Ya sea en sus crónicas sobre fútbol o sobre un concierto de los Rolling Stones,
en sus agudos ensayos o en sus magníficas novelas, Juan Villoro siempre nos
sorprende y nos divierte. Pero en estas fechas en que el deporte de masas ha
reiniciado en casi todo el mundo su costumbre de domesticarnos una temporada
más, mimalapalabra les trae en su decimocuarta entrega (dedicada a aquellos
famélicos que nunca practicaron o vivieron un deporte y, en una pose ridícula,
creen que literatura y goles no son compatibles) un texto que este mexicano
escribió, literalmente, al borde de la cancha. Leamos pues, que el balón está en
el centro. ¡Pitazo inicial!
El balón y la cabeza
El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende. Cuando los suyos pisan el pasto, el mundo, el balón y la mente son una y la misma cosa. Con absoluto integrismo, el fanático reza o frota su pata de conejo; en ese momento Dios es redondo y bota en forma inesperada.
Sería exagerado decir que todas las minorías ajenas al futbol le profesan enemistad. A pesar de las obvias carencias de quienes creen que gritar "¡Síquitibum!" sirve de algo, hay quienes no honran al futbol con otra reacción que la indiferencia. Pero tampoco falta el que ofrece sus cerillos para que el futbol arda en hogueras ejemplares. Odiar puede ser un placer cultivable, y acaso las canchas cumplan la función secreta de molestar a quienes tienen honestas ganas de fastidiarse. Cada tanto, un Nostradamus sin otro apocalipsis en la agenda ve un partido, se chupa el dedo y decide que el viento sopla en pésima dirección. ¿Cómo es posible que las multitudes sucumban a un vicio tan menor? El diagnóstico empeora cuando el Mundial interrumpe las sobremesas y los matrimonios: los amigos que parecían lúcidos hablan de croatas impronunciables. Sin embargo, despotricar contra los malos gustos es inútil; nuestra amiga María preferirá hasta la eternidad los mangos verdes y Nicole Kidman galanes imposibles de elogiar.
El oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercialización de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada. Todo esto merece un obvio voto de censura. Pero no se puede luchar contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida. En un mundo donde el erotismo va de la poesía cátara a los calzones comestibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses aceptan el bajo rendimiento de su selección como un estupendo motivo para beber cerveza, los mexicanos nos celebramos a nosotros para no tener que celebrar a nuestro equipo, los brasileños enjugan sus lágrimas en banderas king-size cuando sólo consiguen el subcampeonato y los italianos lanzan el televisor por la ventana si Baggio falla un penal.
El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura. En sus mejores momentos, recupera una porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos, y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu.
En sus peores momentos, el fan del futbol es un idiota con la boca abierta ante un sándwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta posindustrial. Pero están ahí y no hay forma de cambiarlos por otros.
En sociedades descompuestas Hamlet es una incitación a matar padrastros y el futbol a cometer actos vandálicos o declarar la guerra. Para ser legítimas, las taras de los hinchas deben resultar tan inofensivas como la costumbre que los futbolistas tienen de escupir.
Quienes hemos corrido infructuosamente tras un balón sabemos que escupir no sirve para nada, pero escupimos. Se trata de un mantra, como el del tenista que se concentra acariciando las cuerdas de su raqueta, sólo que más guarro. Llegamos a un punto esencial: si combatir al futbol es tan infructuoso como perder el ánimo ante la supervivencia de las estudiantinas, elogiarlo carece de efecto proselitista. Nadie se convence "en teoría" de extasiarse con un gol. Hablar de un entusiasmo tan compartido y vulgar depende de otras claves: alargar en palabras los prodigios instantáneos, imaginarlos minuciosamente hasta que se conviertan en un dominio autónomo, un edén podado al ras. En suma: sustituir a un Dios con prestaciones que no trabaja los domingos.
En los partidos de mi infancia, el hecho fundamental fue que los narró Ángel Fernández, capaz de transformar un juego sin gloria en una trifulca legendaria. Las crónicas de fut comprometen tanto a la imaginación que algunos de los grandes rapsodas han contado partidos que no vieron; casi ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba; el Mago Septién y otros pocos lograron inventar gestas de beisbol, box o futbol, a partir de los escuetos datos que llegaban por telegrama a la estación de radio.
Por desgracia, no siempre es posible que Homero tenga gafete de acreditación en el Mundial y muchas narraciones carecen de interés. Pero nada frena a pregoneros, teóricos y evangelistas. El futbol exige palabras, no sólo las de los profesionales, sino las de cualquier aficionado provisto del atributo suficiente y dramático de tener boca. ¿Por qué no nos callamos de una vez? Porque el futbol está lleno de cosas que francamente no se entienden. Un genio curtido en mil batallas roza con el calcetín la pelota que hasta el cronista hubiera empujado a las redes; un portero que había mostrado nervios de cableado de cobre, sale a jugar con guantes de mantequilla; el equipo forjado a fuego lento, pierde de golpe la química o la actitud o como se le quiera llamar a la misteriosa energía que reúne a once soledades. Los periodistas de la fuente deben dar respuestas con detalles que las hagan verosímiles: el abductor frotado con ungüento erróneo, la camiseta sustituta del equipo (es horrible y provoca que fallen penaltis), el osito que el portero usa de mascota y fue pateado por un fotógrafo de otro periódico.
El novelista que analiza tobillos eminentes puede ensayar conjeturas más desaforadas e indemostrables. Ya lo dijo Nelson Rodrigues: "Si los datos no nos apoyan, peor para los datos." La indagación literaria del futbol parte de un presupuesto: la mente decide los partidos y jamás sabremos cómo opera. Lo importante resulta imponderable; los lances no derivan del rendimiento atlético sino de una habilidad secreta. Zidane filtra el balón a un hueco donde no ocurre nada pero ocurrirá Raúl; Romario hace un quiebre y prepara el perfil izquierdo: todos los ojos del estadio miran el ángulo equivocado; Valderrama se detiene, baja los brazos y duerme de pie, su siesta representa la forma más sorpresiva del ataque: la pausa.
Al escrutar estos asombros, el cronista renuncia a tener la razón absoluta; juega contra su sombra al modo de Gesualdo Bufalino: "Cada día lanzo penaltis contra mí mismo. Por gracia o por desgracia doy siempre en el poste." El futbol es una condición subjetiva. Imposible saber si acertamos al interpretarlo. No hay solución a la infinita tarea de confundir el balón con la cabeza.
Datos biobibliográficos
Juan Villoro. Escritor mexicano nacido en México DF. Estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Condujo el programa de Radio Educación, El lado oscuro de la luna de 1977 a 1981 y fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín, dentro de la entonces República Democrática Alemana, de 1981 a 1984. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, en Yale y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Director del suplemento La Jornada Semanal de 1995 a 1998, además de impartir talleres de creación y cursos en instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue jefe de redacción de la revista Pauta, y colaborador en los periódicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de la Cultura, El Gallo Ilustrado y Sábado, entre otros. Entre sus obras más representativas encontramos las novelas El disparo de argón (1991), Materia dispuesta (1997) y El Testigo, con la que ganó el Premio Herralde de Novela 2004; los cuentos El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), La alcoba dormida (1992), Autopista sanguijuela (1998) y La casa pierde (1999); y los
ensayos Los once de la tribu (1995), Efectos personales (2000) y Dios es redondo
(2006).
3 comentarios:
Juan Villoro: 10
Futbol y literatura? zzzzz....
Rara combinacion verdad tengo un amigo de caso similar adora los libros como al futbol
Me gusta verlo en ocasiones con un buen libro un buen partino y una buena taza de cafe
es un loco sin remedio
¡viva el Realma!
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