía de Becerra son frecuentes, por lo que ya son parte esencial de su lenguaje; constituyen una presencia de doble filo: liberadora, porque trasciende los límites de la cotidianeidad, y opresiva, al revelar el lado absurdamente brutal del medio en que se vive.
Un elemento también frecuente en la poesía de Becerra, y compartido por los otros poetas aquí incluidos, es el movimiento constante dentro de los espacios confinados en que se vive y se hace poesía; esto no se limita a referencias al avanzar, girar, salir, entrar, irse, etc. Los espacios cerrados (ciudad, casa, tumba) imponen límites ontológicos que se quiere transgredir a través de una movilidad constantemente asediada; podría decirse que, en la poesía de Becerra, todo es irse sin dejar de estar en un aquí de contornos definidos. Quizá sea un retorno inevitable a esa relación conflictiva con la ciudad y el medio que nos viene del Modernismo; la invención de mitos puede ser una salida, una forma de romper esos “muros”, a los que alude el título de un libro de Roberto Sosa. Varios poetas hondureños se han planteado este dilema, y, de la ciudad, lo han transferido al país, como si se preguntaran, siguiendo a George Poulet, ¿qué tiempo es este lugar?
El movimiento dentro de espacios cerrados también es recurrente en la poesía de Salvador Madrid, el otro poeta de esta muestra. Tengo a mano dos de sus libros inéditos: Mientras la sombra y El resplandor de los ojos cerrados, títulos de por sí sugerentes, pues remiten a ese choque de realidades que se acechan constantemente. Se vive en medio de esa fisura que puede expandirse en el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge la poesía de Salvador Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante de la mayor parte de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la denuncia política, pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas, abiertos y dejados inconclusos por los modernistas. El siglo que media los agravó; los nuevos poetas los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar resolverlos, pues esa tarea no les corresponde.
Existe, sí, la conciencia de habitar un lugar que es un tiempo endurecido, mal hecho, imperfecto: “Insistimos en creer/que la perfección es intocable/y que para nosotros lo imperfecto/es el único destino” (“Sin quemar las naves”, de Mientras la sombra). Esta es, francamente, una admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico, pues habla de un país pesado de imperfecciones, ese “país asesinadísimo”, que decía Livio Ramírez. No es que se busque la apócrifa “tierra ideal”, como se dice en el mismo poema; estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar digno o con al menos cierta cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de pose o de militancia, pues también se reconocen los límites de la poesía; estos poetas han aprendido, y muy bien, la lección: primero hay que sobrevivir para después hacer poesía. Ésta es lo que se pasa en limpio, como hacíamos en los cuadernos de la escuela primaria, del caos. La poesía surge de esta relación conflictiva, por lo que se vuelve un punto de mira, ese panóptico ocupado por el poeta; esto, como he dicho, explica el hecho de que el joven poeta se vea en el centro: “el hombre joven sabe que la única ventana/a la que puede asomarse en su vida/es el agujero en el pecho del hombre viejo” (“Dialéctica”, de Mientras la sombra); también explica ese tono sentencioso que reaparece en Salvador Madrid.
Como en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la presencia constante de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata del mismo conflicto histórico que ahora les toca enfrentar a estos poetas. La respuesta es un discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el grave asunto de la sobrevivencia creativa y existencial; esto de ser “cronista de los despojos” (“Ordenanza del caído”, de Mientras la sombra), puede fácilmente convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como ocurre en la poesía de Salvador Madrid.
En la poesía de Salvador Madrid se está consciente de un lugar y un tiempo hechos para mirar atrás, pero sin caer en la traición o el espejismo de la nostalgia. Es lo que ocurre en El resplandor de los ojos cerrados; precisamente, la poesía es ese resplandor que descubre patios de la infancia, apegos y amores sin idealizarlos. Si bien existe una conciencia de la pérdida —vieja tradición poética—, es sólo como una forma de “recordar nuestras pertenencias” y afirmar “[el] ruido que lava a la piedra muerta hasta que resplandece”. Es aquí, me parece, donde la poesía de Salvador Madrid gana en madurez y se asienta a través de ese distanciamiento saludable tan necesario en la formación del poeta. A pesar de creer firmemente en el oficio, hay poemas que desacralizan la seriedad de la poesía; se hace poesía como se desayuna o se camina, es decir, como cualquier otra costumbre que evidencia nuestra mortalidad.
Como los de otros poetas incluidos en esta muestra, los de Salvador Madrid dialogan directamente con el mundo interior y con el mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible, lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no nos dan “la prueba del cielo”, pero sí de la existencia.


José Antonio Funes
Poeta, académico, diplomático y profesor de literatura. Doctor en Filología por la Universidad de Salamanca. Ha sido Vice-Ministro de Cultura y Director de la Biblioteca Nacional de Honduras. Actualmente ejerce como Agregado Cultural de la Embajada de Honduras en París y como Profesor de Literatura Hispanoamericana en la Université Catholique de l’Ouest (UCO), Angers, Francia. Ha publicado los libros de poesía: Modo de ser (1989); A quien Corresponda (1995) y Agua del tiempo (1999). Poemas suyos han sido publicados y traducidos al inglés, francés y portugués en diferentes revistas y antologías. Es Premio de Estudios Históricos Rey Juan Carlos I [2004] con la obra Froylán Turcios y el modernismo en Honduras (2005).

Bajo una verde sombra

Mira padre esos bananales
sombra de tu sombra asalariada
de tu vida vaciada en un silencio verde.

Míralos bien
ahora que tus años llegan sigilosos
y se instalan en ese dolor de espalda
ahora que tus sueños se escapan
como el agua dorada que persiguen los pájaros.

Padre
después de tantas luchas
y tantos soles manchados de sangre
no hay luz que cruce por tus ojos y no se doble
no hay tesoro que quepa
en la dignidad de tu sombrero.


Lecciones aún no olvidadas

Qué crueles éramos cuando niños.
Sordos al canto, ciegos a los colores,
amigos de la piedra y de la muerte,
matábamos pajarillos que apenas cabían en nuestras manos.

Qué injustos éramos cuando niños.
Nos burlábamos del loco del pueblo,
del loco que sonreía a las nubes y a los trenes
soñando quizá con volar, con viajar, con huir de esta miseria
tan impasible como la sombra de los almendros.

Qué bárbaros éramos cuando niños.
Jugábamos a la guerra, a sobrevivir en la selva
del que era más fuerte, del que golpeaba más, del que más humillaba.

Parecíamos adultos cuando niños: crueles, injustos y bárbaros.


Memoria en la Plaza de Anaya 

 

Si alguna vez amor, amor que el tiempo aleja y oscurece,

te sientes tentada por el olvido
recuerda aquel beso en la Plaza de Anaya,
allí donde el sol o la nieve eran iguales de hermosos,
allí donde las piedras, siempre jóvenes,
dicen adiós a los siglos y atesoran como una flor la memoria.

Y recuerda la cigüeña coronada por ese cielo que sólo existe en Salamanca,
la catedral vestida de oro por las tardes
y el campanario que  nos convocaba en aquella hora sin tiempo
cuando la vida era tan pequeña que cabía en un abrazo.


Marco Antonio Madrid
Egresado de la Carrera de Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Ha sido profesor de filosofía y letras. Ha publicado: La blanca hierba de la noche (2000) y La secreta voz de las aguas (2010). Sus poemas han aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras.

Junto al último sol

Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
Busco en ella quizá tan sólo
el fervor de un recuerdo.
El fruto que nos llama desde el fondo de las aguas.
La huella feliz que espera a lo lejos
el retorno de mi planta.
La luna colgada en los naranjos.
La soledad de aquellos patios.

Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
¡Y todo está aquí!
Felizmente impalpable.
Como el fuego que yace en la memoria.
Como el vuelo reposado de las aguas.
Como el tiempo que me sueña
junto a la palabra que desciende
y me nombra.
 

Más allá de las furias

En vano será el afán de buscar otros nombres.
De una vez para siempre es Orfeo quien canta.
Viene y se va.
Reiner Maria Rilke

Habrás llegado tú, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.

Habrás llegado a palpar las llagas del vencido.

En las frías alamedas, mi cabeza
es tan sólo la lejana contemplación de algún astro.

Me defiendo de la noche
tratando de esquivar la marea de esas hojas
que el viento arrastra hasta mis ojos;
el agua estallando en la osamenta del mundo
es tan frágil en mis huesos.
La lluvia cae, y mi mano
roza la piel de algún camino.
Nada soy entre infectadas amapolas,
sobre esta corriente humana
que se hunde en el tedio de la urbe.
Entre el asfalto y la vendimia,
sobre la crueldad del fiero mármol,
no escucharé, el dulce canto de la lira.

El fuego lunar de las Ménades ha gastado estos muros.
Devastados los imperios,
muero y sueño junto al rumor espeso de los siglos.
Muero en el sueño de esa boca núbil
que ardorosa remonta la corriente
y me llama y me sueña.

El amor une en ti mis pedazos, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.


Poema para bailar un trompo

Giraba el trompo ya sin ninguna broza.
En un haz de sombras y en un vértigo
de luz, giraba como un pequeño sol,
como un planeta o como la luna que nace
entre las hojas del espino.
Mas hacerlo girar era un arte difícilmente
aprendido. Una y otra vez atabas el cáñamo
a su cresta y una y otra vez lo lanzabas
a la tierra ya vencida, hasta hacerlo girar
como una seda y hacer tuyo el aire limpio,
la música y el olor de su madera.


Rebeca Becerra
Egresada de la Carrera de Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Ha publicado: Sobre las mismas piedras (2002) y Las palabras del aire (2006).

Vi que te estabas yendo diminuto sobre el aire,
como un colibrí desesperado por las horas;
y poco a poco me dejabas inundada del secreto de tus alas,
convertidas en silencio las palabras de mi boca.

Vi que flotabas cada vez que reías,
tus dientes eran soles que explotaban.

Ya no quedaba fuerza que te atara;
todo era transparente, todo lo atravesabas
todo lo inundabas, todo lo contenías.

Naufragabas en el centro de las cosas,
te llenabas de agua, de fuego, de silencio, de tierra, de aromas;
—todo el mundo contenido en los cenotes de tus ojos—

Cuando te acostamos no cabías en la tierra
brotaban las raíces, el agua,
te salías por la sombras de las hojas,
en una flor de fuego silbaba tu lengua.

Un solo cuerpo
Desperté peregrina: Una ciudad entera que avanzaba entre las mareas de tus manos.
El tiempo era un cascabel que habitaba nuestros oídos, no teníamos miedo porque no existía el mundo, solo la luz del amanecer que se atrevió a probar, el sudor de nuestra piel.
Ahí estuvimos:
La noche había dejado una legión de hormigas que inventaron caminos y puentes hacia nuestra cena; al agua que atrapada sin sentido reposaba en medio de unos tallos.
Nunca nos sentimos dos: Fuimos una sola nota atrapada en tus labios, un solo paisaje que nacía de tus dedos, un solo verso que resbaló de mis ojos.
Nunca nada nos partió los besos, ni siquiera tu lengua que atravesó mi cuerpo.


Las viejas horas

Las viejas horas vuelven, abren mis palabras, encienden los caminos de la sangre, me enseñan tus huesos inundados de espanto.
Tegucigalpa apenas te percibo como un nido de colibrí sobre un árbol desnudo; una solitaria gota de agua que llevo enredada en los labios.
Las viejas horas me abrazan, me torturan como a ti, hermano; me extraen los ojos, las uñas y los dientes; me cortan la lengua, me sangran; me quiebran los huesos y me pintan el pelo del color del río de polvo que atraviesa tus ojos.
Pequeña tu voz me susurra en la espalda, y los pasos avanzan; la piel se me desgaja de los huesos.
Y somos iguales, hermano, los dos sentimos frío y nos buscamos en dos ciudades sobre la misma tierra.


Salvador Madrid
Poeta y gestor cultural, es licenciado en literatura por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ha publicado el libro Visión de las cenizas (2004) y la antología de poetas hondureños La hora siguiente (2005).  Fundador de Paíspoesible. Sus poemas han aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras. Es editor del proyecto “Leer es fiesta”, proyecto de masificación de la lectura que ha publicado más de 85 mil libros de circulación gratuita y 480 mil cuadernillos de poesía y cuento en la edición de Diario El Heraldo de Honduras. Actualmente coordina el Festival Cultural Gracias Convoca. Escribe en Diario El Heraldo su sección «Viceversas » dedicada al arte y la literatura.

Otro es el destino

El polvo es el único astro
que se quedó junto a nosotros
a envenenar la cara y la cruz
de quienes soñaron las monedas.
El polvo que toca el laberinto de Dios
y los barcos que parten
a la profundidad de las glándulas.
El polvo de finísima nada mueve los dados,
esboza desde antes, la mueca del perdedor.

Y se limpian los tesoros, las cifras.
Se bruñe el cetro de un rey muerto
y se olvidan las uñas del hombre vivo.

El polvo no perdona nuestra ambición
de ser eternos como él.

Mi pensamiento roza el destello de la palabra,
lo único limpio en el vacío.
Y yo caigo creyendo cantar en su reino de nadie,
lejos, lejos aún del significado que me llama.


SOY ESE HOMBRE ante un campo de luciérnagas.

La vida no es un campo de luciérnagas. Quizá sea un puente de lloviznas alzado por los sabios que al intuir el mar desde el más profundo de los insomnios comprendieron que nuestro destino es soñarlo todo.

Yo he cruzado la antigua oscuridad que se amuralla en tus ojos cerrados.
He burlado a los guardianes de las antorchas y descalzo entre las rendijas del miedo y de los relatos sagrados, he llegado hasta un campo de luciérnagas.

La breve noción del lince en mi corazón se ha despertado para contemplar conmigo este gesto del tiempo y la naturaleza.

Sólo yo sé que a escondidas he salido esta noche.
¿Ha llovido?
La oscuridad tiene húmedo su lado más oculto y debo cruzar este campo de luciérnagas. Allí hay una puerta dispuesta a ser empujada, un cuerpo cuyos pies desenredan los secretos de las amapolas.


NO ES NECESARIO correr sobre la ceniza para recordar nuestras pertenencias.

Quien ve en el abandonado eco de la tarde una casa abandonada y nada más piensa en la pobreza y no en el corazón de los pájaros que migran, no sabe del ruido que lava a la piedra muerta hasta que resplandece; no entiende la canción de los instrumentos construidos para el abandono; ni el reclamo de la intemperie entre los retratos mutilados.

Sumergidos en los árboles transparentes permanecen los pueblos que ardieron como herida en la lejanía.

La dureza con que nos expulsaron de nuestras casas es la dureza que poseerán los esqueletos de nuestros herederos.

Sin ser una revelación, arde, más allá del día, esa fuerza que ni la soledad ha podido destejer con sus relojes podridos, sus espejismos y su servil olor a santidad.

domingo, 2 de noviembre de 2014

¿El experimento salió mal?





I

Una obra experimental, sí, se entiende, pero ¿cuáles son los resultados de ese experimento? ¿Tiene derecho un artista a mostrarle al público una obra experimental inacabada? ¿Qué es lo que demuestra que es una obra acabada o inacabada, en todo caso?
Veamos. La palabra “experimental” atribuida a una obra artística implica que el artista, buscando unos resultados específicos, decidió probar con el uso de ciertas técnicas distintas a las habituales, con la aplicación de un método distinto, con el desarrollo de un discurso no convencional, pero el hecho de haber “probado” no le garantiza resultados favorables o definitivos. ¿O sí?
Por ejemplo, un novelista. Un novelista experimental. Con una novela experimental. ¿Qué la hace merecer la etiqueta de “experimental”? Lo que mencioné antes, quizá. Y quizá mucho más. Pero bueno, experimental al fin y al cabo. ¿El valor de esta novela es mayor o menor en función de la experimentación de su autor o acaso depende solamente de que el resultado de la experimentación novelística sea una obra, además de experimental y arriesgada, innovadora, desafiante, sugestiva y agradable de leer?


II

¿Que una novela experimental sufra, en términos generales, un rechazo de público, qué información nos ofrece? Nos dice, en primer lugar, que el experimento no ha calado en los lectores. Nos dice, en segundo lugar, que el autor no fue capaz de prever este rechazo al decidir publicarla. Y en tercer lugar, nos dice que existe la posibilidad de que quienes la rechazan están equivocados al hacerlo. Porque esa posibilidad existe, definitivamente.
Pero, ¿cuánta importancia deberá prestar un escritor a sus lectores? Y aún antes: ¿qué tanto debe pensar un escritor en sus futuros lectores al momento de escribir su obra? Está bien, un artista (en este caso un novelista) no debería tomar a sus futuros lectores como modelo a partir del cual iniciar la construcción de su obra, sobre todo si lo que se propone es que su obra sea experimental. Pero llega un momento, que podría ubicarse entre el momento en que el experimento ya se llevó a cabo y el momento en que decide publicar la obra, en el que el novelista sí debería pensar en sus futuros lectores. En ese momento el novelista deberá preguntarse acerca de los objetivos de su experimento, deberá preguntarse si a esas alturas esos objetivos tienen vigencia o si deberían replantearse. Porque, ¿a cuenta de qué habría de plantearse inicialmente unos objetivos si finalmente opta por desestimarlos?


III

¿Inclinar el oído a las observaciones de los lectores y considerarlas pertinentes es ceder a situaciones externas y a la posibilidad de que la obra sea afectada por estas observaciones? Sí, pero sólo si el artista está dispuesto a modificar su obra en función de esas observaciones. No debería, por tanto, el artista, ceder a situaciones externas como ésta. Pero eso en el caso de ver su obra ya publicada. ¿Y en el caso de que la publicación no se haya producido, debería el novelista (es la situación que nos ocupa) escribir su novela bajo la influencia de las demandas de su futuro público? No, por supuesto. Esto supone una situación ideal en la que el novelista, consciente de su talento y su capacidad creadora, se propone construir una obra "de ruptura", una obra que, por su condición de “experimental” quizá presente al lector dificultades para su lectura y que, como consecuencia, podría generar rechazo.
            ¿Consistirá, entonces, la creación de una novela experimental en la generación de dificultades para el lector, un lector que habrá de verse obligado a sustituir el placer por el sacrificio en la lectura? Otra vez no, por supuesto que no. En una novela experimental no debe, necesariamente, ser inherente la dificultad de su lectura o la dificultad de su comprensión. Una novela puede ser experimental sin ser difícil de leer o de comprender; no perderá su condición de “experimental” por el sólo hecho de ser comprensible o fácil de leer. Es éste el caso en el que el experimento sí ha funcionado.


IV

¿Se puede considerar buena una novela por el solo hecho de ser experimental? ¿Es el experimento en sí mismo una propuesta de obra literaria acabada? ¿O para ser considerada como tal hay que determinar que el experimento ha salido bien?
            ¿Cómo determinar, en todo caso, que el experimento ha funcionado?

sábado, 11 de octubre de 2014

Para acercarse a Modiano

Patrick Modiano.
Más allá de que no lo haya recibido (otra vez) Philip Roth, me alegré de saber que este año el Nobel de Literatura se lo dieron a Patrick Modiano, porque es un autor al que he leído y disfrutado y del que tengo la sensación de que no defraudará nunca a nadie. El crítico español J. Ernesto Ayala-Dip dijo esto ayer tras la concesión del premio:
No recuerdo haberme alegrado nunca tanto como ayer, cuando supe que el Nobel de Literatura le fue otorgado a Patrick Modiano. Un alegría inmensa, en contraste con la decepción que me invadió cuando hace unos año, el mismo premio le fue dado a otro autor francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio. Aquel día me pregunté, sin despreciar la labor literaria del autor de El africano, para cuándo el Nobel a un clásico contemporáneo de la talla de Modiano, no solo de la literatura gala sino también universal.
La casualidad quiso que leyendo una novela de George Simenon, me viniera a la memoria un personaje de Modiano. En la historia de Simenon, Los Mahé, hay un hombre de treinta y cinco años que se pregunta por el futuro de su existencia. La angustia de ese hombre me recordó al Louis de Una juventud de Modiano, de la misma manera que el policía final de La hierbas de la noche me recordó tanto la resignada serenidad del comisario Maigret. Nada tienen que ver Modiano y Simenon, salvo que ambos tienen un sonido inimitable, de la misma manera que hay sonido Mozart o un sonido Ravel. También hay un sonido Modiano. Lo hay cuando registra la vergüenza colectiva de una ciudad colaboracionista. O el sonido entre desesperanzado y canallesco de la ciudad martirizada por el hambre y la necesidad de supervivencia.
Si hay alguien que nunca hubiera leído nada del flamante premio Nobel y quisiera empezar hoy mismo con su lectura, me atrevería a sugerirle cinco libros. Empezaría con La trilogía de la ocupación (El lugar de la estrella, 1968, La ronda nocturna, 1969, y Los paseos de circunvalación, 1972), excelente idea de Anagrama al juntar en un volumen las tres grandes novelas ambientadas en el París ocupado. No dejaré de recomendar Una juventud (1980), texto esencial para entender el funcionamiento psicológico y moral de sus habituales supervivientes.
Un libro que suele pasarse por alto pero que es un ejemplo de literatura de investigación y a la vez de pronunciamiento ético sin explicitarlo (las famosas elipsis modiananas), sobre la redada de judíos ejecutadas por las autoridades policiales de París en el verano de 1942: me refiero a Dora Bruder. También Un pedigrí (2007): texto cumbre de la literatura autobiográfica: no se trata de ninguna confesión, se trata de un ejercicio de memoria individual vinculada a la memoria colectiva. La escritura de Modiano al servicio de las verdades personales, sin ira, sin resentimiento: la intachable búsqueda (o crónica interior) de unos progenitores condenados a sobrevivir al filo de lo delictivo y la vergüenza. Y por último, La hierba de las noches (2012): libro paradigmático de la literatura de las turbiedades. Una historia de amor escondida entre seres que son sombras, mediaspalabras, seres tan reales como conjeturales.
La Academia sueca se premia a sí misma premiando a quien ha escrito siempre el mismo libro (como dice el propio Modiano). El mismo libro imposible de no escribir y de no imaginar, dado lo que se vivió en una tristísima Europa hace solo un poco más de medio siglo. Y con esa prosa de quirúrgico lirismo. Así es el sonido Modiano, en medio del ruido del mundo.

lunes, 6 de octubre de 2014

Sobre "literatura femenina"

"Algunas alumnas, sobre todo las que tenían pelo lacio y pecas en la cara, aseguraban que en el mundo existía una cosa que respondía al nombre de escritura femenina y, con donaire, con inigualable desdén, citaban trabajos de filósofas francesas cuyos apellidos pronunciaban sin asomo alguno de acento. Los alumnos usualmente argumentaban que eso no era más que o frustración personal de escritoras frígidas o espurias presiones de mercado y, de paso, defendían una literatura, como la llamaban ellos, sin adjetivos".
La muerte me da. Cristina Rivera Garza.

“Sin duda pienso que alguna diferencia hay, no mucha, entre la sensualidad masculina y la femenina, una diferencia que todo en nuestra cultura contribuye a incrementar. Quizás haya una diferencia de raíz ligada a las distintas fisiologías y los distintos órganos sexuales. Pero no creo que exista una escritura femenina o masculina… Si las mujeres han sido condicionadas para pensar que deberían transcribir sus sentimientos, que el intelecto es masculino, que pensar es una cosa brutal y agresiva, entonces por supuesto que escribirán otro tipo de poemas, de prosa o de lo que sea. Pero no veo la razón por la cual una mujer no pueda escribir cualquier cosa que escriba un hombre y viceversa”.
Susan Sontag en una entrevista que Jonathan Cott le hiciera para la revista Rolling Stone, citada ahora por Ignacio Echevarría en El Cultural.

sábado, 4 de octubre de 2014

¿Bukowski para los adolescentes?

Ilustración: Ulises
Juan Bonilla comenta en este texto (publicado en El Mundo) el libro Charles Bukowski. Retrato de un solitario, de Juan Corredor, pero lo hace desde la perspectiva del lector de Bukowski que él mismo fue, con algo de nostalgia y la distancia necesaria, porque como apunta: "Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia".
Es bien sabido que con la figura del perdedor han hecho su fortuna muchos triunfadores. Uno de los más significativos es Charles Bukowski, que cuando ya vivía en un chalet de dos plantas y conducía un BMW de miles de dólares pagados al contado, escribió: Esto es mucho mejor: vivir: donde vivo ahora/ escuchar/ el consuelo/ la bondad/ de esta inesperada/ sinfonía del triunfo: una nueva vida"  Los versos parecen dar a entender que "la vieja vida" fue terrible, y, de hecho, el 'héroe bukowskiano', con insolentes rasgos autobiográficos, es reconocido por ser un marginal que se gana la vida como puede, disparando poemas a revistillas que los pagan mal y tarde o con trabajos de poca monta en los que es humillado a cambio de una paga que se va mayormente en litros de cerveza y montañas de putas. Borracho, mujeriego, bronquista y jugador: así es el personaje principal erigido por Bukowski a través de muchos relatos, muchísimos poemas y unas cuantas novelas que, convenientemente barajadas, pueden hacer las veces de autobiografía: La senda del perdedor, se titula precisamente el volumen en el que revisita una infancia marcada por la dureza del padre y por los padecimientos de la xenofobia y aliviada por el descubrimiento de un lugar seguro desde el que vengarse del mundo y su realidad: la soledad, la literatura. De hecho el componente autobiográfico es uno de los encantos de Bukowski, esa alquimia mediante la cual la vida verdadera de un perdedor se transformaba en el oro de la literatura de alguien que, ajeno, aparentemente, al mundo literario, enemigo de la pedantería, martirizador de intelectuales, parecía entender el poema o el cuento como un lugar en el que caerse muerto. Esa imagen de poeta entregado a la vida -que iba al fango de la vida para extraer los materiales con los que levantaba sus poemas y sus cuentos y sus artículos y sus novelas- era la que nos fascinaba de chavales. Ay aquellos libros blancos de la colección Contraseñas de Anagrama con títulos tan elocuentes como La máquina de follar, Erecciones, eyaculaciones exhibiciones, Escritos de un viejo indecente, Se busca una mujer, Factotum, Lo que más me gusta es rascarme los sobacos...
Bukowski era cualquier cosa antes que un literato. Su mal gusto era desafiante. Su manera de hundirse en la mala vida, auténtica rebeldía ante un orden social para autómatas. Ah, qué jóvenes éramos. De hecho, siempre me ha parecido que Bukowski es un gran autor de literatura juvenil, que si hubiera alcanzado ese mundo suyo ya adulto hubiera mirado para otra parte o me hubiera tapado la nariz o lo hubiera discutido viendo auténtico conformismo en esa vida de perros que llevaban sus agónicos personajes. Pero habérmelo encontrado de adolescente me convirtió en un hincha, es decir: en alguien que no atiende a razones. Bukowski era nuestro enviado especial a un infierno del que él volvía envuelto en carcajadas, en suficiencia, en poesía brutal, en el sosegado nihilismo de quien ya antes de hundirse estaba muy convencido de que no había nada que hacer. Su personaje principal -Chinaski- nos mejoraba porque se las arreglaba para alcanzar algunos paréntesis de plenitud en medio de la cochambre y porque, a pesar de su pegajosa incapacidad para llevar una vida normal, a pesar de sus frecuentes derrotas, conservaba el pulso suficiente como para, aliviada la resaca y antes de entrar en la siguiente borrachera, contar algo de sí mismo, fijar sus experiencias por mediocres o patéticas que fueran, elevarlas mediante la literatura. Una literatura que pugnaba por alcanzar la naturalidad. El compromiso del escritor era un árbol de pega cuyo único fin era que no se viera que no hay bosque alguno, en afortunada frase de Juan Corredor. Al fin y al cabo eso es ficción: lo que hacían los alfareros con el barro, darle forma para conseguir algo útil. Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia.
Charles Bukowski. Retrato de un solitario (Editorial Renacimiento) de Juan Corredor es un excelente estudio del autor de Factotum. Se propone, y consigue, retratar a un escritor que consiguió subirse a un pedestal hecho de tópicos que podían fácilmente desmentirse o al menos ser corregidos y muy matizados: no era Bukowski un escritor que desdeñara los corredores del mundo literario, antes bien, sabía moverse por ellos con singular celeridad, ambicionaba recorrerlos creando al hacerlo su propio público, un público que iría en aumento desde que empezara a llamar la atención en revistas marginales y editoriales con escasa difusión. Un público que parecía interesarse tanto o más que por sus poemas y cuentos y columnas, por sus circunstancias: es decir, un público al que le intrigaba si aquello que se contaba en poemas y cuentos y columnas era verdad o no, como si no les bastara la calidad y la personalidad de los textos. Bukowski era capaz de convertir sus fracasos en éxito: de hecho una de sus primeras ventas es una historia acerca de las cartas de rechazo que colecciona un escritor. Detalladamente, con muy buena prosa, Corredor va desnudando a Bukowski, o al menos, la leyenda Bukowski: se ve en todas las páginas del libro que también es un hincha, pero al contrario que los chavales que fuimos, es capaz de razonar sin que sus argumentos quiten mérito alguno al escritor.
Bukowski construyó una leyenda -como Salinger, como tantos otros- y despistó a los críticos que se le acercaban más por ser leyenda que por ser escritor de una obra tan personal e influyente. El personaje era indispensable para que el escritor destacara, para potenciarlo: el lector medio, sobre todo los jóvenes, agradecía que tras textos intensos y descarados y -a veces- geniales (como ese gran cuento titulado Deje de mirarme las tetas, señor, un relato que por otra parte no tiene nada de autobiográfico) hubiera un tipo tan singular, una biografía tan difícil como la que vendía Bukowski. Si, como quieren algunos, la misión esencial de un escritor -en la jungla de escritores que es la literatura- consiste en alcanzar una voz personal y reconocible no cabe duda de que Bukowski es de los que alcanzaron la meta. Lo malo de alcanzar esa meta es que pueden darte por leído quienes ni siquiera han pasado de escuchar unas cuantas cosas sobre ti: quienes se agarran a unas pocas etiquetas y se dejan llevar por ella, como si las etiquetas no mintiesen casi siempre y como si no fueran las etiquetas lo primero que hay que quitarle a las cosas para empezar a utilizarlas. No hace falta haber leído a Bukowski para tener ciertas nociones sobre él: prosa ligera, diálogos llenos de palabrotas, escenas violentas, cierto aire melancólico, borracheras, sexo a tutiplen y de pago la mayor parte de las veces, desdén por el mundo cultureta, resacas, todo eso, asco de vida.
Escarbando en su vida, el retrato de Bukowski que nos presenta Corredor matiza cada una de las etiquetas que con harta facilidad se le colgó al personaje: ciertamente en toda su obra hay muchos trallazos contra la literatura pomposa y contra autores a los que consideraba "escritores para escritores o para profesores", pero, por mucho que en declaraciones y algunas columnas Bukowski tratara de dar la impresión de que la literatura y la poesía le importaban bastante menos que las botellas que iba a beberse esa tarde, lo cierto es que era un gran lector, que siempre fue un  gran lector, dotado de una aguda capacidad para amortajar grandes nombres con un epigrama o con un elogio. Tampoco es cierto que fuera un inmenso pasota al que la suerte de sus escritos se la trajese floja: habrá pocos escritores que hayan dado tanto la brasa por conseguir que le publicasen aquí o allá, que escribiesen tantas cartas a sus editores, que colaborasen tanto con revistas de medio pelo para ir erigiendo su propia estatua. Ello no dice nada bueno ni malo del escritor, de sus textos, sólo de lo poco que tenía que ver lo que el escritor decía de sí mismo, cómo se presentaba ante sus lectores, con la verdad. Desde muy joven Bukowski ambicionó ser alguien y serlo en la poesía norteamericana. Y lo consiguió, primero porque se lo merece, y segundo porque en pocas cosas gastó más energía que en esa empresa.
Su obra, por otra parte, enlaza claramente con la novela picaresca: su héroe no deja de ser de la estirpe de Lázaro de Tormes, alguien que conoce bien los bajos fondos y tiene que aviárselas para vivir como se pueda, hermanándose con espontáneos iguales que serán olvidados a la vuelta de la esquina, donde otros iguales le esperan para seguir el camino hacia ninguna parte. A pesar de que en un cuento de uno de sus grandes libros, Hijo de Satanás, hay una pieza en la que se intuye la necesidad de una revolución de los parias de la tierra -con un ejército de mendigos apropiándose de un supermercado- no hay muchas páginas de Bukowski donde se revele una conciencia de clase que se ve obligada, dado su aplastamiento, a declarar una guerra: lo que hay más bien es una conciencia de solitario que está en guerra con el mundo, sin distingos de clase, y esa conciencia a lo máximo que llega, la mayor parte de las veces, es a mandar a tomar por culo a un jefe que quiere pasarse de explotador o a ajustarle las cuentas a un idiota que quiere hacer uso de su posición de poder porque es el que firma los cheques. Poco más. Bukowski detesta al prójimo, sea burgués o pensionista. Si el paraíso es el lugar donde uno puede sentir la cercanía del prójimo sin temor alguno, en frase feliz de Walter Benjamin, el único paraíso sobre la tierra en los cuentos de Bukowski es la habitación de la pensión donde el héroe está solo, a salvo del mundo, fumando y bebiendo y tecleando en su máquina. "Yo era un hombre que me alimentaba de soledad: sin ella era como cualquiera privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. La oscuridad de mi habitación era fortificante para mí como la luz del sol para los otros. Le di un trago a la botella", se lee en Factotum. El héroe de Bukowski parece haberse tatuado en la corteza del alma aquella frase de Ibsen según la cual "el hombre más grande es aquel que está más solo".
También la leyenda de que llevó una dura vida que se sostenía gracias a trabajo de poca monta se lleva un varapalo aquí: lo cierto es que era funcionario de Correos y lo fue durante un montón de años y sólo se salió de la administración cuando hizo cuentas y vio que podía vivir de la escritura. Tuvo mucho que ver con ello el gran ángel de la guarda de Bukowski, el editor John Martin, que se hizo editor para publicar a Bukowski, que fundó la mítica Black Sparrow Press después de vender su colección de primeras ediciones de D.H. Lawence, que le ofreció un sueldo mensual a Bukowski -como Carmen Balcells a Vargas LLosa- para que dejara cualquier ocupación que no fuese escribir. Y a esa pasión se entregó frenéticamente -porque ya estaba entregado antes, eso hay que decirlo en su honor- y empezó a abrírsele el cielo de la fama, no sólo en Norteamérica sino sobre todo en Europa. Como había que alimentar al mito sus recitales, multitudinarios, siempre llevaban algún regalo espectacular. Había que complacer a la hinchada. Una hinchada en la que figuraban las sucesivas amantes que iban a certificar su fama de mujeriego, chicas jóvenes enamoradas de un mundo siniestro y de su arrasado creador, al que elocuentemente se proponían salvar de un fango ficticio. Las mujeres -que daban título a una de sus novelas- son también importantes en el retrato del solitario que propone Corredor. A pesar de la fama de misógino inveterado de Bukowski, parece necesitarlas como a la propia escritura. No era una cosa sólo de follar y hasta otra, no: hay en Bukowski un romántico irredento con peligrosa facilidad para enamorarse. Se diría que no hizo otra cosa, una vez llegada la fama y la atención de las multitudes y el ejército de groopies, que vengarse de una adolescencia complicada y solitaria en la que su rostro arrasado por las marcas de acné no resultaba muy atractivo para las chicas a las que quiso conquistar.
Una de las grandes virtudes del libro de Corredor es que, presentándonos a un Bukowski mucho más real que el mítico Bukowski que se inventó a sí mismo, invita a meterse en el mundo de Bukowski, en la literatura de Bukowski, en sus poemas largos y narrativos y sus cuentos cortos y poéticos, duros, sucios, vivificadores y enérgicos. No sé si yo lo haré, porque me tengo prohibido volver a visitar los libros que me resultaron importantes en la adolescencia, por el riesgo de  no ver en ellos ahora nada de lo que entonces me resultó importante. Ya digo que para mí Bukowski es el más grande de los escritores de esa parcela que conocemos como literatura juvenil y, lamentablemente, aunque Bukowski siga siendo el mismo que cuando me lo bebí, yo ya no soy el que era y tampoco quiero corregir el recuerdo que tengo de su admirable e indecente escritura.

jueves, 2 de octubre de 2014

¿Festín de cuervos o Tormenta de espadas?

Prometemos y cumplimos. Les dejamos ahora la primera entrada de nuestra nueva sección, que aún no decidimos si llamar "Los Premios Chucos" o "Festín de Cuervos" o "Tormenta de Espadas". Normalmente hay que empezar por el principio pero hoy empezaremos por el final. En este final observamos a Giovanni Rodríguez (sí, el editor plenipotenciario de este blog devenido en espada de Damocles para los premios literarios de H) recibiendo en La Ceiba un premio de cuento en un breve acto celebrado por los organizadores ante los medios de comunicación. Mitad resfriado, mitad satisfecho por el cheque recibido, G. Rodríguez agradeció lo que debía agradecer, felicitó a quien debía felicitar y prefirió, clemente y misericordioso, no referir en ese momento las circunstancias en las que había cuestionado dicho certamen.
El jurado calificador, al que Rodríguez agradece de la misma manera en que Bolaño agradeció a Angeles Mastretta tras la obtención del Rómulo Gallegos, estuvo integrado por Julio Escoto, Armando García y Helen Umaña, y se expresó sobre la obra ganadora en estos términos: 
"El Jurado distingue a este texto por su singular dominio técnico del relato, la economía de medios expresivos de que hace gala y, particularmente, la originalidad de sus temas".
¡Qué cosas más simples las que se dicen cuando hace falta inspiración!
¡En fin! La cosa es que tras haber cuestionado el proceso de la recepción de los textos participantes y del envío a los miembros del Jurado, Rodríguez había sido declarado ganador en un comunicado oficial que se le envió por correo electrónico. Sin embargo, había una condición para el otorgamiento del premio. Pongan atención, que ahora viene lo bueno. La condición era que Rodríguez ofreciera una disculpa pública por haber cuestionado el proceso en que se desarrolló el certamen. Cosa que no hizo, obviamente, aunque eso significara que declararan desierto el premio o se lo concedieran a otro participante, como decían en el comunicado. Les remitió, en cambio, una aclaración en la que enumeraba las razones por las cuales había cuestionado el proceso y reafirmaba su derecho al haber procedido de esa manera y su negativa a disculparse. Pasaron unos cuantos días, durante los cuales podemos imaginar un incesante intercambio de correos electrónicos entre organizadores y Jurado, que dieron finalmente con la invitación para que el día 1 de octubre Rodríguez llegara a La Ceiba a recibir el premio.
Si decidimos aclarar también aquí esas incidencias es sólo para evitar más rumores (¡falsa esperanza!) y reivindicar la doble victoria de Rodríguez: una, por la posible calidad de la obra con la que ganó, y la otra, por haberles negado el placer de salirse con las suyas a unas cuantas personas malintencionadas y ahora, de dudosa reputación.
¡Brindemos, pues!