lunes, 17 de marzo de 2008

Un amor muy pero muy cortés

Chesil Beach. Ian McEwan. Anagrama. 192 Págs.
Les faltó carne y deseo, como dice una canción de Pablo Milanés. Y cuando llegó el momento, no supieron hacerlo. Es lo que sucedió en su noche de bodas. Pero este episodio, más que el centro de la novela es su punto de partida, porque lo verdaderamente importante no es el hecho sino lo que este hecho desencadena.
“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible”. Así comienza Chesil Beach, la última pequeña y enorme novela de Ian McEwan. Este inicio ya nos pone al corriente de lo que viene: una pareja de recién casados enfrentados al difícil momento de su primera noche juntos, pero lo que en una pareja cualquiera sería primero el reto y luego la prueba superada con mayor o menor talento por parte de sus concursantes, en esta que nos ocupa, la de Edward y Florence, el acto, la ceremonia más esperada, deriva en otra cosa.
Con la maestría y la elegancia que lo caracterizan y con la música de fondo que en sus novelas funciona a la manera de una banda sonora, McEwan construye este pequeño monumento narrativo a partir de un episodio simple, pero acaba convirtiéndolo en un asunto complejo en el que la extrema cortesía propia de la época y de la sociedad inglesa viene a ser el elemento clave, el más importante para la vida de los personajes.
Edward y Florence han decidido pasar su noche de bodas en un hotel de la costa de Dorset. Después de una cena servida en su habitación por un par de mozos discretos y eficientes, durante la cual, cada uno desde su propia forma de la prudencia, ha sopesado, con curiosidad, con nerviosismo, pero también con temor, los movimientos, los gestos y las palabras del otro, se dejan ir hacia la cama y entonces empieza el encuentro definitivo. Edward trata torpemente de llevar la iniciativa con besos y caricias que poco a poco a Florence le van pareciendo incómodos y hasta repugnantes: “Quería que la lengua de Florence realizace alguna actividad propia, engatusarla para que formasen un horripilante dúo mudo, pero ella sólo acertaba a encogerse y concentrarse en no forcejear, contener las arcadas, no sucumbir al pánico”. Aquí es donde se produce “el desastre”, como lo llama Edward, y vienen las consecuencias. Ambos tratarán de reencausar el amor, pero como ya se sabe, nunca basta todo el amor del mundo.
La pareja sabe que sus vidas están sustentadas en ese amor que se han jurado frente a un altar en la casa de Dios hace algunas horas, y en función de ese amor se empeñan en satisfacer cortésmente las demandas inherentes al matrimonio. Hay que consumar el matrimonio y al mismo tiempo hay que luchar contra los prejuicios propios, hay que aprender a descubrir el límite de los deseos propios y ajenos; en definitiva, a la hora de hacer el amor por vez primera, cada uno de ellos tiene que empezar a conocerse a sí mismo, y más allá, a conocerse a sí mismo con respecto a su pareja. Esto es un reto que él enfrenta si no con entera confianza, al menos con la disposición correcta, lo que no puede decirse de ella, que desde el principio, con la intención de no desentonar, precipita las cosas hacia resultados inesperados.
Al momento del sexo las certezas emanadas de su condición de recién casados (“obligaciones matrimoniales”) derivan algunas veces en equívocos: lo que Edward cree un avance espontáneo de su mujer, provocado obviamente por su deseo sexual, no es otra cosa que la primera reacción acaso defensiva de Florence ante la inminencia de un acto al cual llega con todas las dudas posibles; y las pequeñas decisiones –aparentemente correctas- que ella va tomando en el transcurso del acto son en realidad pequeños, sucesivos y decisivos errores.
De entre las novelas anteriores de Ian McEwan, Ámsterdam podría considerarse una divertida comedia sádica, Sábado sería un drama fuerte de la época actual, y Expiación, una extraordinaria historia de culpa y condena. Aún no he decidido si considerar Chesil Beach una gran lección moral, una historia tragicómica o un magistral ejemplo de ironía; podría ser todo eso a la vez; lo cierto es que McEwan es uno de esos raros y perfectos escritores a los que hay que leer completos, pues uno sabe que ésta no será su última obra maestra.

sábado, 8 de marzo de 2008

Por fin, la noche sampedrana

En esta reseña Hernán Antonio Bermúdez examina Las virtudes de Onán (2007), libro de relatos de Mario Gallardo, y, más allá de los juicios acerca de los temas y el estilo, hace un feliz descubrimiento: el de la ciudad de San Pedro Sula como escenario -hasta ahora virgen- para la ficción. Según el crítico, este libro constituye "la primera aproximación a una topografía literaria sampedrana".
Hernán Antonio Bermúdez
“Nada tan efectivo como la violencia rural en el espacio urbano, si se la sabe emplear de modo fulminante y teatral”. Roberto Castillo
Hace poco más de un año apareció Las virtudes de Onán, libro que agrupa cinco relatos de Mario Gallardo quien, conocido hasta ahora como autor de las antologías El relato fantástico en Honduras (2002, 2004) y Honduras. Narradores siglo XX (2005), incursiona por primera vez en la narrativa con su propia voz.
Se trata de un libro refrescante donde proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca. Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste, nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bahr, Julio Escoto y el mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria: cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a la literatura, y posee sus propios apremios expresivos.
Cabe destacar la notable habilidad de Gallardo para insuflarle vida a la composición de sus relatos, tanto en el bosquejo de los personajes como en el tejido de la temática total, pues cada hilo de la trama está entreverado para configurar el repertorio cuentístico del libro (a excepción de “El discreto encanto de la H”, más ensayístico –o digresivo- que narrativo).
Las virtudes de Onán es un libro del todo legible y capaz de valerse por sí mismo, y existe merced a la persistencia de una tonalidad y de un estilo. Éste es simplemente el ritmo narrativo que mejor se acopla a la forma en que el autor se imagina la realidad.
Además de su osadía erótica, Gallardo sabe evocar la vibración y atmósfera de San Pedro Sula que, hasta ahora, conserva su virginidad en el plano de la ficción.
El autor es capaz de mostrar la geografía literaria de una ciudad, a veces inventada y a veces real, a ratos generada por una operación memoriosa, a ratos surgida gracias a una elaboración imaginativa.
En efecto, Gallardo ha edificado una primera aproximación a lo que sería una topografía literaria sampedrana, más real que inventada, menos imaginada que existente. Ciudad sitiada por ladrones, hampones y criminales, donde la violencia y el peligro acechan de continuo, y se vive bajo el asedio permanente de la bestialidad. Y, por si fuera poco, espantosamente provinciana, de la que se está tentado de escapar.
Se trata de una prolija empresa estética: la ciudad elaborada, imaginada y evocada por el autor de Las virtudes de Onán emerge como resultado de un empeño en el cual la realidad es fabulada para que, una vez dentro del ámbito de la ficción, lo verosímil y lo inverosímil (o, si se prefiere, lo posible y lo imposible, lo creíble y lo increíble) se encuentren e interactúen en un mismo nivel: el narrativo.
Así, se dan los primeros pasos para configurar un cosmos urbano en el valle de Sula, tan ficticio como realístico, tan cabalmente inventado como perfectamente plausible. Gallardo ha iniciado, pues, la elaboración de una ciudad literaria que, si bien sólo es dable en la imaginación, resulta del todo apta para revelar esa otra que, perturbada, yace a la sombra del Merendón.
San Pedro Sula, la urbe que sirve de escenario para los relatos agrupados en este libro, pareciera destilar una pócima viscosa y turbia que impregna a sus habitantes pero, al mismo tiempo, resulta atractiva pues constituye la única instancia donde la vida cobra sentido para sus moradores. Vale decir, la ciudad conforma al individuo, lo moldea, y no a la inversa: lo habita, es –a su vez- personaje y no mero paisaje.
De allí que Heimito, el protagonista del excelente relato “Noche de samba bárbara” (quizá el mejor junto con el que le da nombre al libro), se lance (previo paso por Copán Ruinas) al tránsito desasosegante de una ciudad que parece estar dispuesta a cumplir una amenaza que apenas se hace explícita, aunque al final Wilmerio, su inminente asesino, “oprime con fuerza el puñal” (p. 48).
Tanto en “Noche de samba bárbara” como en “Las virtudes de Onán” el lector es llevado a sumergirse en el trajín nocturno, bacán y pecaminoso, del trópico absoluto. Al calor de las cervezas “Salvavida”, y de los efluvios de la marihuana, la promesa sexual agita los sentidos e incita al aturdimiento, lo que le costará la vida a Heimito, ese austriaco alborotado y gozador. Onán también será sórdidamente liquidado por haber sido testigo involuntario de un acto homosexual protagonizado por un jerarca militar, tras una larga noche bohemia y accidentada, en cuyo transcurso asiste al primer “Miss Honduras Tercer Sexo Belleza Nacional”.
Las virtudes de Onán está poblada de guiños a novelas como Tres tristes tigres, de homenajes literarios (a Cortázar y a otros conspicuos miembros del “boom”), de referencias musicales, roqueras, de alusiones al cine, de descalificaciones e improperios. A ratos, el autor no parece contenerse al airear sus “simpatías y diferencias”, resuelto a “marcar”su territorio.
Se sabe que cada libro interactúa de manera impredecible con el medio histórico-cultural que le es propio, y los mejores escritores son aquellos que contienen en sus obras una buena parte de la dialéctica de su cultura y de su época. Aldo Busi alude a ello en términos más prosaicos: el escritor es el guardarropas del teatrillo de su tiempo.
En ese sentido, Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña. No se trata, aclaremos, de un documento sobre un momento determinado ni la manifestación de un cierto género o programa. Se trata, ante todo, de la expresión única de la visión individual de su autor, cuyo brío y audacia sobresale en la “noche de Walpurgis” tanto de Heimito como de Onán (ese alter-ego del narrador), en la que toda apariencia de orden resulta, a la postre, demolida.
Hay pocas fallas en esta obra: es inevitable mencionar expresiones flojas como “viajar hacia el pezón y retorcerlo con pérfida dulzura” (p. 20); “(el) vacío intergaláctico de su estómago” (p. 35), o “para un detestable y adorable vago como yo” (p. 60).
Debo igualmente admitir que las alusiones a Horacio Castellanos Moya en la página 75 me desconciertan, habida cuenta de la reciente tentativa de adjudicarle el premio nacional de literatura, y de los argumentos válidos esgrimidos por Rodolfo Pastor Fasquelle al respecto, que no es del caso reiterar.
Nada de lo anterior opaca el valor de un libro herético, provocador, de meritoria valentía y de una solidez incontrastable. Las dotes de narrador de Mario Gallardo le auguran una prometedora carrera literaria.
Quito, 6 de marzo del 2008

A la sombra de los árboles de mango

La que sigue es una reseña del libro Figuras de agradable demencia, de Roberto Castillo, escrita por uno de los críticos que más y mejor conoce su obra. Fue publicada una sola vez el 25 de mayo de 1985 en el entonces suplemento cultural de diario "Tiempo" dirigido por Roberto Sosa cuyo nombre era "El ciempiés cojo".
Hernán Antonio Bermúdez
“No seguían hacia el centro, sino que agarraban por las calles laterales donde la penumbra que caía de los árboles de mango, las risas y las pláticas que siempre llevaban con ellas, la frescura de sus rostros y el calor de sus cuerpos las convertían en fantasmas graciosos que le daban una vida extraña a la ciudad calurosa”.
Con la publicación de su tercer libro en menos de cinco años, Roberto Castillo muestra que ha logrado imponerse una disciplina de trabajo, fenómeno más bien escaso en la literatura hondureña. Cualquier lector que haya seguido de cerca la producción del autor de El corneta (1981) y se haya dejado cautivar por sus textos, encontrará en Figuras de agradable demencia material apetecible que amplía y enriquece el universo narrativo iniciado en Subida al cielo y otros cuentos (1980).
En efecto, en los relatos agrupados en su obra más reciente Roberto Castillo afina sus obsesiones temáticas, se alimenta de sus ficciones anteriores y correlaciona los elementos de unas y otras de modo tal que todos sus trabajos constituyen un tejido de fijaciones y líneas recurrentes.
Así, en la trama de Figuras de agradable demencia vuelven a despuntar tópicos ya trajinados como el sexo, los sueños, los ambientes de burdel y cantina, la demonología, los arrebatos místicos, acompañados de los correspondientes curas, militares, orates y prostitutas. Existen cuentos que comienzan con una historia específica y, a la postre, se desbocan en ramificaciones que van más allá del relato mismo. A veces se establece un contrapunto entre lo personal y lo distanciado, y el narrador se incluye en –y se aleja de- la fábula como si pudiese entrar y salir a su antojo.
Hay asimismo una búsqueda por darle caza a giros casi que exclusivos de la palabra hablada, sobre todo de expresiones típicamente juveniles y/o rurales.
El encanto literario de este libro proviene de la densidad del provincianismo, del desciframiento de la épica local. A ello se le suma el talento para crear un mundo imaginario, propio de quien sabe captar la veta de maravilla que a menudo se desprende de las cosas más domésticas. Estas facultades perceptivas de Castillo van acompañadas de una notable soltura expresiva, visible en la agilidad del ritmo y en la limpidez de la frase. El hilo argumental fluye diestramente, y las inflexiones de la prosa discurren con el tono desenfadado de la conversación. Aquí los recursos del lenguaje oral (sobre todo de la procacidad sin límite) se integran con naturalidad en el torrente verbal de la obra.
Ajeno a cualquier especie de introspección, el único temple subjetivo que se permite el autor es la saeva indignatio del satírico, y la actitud de empatía con la materia narrada se halla mediatizada por una distancia crítica. Resulta claro que buena parte de Figuras de agradable demencia alude a alguna gestión vivencial que ejerció en el cuentista un efecto perdurable. La intensidad de esas experiencias le condujo a emprender una elaboración literaria capaz de ajustar cuentas con las intrigas de la memoria y, por supuesto, de verbalizarlas. En tal sentido, el libro no puede evitar un cierto aire de bildungsroman colmado de material autobiográfico, de fragmentos de lo que Pavese llamaba la “mitología privada” del autor.
Al margen del afán escolástico de inventariar los ecos de otros narradores en la obra creativa de Castillo, es preciso señalar la impronta vargasjoyceana, o sea, su coincidencia con escritores que han trabajado el tema de la infancia y de la adolescencia. Al lado del Vargas Llosa de La ciudad y los perros y de Los cachorros estarían Alfredo Bryce Echenique, José Agustín, Gustavo Sáinz y, de manera especial, el colombiano Andrés Caicedo. Pues qué duda cabe de que en “El atarantado” (el relato de mayor extensión y eje central de este libro) hay extraordinarias similitudes con las voces de aquellos jóvenes de la ciudad de Cali que Caicedo supo recoger fervorosamente en sus narraciones.
El protagonista de “El atarantado” es un alumno a primera vista distraído y displicente, que “aprendió desde el principio todas las mañas que deben manejarse en un colegio de curas” (p. 91) y que, tras su aspecto bobalicón, posee una respetable capacidad de inmunización frente al medio circundante. Así, sale indemne no sólo de las mortificaciones de sus condiscípulos sino de los rigores de los “retiros espirituales” promovidos por las autoridades escolares. A través de su pasión por el ciclismo conoce a las pica-hielo (1), cuya aparición, “febril e inesperada” (p. 126), conmueve al alumnado (2), y con la mayor de las cuales, la Ana Julia, conocerá el sexo por primera vez. Otro personaje es Jimmy, un compañero de clase, reincidente seductor de meseras que, tras las secuelas expiatorias del “retiro espiritual”, experimenta un sueño-pesadilla (3) que se troca en un delirante descenso a los infiernos de la zona roja. La travesía onírica de Jimmy le induce al desenfreno y a la temible concupiscencia execrada por el padre Almeida. La escena del strip-tease (4) a la que asiste allí el estudiante es uno de los episodios de mayor humor de la obra y representa un detonante cultural sin paralelo en la narrativa hondureña.
Tales lances carnales enriquecen este fresco, cómico y a la vez certero, sobre los jóvenes de cierta extracción social de mediados de la década del 60, cuando aún no se fumaba marihuana ni se comían hongos, porque “en ese tiempo a nadie le había pegado por andar en esas ondas”. (p.101). Castillo describe los aturdimientos, hábitos y motivaciones que animan a esa juventud situada y fechada (de ahí la conexión histórica de lo narrado). Se trata de una generación que, en ese entonces, no llegó a politizarse ni conoció las acechanzas de la contracultura ni padeció desgarramientos de tipo alguno. Pareció darse por satisfecha con los deportes, el alcohol y, por supuesto, el desfogue sexual. “El atarantado” deriva en una crónica entrañable de quienes arribaron a la pubertad en los años 63-67, dentro de un ámbito semiurbano.
En efecto, estos colegiales deambulan en la misma ciudad donde se escenificó la saga de “Anita, la cazadoras de insectos”, la cual no es otra que la “capital industrial” del país, cuyo rastro (el boulevard, el casino, los árboles de mango) es reconocible en ambos relatos. El autor se resiste, empero, a llamarla por su nombre. Ahora bien, si en “Anita” subsistía alguna ambigüedad y era dable evitar nombrarla, en “El atarantado” las señas proliferan (el Merendón, el Jardín Acuático, El Cumajón, El Hotel Sula, etc.), y tal silencio deviene no solamente insostenible sino inexplicable. Es, pues, esa ciudad calurosa, oxigenada por la nostalgia, la que sirve de marco para evocar el paso de la edad desde un perspectiva adolescente, que aquí equivale a una mezcla de humor con cierta amargura, de curiosidad y desarraigo, de calidez y desencanto.
Veamos ahora, muy someramente, los cuentos que de alguna manera, se remontan a etapas anteriores. Para el caso, los muchachos de “Después del Iscariote” y de “La laguna” pertenecen al linaje de Tivo, el célebre protagonista de El corneta: trátase de una picaresca de tesitura rural, proyectada sobre el fondo de atraso y carencias imperante en el campo. “La laguna” que, como se sabe, mereció el premio Plural de narrativa en México a principios de año (5), posee una estructura acabada y relata las andanzas de tres pilluelos de un caserío que no sólo tendrá que lidiar con una hambruna (6) sino que sus pobladores serán exterminados (presumiblemente en masa) por el fuego de helicópteros artillados. La asociación retrospectiva con los campesinos baleados de Subida al cielo es inevitable, nada más que si en ese cuento la idea en juego era la ascensión, en el caso que nos ocupa los proyectiles descienden del cielo. Pese a las notas de humor agreste, “La laguna” gira sobre un motivo más bien patético, para nada divertido, y, sin embargo, no contiene ni una hebra de sentimentalismo (salvo el final, donde se efectúa otra inversión de trayectorias: si en Yoro la lluvia de peces se precipita, según se dice, desde el cielo, aquí los “tinguros” brotarán, un tanto mesiánicamente, del suelo).
La estructura del “El loco divino” en cambio, se resiente con la irrupción del gurrumino que, de narrador de los extravíos de don Juan Diego, pasa a contar sus propias hazañas como agente policial. “Desaparecido” en el último tramo del cuento, don Juan Diego reaparecerá, diríase en desquite, en “El inventor”, en tránsito, eso sí, hacia su definitiva demonización. Las turbas no del todo divinas (“pícaros, demonios, gallinas, ángeles”) que acompañan al loco divino forman también el cortejo de los sueños provocados por la máquina de Carlitos, el inventor. Tal combustión de diablos y sueños tiene sus raíces en “Genoveva”, cuyo protagonista era una versión femenina, lealmente beatífica, de don Juan Diego. Para acabar con las transmigraciones, Chico, personaje de “después del Iscariote”, formaba parte del elenco del “El ángel” (en Subida al cielo…), y en ambos relatos, empapados de la misma atmósfera religiosa, el narrador participa en la acción narrativa. Esa atmósfera da lugar aquí a un incidente político (el enfrentamiento entre el padre Manuel y doña Erlinda), cuyo bosquejo, breve e incisivo, constituye uno de los mejores aciertos del libro.
Con todo, confieso que el texto que más me gusta es el que le da nombre a la obra. Allí, en “Figuras…”, se delinea, con pericia estilística, un delicioso ambiente decadente (pero no por ello menos provinciano). Está escrito en plan de regodearse con el tema, como si el autor jugara con sus propias filias y fobias. La construcción de la escala jerárquica de lenguas escorpías y viperinas, presidida por los supremos oficiantes de la chismografía y perfidia, Lengua Santa y Tapatranca, es un logro contundente de la escritura de Castillo.
Pocos libros de la narrativa hondureña están dotados de la consistencia y brillantez de éste. Su libertad expresiva, su tono desinhibido y, con frecuencia, abiertamente divertido, su vitalidad en suma, han de ejercer un impacto decisivo sobre los nuevos escritores del país. Por su parte, el lector que sepa apreciar la apropiación del idioma exacto de la vida diaria y las revelaciones que ello trae consigo, presentes en Figuras de agradable demencia, esperará con impaciencia a que Roberto Castillo, como Carlitos el inventor, tome su cuaderno de notas, se ponga a escribir las observaciones del día y haga tronar de nuevo (las teclas de) su máquina.
Nueva York, 14 de abril del 1985.
Notas
  1. Las pica-hielo ya habían sido mencionadas en “Anita, la cazadora de insectos” (el texto más memorable de Subida al cielo y otros cuentos), sólo que en contraplano, del otro lado de la fiesta. También se asoman, de refilón, al final de “Tatareto”, ese aperitivo para la lectura de “El atarantado”.
  2. “Con frecuencia las habían visto rondando por el colegio. Llegaban a ciertas horas y compraban raspados en el portón de la entrada; y cuando había juego se quedaban detrás de la verja, colgadas como monos, en vestido o en shorts, enseñando las pantorrillas. Al poco tiempo ya se acercaban en bicicleta y en cada descuido del guachimán se colocaban hasta el patio. Se dejaban venir las tres bicicletas y ¡fuuuuuuum!, pasaban de un solo para adentro”. (p. 126).
  3. Los sueños habían formado parte no despreciable de “Genoveva” y de “Selene y los espejos” de Subida al cielo y otros cuentos. Es más, tanto Genoveva y Selene como Jimmy en cierto momento sueñan lo mismo: caminar como fantasmas por la calle, invisibles ante los ojos ajenos.
  4. El strip-tease es otra de las recurrencias ya abordada por Castillo en su primer libro (cf. “Blanca navidad” y, de soslayo, “La muerte literal”).
  5. Este hecho, sumado a la adjudicación del premio Plural de poesía al trabajo de otro hondureño, José González, marca el mayor reconocimiento internacional de nuestra literatura desde que, en 1971, Roberto Sosa ganara el premio Casa de las Américas.
  6. Para alusiones previas a la hambruna véase “Viaje” (en Subida al cielo…).