domingo, 23 de septiembre de 2007

La naturaleza del pescador

Ya Thomas De Quincey dijo en su célebre apología del asesinato que en éste intervienen algo más que esos dos imbéciles: el que mata y el que muere; también están las figuras, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento; todos ellos, elementos indispensables para intentos de esa naturaleza. En el cuento que mimalapalabra les trae en esta decimoséptima entrega en diario La Prensa, Dennis Arita confirma esas palabras del escritor inglés a través del crimen que un pescador está a punto de cometer en su propia casa. El tiempo es muy importante para este hombre, que se ha permitido en los últimos seis días esperar paciente el momento oportuno para cobrar venganza. Un magnífico cuento que no admite lecturas superficiales, porque en lo que subyace, en lo no dicho, está el meollo del asunto.

La naturaleza del pescador

Dennis Arita

Tiempo. El instrumento más preciado del pescador. También son útiles los sedales, los anzuelos y las carnadas, pero sin tiempo el pescador no tiene nada o tiene muy poco.
Otra cosa es saber qué hacer con el tiempo, pero eso es cuestión de maña. El pescador que ya domina el tiempo puede estar tranquilo y dedicarse a su trabajo sin prisa ni susto. Casi siempre se queda de pie en el río, dejando que el agua fría corra entre sus muslos, mientras sobre su cabeza el viento remece los bambúes. Primero es él en medio del río con el sedal corriendo entre sus dedos, después él es el agua y el bosque y al final es puro vacío, ni aire ni nada.
Cuando ha sometido al tiempo, cuando lo ha domado como a un animal silvestre, cuando lo ha obligado a obedecer a sus caprichos, está en sosiego. El pescador se levanta temprano, no porque la pesca sea mayor a ciertas horas. La buena pesca, además de exigir el dominio del tiempo, depende del lugar donde se eche el anzuelo, del uso de ciertas carnadas. También de cómo la luz del sol o las sombras caen sobre el agua del río.
-Hoy vas a salir más temprano, Juan –dice la mujer del pescador desde la cama. Está echada sobre su costado derecho y con la mano izquierda se arregla el pelo que hasta hace un momento le cubría los ojos. Ha hablado sin preguntar, como siempre, como si diera algo por sentado.
-Sí –dice el pescador. Mira a su mujer tendida en la cama, todavía perdida en el agua del sueño.
Ahora que ha sometido al tiempo, puede quedarse de pie y contemplar a su mujer como nunca antes la ha contemplado. Ésa es una de las ventajas del dominio del tiempo. Se da cuenta de que ahora puede verla completa, unida a lo que la rodea y separada de todo. Incluso de él. Ve su cabeza, el cabello recogido sobre la oreja. El cuello es frágil, un tallo que el viento leve podría doblegar. Se sorprende pensando en ella ya no como su mujer, sino como un cuello separado de su cuerpo, como un trenzado de venas por donde corre la sangre. Entonces ya ni siquiera se asombra.
-Es buena hora –dice-. Hay un sitio al norte donde se ponen a picar nomás empieza a clarear.
-Qué bueno –dice su mujer. Vuelve a recostarse, le da la espalda y se duerme.
El pescador que domina el tiempo es de una naturaleza siempre igual a sí misma. Nada la conmueve. Cuando baja al río con el rollo de sedal en la mano derecha y el anzuelo y la carnada en la izquierda, mira el bosque. Antes veía fijamente las copas de los árboles al amanecer y no era capaz de decir cuándo las hojas iban adquiriendo forma, separándose unas de otras bajo la primera luz.
Pero hoy no entrará en el río. Posiblemente ya no tiene por qué hacerlo. Podría quedarse de pie y dejar sus aperos sobre la tierra negra de la vega. Y eso es lo que hace. Ahora ya sabe en qué momento exacto cada hoja irá saliendo de la masa negra de la arboleda, cuándo el agua del río dejará de ser un nido de luces alargadas y será clara como siempre, con un fondo de piedras, lodo y arena donde los peces se entrecruzan, planos y flexibles.
Es extraño que el pescador use nasas o redes en vez de anzuelos y carnadas. Pero tal vez el dominio del tiempo exige nuevas costumbres que van en contra de sus hábitos más conocidos. Y todavía es más extraño que haya usado redes durante seis días seguidos y que, en cambio, dejara abandonados sus queridos sedales de siempre. Es un hábito reciente; en realidad sólo ha usado las redes esas seis veces en toda su vida. Es obvio que prefiere tener el sedal en las manos, quizá fumar un cigarrillo –lástima que no fume- o comer un bocadillo, porque el sedal entre los dedos le da una sensación que no pueden procurarle las redes abandonadas a merced de las corrientes y de la dieta de los peces. Sentir el tirón súbito del hilo después de la espera paciente y de la expectación de la picada es algo que no conocen quienes usan redes y no anzuelos.
Durante seis días ha aguardado junto al río después de echar las redes de cáñamo. Ha permanecido sentado en la tierra apenas cubierta de hierba, junto al agua, las manos perezosas reposando sobre sus rodillas. Se ha sentido extraño esos días, tampoco eso se duda, porque a esas horas suele sentir el juego de tensión y laxitud del sedal en la mano, mientras mira el agua y los bambúes bajo la brisa como cabellos partidos por una mano invisible. Ha regresado seis veces a la casa con su carga de peces atrapados en las redes y no ha explicado nada porque su mujer habla poco y cuando habla no pide explicaciones.
Se inclina sobre el agua y ve las redes. Hay cuatro peces, dos pequeños y dos grandes. Le gusta esa simetría porque, como muchos pescadores, es supersticioso. Va sacando uno a uno los peces brillantes como plata nueva y los deja removerse en sus manos antes de dejarlos caer al agua y alejarse en la corriente, indiferentes e inescrutables.
Camina de regreso a su casa. No ha comido y ni siquiera ha pensado en comer ni tiene hambre. Se siente ligero como esas motas blancas que vuelan a su alrededor, en el aire cada vez más claro del bosque. Da zancadas uniformes y precisas y por un momento cree que sus pies no dejan huellas en la tierra blanda. Ve a su alrededor para saber si lo siguen. Cuando voltea a ver está a punto de fijar la mirada en la corteza de un tronco donde la luz sesgada traza los dibujos más hermosos que ha visto, pero sabe que no puede detenerse. La belleza que acaba de descubrir no puede detenerlo, no ahora.
En el camino de vuelta no se encuentra con nadie. Eso tampoco lo asombra.
Ya ha amanecido cuando llega al límite entre el bosque y el patio de su casa. Se da cuenta de que ha avanzado demasiado. Retrocede sobre sus pasos, se inclina y se queda en cuclillas entre los árboles jóvenes y los retoños, vigilando la casa. Pero ni siquiera la vigila. Sólo la ve. Ve la casa donde en un tiempo ahora lejano vivió solo hasta la llegada de la mujer. Deja de pensar en ella. Ahora sólo existe la casa, el ruido de los picotazos de las gallinas en el patio y el cloqueo de los dos gallos. La casa está quieta, como si nadie viviera en ella. Apoyada contra la pared hay una pila de leña a resguardo de la lluvia y, enfrente, un tocón donde alguien, indudablemente el pescador, dejó clavada un hacha. Luego ya ni siquiera hay ruidos, sólo existe el cubo pardo de la casa erguida en medio del claro del bosque, partida por los tijeretazos de sombra de los árboles altos a la izquierda del pescador. Las sombras se deslizan perezosas sobre la tierra y las láminas del techo emiten chispazos cuando la luz comienza a caer a plomo sobre el metal.
El pescador no se mueve. Tiene piernas fuertes y ojos jóvenes. Desde algún sitio a la derecha se ve avanzar a un hombre hacia la casa parda. Viene vestido con ropa de trabajo, manchada de grasa o simplemente sucia. Es un hombre de rostro anguloso y, al contrario del pescador, tiene bigote y lleva sombrero. Su cuerpo es atlético y se mueve con una seguridad asombrosa, como si pudiera atravesar las paredes. Pone un pie delante del otro sobre las hojas de cobre y oro como si midiera cada pisada. Cuando llega a la puerta se detiene y hurga en su bolsillo. Saca una llave, abre la puerta, entra y cierra cuidadosamente. Es curioso, pero mientras salía del bosque, caminaba hacia la casa y abría la puerta, el hombre jamás ha visto a su alrededor. Sin embargo, no es el pescador quien se asombra por la indiferencia del hombre. Sólo lo ha visto recorrer la distancia entre el bosque y la casa; si pudiera oír, sin duda oiría, pero ése no es el caso. De la casa deben provenir ruidos de diverso volumen y origen, pero es imposible decirlo. Al final, ni siquiera importa.
Ahora los árboles a la derecha del pescador dejan caer cintas de sombra sobre la casa silenciosa y la luz es opaca. Alrededor de cada hoja del bosque hay como un aura, una extensión de su color, una zona difusa que en los humanos podría confundirse con el alma. Pero él jamás ha pensado en el alma, y si ve esa región borrosa alrededor de cada hoja es sólo para apreciar la graduación del color: desde un verde intenso junto al borde de la hoja hasta un blanco casi transparente que termina fundiéndose con el aire. El hombre vestido con ropa grasosa sale de la casa y vuelve a cerrar la puerta con cuidado. Camina lentamente y en algún momento se inclina para recoger una brizna del suelo que se pone entre los labios cuando vuelve a erguirse. Se aleja y entra en el bosque.
El pescador sigue inmóvil, viendo la pila de leña, el hacha y la puerta de la casa. Es así con quienes han sometido el tiempo: parecen no tener prisa. El pescador no la tiene. La casa sigue en silencio mientras caen sobre ella las sombras cada vez más espesas, como brea que se difunde sin pausas ni premura sobre una superficie clara.
Se levanta y camina hasta el tocón, apoya el pie derecho en él (aún hay barro de la vega del río pegado a la suela, lo distinguen las minúsculas motas pardas) y saca el hacha. Camina hacia la puerta de la casa, la abre y entra llevando el mango del hacha sobre el hombro. Adentro está oscuro, pero es menos difícil acostumbrarse a esa oscuridad que al entrar cuando aún es pleno mediodía. Han dejado comida en la mesa del comedor, en un plato tapado con otro plato. El pescador siente el olor del café recién hecho. En la sala, se queda de pie contemplando la puerta abierta del dormitorio; desde ahí puede ver a la mujer tendida en la cama, pero esta vez no le da la espalda. Está tendida dándole el rostro joven, la boca donde una mecha de pelo reposa entre los labios.
El pescador se da cuenta de que puede escuchar su propia respiración. Mira hacia atrás, busca una silla, la hala sin hacer ruido y se sienta, el hacha apoyada en los muslos. Se queda quieto, tratando de sentir sólo la oscuridad que lo envuelve como un cascarón. Está inmóvil. Poco a poco va quedándose tranquilo y en algún momento parece que va a dejar de respirar del todo. Todavía puede ver el óvalo del rostro de su mujer apoyado en las sombras, la mancha que deben ser sus labios, el fleco de cabello que rompe la monotonía de la piel clara. El pescador está tranquilo, sabe que cuando se levante con el hacha en la mano no será él quien haga aquello que debe hacer, sino el tiempo.
Apuntes sobre el autor

Dennis Arita es originario de La Lima, Cortés. Miembro fundador del grupo literario "Arlequín" y colaborador de la revista del mismo nombre desde 1995 hasta el 2000. Ha publicado cuento y ensayo en revistas y secciones literarias de algunos periódicos nacionales, y fue incluido en La vida breve, antología del microrrelato en Honduras, de Helen Umaña. La mayor parte de su obra se mantiene inédita, aunque actualmente prepara una selección de cuentos de próxima publicación. Este lector voraz y cinéfilo empedernido trama sus historias en la soledad, contempla la palabra desde esa barca, terrible a veces, donde se refugian los escritores. "La naturaleza del pescador" es apenas una muestra de su narrativa. No le preocupa seguir inédito, quizá "es así con quienes han sometido el tiempo: parecen no tener prisa".

domingo, 16 de septiembre de 2007

Jack Kerouac no abandona el camino

Hace 50 años, 5 de septiembre de 1957, se publicó On the road, novela de Jack Kerouac que para muchos se convirtió en una especie de Biblia y que ahora es un clásico de la Generación Beat. Este año la editorial Viking ha publicado el manuscrito original y deja atrás las ediciones retocadas. Literatura y experiencia vital: viajes enloquecidos, amistad, sexo, drogas, alcohol, jazz, mucho jazz, y soledad; un grito desde lo subterráneo contra el establishment. Kerouac, escritor indispensable para conocer la buena literatura norteamericana. En su décimosexta entrega en La Prensa, mimalapalabra les presenta un fragmento de En el camino.
En el camino

Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto.
Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca.
Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles.
Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty... Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.
Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español.
Había llegado la noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva York.
Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas: "Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo... y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.
Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos. Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás.
Se notaba eso en el modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.»
Mi primera impresión de Dean fue la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste, de hecho, había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par, porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio. Pero, aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.
—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes.
Entonces yo me largué.
Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en busca de consejo.
Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson, Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la penumbra del vestibulo, y diciendo:
—Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.
—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había reunido unos cuantos dólares y había regresado a Denver.
—¡La muy puta!
Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico.
En el bar le dije a Dean:
—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.
Y él dijo:
—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior... —y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos [...].
No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.
Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:
—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.
—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es que era uno de los mejores capítulos del libro.
Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas. Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un tipo al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables. Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:
—Sigue, todo lo que haces es bueno.
Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando: —¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales...
—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel». En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública [...]
De su vida

Jean-Louis Lebris de Kerouac nació en Lowell, Massachussets, el 12 de marzo de 1922. En la adolescencia destacó como deportista, pero una lesión y la pelea con su entrenador en la Universidad de Columbia minaron una prometedora carrera en el fútbol americano. Lo expulsaron del ejército por demencia precoz y se enroló en la marina mercante. Luego se instaló en la Nueva York e hizo amistad con Allen Ginsberg, Neal Cassady y Williams Borroughs. La cirrosis lo condujo al otro lado del camino el 21 de octubre de 1969, cuando aún no había cumplido los 48 años.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Mise en scéne

La víctima espera atada en su lecho mientras el ejecutor realiza la inspección previa. Éste, como un verdadero héroe en estos tiempos de prisas y viagras salvadoras, antes de su acometida final se dio tiempo para sus abluciones. Pero no se alarmen, aunque la intuición los lleve a imaginar estocadas, gemidos y muertes inminentes. Es el cuadro que nos pinta Eduardo Bähr en este cuento que mimalapalabra-La Prensa, en su decimoquinta entrega, les trae como una vuelta a la narrativa de este escritor hondureño.

Mise en scéne
(Preparativos para una ejecución)
Eduardo Bähr
(A MS)
Cortesana que se contenta con canciones acaba descalza.
Pietro de Aretino
(La víspera)
Profana amada:
Ni te hagás la mínima ilusión. De vos no va a quedar migaja alguna y lo menos que puedo prometerte es que, en pleno día, voy a separar uno a uno los tendones de tu hermoso cuerpo, hilar en bordadas filas tu sistema de venas y vasos sanguíneos, beber llanamente y sin recato tu sangre, alzar a los cielos el estandarte enardecido de tu corazón aún palpitante y hartármelo sin sal y sin pimienta.
Voy a donar tu despojo al hospital de beneficencia para que los estudiantes aprendan anatomía en el milagro de tus huesos (lo único que, tal vez, va a quedar en pie). Después, en plena noche, entraré a hurtadillas en el necrocomio para recuperarte; te llevaré hacia mi cama y pondré en su sitio cada uno de los pedacitos; me cortaré las venas para dar mi sangre por la tuya en una larga transfusión de cuerpo sobre cuerpo.
Abriré mi pecho para darte mis corazones y besaré tus párpados para que resucités. Y cuando abrás los ojos y me mirés de cerca aún asombrada e incrédula, te besaré la boca en sus comisuras, sus dientes, su lengua, su paladar, su campanilla, sus labios y pasaré los míos hasta tu lóbulo y quedo, suavecito, te diré cuánto te amo…
(El ritual)
Víctima propiciatoria:
Hoy, muy temprano, tu viejo verdugo se preparó para la mise en scène más importante de su vida. Se bañó y limpió meticulosamente. Afanó con masaje mañanero sus adiposidades y limpió con un menjurje aromático de romero y tomillo todas las junturas de la piel que se esconden en los sitios pudendos. Recortó las uñas de los pies y guardó con un gesto de cariño las inermes garras bajo la alfombra; depiló su pecho con una plasta cerúlea que le quemó el esternón y se untó shampooing conservateur de tons pour cheveux décolorés con parsimonia para que secado convenientemente y lavado después con agua tibia produjere elegantes y brillantes canas grises.
Sacó dos o tres pelos gruesos del tipo resorte de sus cejas y aprovechó para hurgarse frente al espejo; más en las fosas nasales, enormes y desafiantes, pero nada que las tenacillas no sacaran de uno o varios tirones. Sin emoción aparente vio su cara: resquicios, ranuras, casi fisuras, piel caída, párpados en bolsas de plástico, papada. En el fondo de las pupilas, sus ojos de pescado tenían el brillo permanente de las ganas de llorar; sin embargo forzó una sonrisa y cerró la portezuela del gabinete con violencia contenida. Untó un par de gotas de Sandalwood Arden for Men en sus axilas, detrás de sus orejas, en las arrugas de su cuello y en las orillas cercanas a los testículos…
Sopesó con la mano ahuecada, como en los mejores tiempos de su hombría, las calidades de cada uno de sus (tres) productores gonadales; examinó con gran minucia las cualidades de su armamento y comprobó que todavía estaba, más más que menos, con el brío y exultación adecuados.
Se maquilló y emperifolló. Se puso una camiseta negra de lino para ocultar un abdomen prominente que señalaba con vergüenza cierta calidad de banquero; un bóxer de algodón, más o menos sexy, gris oscuro, por si hubiese de servir de fondo para alguna falla o debacle garrafal; y se colocó encima una bata samurai con bordados de takanas, sangres y batallas. Desayunó huevos de gansa, crudos, con limón y salsa Perrins, de la Worcester shire, inglesa genuina; una gota de picante tabasco concentrado, una pizquita de sal y otra de pimienta negra del sur de La India…
Buscó música que resultara más sagrada que los cantos gregorianos, más excelsa que Carmina e hizo edición hasta que estuvo satisfecho con una mise en cadre especial para esta ocasión. Luego de pensar en silencio una oración en un antiguo idioma drávido comenzó a recorrer en su mente los detalles de la presencia de su amada.
(La inspección)
La observó con desenfado ensayado desde la bella cabeza hasta las uñas de los pies y vio que estaba incólume. Pensó que había salido indemne de sus amores anteriores y comprobó que estaba convenientemente atada al altar de los sacrificios -una kingsize Missouri con sábanas armoni delicadamente olorosas a jabón rosé y almohadas de plumas tornasol, de la cola de un dinosaurio antepasado de las pavas reales-.
Captó el levísimo movimiento del viento en sus cabellos, en los que imaginó un recorrido olfativo que se enrolló súbitamente en su cerebro. Vio el sudor apenas perlado en el resplandor de su frente y en el reflejo de sus ojos el brillo de los suyos propios y sintió un leve ardor en las pupilas. Pasó, con temor, sobre la nariz y sus aletas palpitantes, para quedarse un instante arrobado en el acompasado movimiento de una respiración que impulsaba aliento perfumado, por la boca entreabierta. Al descubrir el secreto de marfil en el relámpago de los dientes aceleró su propia exhalación, con espasmos que quiso desesperadamente no hiciesen ruido alguno. (Casi se duerme, sin embargo, con el ritmo de los pálpitos en el huequito del cuello y por poco enreda un cansancio repentino en los brillantes vellitos de los brazos, del bozo, de las mejillas, de los contornos en las orejas)… Se recuperó rápidamente con suficiencia para contemplar en su totalidad la esplendorosa belleza de aquella desnudez…
Se le sacudió el alma frente a los preciosos pechos almibarados, ante su ombligo candado de sekretiks y unos muslos temblorosos en las playas y mareas cercanas al vértigo. Y éste -su fragante y misterioso sexo, abierto y expectante-, apareció listo para toda la avidez de los besos ice cream, inventados en el habanero kiosco Copelia…
(Regresó, consternado, a los ojos brillantes, para comprobar la timidez de sus lágrimas y la ansiedad en la mirada; y supo por su color que ya habían pasado a miel virgen y en ese preciso momento recuperó su autoestima).
Con gesto de altivez volvió la cabeza hacia el piso y echó una mirada de lástima sobre los jirones de un espectacular vestido de terciopelo verde –Magritte- que yacía fenecido a sus pies. Sobre un brassiere translúcido, acabado a mordida limpia; sobre un despedazado calzoncito de algodón que tenía una aleteante mariposa monarca, todavía viva, estampada en ocre y oro viejo al lado del mínimo vértice inferior –también rosado-; y de unas sandalias rusas cubiertas de arena…
(El final)
Una vez terminada la inspección juntó las manos y se las llevó en actitud beatífica a los labios, cerró los ojos y lloró en silencio…
Puso la mano derecha sobre el pecho y empezó a contar los latidos de su corazón. Había comenzado la cuenta regresiva y recordó, por un pacto consigo mismo, que al llegar a la mínima iba a morir. A deflagrarse con su amada dentro de un mismísimo segundo…
Pensó que esa muerte no iba a ser en vano porque en el momento preciso, sin transición alguna, se produciría una descomunal explosión desde dentro de la nada y el nacimiento de un nuevo universo se pondría en marcha de manera sublime e inexorable. (Suspiró profundamente. Apresuró el momento de avanzar hacia la más sangrienta de las inmolaciones).
Publicaciones y premios del autor
Fotografía del peñasco, l969; El cuento de la guerra, 1971; Mazapán, 1981; El Diablillo Achís, 1991; Malamuerte, l997; La Flora Maga, 1999.
Entre sus galardones están: 1. Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa, del Estado de Honduras, 1990. 2. Premio Nacional de Narrativa Martínez Galindo, de la Escuela Superior del Profesorado, 1970. 3. Premio Nacional de Literatura José Trinidad Reyes, de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, 2000. 4. Premio Nacional de Literatura Itzamná, de la Escuela Nacional de Bellas Artes, 1988. 5. Corona de Oro, José Miguel Gomes, de la Fundación para el Museo del Hombre Hondureño, 2006.

domingo, 2 de septiembre de 2007

El balón y la cabeza

Ya sea en sus crónicas sobre fútbol o sobre un concierto de los Rolling Stones, en sus agudos ensayos o en sus magníficas novelas, Juan Villoro siempre nos sorprende y nos divierte. Pero en estas fechas en que el deporte de masas ha reiniciado en casi todo el mundo su costumbre de domesticarnos una temporada más, mimalapalabra les trae en su decimocuarta entrega (dedicada a aquellos famélicos que nunca practicaron o vivieron un deporte y, en una pose ridícula, creen que literatura y goles no son compatibles) un texto que este mexicano escribió, literalmente, al borde de la cancha. Leamos pues, que el balón está en el centro. ¡Pitazo inicial!

El balón y la cabeza
El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende. Cuando los suyos pisan el pasto, el mundo, el balón y la mente son una y la misma cosa. Con absoluto integrismo, el fanático reza o frota su pata de conejo; en ese momento Dios es redondo y bota en forma inesperada.
Sería exagerado decir que todas las minorías ajenas al futbol le profesan enemistad. A pesar de las obvias carencias de quienes creen que gritar "¡Síquitibum!" sirve de algo, hay quienes no honran al futbol con otra reacción que la indiferencia. Pero tampoco falta el que ofrece sus cerillos para que el futbol arda en hogueras ejemplares. Odiar puede ser un placer cultivable, y acaso las canchas cumplan la función secreta de molestar a quienes tienen honestas ganas de fastidiarse. Cada tanto, un Nostradamus sin otro apocalipsis en la agenda ve un partido, se chupa el dedo y decide que el viento sopla en pésima dirección. ¿Cómo es posible que las multitudes sucumban a un vicio tan menor? El diagnóstico empeora cuando el Mundial interrumpe las sobremesas y los matrimonios: los amigos que parecían lúcidos hablan de croatas impronunciables. Sin embargo, despotricar contra los malos gustos es inútil; nuestra amiga María preferirá hasta la eternidad los mangos verdes y Nicole Kidman galanes imposibles de elogiar.
El oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercialización de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada. Todo esto merece un obvio voto de censura. Pero no se puede luchar contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida. En un mundo donde el erotismo va de la poesía cátara a los calzones comestibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses aceptan el bajo rendimiento de su selección como un estupendo motivo para beber cerveza, los mexicanos nos celebramos a nosotros para no tener que celebrar a nuestro equipo, los brasileños enjugan sus lágrimas en banderas king-size cuando sólo consiguen el subcampeonato y los italianos lanzan el televisor por la ventana si Baggio falla un penal.
El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura. En sus mejores momentos, recupera una porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos, y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu.
En sus peores momentos, el fan del futbol es un idiota con la boca abierta ante un sándwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta posindustrial. Pero están ahí y no hay forma de cambiarlos por otros.
En sociedades descompuestas Hamlet es una incitación a matar padrastros y el futbol a cometer actos vandálicos o declarar la guerra. Para ser legítimas, las taras de los hinchas deben resultar tan inofensivas como la costumbre que los futbolistas tienen de escupir.
Quienes hemos corrido infructuosamente tras un balón sabemos que escupir no sirve para nada, pero escupimos. Se trata de un mantra, como el del tenista que se concentra acariciando las cuerdas de su raqueta, sólo que más guarro. Llegamos a un punto esencial: si combatir al futbol es tan infructuoso como perder el ánimo ante la supervivencia de las estudiantinas, elogiarlo carece de efecto proselitista. Nadie se convence "en teoría" de extasiarse con un gol. Hablar de un entusiasmo tan compartido y vulgar depende de otras claves: alargar en palabras los prodigios instantáneos, imaginarlos minuciosamente hasta que se conviertan en un dominio autónomo, un edén podado al ras. En suma: sustituir a un Dios con prestaciones que no trabaja los domingos.
En los partidos de mi infancia, el hecho fundamental fue que los narró Ángel Fernández, capaz de transformar un juego sin gloria en una trifulca legendaria. Las crónicas de fut comprometen tanto a la imaginación que algunos de los grandes rapsodas han contado partidos que no vieron; casi ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba; el Mago Septién y otros pocos lograron inventar gestas de beisbol, box o futbol, a partir de los escuetos datos que llegaban por telegrama a la estación de radio.
Por desgracia, no siempre es posible que Homero tenga gafete de acreditación en el Mundial y muchas narraciones carecen de interés. Pero nada frena a pregoneros, teóricos y evangelistas. El futbol exige palabras, no sólo las de los profesionales, sino las de cualquier aficionado provisto del atributo suficiente y dramático de tener boca. ¿Por qué no nos callamos de una vez? Porque el futbol está lleno de cosas que francamente no se entienden. Un genio curtido en mil batallas roza con el calcetín la pelota que hasta el cronista hubiera empujado a las redes; un portero que había mostrado nervios de cableado de cobre, sale a jugar con guantes de mantequilla; el equipo forjado a fuego lento, pierde de golpe la química o la actitud o como se le quiera llamar a la misteriosa energía que reúne a once soledades. Los periodistas de la fuente deben dar respuestas con detalles que las hagan verosímiles: el abductor frotado con ungüento erróneo, la camiseta sustituta del equipo (es horrible y provoca que fallen penaltis), el osito que el portero usa de mascota y fue pateado por un fotógrafo de otro periódico.
El novelista que analiza tobillos eminentes puede ensayar conjeturas más desaforadas e indemostrables. Ya lo dijo Nelson Rodrigues: "Si los datos no nos apoyan, peor para los datos." La indagación literaria del futbol parte de un presupuesto: la mente decide los partidos y jamás sabremos cómo opera. Lo importante resulta imponderable; los lances no derivan del rendimiento atlético sino de una habilidad secreta. Zidane filtra el balón a un hueco donde no ocurre nada pero ocurrirá Raúl; Romario hace un quiebre y prepara el perfil izquierdo: todos los ojos del estadio miran el ángulo equivocado; Valderrama se detiene, baja los brazos y duerme de pie, su siesta representa la forma más sorpresiva del ataque: la pausa.
Al escrutar estos asombros, el cronista renuncia a tener la razón absoluta; juega contra su sombra al modo de Gesualdo Bufalino: "Cada día lanzo penaltis contra mí mismo. Por gracia o por desgracia doy siempre en el poste." El futbol es una condición subjetiva. Imposible saber si acertamos al interpretarlo. No hay solución a la infinita tarea de confundir el balón con la cabeza.

Datos biobibliográficos

Juan Villoro. Escritor mexicano nacido en México DF. Estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Condujo el programa de Radio Educación, El lado oscuro de la luna de 1977 a 1981 y fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín, dentro de la entonces República Democrática Alemana, de 1981 a 1984. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, en Yale y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Director del suplemento La Jornada Semanal de 1995 a 1998, además de impartir talleres de creación y cursos en instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue jefe de redacción de la revista Pauta, y colaborador en los periódicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de la Cultura, El Gallo Ilustrado y Sábado, entre otros. Entre sus obras más representativas encontramos las novelas El disparo de argón (1991), Materia dispuesta (1997) y El Testigo, con la que ganó el Premio Herralde de Novela 2004; los cuentos El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), La alcoba dormida (1992), Autopista sanguijuela (1998) y La casa pierde (1999); y los ensayos Los once de la tribu (1995), Efectos personales (2000) y Dios es redondo (2006).