Escena de la obra Loubávagu o el otro lado lejano. Foto: Roberto Cerrato.
Rafael Murillo Selva dice hacer teatro “como animal”. No planea sino que va creando sobre la marcha con los actores. Afirma que “este potrero” llamado Honduras le hizo cambiar su perspectiva sobre el arte escénico. A sus 74 años, vuelve a recorrer los escenarios hondureños con su obra emblemática, Loubávagu, estrenada en 1980, “una asimétrica muestra de teatro, poesía, música, baile, historia, reclamos políticos, sátira de la sociedad ladina hondureña y entretenimiento cómico”, en palabras del escritor guatemalteco Arturo Arias. Lo que planeaba resolverse como una entrevista al mayor dramaturgo hondureño, por momentos parecía otra cosa: una conversación amena sobre arte, sobre la vida, sobre el sistema que lo deshumaniza todo; pero de ahí salieron las siguientes preguntas y las respuestas siempre precisas de Murillo Selva:
¿Hacia dónde apunta el teatro hondureño?
Actualmente se está en búsqueda, y no se le puede pedir más. El teatro es un arte que generalmente se ha desarrollado en sociedades urbanas y necesita centros urbanos para desarrollarse, de acuerdo a la tradición occidental. En este país en donde todo está por hacer, el teatro está también por hacer. Y son bienvenidos los esfuerzos que se hacen, aún el de Chico Saybe, porque es mejor que haya algo y no que no haya nada.
Con respecto a las otras artes en Honduras, ¿en qué situación está el teatro?
A mí me parece que muy por debajo de la búsqueda que se hace en otras formas artísticas como la pintura, el cine o la fotografía. No hablo de la novela y de la literatura en general porque andan más o menos iguales. El teatro anda como atrasado. Es muy difícil categorizar porque aquí estamos en pañales. Lo único que digo a los encargados del teatro en Honduras es que es ridículo que gente que no sabe ni hablar ni desplazarse pueda montar un Lope de Vega o un Chejov o un Shakespeare. Más bien sugiero que encontremos en nuestros pueblos formas de lo espectacular y tratar de hacer una alianza con lo que han gestado estos pueblos. ¿Por qué no volcarse a esos trabajos del pueblo? No con una mirada paternalista sino seria, investigativa y fraternal e ir a aprender, si fuese el caso, o intercalar conocimientos entre lo que uno sabe y lo que el pueblo ha conservado. A partir de ahí se podría generar teatro más nuevo, más fresco, porque el teatro culto generalmente se hace en Europa para la clase media o media alta pero aquí no hay clase media, y aquí la clase “culta” es prácticamente inexistente. Si uno le propone a Micheletti que vaya a ver una obra y él se pondría a roncar en medio del público. La clase media y la media alta demandan bienes culturales pero si no hay clase media o media alta en el país no se puede pretender hacer teatro culto. Por eso yo decidí insertarme en las comunidades y aprender de ellas.
¿Es entonces el teatro comunitario la mejor alternativa para países como el nuestro?
No, esa sería una alternativa, porque ya hay profesionales del teatro que asumen su actividad con seriedad, como Tito Ochoa, Mario Jaén o Tito Estrada. Yo no rechazo eso, lo que digo es que el enfoque tiene que cambiar.
¿Son el ritmo y el movimiento en “Loubávagu” los elementos que establecen esa empatía inmediata y permanente con el público?
Sí, pero eso es fríamente calculado, no es producto del azar, eso es una propuesta, pensada, buscada durante años, sobre todo en el dominio de la forma. Se logra reformulando esos códigos teatrales que el pueblo ha venido manteniendo casi sin saberlo durante siglos. En Loubávagu quien dirige la acción es el tambor, por eso es un actor más. La danza, incorporada a una obra que tiene un acento épico, insertada en el proceso histórico y no viéndola como elemento folclórico sino como elemento vivo de la cultura; el canto, integrado a la acción dramática… Todo ello implica una búsqueda de formas.
¿Fue esa búsqueda formal lo que propició que decidiera emprender el montaje de una obra tan grande y difícil como "Loubávagu"?
La búsqueda formal fue una de las razones, y la otra es que yo siempre tuve la tendencia desde niño a vivir en los sectores populares, y no porque yo sea militante de algo sino porque así me siento más feliz.
En la obra se presenta varias veces a la figura del personaje que llega al pueblo garífuna con una máscara y que tiende al engaño. ¿Se sintió usted así en el momento de su llegada a la aldea de Guadalupe? ¿Temió que los pobladores lo tomaran como otro tipo mentiroso de los que siempre llegaban ahí?
No había pensado en eso y tiene razón, ellos pudieron verme así en algún momento. Para adquirir esa confianza mutua, que fue total, nos demoramos como cinco años. Pero después de 30 años, desde el estreno de la obra en 1980, puedo decir que mi relación con el pueblo garífuna de Guadalupe es maravillosa. El sistema ha propiciado desconfianza del uno con el otro, y entre personas y sociedades excluidas con mucha más razón. El sistema ha propiciado esta individualización tan atroz. Pero una vez rotos esos bloques creados en las conciencias sí se puede apreciar cómo brota el arte y la creatividad.
¿Confía usted en que en la aldea de Guadalupe sus habitantes sigan representando esta obra en el futuro?
Sí, confío plenamente en eso. Y la prueba es que hoy ha resurgido la obra. La primera versión terminó en 1997, y ahora, trece años después, ellos mismos la han hecho resurgir. Tampoco es tan idílico el asunto, porque hay unos miembros del grupo que sólo están ahí por el interés de viajar y por los pocos centavos que puedan ganar, pero hay otros que están conscientes de que la obra es importante para su pueblo, para sus vidas, para el país. Guadalupe, con esta obra, adquirió un grado de pertenencia histórica, son algo, los creadores de Loubávagu, no de un equipo de fútbol sino de una obra de arte.
¿Cómo ha visto las reacciones del público ante esta nueva versión de "Loubávagu"?
En Tegucigalpa llegaron a decirme que ésta es la obra de la Resistencia.
Es curioso que aunque la obra solamente muestre una circunstancia específica de la historia de Honduras, pueda representar de igual manera a toda la nación. Tiene esa virtud de la universalidad…
Puede representar a todo el continente. Cuando la presentamos en México, en comunidades indígenas de Chiapas, al final fue un aplauso gigantesco. Es que es arte hecho por excluidos, y excluidos hay en todo el mundo.
¿Cómo ven los europeos o los asiáticos esta manifestación del arte hondureño?
Es España y en Estados Unidos vieron la forma. Eso que llaman contenido, sí, ha dado buenos resultados, pero el aporte en cuanto a nuevas formas escénicas ha sido bien recibido. Porque ésta es una obra que no se sabe si es musical, si es épica, si el lineal o si tiene rupturas de tiempo. El escritor guatemalteco Arturo Arias dice, entre otras cosas, que la obra gana porque en primer lugar hay placer y porque el público sale de ella como convertido en negro.
¿Cree que la obra también puede ser una muestra del sincretismo no sólo en la cultura garífuna sino también en la cultura nacional?
No sólo de la cultura nacional sino también de la cultura universal. Es que la escena de la entrada del barco es algo que cambia la vida de los personajes, ya los pone a exportar. También la llegada del ferrocarril es vital.
En estos tiempos en los que tanto se habla de unión nacional, ¿en qué medida cree que esta obra podría contribuir a hacer eso posible?
Creo que ayuda en la medida en que los personajes jamás dejan de ser hondureños una vez que entraron en la historia nuestra. Al final de la obra, el acto ese de sacar la bandera, que es un poco romanticón, yo lo pensé mucho, pero no hice caso a los intelectuales, así que permití que la sacaran, aunque no acostumbro a hacer ese tipo de concesiones, de mover los resortes afectivos, pero ellos mismos, los actores, la sacaron desde la primera vez que nos presentamos fuera de Honduras.
¿Considera usted que dirigiendo la mirada hacia la periferia, en este caso hacia la cultura garífuna, podríamos encontrar ese sentido de la identidad nacional que tanto se busca en Honduras?
Por supuesto, porque la comunidad garífuna es uno de los grupos más excluidos del país y paradójicamente los grupos excluidos son los que más luchan por la identidad nacional y los que más tienen sentido de pertenencia.