Chesil Beach. Ian McEwan. Anagrama. 192 Págs.
Les faltó carne y deseo, como dice una canción de Pablo Milanés. Y cuando llegó el momento, no supieron hacerlo. Es lo que sucedió en su noche de bodas. Pero este episodio, más que el centro de la novela es su punto de partida, porque lo verdaderamente importante no es el hecho sino lo que este hecho desencadena.
“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible”. Así comienza Chesil Beach, la última pequeña y enorme novela de Ian McEwan. Este inicio ya nos pone al corriente de lo que viene: una pareja de recién casados enfrentados al difícil momento de su primera noche juntos, pero lo que en una pareja cualquiera sería primero el reto y luego la prueba superada con mayor o menor talento por parte de sus concursantes, en esta que nos ocupa, la de Edward y Florence, el acto, la ceremonia más esperada, deriva en otra cosa.
Con la maestría y la elegancia que lo caracterizan y con la música de fondo que en sus novelas funciona a la manera de una banda sonora, McEwan construye este pequeño monumento narrativo a partir de un episodio simple, pero acaba convirtiéndolo en un asunto complejo en el que la extrema cortesía propia de la época y de la sociedad inglesa viene a ser el elemento clave, el más importante para la vida de los personajes.
Edward y Florence han decidido pasar su noche de bodas en un hotel de la costa de Dorset. Después de una cena servida en su habitación por un par de mozos discretos y eficientes, durante la cual, cada uno desde su propia forma de la prudencia, ha sopesado, con curiosidad, con nerviosismo, pero también con temor, los movimientos, los gestos y las palabras del otro, se dejan ir hacia la cama y entonces empieza el encuentro definitivo. Edward trata torpemente de llevar la iniciativa con besos y caricias que poco a poco a Florence le van pareciendo incómodos y hasta repugnantes: “Quería que la lengua de Florence realizace alguna actividad propia, engatusarla para que formasen un horripilante dúo mudo, pero ella sólo acertaba a encogerse y concentrarse en no forcejear, contener las arcadas, no sucumbir al pánico”. Aquí es donde se produce “el desastre”, como lo llama Edward, y vienen las consecuencias. Ambos tratarán de reencausar el amor, pero como ya se sabe, nunca basta todo el amor del mundo.
La pareja sabe que sus vidas están sustentadas en ese amor que se han jurado frente a un altar en la casa de Dios hace algunas horas, y en función de ese amor se empeñan en satisfacer cortésmente las demandas inherentes al matrimonio. Hay que consumar el matrimonio y al mismo tiempo hay que luchar contra los prejuicios propios, hay que aprender a descubrir el límite de los deseos propios y ajenos; en definitiva, a la hora de hacer el amor por vez primera, cada uno de ellos tiene que empezar a conocerse a sí mismo, y más allá, a conocerse a sí mismo con respecto a su pareja. Esto es un reto que él enfrenta si no con entera confianza, al menos con la disposición correcta, lo que no puede decirse de ella, que desde el principio, con la intención de no desentonar, precipita las cosas hacia resultados inesperados.
Al momento del sexo las certezas emanadas de su condición de recién casados (“obligaciones matrimoniales”) derivan algunas veces en equívocos: lo que Edward cree un avance espontáneo de su mujer, provocado obviamente por su deseo sexual, no es otra cosa que la primera reacción acaso defensiva de Florence ante la inminencia de un acto al cual llega con todas las dudas posibles; y las pequeñas decisiones –aparentemente correctas- que ella va tomando en el transcurso del acto son en realidad pequeños, sucesivos y decisivos errores.
De entre las novelas anteriores de Ian McEwan, Ámsterdam podría considerarse una divertida comedia sádica, Sábado sería un drama fuerte de la época actual, y Expiación, una extraordinaria historia de culpa y condena. Aún no he decidido si considerar Chesil Beach una gran lección moral, una historia tragicómica o un magistral ejemplo de ironía; podría ser todo eso a la vez; lo cierto es que McEwan es uno de esos raros y perfectos escritores a los que hay que leer completos, pues uno sabe que ésta no será su última obra maestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario