domingo, 24 de junio de 2007

Paul Bowles, escritor nómada

Una mirada terrenal
Paul Bowles nació el 3 de diciembre de 1910 en Nueva York y falleció el 18 de noviembre de 1999 en Tánger, Marruecos. Fue poeta y compositor: sus poemas de juventud aparecieron en la revista Transition; creó tres obras orquestales y seis de cámara, decenas de pequeñas piezas para uno o dos pianos y doce partituras de películas. Escribió la música de Doctor Fausto, obra teatral montada por Orson Welles. El cielo protector (1949), se convirtió en un éxito de ventas y fue llevada al cine en 1991 por el director italiano Bernardo Bertolucci. En este cuarto número de mimalapalabra reproducimos parte del capítulo 13 de esa novela: un inesperado interludio de paz y concordia entre Kit y Port. Esta pareja se traslada a Tánger, pero su viaje no parece obedecer a los propósitos usuales de todo turista. Al parecer, el matrimonio de los Moresby no tiene futuro e ir de un sitio a otro es una especie de sustituto de la felicidad o una forma apenas eficaz de eludir el vacío.
Pedalearon lentamente por la larga calle en dirección de la grieta que se abría en la baja cadena montañosa, al sur de la ciudad. Donde terminaban las casas empezaba la llanura, a cada lado, como un mar de piedras. El aire era frío, el viento seco del atardecer soplaba en contra. La bicicleta de Port chirriaba un poco. Iban callados, Kit un poco más adelante. Atrás, a la distancia, alguien tocaba el clarín, una firme, brillante lámina de sonido en el aire. Aun en ese momento, a una media hora del ocaso, el sol ardía. Llegaron a una aldea, la atravesaron. Los perros ladraban frenéticamente, las mujeres se apartaban, tapándose la boca. Sólo los niños se quedaron donde estaban, paralizados de sorpresa. Después de la aldea, el camino empezaba a subir. Notaban la pendiente en el pedaleo: a la vista, el terreno parecía llano. Kit se cansó en seguida. Se detuvieron, miraron hacia atrás la llanura aparentemente chata hasta Boussif, muestrario de bloques marrones al pie de las montañas. La brisa soplaba con más fuerza.
—Jamás habrás respirado aire tan fresco —dijo Port.
—Es maravilloso —dijo Kit. Estaba pensativa, de buen talante, y no tenía ganas de hablar.
—¿Tratamos de cruzar el paso por allá?
—Dentro de un minuto. El tiempo de recobrar el aliento.
En seguida reanudaron el camino, pedaleando enérgicamente, los ojos puestos en la fisura que tenían delante. A medida que se acercaban, el desierto interminable era interrumpido de vez en cuando por agudas crestas rocosas que surgían en la superficie como espinazos de enormes peces que avanzaran todos en la misma dirección. El camino había sido abierto con dinamita en lo alto de la cadena y las piedras habían rodado a ambos lados de la grieta.
Dejaron las bicicletas a la vera del camino y comenzaron a trepar entre las enormes rocas. El sol desaparecía detrás del horizonte chato; el aire se había impregnado de rojo. Al dar la vuelta a una roca se encontraron de manos a boca con un hombre profundamente concentrado en la tarea de afeitarse el pubis con un largo cuchillo puntiagudo: tenía el albornoz recogido hasta el cuello, de modo que de los hombros para abajo estaba totalmente desnudo. Alzó los ojos, los miró pasar con indiferencia. Inmediatamente, volvió a agachar la cabeza para proseguir la cuidadosa operación.
Kit tomó la mano de Port. Treparon en silencio, felices de estar juntos.
—La puesta del sol es una hora tan triste —dijo ella de pronto.
—Cuando considero el final de un día, de cualquier día, siempre tengo la impresión de que es el final de toda una época. ¡Y el otoño! Podría ser el final de todo —dijo Port—. Por eso detesto los países fríos y me gustan los cálidos, donde no hay invierno, y cuando llega la noche sientes que la vida comienza en lugar de terminar. ¿No te parece?
—Sí. Pero no estoy segura de preferir los países cálidos. No sé. No estoy segura de que no sea un error escapar a la noche y al invierno y de que si lo haces no tengas que pagarlo de alguna manera.
—¡Oh, Kit! Estás loca.
La ayudó a subir a un montículo bajo. El desierto se extendía a sus pies, mucho más abajo que la llanura de donde acababan de subir.
No contestó. La entristecía comprobar que, a pesar de tener tan a menudo las mismas reacciones, las mismas sensaciones, nunca llegaban a las mismas conclusiones, porque sus respectivas metas en la vida eran casi diametralmente opuestas. Se sentaron en las rocas, uno junto al otro, frente a la inmensidad. Kit enlazó su brazo al de Port y apoyó la cabeza en su hombro. Él miraba hacia adelante; después suspiró y, finalmente, sacudió lentamente la cabeza. Lugares como éstos, momentos como éste eran lo que Port más amaba en la vida; Kit lo sabía y sabía también que los amaba más si ella estaba presente para compartirlos. Y aunque tenía conciencia de que los verdaderos silencios y los espacios vacíos que conmovían el alma de Port la aterraban, él no podía soportar que se lo recordaran. Era como si en él hubiera la esperanza siempre renovada de que sería sensible como él a la soledad y la cercanía de las cosas infinitas. Se lo había dicho muchas veces: «Es tu única esperanza», y Kit nunca estaba segura de lo que quería decir. A veces pensaba que Port se refería a su propia esperanza, que únicamente si ella era capaz de llegar a ser como era él, él encontraría el camino de vuelta al amor, porque para Port amar significaba amarla a ella, a nadie más que a ella. ¡Y hacía tanto tiempo ya que había desaparecido el amor, toda posibilidad de amor! Pero, a pesar de estar dispuesta a llegar a ser lo que él quisiera, había algo que Kit no podía cambiar: el terror estaba siempre dentro de ella, dispuesto a asumir el mando. Era inútil pretender lo contrario. Y así como ella era incapaz de sacudirse el miedo de encima, él era incapaz de romper la jaula que había construido mucho tiempo atrás para salvarse del amor.
Kit le pellizcó el brazo:
—¡Mira! —susurró. A unos pocos pasos, en lo alto de una roca, tan inmóvil que no lo habían advertido, estaba sentado un árabe venerable, las piernas encogidas debajo del cuerpo, los ojos cerrados. Al principio, a pesar de su postura erguida, les pareció que dormía, pues no daba muestras de percibir la presencia de ellos. Pero después vieron que movía imperceptiblemente los labios y comprendieron que estaba rezando.
Su bibliografía El cielo protector, 1949; Déjala que caiga, 1952; La casa de la araña, 1955; Cabezas verdes, manos azules, 1963; El Diario de Tánger 1987-1989, 1991; Por encima del mundo, 1966; Delicada presa, 1950; El tiempo de la amistad, 1967; Relatos completos de Paul Bowles, 1979; Días y viajes, 1993; Muy lejos de casa, 1991; En contacto, 1994.

jueves, 21 de junio de 2007

Trapos sucios

Pocas novelas pueden leerse, como se dice, de un tirón. Para eso es necesaria la combinación de tres circunstancias: que se disponga de suficiente tiempo para la lectura, que la novela no sea muy extensa y que esta lectura resulte apasionante desde el principio. En los últimos días, por fortuna, he tenido la oportunidad de disfrutar de la primera de estas circunstancias, y hoy, de las tres al mismo tiempo; es decir que me he leído otra novela de un tirón.
Antes me había ocurrido con algunas novelas célebres, auténticos clásicos de la literatura como El extranjero, La muerte en Venecia o El lobo estepario, y con otras no tan célebres pero sí definitivamente con esa capacidad de atraparlo a uno desde el principio: Damas chinas, de Mario Bellatin, Las curas milagrosas del doctor Aira, de César Aira, o La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, pero hace mucho tiempo que no había vuelto a sucederme.
La novela de la que hablaré ahora brevemente es Trapos sucios, de David Lodge (Londres, 1935), que, según una nota previa del autor, se basa en su obra de teatro homónima estrenada en 1998. Lodge dice haber "revisado parte del diálogo, recuperado líneas que fueron eliminadas de la obra por diversas razones y en diversos estadios de su composición, cambiado algunos detalles y añadido elementos. Pero la historia es esencialmente la misma".
Adrian Ludlow es un novelista destacado que ya se ha retirado del oficio de escribir ficciones y se dedica tan sólo a la preparación de antologías de literatura inglesa. Vive casi aislado con su mujer en una casa de campo porque a estas alturas de su vida su intimidad es un asunto que aprecia demasiado. Hasta ahí llega una mañana de domingo Sam Sharp, amigo suyo de la universidad que se ha convertido en un autor exitoso, para expresarles a él y a su mujer la indignación que siente por causa de la entrevista que le hizo Fanny Tarrant, reportera agresiva de un periódico londinense, en la que se le retrata como a un tipo con excesivos defectos y manías. Sam le propone a Adrian vengarse de la reportera y éste, aún con la reticencia inicial y la oposición de su mujer, termina aceptando la idea. ¿La manera? Pues aprovechando que Fanny también quiere entrevistar a Adrian. Adrian tendría entonces que sacarle toda la "información secreta" que pueda a Fanny el día en que ella venga a entrevistarlo a su casa, y con ese material redactar una contraentrevista que sería publicada en otro diario londinense.
El plan parece al inicio un tanto difícil de ser ejecutado, pero pronto vemos a un Adrian igual de agresivo que su entrevistadora y consigue sacarle detalles de su vida que representarán un exquisito manjar para los lectores de su contraentrevista el día de su publicación. Pero es entonces cuando empiezan a producirse los acontecimientos que le dan continuamente giros a la historia, de modo que nada resulta para nadie según lo presupuestado.
Resulta muy interesante el examen que Lodge hace del mundo de la fama en contraposición con la figura del escritor y su actividad solitaria, de cómo conviven estas dos cosas al parecer tan distintas y del momento en que surgen los primeros conflictos.
David Lodge logra con esta novela exquisita y divertida de tan sólo 145 páginas presentarnos una muestra del panorama actual de los medios de comunicación como entes controladores o manipuladores de la verdad, en un mundo dominado por los efectos mediáticos en donde la noticia siempre es lo más importante, aunque las personas o las circunstancias de las personas no lo sean tanto.
Una excelente novelita como para irse con ella de día de campo, de vacaciones, a la clase aburrida del colegio o la universidad, o incluso al retrete. Por ella valdría la pena perderse una buena cena.

martes, 19 de junio de 2007

mimalapalabra en La Prensa

Me alegra saber que ya son tres los domingos en los que aparecen esas dos páginas de literatura de nombre mimalapalabra en La Prensa. Primero fue Roberto Bolaño, después Horacio Castellanos Moya y este último domingo el turno fue para Enrique Vila-Matas. Aquí les dejo la introducción que el editor de mimalapalabra La Prensa le hace a los textos de Castellanos Moya y de Vila-Matas:

Sobre Castellanos Moya
Para los puritanos, tómese en todos los sentidos posibles, la literatura de Horacio Castellanos Moya es satánica, y es que este honduro-salvadoreño pone el dedo en la llaga sin remilgos. Castellanos Moya es uno de los escritores contemporáneos de Centroamérica más importantes, aunque sus libros sean un trago amargo para quienes abren sus bocas sedientas de libracos de autosuperación, o para los amantes de historias bonitas, o para los que sufren atrofia intelectual, o para quienes huyen de los libros "difíciles".
En su segundo número, mimalapalabra ofrece un fragmento de El asco, un monólogo para leer sin detenerse, como si estuviéramos en el bar La Lumbre frente a Edgardo Vega, un salvadoreño que llega a San Salvador al entierro de su madre, pero que destapa la "lata de gusanos" de la sociedad salvadoreña; un panorama violento, vomitivo, deprimente e hipócrita que bien podría aplicarse a estas honduras y sus hundidos.
Sobre Vila-Matas
El novelista catalán Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es uno de los grandes renovadores de la prosa española. Dueño de una escritura límpida y precisa, plena de humor e invención, Vila-Matas ha creado una obra narrativa que parece autocontenerse, encerrarse sobre sí misma.
Desde la novela-ensayo Historia abreviada de la literatura portátil, el tema cardinal de las narraciones de Vila-Matas es el mismo: la escritura como piedra angular de la construcción de un mundo de ficción en el cual priman el juego, la permanente alusión a seres y ambientes reales transmutados por el arte aleatorio de la ficción y la aguda observación de hechos, lugares y caracteres.
El tercer número de mimalapalabra ofrece un extracto de uno de los textos más conocidos de Vila-Matas, Bartleby y compañía, si es que en nuestro país se puede aplicar el adjetivo "conocido" o el comparativo "más" a cualquier obra de Vila-Matas. Magistral combinación de ensayo, autobiografía y novela, es un texto sobre los autores que, por variadas razones, se han negado a seguir escribiendo: los escritores del No. Ejemplo destacado de la estética del No, Bartleby y compañía es la obra de un creador que se resiste a escribir y redacta las notas a pie de página de un libro inexistente.
Les dejamos sobre la mesa, en espera de no encontrarnos con los "lectores del No", un pequeño fragmento de este texto que nos remite al primer Bartleby que se escapó, ¿o se posesionó?, de la mente del escritor Herman Melville. Aunque en las librerías locales es cuestión de suerte encontrarnos con un texto de Vila-Matas, le invitamos a visitarlas y entregarse a la búsqueda de sus libros. Suerte.

sábado, 16 de junio de 2007

Tokio blues

Recuerdo unas líneas de Antonio José Rivas que dicen: "El destino no es otra cosa que lo que se encuentra condensado en la infancia". Y lo que me hace recordarlas es la reciente lectura de una gran novela del japonés Haruki Murakami (Kyoto, 1949) que trata, entre otras cosas, de ese paso que se da de la adolescencia a la juventud, el momento en la vida que los seres humanos dedicamos por primera vez a la búsqueda del sentido de nuestra existencia en el mundo.
Una canción de los Beatles, Norwegian Wood, desencadena en Toru Watanabe, un japonés de 37 años que aterriza a bordo de un Boeing 747 en el aeropuerto de Hamburgo, una serie de recuerdos de su juventud en Tokio, cuando caminaba por las calles con Naoko, la novia de su amigo Kisuki que se había suicidado hacía un año, y cuando conoció a Midori, una chica extrovertida de quien finalmente se enamora.
Con reminiscencias de El guardián entre el centeno de Salinger, Tokio blues se inscribe en ese tipo de novelas que llaman "generacionales" porque retratan la vida de un adolescente y su relación con otros adolescentes y su entorno, lo que después constituye para los lectores algo así como un testamento de su generación.
Pueden identificarse perfectamente tres obsesiones de Murakami en esta novela: la muerte, el sexo y el amor. La muerte aparece siempre sobrevolando las cabezas de los personajes, como una amenaza latente. Da la impresión de que en cualquier momento la muerte acabará con el personaje al que le seguimos la pista. Así, sabemos que Kisuki, el único amigo de Watanabe y novio de Naoko, se suicida a los diecinueve años sin una razón aparente que lo explique. Hatsumi, la novia de Nagasawa, el que después sería amigo de Watanabe, acaba también suicidándose años después de que su relación con el primero acabó y buscó el inútil consuelo del matrimonio con otro hombre. Y finalmente Naoko, para quien Watanabe dedica durante algún tiempo su amor y su dedicación, se ahorca en el sitio en donde trataba de curarse los problemas mentales que la aquejaban desde hacía mucho tiempo.
¿Por qué –podríamos pensar- tantos suicidios en una sola novela? Quizá porque la novela trata precisamente de los problemas de la juventud, que es cuando los conflictos emocionales están a la orden del día, o quizá porque está ambientada en los sesentas, una época en la que Japón apenas se reponía de los estragos de la guerra y los conflictos sociales afectaban de alguna manera en la conciencia del individuo. Pero dejémoslo ahí, que no soy antropólogo ni sociólogo… Quizá en Japón el suicidio no es una costumbre tan extraordinaria como en Occidente.
Con el sexo pasa lo mismo que con la muerte en Tokio blues. Hay una buena dosis de sexo en sus páginas, y de muy variada índole, aparte del tradicional: sexo lésbico, sexo oral y sexo entre personas de edades distantes. Pero muy pocas veces en una novela encontramos este tema tratado de una manera tan limpia, tan natural y tan desprejuiciada. En ningún momento se percibe que el autor haya intentado meter a como diera lugar, con un interés extraliterario, todas estas escenas en su libro. Los personajes de esta novela son adolescentes en su mayoría, y esa circunstancia implica el reconocimiento en sus páginas de otras circunstancias inherentes a la misma, como el sexo, el amor, la angustia o la desesperación.
Y el tema del amor, que podría servir perfectamente para catalogar Tokio blues como una novela sentimental, aflora a cada vuelta de página. Watanabe está enamorado de Naoko, a pesar de que nunca ha tenido con ella una relación normal ni estable (ella muestra signos de locura y lucha con eso en un centro de rehabilitación en las afueras de Tokio), pero aunque está dispuesto a ayudarla y a esperar su recuperación, termina también enamorándose de Midori, una chica a quien conoce en una clase de teatro en la universidad. Antes del suicidio de Naoko, Watanabe sufre una fractura emocional por causa del amor que también le depara a Midori, y después del suicidio, cae en una profunda depresión que lo lleva a viajar por todo Japón tratando de encontrarle un sentido a lo que está viviendo. Entonces Reiko, la mejor amiga de Naoko, quien también parece ser una loca incurable, le dice: "Si sientes dolor por la muerte de Naoko, siéntelo el resto de tu vida. Y si algo puedes aprender de este dolor, apréndelo. Pero intenta ser feliz con Midori. Tu dolor no tiene nada que ver con ella. Si continúas así lo estropearás todo. Aunque sea duro, trata de ser fuerte. Crece, madura. He salido del sanatorio pare decirte esto. He venido desde lejos, en aquel tren que parece un sarcófago…"
Podría adaptar las líneas de Rivas y decir ahora que el destino no es otra cosa que lo que se encuentra condensado en la adolescencia. Porque esta novela trata de eso, de lo que se vive en la adolescencia y de lo que hay que dejar anclado en la adolescencia para seguir viviendo. Podría también decir –como Rodrigo Fresán- que la lectura de esta novela es adictiva y que el estilo de Murakami tiene algo de hipnótico, como la música de los Beatles, y podría, por último, asegurar como lo hice al principio, que Tokio blues es una gran novela; pero está claro que esto es sólo una opinión particular.

sábado, 9 de junio de 2007

Noticias recientes

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y lo único nuevo en este blog durante este silencio son los comentarios dejados por algunos lectores sobre los diversos textos que aquí aparecen. Debo ahora hacer una pausa y hablarles acerca de un pequeño acontecimiento que he encontrado interesante y que de alguna manera contribuye al crecimiento de este espacio. Resulta que esos comentarios que mencioné -la mayoría de ellos escritos con demasiado entusiasmo y ligereza, y con poco rigor- (de hecho, fue ese el motivo por el que rechazara la publicación de varios) al parecer se originan por la buena intención de un profesor cuyo nombre desconozco de una universidad de San Pedro Sula, quien les ha encomendado a sus estudiantes entrar a este blog, leer los textos publicados y finalmente dejar sus comentarios. Curioso acontecimiento, ¿no creen? Bueno pues, eso significa que el blog está llegando a más gente.
Otro pequeño pero significativo acontecimiento (me gusta echarme estas frasecitas trilladas de vez en cuando) es la publicación, ¡por fin!, el pasado domingo tres de junio de 2007 (apunten la fecha) de dos páginas dedicadas a la literatura en diario La Prensa, algo que hacía falta desde hace mucho tiempo en este importante periódico nacional.
No viene mal un poquito de historia acerca de esta publicación. A principios de noviembre de 2006 Carlos Rodríguez, periodista cultural de La Prensa, había obtenido el visto bueno de sus jefes para que se publicara en el diario, dentro de su Revista Dominical, una sección de literatura. Carlos me comunicó la buena noticia y me dispuse a colaborar con él. Así es como, con la ayuda de uno de los diseñadores del diario, armamos el primer número de la sección, a la que bautizamos "mimalapalabra". Desafortunadamente las trabas surgieron antes de esa primera publicación y el proyecto quedó en el aire. Ese primer número de "mimalapalabra" listo desde noviembre es el que apareció el domingo tres de junio. Tuvo que pasar más de medio año y tuvo que aceptar Carlos, actual responsable de la sección, suprimir el nombre "mimalapalabra" para que por fin viera la luz esta vieja iniciativa.
Supongo que lo de suprimir el nombre de la sección responde al temor de las autoridades de la redacción de La Prensa de que la misma no llene las expectativas de nadie y deba ser abolida en cualquier momento, por ejemplo el momento en que surja la necesidad de aumentar en dos páginas la información sobre reggueatón (¿se escribe así esa papada?). Claro, será más fácil eliminar dos páginas emergentes y sin nombre propio que dos páginas que constituyan una sección específica dentro del diario. Pero así es la vida. Por ahora sólo nos resta esbozar una sonrisa de alegría contenida y esperar que esas dos esperadas páginas se mantengan durante mucho tiempo.
Hasta aquí las noticias. Esperen más durante los próximos días.