Vila-Matas visto por Mikel Casal.
En octubre de 2007 conocí personalmente a Enrique Vila-Matas (aunque quizá en esa ocasión lo que hiciera fuera re-conocerle, pues me parecía haberlo visto meses antes en un aeropuerto). De lo que Vila-Matas habló esa vez (era una charla en Caixa Forum con motivo de un festival de literatura mexicana) es de unos extraños días en México que incluyó un viaje en tren algo movidito. Escribí, tal como lo escuché del escritor, el relato de ese viaje en tren en una nota que titulé Donde toda ficción era posible. Resulta que ayer leí en el ABCD un artículo de J.J. Armas Marcelo con motivo de la entrega de un premio al escritor catalán que alude precisamente a ese viaje. Así que si a lo que contó Vila-Matas en aquella ocasión de 2007 le sumamos los detalles que ofrece Armas Marcelo en este artículo, podríamos tener una idea más completa (y sumamente divertida) de esa historia mexicana:
El tren llegó a Guadalajara, México, y Enrique Vila-Matas se bajó con la pistola en alto, pegando tiros al aire y gritando: «¡Jalisco, no te rajes!». Un escándalo. Gonzalo Celorio pudo calmarlo. Le obligó a que guardara la pistola, que le cabía en la palma de la mano y era plateada, como las navajas gitanas. Yo llegué en avión, con Rodrigo Fresán, que me confesó que iba a quedarse en Jalisco por una temporada. «¡Voy a casarme!», me dijo. Vila-Matas, otros escritores y yo mismo acabamos alojados por el Ministerio de Cultura español en un cuchitril que se llamaba Mendoza. «Para que conozcan bien el centro de la ciudad», me dijo un alto funcionario (y se fue al Hilton). Vila-Matas pidió tequila en el bar del Mendoza y puso la pequeña pistola sobre la mesa. Subí a mi cuartucho, hice una pequeña descubierta por el hotel y, a las dos de la mañana, llegaron Celorio, Hernán Lara Zavala, el Pollo Ruy Sánchez y Rafael Ramírez-Heredia. A estas alturas, Vila-Matas gritaba a cada rato: «¡El horror, el horror!» (y acariciaba la pistola con ganas de usarla). «¿Qué haces en esta cueva inmunda?», me preguntó Rayo McCoy. Yo estaba cansado y le dije, rendido, que me quedaba allí. Pero en la madrugada, mientras dormía en mi cuartucho, aterrizaban en mi presunta habitación el ruido y la furia de un avión en la pista de un aeropuerto: un bajante general en mi supuesto baño hacía el resto. A la mañana siguiente, me fui al Hotel Guadalajara, salvado por mis amigos de la UNAM. Vila-Matas, invitado a ese periplo, contestó como uno de sus clásicos: «Preferiría no hacerlo».
En el cocido con el que premiamos su talento literario el otro día, en Buenaventura, Madrid, se contó esta batalla antes de que alguien preguntara quiénes son los escritores españoles «que se creen que van a ganar el Nobel más temprano que tarde». Descartado por suecos Justo Jorge Padrón, descubrimos un número desusado de «candidatos interiores»: quince para ser exactos. En México, dije por molestar, conozco a otros, empezando por Homero Aridjis. Entonces recordé que en aquella FIL de Guadalajara corrió la leyenda urbana de que Vila-Matas había disparado a Aridjis un par de tiros. Aridjis hablaba de Salvador Novo, el poeta de los Contemporáneos, pero Vila-Matas se empeñaba en llamarlo, con razón, «Nalgador Sobo». La pelea terminó en un duelo al amanecer, como los de Conrad, junto a la Barranca. Yo no fui porque después del yuyu no me gusta madrugar. Ramón Pernas contó que la mejor leyenda de Vila-Matas decía que había perseguido por Coyoacán, una noche de luna azul, nada menos que a Frida, y que el pintor Rivera estuvo a punto de caparlo en una esquina negra como gato negro en noche oscura.
La fiesta del cocido, la fiesta de ABCD, ha quedado ya institucionalizada, como si estuviéramos en México. Conté además que un día, en el Distrito Federal, Ignacio Solares dio en su casa un almuerzo en mi honor. Mi sorpresa fue que, a lo largo de toda la comida y la sobremesa, no hubo más que grandes elogios hacia Vila-Matas. ¿Vila-Matas?, decía yo extrañado, por ver si alguno se atrevía a hacer una crítica decente del autor de París no se acaba nunca. Pero el silencio era de pavor. Le tenían más respeto a Vila-Matas que a Carlos Fuentes y Octavio Paz juntos. Entonces decidí leerlo, aunque hubiera preferido no hacerlo, y ahora discuto a gritos con aquellos que me dicen que la literatura de Vila-Matas es light. Siempre les pregunto: ¿en comparación con la de quién? Porque aquí, y en la otra orilla, hay muchos escritores que quieren el Nobel, están ya traducidos al francés, al inglés, al sueco y, además, pugnan por entrar en la Academia y ganar el Nacional de Literatura, asuntos que ayudan mucho al currículum de los futuros Nobel.
De modo que fue una velada espléndida la de Vila-Matas y ABCD. Sólo hablamos mal de Lady Boccacio, Juanito Ventolera y ese viajante que copia a Leguineche volando por la geografía de la malaria, el mismo que quería, en 1982, ser portavoz del Gobierno de González («Me lo quitó Sotillos», me dijo una vez con cara de Polifemo odiador). Del resto, hablamos maravillas, aunque ustedes no se lo crean.