miércoles, 28 de mayo de 2008

Música para corazones solitarios

Por Giovanni Rodríguez

Uno de mis vecinos es músico, específicamente guitarrista. Y es bueno, como he podido comprobar en las muchas ocasiones en que sus acordes llegan hasta mi oído a través de las paredes de los apartamentos que nos separan. Vive dos pisos arriba del mío. Esto lo sé porque últimamente le da por abrir la ventana que da al vacío interior del edificio y puedo, desde la ventana de mi cocina, verlo ahí con su guitarra, ejecutando melodías que a mí se me antojan desesperadamente lentas y melancólicas, lo que me da una idea del estado de ánimo en el que se mantiene.
Llevo un año con mis casuales e intermitentes audiciones, reconociendo a través de sus ensayos, interrumpidos constantemente para repetir alguna figura que no ha salido bien, los progresos de su música –porque es su música, de eso estoy seguro, aunque no sabría explicar por qué- y no es sino hasta en la última semana que he logrado completar en mi oído –para mi sorpresa- algunas de sus piezas. Esto es algo que me había mantenido intrigado hasta ayer, cuando por fin comprendí la razón por la que este músico no completaba antes ninguna de sus piezas mientras que ahora sí lo hace.
Y la razón es que en la ventana del apartamento de enfrente una muchacha lo escucha con una expresión de absoluto placer, un placer casi hipnótico. Pude comprobarlo ayer, decía, porque mientras caminaba por el pasillo que en mi apartamento conduce de mi habitación a la sala, oí de nuevo el rasgueo de la guitarra, y entonces asomé mi curiosidad por las celosías de la ventana de ese pasillo y contemplé la escena: él ejecutando su instrumento y ella, con unos ojos disminuidos quizá por el embeleso que le producía la música, escuchando y suspirando.
Me sentí por un momento un intruso en la escena, pero me quedé ahí un buen rato porque recordé, primero, el episodio de Rayuela en que Talita pasa, por medio de una tabla, de su balcón al de Oliveira, y segundo, una escena un tanto cubista de la película Henry & June, dirigida por Philip Kaufman, en la que, mientras Hugo, el marido de Anaïs (Nin), toca la guitarra en su casa, ésta es “tocada” a su vez por las manos de Henry (Miller), ambos fuera de la vista del cornudo en una parte oculta del jardín.
Me he pasado los últimos días pensando en las muchas posibilidades de esa escena inmutable que, de ventana a ventana, siguen protagonizando mis dos vecinos. Son jóvenes, quizá más jóvenes que yo. Él quizá se gane la vida tocando en alguna banda de rock o de blues unas dos o tres veces por semana. Ella quizá vaya a la universidad durante el día y espere con ansia la hora de la noche en que pueda volver a abrir la ventana para escuchar la música que le envía amorosamente desde unas cuerdas el vecino del apartamento de enfrente.
Entre ellos está el vacío por donde entra la luz del sol al edificio, unos ocho metros de distancia, no demasiado como para que uno de los dos se decida un día a instalar un puente con una tabla gruesa. Pero no parece que él quiera levantar un poco la mirada y su valor para dedicarle a ella algo más que música. Y ella tampoco da muestras de querer saltar o volar o decirle siquiera una palabra de agradecimiento. Nada se dicen, porque no es el silencio lo que los separa. Hay algo más que se los impide, me digo, y me dispongo a escribir su historia: Había una vez un músico enamorado y una joven mujer que, mientras el marido de ella no estaba en casa, jugaban a llenar con música sus corazones solitarios…

sábado, 24 de mayo de 2008

Espagueti zombi

Por Dennis Arita

En defensa del zombi
Decir "Italia" significa para algunos evocar dos cosas: fútbol y comidas preparadas con abundante harina y tomate. Esa palabra evoca lo mismo en mí, pero también y por sobre todo me trae a la mente el cine italiano y a dos de sus principales criaturas: el caníbal y el zombi. Me refiero, por supuesto, al cine italiano de horror, que es el espacio predilecto de estos dos monstruos y específicamente al cine italiano de horror desde finales de los setenta hasta mediados de los ochenta. Sus años dorados son los comprendidos entre 1979, cuando se estrenan Holocausto caníbal de Ruggero Deodato y Zombi de Lucio Fulci, y 1987, cuando Dario Argento dirige el filme de suspenso Terror en la ópera. Se advierte una decadencia: del horror brutal, vicioso y maldito de Fulci y Deodato se pasa al susto comedido y urbano de Argento; de la técnica ruda y casi artesanal de 1979 nos movemos al exhibicionismo visual de 1987. Antes de esa época prodigiosa, Italia ya exportaba magistrales películas terroríficas, como las de Mario Bava, que fraguó, para sus admiradores, la obra cimera de lo siniestro: La máscara del demonio (1960). Sin embargo, la mala fortuna de Bava decidió que en su mejor película no apareciera ni un zombi. Sus villanos pertenecen a la estirpe de los vampiros y aunque estos poseen, como los zombis, la cualidad de alzarse del sepulcro para aterrorizar al mundo, resultan calculadores, fríos, ambiciosos y, al final, risibles. Sus canalladas son cómicamente semejantes a las de los caníbales, sus primos en el mal. El zombi es encantador porque es más pintoresco y modesto: no muestra el incontrolable deseo de poder que hace temblar al vampiro. Físicamente horrendo, el zombi tiene una vida social que se reduce a agruparse en hordas y avanzar lentamente en busca de su comida, consistente en seres humanos vivos que prefieren amontonarse en cochambrosas iglesias o en sanatorios abandonados para apertrecharse y defenderse inútilmente de la invasión de ultratumba. El vampiro habla demasiado y aunque posee la llave de la inmortalidad, suele enamorarse de adolescentes descerebradas que provocan su ruina. El zombi, en cambio, es tenaz y silencioso: sus cuerdas vocales han sido destruidas por la inevitable corrupción de la carne. Los caníbales son delincuentes comunes. Menos vistosos y a veces sencillamente ridículos, exigen que uno viaje a la selva ­­―casi siempre la colombiana― para ser comido por ellos. La clásica Holocausto caníbal definió el curso de las futuras películas de este género: un puñado de jovenzuelos descarriados viajan a la jungla para detruir "el mito de los caníbales", maltratan a un grupo de indígenas y como castigo de sus pillerías acaban en el estómago de los parientes de sus víctimas. La brillantez de este filme de 1979 es su uso de una triquiñuela que pertenece a la literatura, "el manuscrito encontrado". En este caso, por supuesto, no se trata de un manuscrito, sino de su mutación cinematográfica: una película rodada por los propios jovenzuelos en la que los hombres que han salido en su busca descubren los detalles de su horrible final. Al contrario del caníbal, el zombi posee la ventaja de aparecer en cualquier sitio: en una casa de campo, en un centro comercial, en un hospital, en una parroquia o en un colegio de señoritas. En Miedo en la ciudad de los muertos vivientes, rodada por Fulci en 1981, los zombis son dueños de una inesperada virtud que los hace más atractivos: pueden aparecer y desaparecer a voluntad.
Zombis en el trópico
Si Holocausto caníbal fue el mapa que señaló la ruta del cine de comedores de hombres, Zombi de Lucio Fulci es el silabario de los directores de películas de muertos vivos. Antes de la película de Fulci, el estadounidense George Romero ya había determinado las señas de identidad del zombi. En El amanecer de los muertos, de 1978, la plaga de muertos vivos no tiene una causa conocida y la única forma de detenerlos es destruyéndoles el cerebro. Nada de lanzazos o pistoletazos en el abdomen. La forma eficaz de terminar con un zombi es pegándole un balazo en el cráneo. Fulci y su guionista Dardano Sachetti saquean con regocijo infantil la película de Romero, pero introducen algunas magníficas variantes: la acción transcurre en una isla tropical, casi todas las actrices se desnudan sin motivo aparente y el desenlace es apocalíptico e incluye el asedio de una iglesia, muchos balazos (pocos, por desgracia, dan en la cabeza de los muertos vivientes) y un incendio. El argumento y algunas escenas íntegras de Zombi fueron robadas por Mariano Girolami, director de la infame Holocausto zombi, especie de híbrido del filme de Fulci y el de Deodato. Algunos conocedores acusan a esta película por su trama laberíntica, que pierde en sus recodos traicioneros al espectador que desea aplicar la lógica a los acontecimientos que ve en pantalla. Lo mejor es dejar que las imágenes espléndidamente brutales sirvan de pegamento para unir las partes dispersas. Sobre la falta de cohesión de esta película, Fulci señaló en una entrevista: "Zombi se basa en las sensaciones, no en el argumento". Tiene razón. Para ser riguroso, no hay argumento, pero las sensaciones abundan. Está bien. Sí hay argumento. A Nueva York llega un barco espectral, cuyo único ocupante es un hombre que antes de lanzarse al agua ataca a la policía y demuestra un gusto sospechoso por la carne humana. Anne Bowles, hija del dueño del barco, viaja con un periodista y dos aventureros a la remota isla de Matoul, donde vive su padre. En Matoul descubre que su padre está muerto y que el doctor Menard ha estado haciendo experimentos de una naturaleza que nunca se aclara, como muchas cosas en este filme. Como es de esperar, los muertos vivos acaban poco a poco con los actores, de maneras horriblemente creativas, hasta la confrontación final en la iglesia isleña. Un crítico señaló los defectos de Zombi: "Esta película sólo desea perturbarnos, sea arrancando yugulares, perforando ojos con astillas de madera o extrayendo tripas". En realidad, no hizo más que destacar sus principales virtudes. El final es puro horror de los setenta: los sobrevivientes regresan a Nueva York en busca de refugio; lo que no saben es que esa ciudad está tomada por los muertos vivos. Así era el terror de esos años: no dejaba esperanzas. Por ejemplo, en la primera película de Romero, La noche de los muertos vivos, de 1968, el héroe de la película, después de sobrevivir al asedio de los zombis, es muerto a balazos al ser confundido con un muerto viviente.
El zombi y el tiburón
Zombi no será la mejor pieza cinematográfica de la historia, pero su hora y media de metraje nos depara muchas agradables sorpresas. La primera de ellas son los propios zombis. Romero no fue muy creativo que digamos a la hora de inventar zombis. Algo de pomada en el rostro bastó para darles carta de ciudadanía en el reino de los comehombres. En cambio, los muertos vivos de Fulci son verdaderas piezas de arte ambulante (aunque vacilante). En sus cuerpos invadidos de gusanos se ha instalado la corrupción triunfante, carecen de ojos y en lugar de piel muestran una abultada capa de materia grisácea y verdosa. Su fotografía y su música han sido creadas para despertar la inquietud y el miedo. Fulci es un especialista en atmósferas decadentes. Son realmente tenebrosas las tomas de los muertos vivos vagando por las calles desoladas de Matoul o, de noche, avanzando a tropezones bajo las palmeras. Zombi tiene dos o tres secuencias maravillosas, como la del cadáver del conquistador español saliendo de la tierra. Para mí, la más sorprendente es la pelea entre el zombi y el tiburón que está casi al comienzo de la película: en el barco hacia Matoul, la mujer del capitán se desnuda sin motivo, como siempre, y mientras bucea es perseguida por un zombi submarino que es perseguido por un tiburón. La pelea siguiente es absurdamente excitante; sólo un loco podía filmarla.
¡Ahora, a sacarle los ojos!
El buen cine, como las buenas novelas, es un arcón donde se guardan los secretos y las obsesiones de sus creadores. Fulci, fundador del cine italiano de horror, tiene pocas obsesiones, pero son fácilmente reconocibles. Le encantan la sangre y las tripas y sus filmes no dejan espacio para la esperanza. Es memorable el final de su filme Las siete puertas del infierno: los protagonistas vuelven al mismo sitio infernal, no importa por dónde salgan. Todo termina mal para los humanos. Aunque puede verse desde otro punto de vista: todo termina bien para los zombis. Una obsesión de Fulci es llamativa: odia los ojos y en varias de sus películas los vacía con clavos, dedos y madera. Una secuencia me viene a la mente de inmediato: en Zombi, el ojo izquierdo de Olga Karlatos perforado lentamente, con exquisito detalle, por una larguísima astilla de madera. Esta obsesión fulciana también puede verse desde otra perspectiva: le encantaban los ojos y como todo creador de una iconografía del horror sólo podía mostrar su amor perforando globos oculares. Queda una tercera alternativa: Fulci se sentía culpable de crear imágenes horribles y las imágenes son percibidas por los ojos. Extraer, perforar o vaciar ojos es su manera de manifestar su culpa.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Mal gusto y efecto mediático

Por Giovanni Rodríguez

En EdTV, una película de Ron Howard, el protagonista dice algo parecido a esto: “Antes eras famoso porque tenías algún mérito, ahora el mérito consiste precisamente en ser famoso”. Ocurría que el personaje protagonizaba un reality show en el que tres cámaras registraban sus movimientos durante todo el día, incluso en sus horas de sueño.
La sociedad actual se rige por una dinámica similar. Proliferan esos seres anodinos que la prensa, la mercadotecnia y la publicidad han convertido en héroes de la noche a la mañana. Ya se sabe que lo que esa gran masa de gente sin educación y sin cultura llamada público espera es aquello que satisfaga su necesidad de inmediato placer, que le permita abstraerse de todo y le procure una risa fácil, que no implique más participación que su sola disposición para dejarse llevar, sin entrar en el problema del empleo de su “inteligencia”.
Y es que para las nuevas generaciones todo lo que en apariencia es inteligente está relacionado con el aburrimiento. La idea generalizada de que leer es una actividad tediosa viene de la falsa creencia de que los libros sólo funcionan como herramientas informativas cuyo contenido tiene alguna “utilidad”. “El arte es completamente inútil”, dijo Óscar Wilde, y sin embargo cuánto ha logrado tocar las fibras de la existencia humana a lo largo de los siglos, cuánto ha logrado revelarnos la literatura, esa “mentira que dice la verdad”, en palabras de Vargas Llosa.
Pero si el hecho de que la mayoría considere aburrido leer es ya nefasto, veamos lo que ocurre con esa minoría que “sí lee”. Una reciente encuesta en un diario hondureño, con una absoluta falta de rigor -que tampoco es necesaria en empresas de semejante obviedad-, refleja las preferencias de los lectores: dos escritores nacionales: Froylán Turcios y Julio Escoto, más un escribidor de cuyo nombre no quiero acordarme; tres extranjeros: un brasileño que escribe libros para rehabilitados, una chilena que del realismo mágico hizo pomadita y se puso a untarlo todo con ella, y el eterno lugar común García Márquez. La lista se completaba con esos detestables libros que ofrecen las claves de la felicidad, de la riqueza o del éxito para ser alcanzados en el plazo fijo de siete días.
Si a esta encuesta le hubieran agregado las mismas preguntas pero ya en el ámbito musical, habría resultado también una abrumadora diferencia a favor del regueatón, ese ritmo monótono y repulsivo que se oye en las radios y se pasan de teléfono a teléfono los adolescentes, todos ellos adoradores de tipos que suben a un escenario con un micrófono, los pantalones casi en la mitad del trasero, las camisetas con enormes números en pecho y espalda, una gorra anormalmente endosada en la cabeza, unos zapatos de payaso y unas cadenas caninas, largas, gruesas y pesadas en el cuello, para hacerse creer y hacerles creer a miles de idiotas que lo que hacen es normal, importante, hermoso y hasta artístico.
Y este panorama no cambia demasiado de un país centroamericano a otro. ¿Qué se puede esperar de este nuevo ejército de descerebrados, que llegan a la veintena de años sin dar muestras de haber empezado a pulir los rasgos de su personalidad, que tienen por héroes a esos execrables especimenes reciclados, subproductos que la mercadotecnia crea a partir de la popularización del mal gusto? No, definitivamente no se puede esperar nada que valga la pena. Los falsos héroes abundan, y el mal gusto también, tanto para los libros como para la música.

martes, 20 de mayo de 2008

Gustavo Campos: Que no baste nada, ni la poesía, ni la absurda literatura de todos los días

Por Jorge Martínez Mejía

Todo lo que no es literatura se encuentra en cualquier calle. Sólo las confesiones diarias del hombre son literatura. Sonofelet

Recién cumplidos sus veintitrés años, Gustavo Campos cierra su ciclo con la poesía declarando que ha quedado literalmente mudo. Probablemente muchos pensarán que se trata de una pose literaria, muy acostumbrada en nuestros días; sin embargo yo soy testigo de su imposibilidad actual, no de su falta de capacidad contemplativa, sino de su tedio, de su desidia con la literatura.
Hubo un tiempo distinto, un extraordinario fervor, un éxtasis literario en el que Gustavo Campos se confundía entre su misma producción. Fue el tiempo en que vivió en sus Habitaciones sordas y construyó Desde el hospicio un mundo de correspondencias, una inmensa galería en la que tuvo la fortuna de estar frente a sus ídolos literarios en un téte-à-téte. Desde el hospicio fue ese inhóspito edificio siquiátrico en que la poesía se alimenta de los poetas en un festín demoníaco. Su voz fue entonces tan fluida hasta la enajenación. No hubo sacrificio de palabras ni ceremonias vanas, ni metáforas válidas. Sus construcciones dejaron de ser “naturalmente literarias” para convertirse en un fluir de miradas y ecos casi sin sentido, resonancia de otras voces poéticas entre las que retumban las voces perdidas de Ezra Pound, Hölderlin, Pizarnik, Leopoldo M. Panero, Vallejo, Artaud, Oliverio Girondo, Allen Ginsberg, Beckett, el Marqués de Sade, Dylan Thomas, etc., etc., etc., etc.
Cierta enfermedad se apoderó de sus huesos y sus horas durante los años 2005 y 2006, “una obsesiva intención de encontrarse a sí mismo, de buscarse en la sombra teñida de empellones contra las paredes” (1). Un pesimista atroz, totalmente náufrago, sonámbulo, con un destino cifrado en la poesía, hizo de cada uno de sus instantes un objet d’ art, pequeñas construcciones poéticas de enorme aliento. Entonces decía; “No escribo un poema por sufrimiento, sino para sufrir… para darme fin…”. Trasnochado, ebrio y sin embargo lúcido en el ambiente demencial de sus sórdidas habitaciones, fue construyendo simultáneamente en el hospicio Bajo el árbol de Madeleine, ya sumergido con todas sus palabras en la misión de darle fin a la cordura. Entregado al alcohol, pergeñando lecturas inconexas, pero trazadas en su fantasía para descifrar el caos del lenguaje, y no obstante empecinado en encontrar una manera auténtica de vivir su propia vida, libre de la fatua imbecilidad circundante, la mediocridad y el abuso de cánones desteñidos y obtusos, concluye su pequeño y descomunal esfuerzo sólo para quedarse mudo. Y lo ha logrado. No se ha podido ver reflejado a sí mismo en lo que ha escrito, pero se ha encontrado, él es la voz de la poesía. “De antemano estuvo condenado al hospicio sin prometerse talento ni locura, pero el zapato siempre iba a estar sobre la silla”.
Gustavo Campos nació en San Pedro Sula en 1984 en una familia humilde y esforzada, signada por la fatalidad del suicidio de su padre, en un barrio de la clase media sampedrana. Un permanente sentido de lo trágico y el afán de proteger a los suyos aún desde la impotencia, le hizo desarrollar una personalidad taciturna, sentido de tristeza y soledad. En sus tres poemarios podremos encontrar entonces esa intención de buceo en sus propias fantasías y terrores, la inminencia del suicidio como un fantasma acechante:
“Nos obligaron a vivir
jamás me dejaron seguir
ya vendrá el milagro, dijeron
y la angustia fue el milagro
nos obligaron a vivir…”
“…no escogimos las pesadillas
el exilio
errar eternamente solos
las convulsiones
o delirios
ni inventar un nuevo diálogo
nos obligaron a vivir
quienes nos obligaron a morir”.
Con Bajo el árbol de Madeleine Gustavo Campos concluye un ciclo en su producción literaria, se cierra la puerta que abrió en la literatura, una creación oscura, enferma y demencial. Un ciclo de una producción muy importante para las letras hondureñas. En la actualidad Gustavo Campos se dedica al estudio de la literatura y al trabajo cultural con la Dirección Regional de Cultura, Artes y Deportes. Ha publicado fragmentos de su obra en suplementos literarios y revistas del país, ha concedido entrevistas y se perfila como una de las voces poéticas de mayor resonancia. Tal vez el milagro que lo hizo enmudecer, de igual manera le devuelva su voz, si no, con este último libro tendremos suficiente.
Gustavo ríe, con una risa torva, entrecortada.
San Pedro Sula, 4 de febrero de 2008.
  • Nota 3 Jorge Martínez Mejía, "La enferma y bella poesía de Gustavo Campos". San Pedro Sula (2005).

lunes, 19 de mayo de 2008

De prólogos Pilatos y experiencias lectoras

Por Gustavo Campos

Sabiduría y rebelión: dos venenos. E. M. Cioran
Cuando publiqué Habitaciones sordas, mi primer libro de poemas, decidí no incluir comentarios elogiosos de algún oráculo del patio como respaldo -existen también los prólogos ocurrentes, inocentes y chispeantes-, a lo que ya estamos acostumbrados en el medio. También me abstuve de pedirle a mis amigos tan deshonroso favor, la palmadita en la espalda a lo Pilatos podía obviarse. Sin embargo, las políticas editoriales en donde lo publiqué lo exigían, ello los obligó a elaborarlo. Era mejor antes que el compadrazgo. Sin embargo, como bien es sabido en el medio literario, las editoriales exigen que el prólogo sea una invitación exultante, por lo tanto lisonjera, para atraer al lector. De esto tenemos harto conocimiento los lectores.
Ahora, pasados poco más de 3 años, aunque mis principios se mantienen firmes, decidí incluir un comentario de mi amigo y compañero Poeta del Grado Cero: Yorch Martínez, de quien admiro su entusiasmo y jovialidad y que siempre me ha parecido un auténtico juglar, además de celebrar sus Causas Perdidas, poemario aún inédito de futura publicación.
Estas líneas que me atrevo a escribir las considero forzosas para aclarar cómo ha sido y es mi relación con la literatura, quizás alguien piense “lo que importa en este tiempo es el placer del texto, no las biografías”, a lo que respondo de antemano: “amigos, todo lo que piensen o critiquen ya lo sé, también es mi ejercicio”.
A continuación un breve paseo por Desde el hospicio, libro que espera hospedarlos. Antes de la aparición de Habitaciones sordas ya tenía bosquejado básicamente todo el presente poemario, razón por la cual me desanimé tan pronto de mi debut literario, que incluso no quise publicar: mi ambición era mayor y mi autocrítica seguía elevándose cual Ícaro. Con Desde el hospicio creí tener ante mí un mundo de habitaciones, un sinfín de experiencias vividas intensamente, como intensas fueron mis lecturas. Un laberinto en donde desfilaban aquellos “espíritus agrietados”, como dijera Cioran acerca de los artistas sufrientes, y que, como escribió Stevenson, cargaban con un destino difícilmente sacudible de sus hombros.
Aún recuerdo los poemas que fueron importantes en su concepción. Artaud, Fijman, Hölderlin, Pound, Ginsberg y Thomas fueron algunos de los contribuyentes. Y así fue que comencé un canto de la desesperación, a manera de arco de tiempo, como la idea que a Pound siempre lo posesionó.
Aprovecho la ocasión y el espacio para confesar mi admiración por la “torre trunca” de Edilberto Cardona Bulnes y ese “sabor a exilio” de Nelson Merren.
Curiosamente siempre me enternecieron los escritores sin “fórmula de salvación”, aquellos de una estirpe luciferina, transgresores, “acróbatas capaces de contorsionarse en el punto extremo de sí mismos, y que nos invitan a sus peligros (1)”; inventores de límites, y que trazado ese límite lo transgreden. Pienso en un Rimbaud y en un Bukowski. Admiración mía similar a la de Bolaño por su buen amigo Mario Santiago Papasquiaro o por Leopoldo María Panero. En ese entonces tendía a mitificarlos.
Una imagen o una obsesión eran constantes en mí obligándome a dedicarme a una vocación que hasta entonces la creía auténtica, y que sin duda lo fue en su tiempo: los tres árboles de Desnos multiplicándose y conformando un bosque. Cada árbol en lugar de hojas y frutos tenían rostros derruidos por el tiempo. Entre esos árboles aparecían uchoscaminos y un tigre los iluminaba. Cada camino era una "idea superior del honor humano".
Antes bien la savia de los árboles era un río subterráneo que para ese entonces lo creía el Aqueronte. Esa imagen desde una perspectiva superior me remitía a una rosa, que en el más leve parpadeo sería un laberinto, en el siguiente parpadeo una rosa, y entre cada pliegue del alma de la rosa una habitación sorda, donde cada pétalo constituía un muro. Me dejaba llevar por la música del último acorde de una flauta.
Para mí la escritura siempre fue una obligación y un riesgo y estos dos aspectos rigieron mi vida, desesperándola. Escribir fue mi forma de amar, mi única forma de amar. Y amar, apostar. Y aposté a leer. A no declinar de una vocación vital y compulsiva, y creí entonces que era lo que mejor yo hacía y podía hacer. Algo romántico me lancé y fui desvaneciéndome en letras. No me importaba nada más. Para crear, me decía, tenés que sacrificarte. No debe haber nada más que la literatura. Me tomé muy en serio, pero al final pude resolverlo (hoy no lo soy tanto).Y escribí sobre lo mismo, y reescribí. Me volví un explorador de mis angustias y obsesiones. Debía ser sólo un instrumento. Ser mi proyecto. Me di cuenta que las horas de la creación son las horas del entendimiento.
Habitaciones sordas fue mi primer escalón, mi primer imperfecto escalón del cual renegué en su presentación hace un par de años, pero que, a pesar de esta antipatía, reconozco en él la fuerza devastadora de quien ha regresado del “jardín de la muerte con algunas bellezas literarias”, pocas, pero necesarias para mi formación.
Hoy decido publicar Desde el hospicio por una razón: creí en él cuando lo concebí y le pertenece a ese momento, no al actual, donde la literatura me aburre, donde toda pose “intelectualoide” me parece patética y lo confieso aunque esto moleste a amigos y a uno que otro idílico autor serio.
Me pregunto, ¿para qué llenar de palabras este mundo? Escribir, escribir… “¡pura paja!” (2). Trato de encontrarle sentido a la escritura -en la lectura siempre hay deleite-. Me he agotado. Ya coseché el huerto sombrío que me fue dado. La poesía ha sido derrocada. Me esfuerzo por encontrarle sentido al por qué de la creación. Las puertas se me cierran en cada verso. Cada verso es su pomo y su misma tapa. Me enamoré quizás de una imagen: simular ser creador. Desde pequeño hasta hoy mi personalidad fue conflictiva y por mi naturaleza rebelde y de cíclicos hartazgos incluso han llegado a tildarme de “poeta maldito”, que es una mentira. Es mi naturaleza estar siempre contra mí, no lo niego. Y al rato hasta poso pozo poco como…
Ortega y Gasset le dijo en una ocasión a Octavio Paz que dejara de escribir tonteras, que la literatura estaba muerta, que se dedicara al pensamiento. Esta idea puede ser complementada con ensayos de Gombrowicz, Emilio Pacheco, Sonofelet y Cioran.
Puedo jactarme –sonriendo-, al menos, que dejé mi vida en la escritura hasta deshacerme de mí. Hasta deshacerme de mi supuesta vocación. Y precipité mi lenguaje a su abismo, para que no quedara nada: ni intenciones futuras. Fui devastador. Escribí para dejar de escribir, por obsesión, por compulsión, no sabía hacer nada más. Renuncié a esta quimera a mis 23 años. Ha pasado un año –hoy tengo 24- y me niego a escribir algo más, a pesar de algunos reclamos de amigos y de la mendicidad de mi espíritu. Renuncié quizás por decepción más que por aburrimiento, me enamoré tanto del arte que esperaba más de él, o más de mí, creo que la segunda es la más acertada, y cuando me di cuenta que no lo conseguiría, decidí no seguir engañándome ni engañando a nadie más. Que otros se dediquen a hacerlo. Pero dejo a quien quiera leer Desde el hospicio. Le pertenece a esa etapa de creyente inveterado. Este libro junto a Bajo el árbol de Madeleine son mi último engaño.
San Pedro Sula, febrero de 2008.

Notas
1 E. M. Cioran, La tentación de existir.

2 Expresión frecuentísima de “chupe Tito” para desacreditar y desarmar cualquier farsa ya sea oral o escrita. Es hijo de mi buen amigo Mario y tiene 5 añitos de edad. A él le debo tal enseñanza.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Bob-Dylan-Thomas

Por Giovanni Rodríguez

Siempre he tenido problemas con los nombres y los rostros de algunas personas. Los confundo y eso me saca de mis casillas. Similar a lo que le ocurría a Roberto Bolaño con Colombia y Venezuela, países cuyas capitales intercambiaba por la simple circunstancia de que Caracas inicia con “c”, igual que Colombia, y Bogotá inicia con “b”, casi igual que Venezuela. Me sucede con Robert de Niro y Al Pacino, al grado de no saber cuál de los dos es Vito Corleone en El Padrino, aunque por fortuna, si me empleo a fondo, logro diferenciar ahora a Jack Nicholson de Anthony Hopkins por la memorable escena del primero con el hacha en El Resplandor.
Con respecto a Bob Dylan y Dylan Thomas, creía que eran la misma persona, y al creer esto, no sabía cuál de esos dos nombres era el verdadero. Tampoco estaba seguro de si Bob-Dylan-Thomas era músico o poeta, o tal vez pintor, o incluso un hombre de política. Había escuchado o leído los nombres en varias ocasiones, pero no recordaba cuándo ni dónde. Mi ignorancia era terrible. El caso es que un día –cuando por fin me cansé de convivir con esa duda- entré a un café internet, tecleé el nombrecito híbrido en la barrita de Google y todo empezó a tener sentido.
Bob Dylan era uno y Dylan Thomas era otro. El primero era músico (y todavía lo es). El segundo era poeta y murió hace más de cincuenta años. Decidí, quizá por respeto a su memoria, empezar por el muerto; ya me concedería el vivo más tiempo en otra oportunidad. Y entonces leí estos versos traducidos del inglés: “En mi oficio o mi arte sombrío/ ejercido en la noche silenciosa/ cuando sólo la luna se enfurece/ y los amantes yacen en el lecho/ con todas sus tristezas en los brazos,/ junto a la luz que canta yo trabajo/ no por ambición ni por el pan/ ni por ostentación ni por el tráfico de encantos/ en escenarios de marfil,/ sino por ese mínimo salario/ de sus más escondidos corazones”.
Fue lo primero que leí de ese gran poeta galés, unos versos que curiosamente se relacionan con lo que hago en este Café Kubista. Busqué más poemas en la red y, sin darme cuenta, consumí la hora de la que disponía en la computadora sin que me acordara del otro Dylan, Bob, el músico, con quien acababa de contraer una deuda moral al olvidarlo por completo durante una hora de poesía. Tenía que volver mañana a buscarlo en la barrita de Google.
Así que ahí estaba yo el siguiente día, dispuesto a investigar la vida y la obra de Bob Dylan, y por supuesto, a escuchar un par de sus canciones. Me sorprendió saber que también se le consideraba poeta, que la canción Knockin´on Heaven´s Door, que hicieran famosa los Guns N' Roses, fue escrita por él en 1973 y que un osado Allen Ginsberg había dicho alguna vez que bien podría otorgársele el premio Nobel de Literatura, pero lo que más me sorprendió fue descubrir que su verdadero nombre no era Bob Dylan sino Robert Allen Zimmerman y que el seudónimo lo había adoptado en honor al poeta Dylan Thomas.
Después de todo, mi problemilla con este par estaba justificado de alguna manera. Ahora ya podía imaginarlos por separado. Al músico tocando las puertas del cielo con esa voz que a Bruce Springsteen emociona y asusta a la vez, y al poeta apagando su sed en un bar londinense para irse más tarde a escribir el poema de su vida. El poeta jamás pensó que su nombre tendría música más allá de sus versos. Fue el músico quien lo pensó por él, e hizo música, estupenda música, y lo sigue haciendo todavía.

lunes, 12 de mayo de 2008

“La poesía no redime ni salva a nadie”

Por Giovanni Rodríguez

En la poesía de Marco Antonio Madrid lejos estamos de la absurda idea de que el poeta es un individuo cuyo único asidero se encuentra en la demencia y la incomprensión, en la melancolía y la desdicha, en la tristeza y el abatimiento. Para este poeta la palabra es lo más importante, el oficio que se perfecciona con la escritura constante, que se basa en las lecturas y se refuerza con la experiencia. Su primer libro, publicado hace ocho años, le permitió abrirse paso sin vacilación como una de las mejores voces de la más reciente poesía hondureña. Su segundo libro, La secreta voz de las aguas, de próxima aparición y del que publicamos ahora tres poemas, indaga en la memoria y reafirma al hombre como compromiso vital, según nos dice, entre otras cosas, en esta entrevista.

¿Por qué un silencio tan prolongado después de la primera edición de La blanca hierba de la noche?

He continuado publicando poesía en boletines, periódicos y revistas literarias. De tal manera que el silencio no ha sido absoluto.
Dice Helen Umaña en La palabra iluminada que formalmente, tus inquietudes se vinculan con una vertiente de compostura y solemnidad reflexiva de largo arraigo en la poesía hondureña. ¿A qué se deben esta compostura y esta solemnidad en tu poesía? ¿Acaso a tu experiencia en el gnosticismo?

Al final, la literatura es el producto de lo vivido y lo leído. No puede existir un escritor que no sea lector y la vida es una experiencia que se tamiza y se recicla en el interior del poeta.
¿Creés que tu obra publicada hasta el momento ha recibido el reconocimiento que merece, o lamentás, como Julio Escoto con la suya, que no haya tenido mayor trascendencia?

La literatura es una actividad marginal. Por ello, me parece un tanto absurda esa búsqueda de la fama al estilo de muchos escritores. Respeto el derecho que tienen los demás de procurársela y de reír o llorar si lo logran, pero en lo que a mí respecta, no veo edificante ni trascendente sufrir por no obtener reconocimiento. Escribo para mí y los amigos; los amigos conocidos y los que no tengo el gusto de conocer, pero que leen con agrado mis poemas. Creo que en ese sinfronismo hay amistad.
¿Hay algo que cambie en las fibras de un poeta después de publicar su primer libro?

No. La vida sigue siendo igual.
¿Qué considerás que traerá de nuevo tu segundo libro de poesía? ¿Seguís reeditando el mito griego o estás explorando nuevos temas o formas?

En mi nuevo libro hay una búsqueda en el recuerdo, una búsqueda de seres, cosas, objetos, fenómenos, colores, sabores, etc. Una parte de ese texto es como una poetización de la memoria donde el compromiso vital sigue siendo el hombre.
¿Qué importancia tiene para vos la poesía? ¿Sos obsesivo en literatura?

Amo la literatura de manera entrañable, sin llegar a ser obsesivo. Creo que la obsesión linda con el fanatismo y todo fanatismo es demencial.
¿Creés que todavía hay algo nuevo que se pueda decir a través de la poesía? Jorge Martínez dice que la poesía ha muerto…

Eso de matar la poesía o darla por muerta son poses adolescentes y, por cierto, un tanto inveteradas. Es paradójico, pero en la poesía lo viejo puede ser nuevo. Por ejemplo: el tema existencial ha sido tratado muchas veces en la poesía y siempre nos va a parecer nuevo, debido a la personalísima impronta del poeta. Así que hay cosas nuevas que decir. Pero es necesario saberlas expresar para que sean poéticas.
¿Creés que a través de la poesía se puede redimir algo?

La poesía es un bien espiritual, una búsqueda personal, y al darla a los demás es un factor social. Puedes enarbolar sus banderas, librar al viento sus estandartes, todo para paliar en algo tu soledad moral, pero la poesía no redime ni salva a nadie. Tarde o temprano, la personalidad es olvidada; no le pongan ese peso tan descomunal a la poesía; a ella hay que amarla por vocación, no por redención.
¿Estás de acuerdo con eso de que el poeta es la voz del pueblo?

Ésa es una mentira más propia de políticos que de gente de letras. La poesía siempre ha sido de élites. Al decir élite no señalo dinero ni bienes materiales; me refiero a personas con sensibilidad artística. En todo caso, si el pueblo tuviera alguna voz, sería la del fútbol.
¿Cuáles considerás que son los factores que han marcado a tu generación? ¿Cuáles son las diferencias entre tu generación y las generaciones anteriores?

Quizá a la generación anterior la marcó la agonía del mundo, a nosotros, su muerte.
Todavía se te recuerda como miembro del grupo Arlequín. ¿Qué era esencialmente ese grupo?

Éramos un grupo de amigos que compartían lecturas y una visión estética de la literatura, alejada del sectarismo político tan en boga por esa época.
¿Seguís identificándote con los principios que lo fundamentaban?

Sí, todavía los considero válidos y correctos.
De ese grupo, sólo vos y Felipe Rivera han publicado libros. ¿A qué creés que se debe el silencio de los otros?

Entiendo que Dennis Arita está a punto de publicar sus libros de cuentos. Sobre los demás, no sé, no podría darte una respuesta precisa. Quizá esperan un remoto e hipotético alguien que salve su Eneida de las llamas.
¿Qué significó la carrera de Letras en tu formación literaria?

Una gran ayuda, una consolidación de lecturas y conceptos. Estoy agradecido con los que fueron mis catedráticos en el área de Letras. La facultad de Letras de la Unah-vs ha sido una gran cantera de formación no sólo de lectores, sino de escritores.
¿Leés sólo poesía o también otros géneros literarios?

Leo todo lo que sea literatura: cuento, novela, poesía, ensayo...
¿Cómo ves el panorama de la poesía actual en Honduras? ¿Hay presente? ¿Hay futuro?

Salvando algunos nombres, el panorama es sombrío. Pero al final la poesía coloca a cada quien en su lugar.
Si te tocara preparar una antología con los diez mejores poetas de toda la historia en Honduras, ¿incluirías tus propios poemas? ¿Por qué?

No sé si de diez o de veinte o más, pero sí los incluiría, no porque sean míos, sino porque creo que tienen los elementos de toda buena poesía: musicalidad, imagen poética y hondura conceptual.
  • Poemas de La secreta voz de las aguas
  • Cabeza de Naphal A un cuadro de Oswaldo Guayasamín Hay un silencio de roca de viento que pasa/ y oscura ceniza./ Hay una lluvia que viene de un cielo remoto/ y cae y crece como el odio de un veneno/ imperturbable./ Hay espinas, sollozos y unos gritos/ teñidos de rojo en el fondo de tantos espejos/ y hay un naufragio y una palabra sin alas/ sobre las ramas secas de un árbol donde latía/ el corazón de la niebla./ Hay un silencio en todo esto que somos,/ un silencio repitiéndose en la casi infinita soledad/ de la noche,/ en la casi infinita soledad de los hombres.
  • Palabras para un rostro que llega Ese rostro que llega y es como el verde filo de una espada/ enfundada en las sombras./ Ha cruzado caminos, llanos, hirsutos mares de hondonadas/ fieras, desiertos, ciénagas de estancados cielos./ Allí donde el júbilo y la pompa congregaron el dulce vino/ y la sórdida palabra; demolió naciones, ciudades,/ mercados y mercaderes de oro y plata y de piedras preciosas,/ y de bestias, y de hombres, y de almas./ Demolió reinos acuñados en dorada lepra, polilla y orín,/ detritus de las horas, sueños, aristas de dolorosos muros,/ flor y asfalto de larga noche./ Ese rostro llega y ante él eres tan sólo un árbol abandonado/ por sus hojas. Se desliza por tus manos y palpas los surcos/ de su infinito talle. Ese rostro llega,/ y los latidos de tu sangre son los latidos de su ya única sangre./ Algo te dice... y tú comprendes que, en la vida,/ él ha sido tu única certeza.
  • Tierra yerta Caín, Caín , qué has hecho de tu hermano. Génesis Nada encontrarás en este pecho./ Nada sino el picotazo atroz/ con que la tierra sepulta una leve sombra./ El polvo homicida de viejas estaciones./ La infame huella que los siglos dejan/ sin una lágrima./ ¿Qué canto amanecerá atestando mis labios despiadados?/ ¿Qué viento encenderá la higuera redimiendo mis cenizas?/ Mas algo de mí habrá en ti,/ algo de mi voz habrá en tu voz./ Frágil,/ tenue,/ una sílaba nos nombra/ junto a ese mar que vomita soledades./

miércoles, 7 de mayo de 2008

De poetas y aviadores

Por Santiago Gamboa

La historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, no sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Esta historia será excesivamente personal. El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo. La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los ochenta) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte. Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe le dijo: -Hoy dirigirás un solo avión. Ivo se extrañó, pues lo normal era llevar una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó: -Es un caso especial, un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida para un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar. Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo. -Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída. Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo. Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. "Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento", le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar. Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera a otras aeronaves. Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. "Ese hombre murió tranquilo", me dice hoy Ivo, "y es por eso que sigo escribiendo poesía". Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, la grabación de su charla con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto. "Aún sueño con su voz", me dice Ivo, y yo lo comprendo, y pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad.

viernes, 2 de mayo de 2008

Efemérides

Por Giovanni Rodríguez

Pensaba escribir esta vez sobre un día de la semana pasada. De hecho, esbocé algunas líneas: “El 23 de abril todos hablaban de libros en España. De libros y de sus autores. En Cataluña, además, se hablaba de rosas. Era el día de la conmemoración de la muerte de Cervantes para el mundo de habla hispana, pero era también el día de Sant Jordi para los catalanes, el equivalente de nuestro San Valentín en el que los enamorados intercambian rosas y libros”.
Esas iban a ser las primeras líneas de este texto. Pero no, me desanimé muy pronto. Supuse que los lectores dirían, con una mueca de aburrimiento en sus rostros: “otra vez el mismo cuento del Día del Idioma: que la gente no lee, que la televisión y el Internet les está comiendo el cerebro, que ya nadie visita las bibliotecas…”, etcétera, etcétera, etcétera, y admití que tendrían razón. Entonces recordé que soy un hombre libre, y que ninguna efeméride, por muy importante que sea, debe impedir que yo escriba únicamente sobre lo que quiero escribir.
Recordé entonces el día de mi llegada a España, cuando en el aeropuerto de Barajas en Madrid, mientras mi estómago trataba de asimilar una horrorosa hamburguesa de McDonald´s, vi, o creí ver, o imaginé que veía, o soñé que veía, a Enrique Vila-Matas, uno de mis escritores preferidos, sentado a la mesa de al lado, mientras yo extraía de mi mochila un libro suyo (casualmente el único que había escogido para mi viaje) y trataba de convencerme de que la foto de la solapa correspondía a ese rostro que veía ahí, en la mesa de al lado.
Recordé también el día en que, después de cuatro años de estudiar una carrera universitaria que odiaba y faltando muy poco para graduarme, les comuniqué a mis padres mi decisión de cambiarme a la carrera de Letras. Recordé los días de mis primeros premios en concursos de poesía en Honduras y la noche del premio de los Juegos Florales de Quetzaltenango; no pude evitar acordarme también de la presentación de mi primer libro y de una mañana de mi adolescencia en la que, con unos versos de Neruda, conquisté a una chica.
Recordé después lo feliz que soy al encontrar y leer un libro que llevaba mucho tiempo buscando, lo gratificante que siempre resulta escribir una página decente, lo afortunado que he sido desde que leí por primera vez El lazarillo de Tormes y Don Quijote de La Mancha, hasta llegar a disfrutar ahora de la literatura de J. M. Coetzee, de Ian McEwan, de Roberto Bolaño o de Enrique Vila-Matas.
Todo eso recordé, pequeños acontecimientos personales, nombres de libros y de escritores, días específicos, verdaderas efemérides de mi vida, y me dispuse entonces a escribirlo aquí, como evidencia de mi pasión por la literatura o quizá tan sólo como un simple discurrir de mi consciencia, poblada esencialmente de aventuras literarias. Preferí contarles esto porque, igual que como hace Vila-Matas en un café de la calle Ovocny de Praga, me gusta sentarme aquí, en mi Café Kubista, a observar a todos los que caminan afuera, entre los que, de vez en cuando, veo a Kafka dirigirse con paso vacilante a su trabajo, y de esa manera, en esa duda de los pasos de Kafka, consigo observarme a mí mismo, siempre dudando, tratando de darle sentido a mis palabras, harto ya de que todo el mundo hable del Quijote el 23 de abril sin haber leído nunca el libro, y probablemente sin haber leído nunca un libro.