Publiqué este artículo en el último número del boletín literario "Página al Viento" de la Editorial Universitaria y al parecer, ya empezaron a salir ronchas por todas partes. Es el "riesgo" que se corre al decir la verdad, supongo. Qué cosas, ¿no?
Por Giovanni Rodríguez
¿Cuándo fue la última vez que se publicó
un libro de narrativa en Honduras? ¿Fue, acaso en 2013, El equilibrista, una novela que Roberto Quesada ya había publicado,
con otro título, hace muchos años? ¿O acaso en 2012, Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus, una colección de cuentos
de un tiraje cortísimo que pocos alcanzamos a leer? Es curioso que a pesar de
ser pocos los libros de narrativa hondureña que llegan a nuestras exiguas
librerías, resulte difícil recordarlos. ¿Cuántos habrán leído Final de invierno y Música del desierto, los dos libros de cuentos de Dennis Arita
aparecidos en 2008 y 2011, respectivamente? ¿O Las virtudes de Onán (2007), la obra de Mario Gallardo que
probablemente represente para una generación próxima lo que para la nuestra
significó El arca, de Óscar Acosta?
Escasos son los
lectores como escasa es nuestra narrativa, y más allá, escasa la calidad de
esta narrativa, del mismo modo que pobre es nuestra vida cultural y deficiente
nuestra formación académica. Una cosa no deriva necesariamente de la otra pero
es obvio que alguna relación guardan entre sí. Un escritor de ficciones de
nuestro llamado “tercer mundo” estará menos preocupado por escribir que por
conservar el trabajo que le permita llenar la nevera. Con ese panorama, al que
se le podría sumar la casi nula existencia de medios que permitan la difusión
de la literatura, la incipiente industria editorial y el oneroso costo de la
autoedición, distribución y promoción de los libros, poco se puede hablar de
una narrativa contemporánea hondureña sólidamente establecida, pues, más que
escritores, quienes de vez en cuando publicamos algún libro en estas Honduras
somos profesores, periodistas, correctores de textos, y cuando hay menos
suerte, nos dedicamos a labores que nada tienen que ver con la literatura.
Pero digamos, siendo
optimistas, más allá de todas esas circunstancias adversas, que algún
movimiento existe en Honduras con sus narradores, que ahí en sus viviendas, en
sus respectivos escritorios, con el empuje inicial que ha supuesto la
publicación de alguno de sus libros, se fraguan ahora los cuentos y las novelas
que constituirán en el futuro las referencias de la narrativa de la generación
actual. Y así, optimistas y expectantes, quedémonos por un momento.
De los siete autores hondureños
incluidos en el libro Puertos abiertos,
antología de cuento centroamericano, de Sergio Ramírez, sólo cuatro, Jorge
Medina García, Julio Escoto, Mario Gallardo y Juan de Dios Pineda, publicaron
al menos un libro de narrativa en los últimos 10 años; Gallardo y Pineda
cuentan solamente con uno y dos libros de narrativa publicados,
respectivamente, aunque “Las virtudes de Onán”, del primero, y
“Sensemayá-Chatelet”, del segundo, son dos de los mejores cuentos de la
narrativa hondureña de todos los tiempos.
De todos ellos,
sólo Jorge Medina García publica regularmente, y si Julio Escoto aún tiene
vigencia será por sus cuentos de La
balada del herido pájaro y la novela El
árbol de los pañuelos y no porque aprovechó la coyuntura del Golpe de
Estado de 2009 para publicar una novelita de título absolutamente olvidable en
donde coloca a unos comerciantes mayas a conspirar para derrocar a su
gobernante.
Otra antología
de cuento centroamericano con el título Un
espejo roto publicó Sergio Ramírez recientemente y en el caso de Honduras
la selección es, cuando menos, una “recogida” improvisada.
Hay que
consignar tres casos de narradores hondureños publicando en el extranjero: Horacio
Castellanos Moya, nacido en Tegucigalpa pero considerado salvadoreño por casi
todo el mundo, cuyos libros aparecen, al menos cada dos años, en Tusquets; León
Leiva Gallardo, otro escritor hondureño casi desconocido para nosotros y residente
en Chicago, ha publicado dos novelas también con Tusquets, en 2006 y 2008; y
Roberto Quesada, quien, después de La
novela del milenio pasado (Tropismos, 2004) no ha dado a conocer a los
lectores nada nuevo.
En cuanto a la
narrativa escrita por mujeres, habría que destacar a Marta Susana Prieto, una
de las pocas integrantes de nuestras letras actuales que no se ha dejado llevar
por el influjo de ese feminismo machacón que entiende la literatura como campo
de batalla ideológico y no como arte.
Otra vez,
entonces, la revisión del panorama, pobre y triste, sobre todo si lo comparamos
con el de otros países centroamericanos. Así, es necesario mencionar al grupo
de narradores que integramos el libro Entre
el parnaso y la maison (2011), que llegó a confirmar lo que Hernán Antonio
Bermúdez dijera dos años atrás: “El eje de la narrativa hondureña parece
haberse desplazado a la Costa Norte”. En ese libro aparecíamos los autores que,
probablemente, nos habíamos formado en San Pedro Sula y sus alrededores y que
teníamos, más o menos, ciertas afinidades literarias. De ese grupo de diez
autores, sólo dos se mantienen sin publicar su propio libro. Hasta la fecha de
aparición de ese libro no ha habido otro acontecimiento realmente importante
para la narrativa hondureña.
La actual narrativa hondureña se debate
entre el realismo mágico o costumbrista y la posmodernidad, entre el
puritanismo y la heterodoxia, entre lo políticamente correcto y la rebeldía,
entre la autocensura y el desparpajo, entre el afán reivindicativo de alguna
causa y la búsqueda de lo meramente artístico, y la pugna entre todos estos
elementos, aunque a algún despistado seguramente cosmopolita le parezca
provinciano, hay que asumirla como parte de nuestro devenir histórico, pues no
vivimos en una sociedad homogénea; aquí conviven, en una armonía delirante, lo
antiguo y lo moderno, por lo que no es extraño que algunos de nuestros
narradores (o poetas) sigan, a estas alturas, con los discursos trillados de
hace cuarenta o cincuenta años.
Una
nueva generación de narradores empezó a manifestarse durante los últimos años,
en la que Mario Gallardo y Dennis Arita sobresalen y a la zaga vamos otros, más
jóvenes, quizá insolentes y hasta fanfarrones, pero enteramente comprometidos
con la búsqueda que deberá conducirnos a la consolidación de una nueva
narrativa hondureña.
¿Qué
características marcan a esta nueva generación? En lo relativo al “fondo”, la
casi ansiedad por desmarcarse del relato bananero, del apego a la tierra y a lo
rural que caracterizó a generaciones anteriores, y la identificación de los
espacios urbanos no como simples estaciones de paso sino como escenarios
centrales. Ahí se mueven personajes ya no preocupados por el abordaje
totalizante de la historia, que incluye en nuestra narrativa, entre otros
aspectos, la guerra, la inestabilidad política, la explotación laboral y el
asunto remasticado de la identidad, sino por los temas inherentes a la época
más reciente: la criminalidad, la emigración, la crisis económica, pero desde
una perspectiva particular, que va de la mano con la soledad del individuo, con
sus relaciones interpersonales, su visión del arte y la literatura, el erotismo
y el hedonismo. No se trata de grandes temas sino de temas muy específicos que
implican el abandono de una visión abarcadora en favor de un acercamiento con
la obligada “obsesión del miope”, como apuntó Antonio Skármeta.
En
cuanto a la “forma”, se percibe en algunos narradores esa misma voluntad
posmoderna que apela a la fragmentación, aunque en algunos casos habría que
preguntarse si no se trata de cierta incapacidad para la construcción de
relatos más homogéneos. La incorporación de elementos propios del género
policial, del lenguaje de la tecnología, del humor, de la ironía y el uso del
pastiche y la intertextualidad, son otros rasgos que permiten entender a la
narrativa actual como inmersa en un proceso posmoderno.
Pero
a pesar de que todas estas características pueden ya identificarse en nuestra
narrativa contemporánea, resultan escasos los libros dignos de estudio, los
libros que pasen los rigores inherentes a una obra literaria de calidad; por ello
habría que esperar una buena cantidad de años antes de aventurarse a hablar con
propiedad de una narrativa hondureña de principios del Siglo XXI que no pase de
ser apenas un intento, un punto de partida prometedor, una entelequia.