miércoles, 12 de diciembre de 2012

Entrevista reciente a Pynchon

T. Pynchon.
Aprovechando el parón prenavideño de la huelga declarada hace algunos meses, dejo a continuación estas dos preguntas (y sus respectivas respuestas) de una reciente entrevista hecha a Thomas Pynchon, que encuentro en la web Factor Crítico, y que se refieren al rumor de que Pynchon no existe y que en realidad es Salinger. Juzguen ustedes.
F.C.: Alrededor suyo también ha habido teorías conspiranoicas. Por ejemplo, durante un tiempo se llegó a decir que usted en realidad no existía. Que era en realidad Salinger escribiendo con seudónimo.
T.P.: Pero nadie lo llegó a creer realmente. E hicieron mal. Porque no hay ningún motivo por el que yo no pudiera haber sido Salinger.

F.C.: Ahora mismo tengo ciertas dudas sobre quién estará realmente al otro lado de estas cartas.
T.P.: En eso se basan, precisamente, todas las teorías de la conspiración. Uno empieza por percibir alguna inconsistencia en lo que le rodea, alguna esquina de la realidad que, en lugar de doblarse hacia dentro, se dobla hacia fuera. Alguien cuya letra varía de una semana a otra, por ejemplo. Entonces te preguntas, ¿quién esa persona sin rostro que impone sus reglas en este juego que me hacen jugar? ¿Será una o varias? ¿Por qué se oculta? La verdad es que no importa la respuesta a ninguna de estas preguntas. Da igual si algún lobby judío planeó el atentado de las Torres Gemelas, o si la CIA paralizó las investigaciones de Timothy Leary con el LSD en cuanto éste consiguió aumentar en un 80% la tasa de reinserción de presos. Lo único que importa son las preguntas en sí mismas. Que uno sea capaz de hacérselas. Las teorías de la conspiración surgen como una forma, por loca que parezca, de interpretar dichas inconsistencias y aunque las respuestas que se obtienen acaben generando nuevas inconsistencias, por lo menos consiguen que seamos conscientes de ellas. Cosa que la historia oficial intenta evitar a toda costa.

lunes, 10 de diciembre de 2012

...y hablando de fútbol. Un texto de Murillo Selva


Rota la malla, como cuando “Majoncho” Sosa metió aquel gol desde su propia cancha.
Interrumpimos nuestra huelga para ofrecerles este texto que el dramaturgo nacional Rafael Murillo Selva publicó en 1979 en un diario nacional. El tema aquí es el fútbol, pero visto desde la óptica de los "cipotes de barrio" de finales de los 70`s, cuando este deporte no era sólo eso, un deporte, sino todo un entramado de historias y leyendas que bien podrían considerarse ahora parte de eso que suele llamarse "nuestra identidad nacional".
Recuerdo cuando Joyo Chele nos tomaba de la mano para hacernos entrar gratis al partido. En la puerta, los silenciosos ojos del vigilante agarraban esa expresión tan particular en el hondureño cuando se enfrenta al hecho irremediable: “¡qué se le va hacer!”, ¡era Joyo Chele! La mayoría de los niños venidos de los barrios legendarios de Sipile y la Chivera se oponían a que el intruso de Tegucigalpa se colara a la pandilla que giraba alrededor del ídolo. La bondadosa autoridad de Joyo Chele disipaba, sin embargo, cualquier intento de batalla.
Era un jugador para quien la vida y la pelota eran una misma cosa. Él hubiese querido, por ejemplo, que todo el mundo entrara gratis al estadio. Después del partido, a la salida, la bandada  de “cipotes” lo esperábamos y nos íbamos con él acompañándolo hasta la puerta del estanco. En la puerta, con calidez de patriarca nos despedía y mandaba para casa.
No hablaba mucho. Las palabras le salían entre dientes con esfuerzo pero certeras y precisas como sus goles. Generoso en la cancha, era él quien repartía, insuflaba y organizaba, cruzando sus famosos pases rasantes y empujando el esférico con la precisión de un matemático. Era él, también, quien de pronto, mirando claro en la maraña, alzaba su cabeza inesperada y lanzaba la pelota que como bólido salía disparada hacia el marco contrario. Eran los goles milagrosos con los que “Joyo Chele” hacía ganar a su Motagua. Y todo como que si nada. En esa época los periódicos no se ocupaban mucho del asunto, porque además de ser un negocio de barriadas, con el deporte no aumentaban las ventas del tiraje; no había además, televisión, y los políticos, para ganar las elecciones, no tenían necesidad de hacerse pasar por deportistas. Por ese entonces los disfraces eran otros.
En las esquinas, las noticias corrían engarzadas de boca en boca; en las calles, las gentes se juntaban a narrar las hazañas de los héroes nacidos en el vientre del pueblo. Recuerdo haber oído con enorme emoción los relatos sobre el legendario “Vinagre” y el épico encuentro en el que el Motagua dio cuenta del terrible “Orión” de Costa Rica.
Se hablaba de don Lurio Martínez, negro infatigable, con brasas en el cuerpo, quien tenía el don de animar, acalorar y poner a discutir cuanto tocaba. Su insaciable apetito deportivo servía de tema para anécdotas malignas pero cariñosas. También, de los tres goles olímpicos en un solo partido de ese otro negro prístino llamado Zacarías Arzú y de las piernas cornetas del cañonero “Pando” Galindo, de quien se decía que un chancho mojado le podía pasar entre las piernas sin pringarlo. Todos quedábamos dundos y se nos hacía agua la boca cuando se hablaba de las tenazas de Garbut, quien surgía volando y paraba los penalties agarrando la pelota con una sola mano; o de aquella patada brutal de “Majoncho” Sosa, lanzada desde su propio campo defensivo con tal furia que la pelota deshizo la malla del marco contrario. Pero lo que más nos deslumbraba era aquella genial jugada de “Joyo Chele”, quien corriendo y cabeceando al mismo tiempo, había atravesado todo el campo sin que nadie pudiera quitarle la pelota y al final, engañando al portero, de taquito, anotaba el gol más limpio y perfecto de la historia.
En la noche, quedamente y a la sombra del palúdico foco de la esquina, se hacían comentarios sobre el endiablado pañuelo que el “Choco Vigil” usaba en la cabeza. Se decía que en el momento de las grandes trifulcas se lo quitaba, lo pasaba por los ojos del contrario para encandilarlo y entonces, entraba con una gran carcajadota a meter el gol de gane. Lo que se decía era tan cierto y la convicción tan profunda que las sobadoras del barrio no daban abasto con las hojas de “platanillo” y el mentol para curar tanta zafadura en los huesos y tendones de los cipotes que querían hacer como sus héroes.
Otros comentarios más garrudos nos hacían entrar en acción. Tragábamos gordo cuando se nos contaban que uno de los adversarios había dejado quebrados en el campo a tres de los nuestros y que en otra ocasión fueron tantos los carnudos repartidos y hubo tanto triturado, que la furia descendió de los barrios y las pandillas pelearon a muerte durante una semana. Por esa época, se decía también, con estupor y miedo, muchos “agentes del orden” amanecían ensartados con puñal en los postes de luz del barrio La Chivera.
Y que el asunto es muy serio. Cuando se trata de fútbol los aficionados no conocen los límites del sacrificio. Yo conocí los del barrio Concepción de Comayagüela, cuando en su seno se formó el equipo Tecamiche, al que luego le darían el nombre de “Gimnástico” y que contaba con el gran “Picho Pacho” Rodríguez como centrodelantero. Recuerdo a don Arturo Lagos cediendo la tercera parte de su sueldo; a la mamá de los Pino haciendo camisetas para los jugadores y a la señora Garay preparando la horchata para después del partido, y a mucha gente del barrio, obreros y artesanos, contribuyendo, cada quien a su manera, en la marca del campo para el juego del domingo y en la compra de tacos para los jugadores del equipo.
Las rodilleras, medias y tobilleras, me acuerdo muy bien, se vendían muy caras en las tiendas. Los comerciantes juraban que les era imposible regalar el más mínimo centavo, pero que nos felicitaban, que muy bien muchachos… que es más sano jugar que beber, pero por diosito que no podían rebajar. Quizás el próximo año, para la pascua, mientras, que fuéramos donde el Gobierno, que él ya había dado para la campaña del futuro diputado... que votáramos por él y que ya veríamos, si ganaba, habría tacos, camisetas y hasta tobilleras para todo el mundo. Ante tan poderosas razones a los del Tecamiche no les quedaba más remedio que cargar con toneladas de pañuelos y hasta pedazos de costal para aguantar los carnudos desatados por el equipo “Nueva Era”.
Así eran las cosas en aquel entonces, tan llenas de remiendos que parecían abandonadas hasta por las mismísimas manos del señor. Al grado tal que hubo algunos que aseguraron (con gran rigor) que el futuro deportivo del país no se encontraba definitivamente en las patadas. Con todo, no fue así. A pesar de los funestos vaticinios, de la tierra olvidada de los barrios, de su silencio terco, fueron saliendo fuerzas que vencieron resistencias y brotaron de su seno, cada vez más: canchas, jugadores, árbitros, masajistas, reinas y mascotas, hasta que al fin, aquí y allá, el fútbol se propagó como una llamarada y terminó por incrustarse en los cuatro costados del país.
Desde ese entonces, ciertos hechos extraños, pequeños primero, gruesos y contundentes después, empezaron a notarse en los pasillos. Muchos distinguidos personajes, por ejemplo, que poco tiempo atrás se constreñían frente al deporte plebeyo, ahora le guiñaban el ojo y le sonreían con gran coquetería. Algunos llegaron a asegurar (también en gran rigor) que además de ser un juego para machos, el fútbol cumplía una función social, por lo que convendría ayudarlo y además honrarlo con decreto por haberse convertido en el “deporte de las multitudes”. Los comerciantes, por su lado, argumentando que del dicho al hecho no debe existir trecho, regalaban tobilleras a montones y asumían con grandes riesgos la dirección de los equipos. De allí para allá todo fue diferente: una carrera de cambios se precipitó con tal velocidad y frenesí que hasta el sol de hoy muchas gentes ingenuas de los barrios no han podido todavía cerrar la boca del asombro. Y es que el progreso había tocado con su varita mágica al fútbol y cuando el progreso llega se ve cada cosa que es para no creer. La horchata de la señora Garay fue cambiada de un tajo por una bebida menos rala, más completa e importada que además de mucha vida le inyectaba al jugador una chispa endemoniada; la tercera parte del sueldo del señor Lagos pasó a ser una pobre bagatela puesto que hasta los mismísimos jefes disputábanse el título de benefactores del deporte de las multitudes y hasta se dieron Golpes de Estado (incruentos, eso sí) para apoyar públicamente desde la silla presidencial al deporte en general, aunque, en lo particular (y en secreto, por supuesto), cada jefe mostraba cariñosa preferencia por el equipo que movía las fibras internas de su corazón presidencial.
Las canchas ya no fueron construidas con las palas, picos y piochas de las cuadrillas del barrio; ya que grandes maquinarias realizaban patrióticos esfuerzos para construir estadios de cemento y concreto con grandes desembolsos para los patrióticos bolsillos de los ingenieros. También los bolsillos de los fanáticos se descosían y muchas veces sacrificaban la leche de sus niños para comprar la codiciada entrada para el fabuloso estadio. Se diseñaron palcos especiales, sillas acolchonadas y hasta blanquísimos inodoros para que en ellos se sentaran los que tanto esfuerzo estaban ayudando a sacar el fútbol del cabrón subdesarrollo. Los periódicos y la televisión, que ya existían; secretaron el ácido patriótico y hasta sacrificaron su tiempo y página social para lanzar gigantescas campañas y colectas públicas con el fin de ofrecer refrigeradores, radios, televisores, estufas, cámaras, relojes y hasta viajes de turismo para las familias de los jugadores.
Hubo compañías que aseguraron por sumas fabulosas la uña del bendecido dedo gordo del goleador de turno. Otras, realizando grandes esfuerzos de laboratorio e investigación habían logrado sacar al mercado cigarrillos especiales para los pulmones de los deportistas y refinados licores con antídotos milagrosos para proteger al hígado deportivo de los nefastos efectos de la goma. Muchos técnicos aprendieron, con extraordinaria precisión, a calcular y organizar técnicamente todas las posibles jugadas para no perder ,logrando inclusive calcular los efectos del imprevisto estornudo del volante derecho. Y en los palcos se vio a hombres muy simpáticos realizando sabias combinaciones de sonrisas y papeles, firmando documentos de traspaso, pujando y aplicando higiénicamente los más modernos e incomprensibles principios de la compra-venta:
¿Cuánto por Primitivo?
No se vende, es un valor nacional.
Ofrezco mil.
Es un valor nacional.
Dos mil.
Un valor nacional.
Cuatro mil.
…nacional.
Cinco mil.
Traaaaaaaaaaaaaaaspaaasandoooooooooo, pero en dólares y al contado.
En fin, todo se volvió más bueno, patriótico y bonito y digámoslo de una vez, fue tanto el desarrollo, que el fútbol empezó a crecer, a crecer... y a crecer tanto, que la patada de “Majoncho” Sosa, las brasas de Don Lurio, el cabezazo de “Joyo Chele”, las tenazas de Garbut, el pañuelo del “Choco” y los tres goles olímpicos en un solo partido de Zacarías Arzú se convirtieron en dudosas versiones, inventos febriles de fanáticos de barrio que no saben realmente cómo son las cosas. Hubo muchos que de rabia hasta echaban baba por la boca cuando con ingenua terquedad les aseguraba que eran ciertas las palabras de aquel amigo mío, a quien llamaban “Joyo Chele”, cuando rodeado de una pandilla de cipotes le decía de pasada al de la entrada: ¡Qué macanudo sería que todo el mundo pudiera entrar gratis al estadio!

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Cerrado por huelga general

Como en este blog somos conscientes de la situación (cualquiera que ésta sea), hemos decidido no tomarnos a mal la decisión de todos nuestros colaboradores (o sea: Yo, el Supremo y dos o tres odradeks) de suspender indefinidamente las labores de "bloguería" y ceder a la insistente y diabólica tentación de incorporarnos a un retiro espiritual de lo más santo, serio y soso que se puedan imaginar. En ese retiro, mis odradeks y yo esperamos encontrar finalmente el camino que lleva a la Salvación, por lo que, para el día de nuestro regreso todos, absolutamente todos nuestros fans deberán esperarnos, ansiosos (condición fundamental), con los ojos pelados en la pantalla y cantando alabanzas al Altísimo.
Pedimos sinceras disculpas a nuestros fans extremos, esos (o esas, como les gusta) que esperan cada media hora nuevas noticias nuestras, pero a menos que organicen una multitudinaria marcha en el parque, frente a la catedral, en favor de nuestro regreso no dejaremos de aceptar la suculenta tentación del retiro espiritual al que, justo luego del punto final de este comunicado, nos largaremos.
A los comentaristas puntuales de este blog se les informa que sus curiosos, divertidos y coleccionables comentarios no serán leídos (y aprobados o rechazados) sino hasta tres días después de nuestro regreso a la Causa, por lo que los invitamos a mantenerse activos y no perder las esperanzas, a pesar de todo.

viernes, 20 de julio de 2012

Los frutos amargos de la dulce ira


Al final de este artículo de Patricio Pron hay unas líneas que dan la razón a cierto muchacho acomplejado y mago en la desaparición (en cantidades serias) de los libros publicados por sus amigos, y a su niñera regordeta: "Aun cuando sean principalmente los autores emergentes quienes parecen utilizar más sistemáticamente la diatriba como forma de penetración en la escena literaria y para atraer la atención sobre sí mismos...". Lo que este par ignora es que en nuestros países somos poquitos los que nos movemos en esa "escena literaria" y por lo tanto el afán de notoriedad de cualquiera de nosotros al publicar una diatriba pierde sentido ya que sólo hacemos alboroto y levantamos polvo entre unas 15 o 20 personas, las que bien cabrían en una salita del CCS o del Museo de Antropología e Historia.
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El escritor inglés H. G. Wells definió alguna vez a su colega George Bernard Shaw como «un niño idiota gritando en un hospital». Algún tiempo después, el estadounidense William Faulkner dijo de Ernest Hemingway que no había sido «nunca conocido por usar una palabra que remitiese al lector a un diccionario»; el autor de París era una fiesta respondió: «Pobre Faulkner, ¿de verdad cree que las grandes emociones las provocan las grandes palabras?» (Por cierto, en su afirmación no hay ninguna palabra que sea necesario buscar en el diccionario, así que es posible que Faulkner tuviera razón.) Joseph Conrad escribió sobre D. H. Lawrence: «Mugre, nada más que obscenidades», pero también recibió golpes, de Vladimir Nabokov en su caso, quien dijo: «No puedo soportar ese estilo de Conrad como de tienda de suvenires y sus clichés románticos de barcos en botellas y collares de conchas». El escritor ruso nunca se caracterizó por la ecuanimidad de sus juicios sobre sus colegas (de hecho, sobre Hemingway opinó que era «un escritor de campanas, cojones y toros» y de Fiódor Dostoievski afirmó que «su falta de buen gusto, sus monótonos tratos con personas que sufren de complejos prefreudianos y la manera que tiene de revolcarse en las desgracias trágicas de la dignidad humana, todo eso es difícil de admirar»), pero apenas puede rivalizar con los grandes maestros del insulto literario en inglés: Dorothy Parker (quien opinó alguna vez que «esta no es una novela para dejarla a un lado con ligereza: hay que tirarla con mucha fuerza» y dijo, sobre The Autobiography of Margot Asquith, «la historia de amor entre Margot Asquith y Margot Asquith vivirá para siempre en las páginas de la literatura romántica»); Gore Vidal (autor de las siguientes opiniones: «Truman Capote ha convertido la novela en una forma de arte, una forma de arte menor» y «Las tres palabras más desalentadoras en el idioma inglés son: ‘Joyce Carol Oates’» y que, al ser golpeado por Norman Mailer en una fiesta, le dijo antes de desmayarse: «Veo que las palabras te han fallado una vez más, Norman»); Ezra Pound y Oscar Wilde: el primero dijo sobre William Wordsworth que era «un hombre estúpido que hasta ahora no ha arruinado la moral de nadie, excepto, quizá, la de aquellas personas susceptibles a las que haya conducido al crimen en la mismísima furia de su aburrimiento». Oscar Wilde opinó sobre Alexander Pope: «Hay dos maneras de sentir aversión hacia la poesía; la primera es tener aversión hacia ella, la segunda es leer a Pope». Ninguno de ellos fue dejado sin castigo, sin embargo: Conrad Aiken afirmó sobre el primero que «en cuanto a estilo o forma, es difícil imaginar algo mucho peor que la prosa del señor Pound. Se trata de la fealdad y la torpeza encarnadas» y Gertrude Stein lo describió sardónicamente como «alguien que describía un pueblo. Excelente si eras un pueblo, pero si no lo eras, no». Noel Coward, a su vez, definió a Wilde como un «cabrón pesado y afectado».
Estos y otros ejemplos son parte de ese género tan denostado (y tan popular, sin embargo) que es el insulto en literatura. Surgido en los comienzos mismos de esta como actividad social (véanse, por ejemplo, los epigramas de Marco Valerio Marcial y de Catulo), el insulto en literatura (ya fuese como apotegma, como juicio irónico o franco o como diatriba) ha existido siempre como parte esencial de la economía de la literatura, dando cuenta de las preferencias y de los rechazos de sus autores, pero también manteniendo a raya a los eventuales competidores, redistribuyendo el capital simbólico, trazando las líneas de trinchera de movimientos y tendencias, atrayendo la atención pública hacia quien insulta y quien es insultado y contribuyendo a la renovación de la escena literaria; también (y desafortunadamente) ha sido utilizado durante siglos para desestimar la aportación de las mujeres escritoras a una escena dominada por hombres: sobre Jane Austen, por ejemplo, Ralph Waldo Emerson dijo que sus novelas eran «vulgares en su tono, estériles en invención artística, prisioneras de las despreciables convenciones de la sociedad inglesa, sin genio, mordacidad ni conocimiento del mundo» y Mark Twain afirmó que «la sola omisión de los libros de Jane Austen convertiría en bastante buena a una biblioteca sin un solo libro» y agregó que «cada vez que leo Orgullo y prejuicio desearía desenterrarla y pegarle en el cráneo con su propia espinilla» (por cierto, Twain reunió tantos argumentos en contra de la obra de cierto colega que le dedicó un ensayo, «Los delitos literarios de Fenimore Cooper», y recibió a su vez el rapapolvo de William Faulkner, quien lo definió como «un escritorzuelo que no habría sido considerado de cuarta categoría en Europa, que engañó a algunos de los viejos esqueletos literarios a prueba de balas con suficiente color local para intrigar al superficial y al vago».

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Al igual que en el último ejemplo, una de las razones para establecer la importancia de la diatriba para la historia de la literatura puede hallarse en el hecho de que el insulto manifiesta el estado de cosas del momento en que es formulado y señala los límites de lo que puede ser dicho (y de quiénes pueden hacerlo) en literatura; en ese sentido, no sorprende que uno de los autores más despreciados por sus colegas en la historia de la literatura haya sido James Joyce, del mismo modo que tampoco sorprende que esos insultos hayan provenido en su mayoría de los autores que monopolizaban la escena literaria de su época y, por lo tanto, veían la radical novedad de Ulises como una provocación y una amenaza. Así, D. H. Lawrence exclamó: «¡Dios mío, qué torpe olla podrida es James Joyce! Nada más que colillas viejas y los pedazos de col de citas de la Biblia y lo demás estofado en el jugo de la deliberada obscenidad periodística»; George Bernard Shaw llamó a Ulises «un registro repugnante de una fase desagradable de la civilización», y Virginia Woolf fue incluso más explícita: «Ulises es el esfuerzo de un estudiante asqueroso reventándose los granos».

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¿Por qué nos gustan los insultos literarios? Una respuesta parcialmente incompleta es que nos gustan por su economía y por su calidad, que resulta de la familiaridad que los escritores tienen con el uso del lenguaje por la naturaleza misma de su trabajo. Una diatriba como la que Mary McCarthy le dedicó a Lillian Hellman («Cada palabra que escribe es una mentira, incluyendo los ‘y’ y los ‘el’ y ‘la’»), la opinión de Louis-Ferdinand Céline sobre El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence («seiscientas páginas por la polla de un guardabosque son demasiadas páginas») o la forma en que H. G. Wells describió a Henry James («Un hipopótamo tratando de coger un guisante») nos parecen tan perfectos que tendemos a aceptarlos y a disfrutar de ellos incluso aunque no estemos de acuerdo con su contenido. Pero también (y especialmente) disfrutamos de los insultos literarios por el hecho de que nos demuestran que incluso los grandes escritores pueden estar equivocados: Charles Baudelaire definiendo a Voltaire como «el rey de los zoquetes, el príncipe de lo superficial, el antiartista, el vocero de las porteras», Evelyn Waugh comentando su primera lectura de Marcel Proust («un material muy pobre: pienso que Proust tenía algún defecto mental»), Gore Vidal diciendo que Truman Capote era «un ama de casa de Kansas hecha y derecha y con todos su prejuicios» (por cierto, también opinó sobre su muerte que era «un excelente giro a su carrera») y Capote opinando que la escritura de Jack Kerouac no era «escritura, sino mecanografía», demuestran que las opiniones literarias y la formación del gusto participan y resultan de batallas que siempre dejan el campo sembrado de cadáveres: de inocentes, principalmente.

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Aun cuando podría parecer lo contrario, el entusiasmo por el tipo de insulto literario del que escribimos aquí parece haberse agotado en algún momento de las últimas décadas, cuando la multiplicación de los medios de comunicación a disposición (incluyendo los digitales) y la consiguiente generalización de la opinión asociada a la concesión a esta de una importancia desusada han agotado la fuente de que solía fluir el insulto literario; nuestra memoria solo retiene una invectiva reciente de Harold Bloom sobre la creadora de Harry Potter («Si no puedes ser persuadido de leer algo mejor, pues entonces lee a [J. K.] Rowling»), un ataque de David Foster Wallace a Bret Easton Ellis y una cierta cantidad de reseñas de Satanás de Mario Mendoza (Premio Biblioteca Breve de 2002) cuya contundencia las aproximaba al género: «interminables diálogos de teleserie y una prosa casi escolar» (Ignacio Echevarría, Babelia), «mínima complejidad estructural, adjetivación de anuncio televisivo, diálogos ociosos, personajes de cartón piedra apenas concebidos, escenitas de sexo dibujadas con la maestría de un grafiti en un lavabo público; lectura epidérmica de Stevenson, irrisorio amago de crítica social» (Carlos Guzmán Moncada, Lateral), «una falta de expresividad que se hace sonrojante cuando el autor se aventura en descripciones de tipo erótico, pobladas de lugares comunes» (Elena Hevia, El Periódico), «una profundidad de Reader’s Digest» (Milo J. Krmpoti´c, Qué Leer), entre otras.

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Quizás una de las razones que explican la paulatina desaparición del insulto como género literario (y su práctica inexistencia en el ámbito hispanohablante, donde apenas pueden mencionarse las pullas entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora durante el Siglo de Oro, artículos de Francisco Umbral y Camilo José Cela y las magníficas y brutales ironías de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares) deba buscarse precisamente en esa multiplicación de la posibilidad de opinar y la facilidad con que la opinión es emitida en los últimos tiempos; también, en el hecho de que el insulto literario se ha trasladado del ámbito de las obras al de las preferencias sexuales y políticas de sus autores, un tipo de desplazamiento que tiene su antecedente en el período previo (T. S. Eliot informando que era posible que Robert Browning «no fuera muy bueno en la cama. Probablemente su mujer no le prestaba mucha atención, así que él roncaba y tenía fantasías con niñas de doce años»; Hemingway diciendo sobre Wyndham Lewis que tenía «los ojos de un violador sin éxito», etcétera), pero ha alcanzado una nueva dimensión en nuestros días con la aparición de portales específicamente destinados a dar cabida al insulto del lector anónimo decepcionado con un autor y con su obra, al del escritor descontento con su posición y la de un colega o (y esto parece lo más frecuente) a la del lector que nunca ha leído nada de un escritor específico, ni lo hará, pero rechaza su forma de vestirse o de hablar o sus simpatías sexuales o políticas, aspectos estos que (como puede imaginarse) tienen poco que ver con lo específicamente literario.
La recurrencia al anonimato o a heterónimos y avatares para vehicular esas opiniones constituye un tipo de prueba para el insulto literario que este no parece en condiciones de superar, y esto por varias razones, la primera y más importante de las cuales es que ese anonimato devalúa las opiniones emitidas poniéndolas al nivel de la mera rabieta insustancial para la formación del gusto literario por no estar basada en juicios literarios, sino puramente morales. También, porque sustrae al insulto literario su principal atractivo: cuando leemos ese intercambio de insultos y denostaciones que fueron las relaciones no solo personales entre Gore Vidal y Norman Mailer y entre Tom Wolfe y John Irving (o cuando leemos a V. S. Naipaul despreciando a todo el mundo y particularmente a las mujeres), la razón por la que esos insultos nos interesan (además de su calidad literaria, si la tienen) es que han sido pronunciados por Gore Vidal y Norman Mailer y Tom Wolfe y John Irving y V. S. Naipaul, no por alguien anónimo o carente de autoridad en el tema: el valor del insulto literario depende tanto de quién lo realiza y de su validez como de la del sujeto insultado. Aun aquellos que carecemos de todo tipo de nostalgia no podemos dejar de pensar que algo parece haberse torcido entre los tiempos en que H. L. Mencken escribía sobre Gertrude Stein que «un gran logro de la señora Stein es haber hecho el idioma inglés más fácil de escribir y más difícil de leer», o D. H. Lawrence afirmaba: «Nadie puede ser más grosero, más torpe y sentenciosamente de mal gusto que Herman Melville, incluso en un gran libro como Moby Dick […]. Uno se cansa de tanta gran sérieux: hay algo falso en ello, y eso es Melville. Dios mío, cuando el asno solemne rebuzna, ¡rebuzna y rebuzna!», y los actuales, en los que (independientemente del hecho de que exista una Gertrude Stein y un Herman Melville contemporáneos o no, lo que puede discutirse) las diatribas contra un escritor están dirigidas a la elección de una camisa o su acento. Que el tipo de insulto literario (si es que aún puede denominárselo literario) esté orientado en estos días a la difusión del rumor infundado y la denuncia carente de evidencia (ya que, al parecer, los vicios y pecados de los escritores son tan grandes que su obra está contaminada de ellos y no merece ser leída) da buena cuenta de un cierto estado de los asuntos literarios que se caracteriza por la supuesta importancia de los autores por delante de los libros; es decir, de una literatura que ya no importa a nadie, excepto quizás a quienes la observan (decir que la leen sería erróneo en muchos casos) con la virulencia y la supuesta superioridad moral que otorgan la ignorancia y el anonimato y también la posición marginal en el sistema literario que detenta deliberada o involuntariamente quien insulta. No creo que en ese contexto pueda subestimarse la importancia del anonimato en la Red, uno de esos errores que se producen en el uso social de toda nueva tecnología, y a la propia dinámica de los intercambios en ese marco: en la medida en que la identidad se articula en la Red en torno a la atención que se consiga atraer (para lo que se requiere generar simpatía o rechazo), el insulto, y particularmente el insulto literario, resultan herramientas eficaces porque producen ambas cosas con cierta facilidad y sin necesidad de argumentos muy elaborados (por el contrario, un argumento demasiado elaborado sería sujeto de discusión y pondría a prueba la competencia intelectual de quien insulta, mientras que las emociones requieren una competencia menor y pueden ser mejor manipuladas).

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Aun cuando sean principalmente los autores emergentes quienes parecen utilizar más sistemáticamente la diatriba como forma de penetración en la escena literaria y para atraer la atención sobre sí mismos, el problema del insulto literario (y probablemente la razón por la que una vez que empiezas con ellos ya no puedes parar) es que, a diferencia de otras formas de intervención literaria, esta no genera ningún tipo de rédito, ya que, ¿cómo podría construirse una carrera literaria a partir de la ridiculización de los colegas? Más aún, el problema del insulto literario es que, bien se articula en torno a una idea moral de lo que la literatura debería ser (y, por cierto, no parece haber sido nunca), bien apunta a un cuestionamiento de los valores dominantes que determinan qué autor recibe atención por parte de los lectores y cuál no: en el primero, no puede hacerse nada con la atención pública obtenida por el insulto debido a que un cambio en el «estatus de quien insulta (por ejemplo, su incorporación al catálogo de una editorial de esas que otorgan premios de forma heterodoxa) lo convertiría en sujeto de su propia agresividad; en el segundo caso, porque existe una obvia contradicción entre el rechazo de los valores dominantes y el deseo de ingresar en una escena literaria presidida por esos valores. Cuando Dylan Thomas escribía que «El señor [Rudyard] Kipling defiende todo aquello que yo desearía que fuera de otra manera en este mundo podrido» lo hacía como resultado de una discusión más amplia sobre la función del exotismo en literatura (y el imperialismo marítimo británico que lo hacía materialmente posible) y la impulsaba hacia adelante; cuando lo que se discute es si X pone los cuernos a su mujer (cosa que posiblemente haga), no hay posibilidad de avance alguno: por el contrario, el retroceso es evidente y la miseria de la literatura, más obvia aun.

(Tomado de Revista de Libros).

martes, 17 de julio de 2012

Los diez de Roth, por Fresán


Philip Roth. Fotografía: Richard Drew/AP.
Motivado por la buena noticia del otorgamiento del premio Príncipe de Asturias a Philip Roth, el narrador (y excelente lector de la literatura norteamericana) Rodrigo Fresán preparó un repaso por los que considera los mejores diez libros de este escritor judío nacido en Nueva Jersey, desde Goodbye, Columbus (1959) hasta Indignación (2008). Vale la pena leerlo completo siguiendo este enlace a Letras Libres, pero aquí les dejo sólo los primeros párrafos:
La lista de premios recibidos aquí y allá y en todas partes por Philip Roth –a la que ahora se suma el Príncipe de Asturias– quita el aliento y devuelve la fe en la sabiduría de los jurados. A esta altura del asunto –su nombre suena en los pasillos de la academia sueca año tras año– en sus estantes y vitrinas solo le falta el Nobel. Pero, de no ser así, Roth ya ha sido más que digno merecedor de lo que también ganaron Lev Tolstói, Antón Chéjov, Marcel Proust, Francis Scott Fitzgerald, James Joyce, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Iris Murdoch, Robertson Davies, Juan Carlos Onetti, Anthony Burgess, John Cheever, Kurt Vonnegut, John Updike y tantos otros: la gran medalla a aquellos que norecibieron el Nobel porque ni falta que les hacía, aunque...
A la hora de la verdad, lo que importa y lo que queda y permanece es la obra. Roth –junto a Saul Bellow y Eudora Welty en su momento y ahora el poeta John Ashbery– ha sido uno de los cuatro autores a los que la canonizadora Library of America decidió comenzar a publicar y ordenar en vida. Ya se han publicado siete volúmenes de lo que se estima será un total de nueve. Pero con Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933) nunca se sabe: de un tiempo a esta parte, no hace otra cosa que escribir y escribir y escribir. Y así, en lo que va del milenio, ha publicado ocho novelas y una recopilación de ensayos y entrevistas. Para dentro de poco –aunque muchos lo tildan de leyenda urbana-editorial– se anuncia algo titulado Notes for my biographer. Exista o no, título intrigante e inequívocamente rothiano, porque –¿serán memorias, será ficción?– en su mundo nunca se sabe qué es cierto, qué fue lo que no sucedió, qué es inequívocamente real luego de que él lo haya puesto por escrito.

lunes, 16 de julio de 2012

David Kepesh habla de la H


Portada de la novela de Philip Roth en su edición de Alfaguara.
Hace mucho no dejaba algo aquí relacionado con eso que alguna vez decidimos llamar "El discreto encanto de la H" y que reúne cualquier fragmento de texto encontrado en la literatura que mencione a nuestra pútrida patria. Hace días, un miembro de La Hermandad de la Uva me puso al tanto de otra mención a nuestra singular H en la novela El animal muribundo, de Philip Roth. Cito:
"Todo eso sucedió hace seis años y medio. Lo extraño fue que, al cabo de tres meses, me llegó una postal suya, enviada desde algún lugar del Tercer Mundo, con instalaciones turísticas de primera clase (Belize, Honduras, uno de esos países), y su tono era del todo amistoso".
Quien habla es el narrador de la novela, David Kepesh, un profesor universitario que a sus ochenta años confiesa a alguien la experiencia sentimental que tuvo con una cubana, casi cincuenta años más joven que él, de nombre Consuelo Castillo. En algún momento de su historia juntos, Consuelo huye, hasta que reaparece con una postal enviada "desde algún lugar del Tercer Mundo" que, sin embargo, tiene unas "instalaciones turísticas de primera clase". Kepesh sugiere que podría tratarse de Belice (la Honduras Británica) o de Honduras (nuestra honda Honduras), "uno de esos países", lo que revela el grado de desprecio que estos países tercermundistas puede generar en alguien como Kepesh, un hombre culto y famoso en la historia de la novela de Roth.
En el caso de tratarse de Honduras, ¿qué lugar "con instalaciones turísticas de primera clase" podría ser ese en el que Consuelo Castillo pasó unas cortas vacaciones?

miércoles, 11 de julio de 2012

El universo Faulkner


Faulkner escribiendo un guion para la Warner Bros.
En El País dedican hoy unas páginas a William Faulkner, que anda celebrando cincuenta años de haberse largado de aquí, con un breve perfil y algunos pincelazos de parte de seis escritores. Juan Gabriel Vásquez y Javier Marías son dos de ellos y sus comentarios sobre el Nobel norteamericano pueden leerse al final de esta nota:
Ese hombre con el pelo blanco y bigote entrecano vestido con camisa blanca de algodón un poco arrugada y corbata a rayas que teclea una máquina de escribir en su estudio rodeado de libros, es el mismo hombre que está sentado en una terraza bajo la luz de California con gafas de sol, exhibiendo su piel bronceada sin camisa, bermudas blancas y zapatos con calcetines, inclinado frente a otra máquina de escribir. Dos imágenes distintas de un mismo autor que escribió por placer y por dinero pero con la misma entrega caudalosa de palabras al servicio de historias insólitas que iluminan sombras de la naturaleza humana. Se llama William Faulkner y es uno de los escritores a quien más deben los autores de la segunda mitad del siglo XX.

William Faulkner durante sus días como guionista de la Warner Bros, en California / Time & Life Pictures/Getty Image Alfred Eriss.

Los ecos de su torrente literario, aunque han pasado por diferentes decibelios en estas décadas, estos días suenan con fuerza con motivo del cincuentenario de su muerte, 6 de julio de 1962, a la edad de 64 años. Fue el creador de un calculado universo caótico reflejado en su nombre laberíntico: Yoknapatawpha. Un territorio ficticio inspirado en el condado de Lafayette (Misisipí) y el sur de Estados Unidos, en su época de derrota y abandono y donde el Tiempo tiene vida propia para que Faulkner lo muestre no solo oxidado o lento, a veces, sino también con un movimiento de electrón. Allí suelen transcurrir la mayoría de sus historias innovadoras en forma y fondo a la que tanto deben escritores de todas partes del mundo, especialmente, latinoamericanos que van desde Alejo Carpentier y Juan Rulfo, hasta Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa pasando por Juan Carlos Onetti y Guillermo Cabrera Infante quienes siempre reconocieron su influencia por obras como El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario, Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón!, Las palmeras salvajes
…Historias faulknerianas que zigzaguean y penetran en las zonas de penumbra y oscuras de las emociones y los sentimientos y la razón y los instintos del ser humano en una maraña perfecta donde el tiempo, el espacio y la acción están concebidas solo para ese mundo y no para otro.

LA HISTORIA
Juan Gabriel Vásquez
Tiempo, espacio y acciones de criaturas, predestinadas o no, pero hijas de la Historia. “Ayer no terminará sino mañana', escribe Faulkner en Intruso en el polvo, 'y mañana comenzó hace diez mil años”, recuerda Juan Gabriel Vásquez, que tiene una relación especial con el escritor estadounidense. Algo que para él es una “peligrosa obsesión (la idea de que somos el producto indirecto de varias generaciones, de que nuestras tristezas y nuestra bienaventuranza son el resultado de una conspiración antigua) que ha moldeado mi ficción y es, creo, la manera más rica en que puedo leer a Faulkner”. Reconoce, entonces, que, tal vez por eso ¡Absalón, Absalón! le sigue sorprendiendo: “pocas novelas han explorado de manera tan rica el carácter inasible de la historia, su terrible ambigüedad y nuestra incapacidad para dar una versión única y confiable de ella. Contar una historia, nos dice esa novela, contar nuestro pasado, es modificarlo: no hay relato puro. 'Tal vez no hay nada que suceda una vez y se termine', dice o intuye Quentin. Lo que hay es hechos con consecuencias interminables y que, para rizar el rizo, son distintos según quien los cuente”.

EL ESTILO
Javier Marías
La fuerza extraordinaria de Faulkner está en su estilo, afirma Javier Marías. Un estilo que, agrega, lo emparenta con Proust, que ha sido una de sus influencias, y con Henry James. Lo que lo distingue de ambos “son sus párrafos largos, como si surgiera a borbotones hasta el punto de que es menos respetuoso con la sintaxis que ellos; como si a veces dijera: 'la sintaxis no me importa'. Incluso lo llegó a decir: 'Si meto tanto en un solo párrafo es porque no sé si voy a llegar vivir al siguiente'. Esa exuberancia borbotónica da a su estilo una fuerza que atrapa y convierte cada página en una suerte de oleada que atrapa al lector y que nadie jamás, ni antes ni después de él, se aproxima a esa prosa”. Para Marías, se trata de un autor más rupturista que el propio Joyce, “que es más deliberadamente rupturista, en Faulkner todo parece más natural”. ¿Una obra? Las palmeras salvajes.

jueves, 5 de julio de 2012

Llamado por los malos poetas

Cuando el escritor argentino Fogwill escribió el poema del que a continuación vienen algunos fragmentos, seguramente pensaba en su país. Pero imaginemos por un momento que pensó en H, en los poetas de H, la gran mayoría tan malos, sobre todo los de estos últimos tiempos, que creen que poesía es ponerse una máscara antigas y leer entre el humo, vestirse a la inversa e invocar, con insistente griterío, lo mismo que invocan las portadas de los diarios nacionales cada día. La mayoría de los actuales poetas de H (aunque quizá del mundo entero) concibe la poesía como ese espacio ideal en donde todos han de abrazarse solidariamente y que luego, agarraditos de la mano, recorren haciendo escalas de festival en festival para leerse sus versitos y felicitarse mutuamente. Pero ya dejo la paja y mejor les dejo el poema, que pueden leer completo aquí:

Se necesitan malos poetas.
Buenas personas, pero poetas
malos. Dos, cien, mil malos poetas
se necesitan más para que estallen
las diez mil flores del poema.

Que en ellos viva la poesía,
la innecesaria, la fútil, la sutil
poesía imprescindible. O la
inversa: la poesía necesaria,
la prescindible para vivir.

...faltan los poetas,
los mil, los diez mil malos, cada uno
armado con su libro de mierda. Faltan,
sus ensayitos y sus novela en preparación.

Se necesitan poetas gay, poetas
lesbianas, poetas
consagrados a la cuestión del género,
poetas que canten al hambre, al hombre,
al nombre de su barrio, al arte y a la industria,
a la estabilidad de las instituciones,
a la mancha de ozono, al agujero
de la revolución, al tajo agrio
de las mujeres, al latido
inaudible del pentium y a la guerra
entendida como continuidad de la política,
del comercio,
del ocio de escribir.

Se necesitan Betos, Titos, Carlos
que escriban poemas. Alejandras y Marthas
que escriban. Nombres para poetas,
anagramas, seudónimos y contraseñas
para el chat room del verso se necesitan.

miércoles, 4 de julio de 2012

El ensayo como práctica



Fuente: Letras Libres.
Hacía mucho no traíamos a este blog alguno de los lúcidos textos del crítico mexicano Rafael Lemus. Hoy me encontré éste en el que refuta una teoría acerca de algo parecido a un "puritanismo del ensayo" expuesta por otro escritor de nombre Luigi Amara. Este último aboga por el ensayo como un género cerrado, con sus márgenes bien trazados, y Lemus apela más a esa libertad que permite que el ensayo sea un tipo de escritura sin un "código propio", sin unas "normas y prohibiciones", sin "comisarios y sin fronteras". Veamos: 
A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres n. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo” Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?
Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica […] se queden en el estante de la ‘no ficción’ […] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se díria que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.
Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “balandronadas efectictas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.
Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.
Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página: Vislumbres… aquí, El arco… allá, y así y así.
Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura?

domingo, 1 de julio de 2012

Gabo está en todos sus cuentos


GGMárquez visto por Sciammarella.
Buen artículo éste de Juan Cruz, en el que habla acerca de los cuentos de García Márquez, que recientemente aparecieron completos en edición de Mondadori. Las anécdotas del Nobel colombiano siempre son interesantes, y aquí se cuentan algunas de ellas:
Gabriel García Márquez le dijo a Luis Harss, el autor de Los nuestros, la biblia del boom, que aborrecía sus primeros cuentos, los que escribió para El Espectador de Bogotá. Entonces era 1965, dos años antes de que apareciera Cien años de soledad, el que sería Nobel se alimentaba de hierbas y otras esperanzas, y escribía como un poseso mientras hacía cine, periodismo y cumplía otros ritos para alimentarse, para alimentar a sus hijos y para llevarle a Mercedes Barcha, su joven esposa, la tranquilidad que no tuvo el coronel de El coronel no tiene quien le escriba.
Cuando le dijo eso a Harss, García Márquez no hablaba en serio, y de hecho la historia no se lo ha tomado en serio cada vez que dijo que quería dar un escrito a las llamas. Ahora esos cuentos (incluidos en el volumen Ojos de perro azul, sobre todo), y muchos más, aparecen en un solo volumen por primera vez en la historia editorial del prolífico escritor lento de Aracataca. El libro tiene 509 páginas y ha sido publicado, como toda la obra de Gabo, por Mondadori. Está impreso en Barcelona, donde vivió el escritor (en la calle de Caponata), y donde pasan algunas de estas fábulas que despiertan a un muerto, y que por cierto están llenas de muerte, que es el ramaje en el que se desenvuelve, a grandes rasgos, la narrativa de este enorme cuentista.
Casi 30 años después de haberle dicho a Harss que él quemaría sus primeros cuentos, Gabo vino a Barcelona con un disquito (un disquete), pues ya hacía rato que se había pasado al ordenador. Traía ahí sus últimos escritos, y seguía contando cuentos. Ahí estaban sus Doce cuentos peregrinos, que cierran este volumen con algunas historias que, como el silencio que transmiten, y la sangre con que están escritos, producen escalofríos.
Ahí se advierte, mucho más que en todos los anteriores, hasta qué punto Gabo se ha servido, en la novela pero también en los cuentos y en la vida, de los artilugios que aprendió en el periodismo. Su cuento El rastro de tu sangre en la nieve, con el que se cierra este libro, es la esencia misma de su voluntad de narrar desde la realidad lo peor de los sueños. Una recién casada se hiere en el dedo donde lleva el anillo, pero sigue en un viaje que arranca en la ignorancia y termina... Bueno, tienen que leerlo, pues releer a García Márquez es leerlo por primera vez. Ese cuento en concreto está lleno de sus exageraciones, de sus mentiras, y de los trucos con los que amparó su periodismo. El profesor y novelista Pedro Sorela ha rastreado en el García Márquez periodista algunos hábitos que le sirvieron al narrador: el ritmo a veces requiere ciertos requiebros, así que alimenta datos inocentes con impares que le vienen bien, y que no destrozan la realidad (en la no ficción), y que la embellecen (en la ficción).
Ese cuento es algo así como la caja negra del libro, donde está el resumen de sus secretos. Dijo en 1991 (cuando fue con su disquito a la casa de Carmen Balcells) que ahora comprendía “por qué los abuelos contaban cuentos”: para oírlos. Y lo que sucede en este cuento es que uno ve el artilugio como si lo contara un abuelo: alguien le diría al pasar que una chica colombiana esposa de un dandi de coches de lujo se había herido en la noche de bodas, y que había hecho el viaje de bodas dejando un rastro de sangre en la nieve. La exageración cobró cuerpo en la mente que concibió Cien años de soledad y el cuento se lee igual que se leían esa novela o los artículos que, para ganar mano, escribió en los ochenta en El País.
El volumen es el palimpsesto de su obra principal, todo lo que tiene que ver con Macondo. En Los funerales de la Mamá Grande, cuentos que fueron escritos en 1962, el narrador dice, en el inquietante La siesta de los martes: “Todo había empezado el lunes de la semana anterior (...). La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no solo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura”.
La ambición de los cien años ya estaba descrita. “Macondo interesa no por lo que es, sino por lo que sugiere”, explica Harss después de escucharle hablar a Gabo en México sobre el proyecto que tenía. La crónica de ese proyecto está aquí, en muchos de los cuentos de ese largo capítulo de este volumen total, Los funerales de la Mamá Grande. A mediados de los sesenta, Gabo concedía que se había extralimitado, hasta entonces, con la combinación de sus ancestros literarios, había mezclado a Hemingway con Virginia Woolf y con Kafka, aunque ya se estaba decantando por Faulkner; antes, su amigo Álvaro Mutis le había arrojado Pedro Páramo, de Rulfo, para que se fuera enterando. Pero es cierto que en los cuentos que hubiera quemado (Ojos de perro azul, por ejemplo) esa atmósfera derivada de múltiples mezclas literarias ya hacen adivinar al Gabo que escribió Cien años de soledad. Lean, por ejemplo, La tercera resignación, de 1947: “Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo”. Estaba dispuesto el joven Gabo, de todos modos, a dejarse provocar por las sensaciones que en literatura parecen la materia sentimental que da gasolina a los dedos. Se lee: “Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo; un miedo físico, verdadero. ¿A qué se debía?”. La vida fue llevándolo por una fábula más rítmica, que tuvo en ese libro, El coronel no tiene quien le escriba, el homenaje que le debía a Hemingway, y en Cien años de soledad el homenaje que le debía a Aracataca.
En aquel entonces leía e imitaba a Kafka y a Joyce (le dijo a Harss); se pasaba el día “truqueándolos”, con resultados negativos, “malabaristas”. La perfección (él es consciente de que la perfección era su objetivo) vino del ritmo, de la música. Muchas veces cita a sus compositores (Brahms, Bach), y se diría que cuando escribe trata de imitarlos. Si ahora se lee el libro combinando los cuentos de una época y de otra, los cuentos de los años cuarenta y aquellos que escribió ya en sazón, y de eso hace 30 años, uno ve que aquel que escuchó los cuentos en la cuna de Aracataca no paró desde entonces hasta hallar el ritmo con que los almacenó en su memoria de fabulador. La experiencia solo le ha dado historias. La música la lleva en las venas.

Algunos cuentistas y sus cuentos


Cortázar y Borges, dos grandes del cuento, vistos por Eulogia Merle.
Hace poco en El País, seis cuentistas hispanoamericanos hablaron sobre el género del cuento, un género que, por lo menos en H, ha dejado de publicarse como antes. Valen la pena entonces estas pistas, en las que se habla de cuentistas clásicos y contemporáneos:
“El cuento es una iluminación: o lo ves o no lo ves”, aseguraba José María Merino en una reciente entrevista con este periódico. Para arrojar luz que aclare el camino de los lectores en su elección entre los numerosos autores, títulos, estilos y épocas por los que discurre el género, el escritor y académico, junto a otros cinco grandes nombres del cuento en español, habla aquí de sus clásicos favoritos y sus más recientes descubrimientos.
Para Merino, que acaba de publicar la antología de cuentos La realidad quebradiza (Páginas de Espuma), La corista, del maestro ruso Anton Chéjov compone un ejemplo paradigmático del género. “Un cuento que parece muy claro, pero en el que, por muchas veces que lo leamos, siempre quedan aspectos no desvelados por el autor que despiertan nuestro desasosiego”. Entre los creadores contemporáneos en español, el escritor destaca la obra de Guillermo Busutil: “Acabo de leer su libro Vidas prometidas (Tropo editores). Se trata de un ciclo de cuentos con personajes contemporáneos, palpables, en un escenario que es a la vez realista y simbólico, con una atmósfera muy conseguida y con historias inquietantes por su aparente cotidianidad, donde la síntesis nunca excluye el detalle significativo”. De lo último que ha caído en sus manos, una antología ha capturado su atención: Los nuevos nombres del cuento español (Menoscuarto, 2010). “Yo creo que es muy ilustrativa de la situación estimable del cuento español actual, con nombres como los de Oscar Esquivias, Patricia Esteban Erlés, Manuel Moyano, Ángel Olgoso...y muchos más”.
La uruguaya Cristina Peri Rossi, autora de títulos como Habitaciones privadas (Menoscuarto), traza una línea divisoria con Edgar Allan Poe, quien, en su ensayo de 1846 La filosofía de la composición estableció un decálogo del buen cuentista, además de marcar una analogía entre la poesía y el cuento basada en la economía de la escritura. “Antes de Poe se creía que el cuento era una novela abreviada, y él habla de una unidad de efecto por la que el cuento ha de tender a la sorpresa. Él cambió la concepción del cuento”, asegura. De los EE UU natales de Poe, el nuevo cuento pasó a principios del siglo XX a Latinoamérica a través de los periódicos, que reservaban espacio para la publicación de relatos. “En Argentina destaca Roberto Artl”, señala. En España, explica la autora, el franquismo puso freno al género, dejando el país “anquilosado” hasta hace pocos años: “Ahora el microrrelato está de moda, pero en Argentina y Uruguay ya lo estuvo hace 40 años”. Entre los nombres reconocidos, subraya los del mexicano Juan José Arreola (“Su libro Confabulario es una combinación de Kafka con Papini, con puntos de contacto con Borges”) y del estadounidense William Saroyan (“Influyó mucho en Juan Carlos Onetti”). De la escena emergente, se queda con la obra de la también estadounidense Lydia Davis: “Es la mejor cuentista del mundo. Un portento de lucidez y crueldad psicológica”.
“Poe, Maupassant, Kafka, Borges, Cortázar... ¿Cómo elegir? Y, sobre todo, ¿por qué elegir, si puedo tenerlos todos?”, responde Ana María Shua a la pregunta sobre su clásico básico. Prolífica autora de cuentos y microrrelatos, con títulos como la colección Que tengas una vida interesante (Emecé), la escritora argentina acaba de cruzarse con la obra de tres autores que, en breve tiempo, han sido capaces de imprimir una huella en su memoria: “Edgar Keret, el israelí loco que inventó otra manera de contar; Alice Munro, una vieja canadiense que se cree que un cuento se puede contar como si fuera una novela, ¡y lo consigue!, y Eloy Tizón, el cuentista español que toma al lector de sorpresa y lo derriba en cada párrafo”. Entre los jóvenes talentos que despuntan en lengua castellana, señala dos nombres: “En España, Isabel González, sin duda, con su libro Casi tan salvaje, escrito a estocadas salvajes sin el casi. En Argentina (pero publicada también en España), Samanta Schweblin, una genio, no se la pierdan, nieta literaria de Dino Buzzati. Con menos de 35 años, las dos ya son más que promesas”.
A Cristina Fernández Cubas, cuya producción se centra fundamentalmente en el cuento y el relato, la cuestión de los descubrimientos recientes le pilla con la memoria fresca. “Hace solo dos días he acabado de leer Al este de occidente, del búlgaro Miroslav Penkov”, cuenta la autora de, entre otros títulos, Parientes pobres del diablo (Tusquets). “Y hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien”. ¿Los imprescindibles de toda la vida?: Maupassant, Poe, y en español, Emilia Pardo Bazán.
Solo en el caso de verse en la tesitura de tener que elegir –que es el caso- Gonzalo Hidalgo Bayal se decantaría, entre los abundantes títulos en español, por Vidas sombrías de Pío Baroja y Los caballos azules de Ricardo Menéndez Salmón. “Los relatos de Vidas sombrías son a un tiempo tradicionales y de autor, barojianos (valga la redundancia), es decir, contienen por lo general un episodio que se justifica en sí mismo y merece por ello ser contado, por muy tenue que sea en algunos casos la trama, y, además, se ve tras ellos la mano o el sello de Baroja. Muestran, en suma, a un escritor joven (el libro es de 1900) intentando hacerse, a su primera manera, con una tradición narrativa. Los relatos de Los caballos azules, por su parte, tienen varios de los ingredientes que más me atraen en los libros de narrativa breve: tramas perfectas, hondura intelectual y exigencia estilística, algo, por lo demás, evidente en todas las invenciones de Ricardo Menéndez Salmón, sean breves o de extensión media”. En otros idiomas, y dejando de lado a los “obvios” –“Maupassant, Chéjov, Cheever, Carver, Munro, etc…”- un libro al que el autor de Conversación (Tusquets) regresa de cuando en cuando es Centuria, de Giorgio Manganelli. “También por alguna de las razones que apuntaba antes: la exploración ejemplar de los recursos, la eficacia estilística y cierta reflexión intelectual, para mi gusto, envidiable”.
Al cuentista, novelista y Premio Cervantes Juan Marsé, de entre los clásicos le atrae, sobre todo, John Cheever. ¿El cuento que le parece más reseñable? El sueño realizado, extraído de Cuentos Completos (Alfaguara), de Juan Carlos Onetti, un libro que comparte título con su más grato hallazgo en los últimos tiempos, una obra del estadounidense Bernard Malamud publicada por El Aleph.

jueves, 28 de junio de 2012

Javier Avilés sobre Vicio propio, de Pynchon


Imagen tomada de Elcultural.es.
Javier Avilés, autor del blog El lamento de Portnoy y del libro Constatación brutal del presente, posteó hace poco "algunas cosas que se le ocurrieron leyendo a Pynchon". A continuación, esas ocurrencias:

1- Vicio propio debería haberse traducido como Vicio inherente. Ya mencioné a propósito de Los reconocimientos que en la novela de Gaddis aparece varias veces el término “vicio inherente”. La característica coral de la novela de Gaddis la enlaza con las novelas de Pynchon. V, sí, pero también Vineland.
2- Vineland, porque de alguna manera Vicio propio parece surgida de las páginas de Vineland.
3- Copio de la wikipedia: “Tras su partida de Boeing, Pynchon pasó sus tiempo entre Nueva York y México antes de instalarse en California, donde, según ciertas fuentes permaneció durante la mayoría de los años sesenta y el comienzo de los setenta. La redacción de El arco iris de gravedad, su obra más célebre, parece haberse desarrollado durante este periodo en un apartamento de Manhattan Beach. Pynchon flirteó con el modo de vida y los hábitos de la cultura hippie”
La nota biográfica también incluye que Pynchon padece “una extrema fobia social”.
3.1- Por cierto, alguien debería editar la entrada de la wikipedia y corregir los errores, sobre todo de los títulos de las traducciones de sus novelas: “El arcoiris de la gravedad”, “Vinlandia” “Vicio innato”…
4- Debido a su fobia social confundimos su aislamiento con el de Salinger. Tal vez no sea así.
5- ¿Por qué una persona con una extrema fobia social construye novelas en las que uno de los grados de su complejidad es la abundancia de personajes? Se me ocurren dos posibles respuestas. Una, que Pynchon rememora épocas de su vida en las que tenía una intensa vida social. California, principios de los 70. Otra, que Pynchon es una figura pública que no somos capaces de reconocer.
5.1, ¿cómo es posible que en la era del “control total” de los ciudadanos, con una extensa red de cámaras que controlan todos los actos de nuestra vida, en la que cada persona con un móvil es un reportero gráfico (o cree que lo es), sólo un equipo de la CNN le filmase y usase esa grabación para chantajearle y obligarle a conceder una entrevista? Respuesta evidente: Thomas Pynchon no es quien las cámaras creen que es.
5.2, es decir, cuando las cámaras enfocan a Pynchon, creen que están enfocando a otra persona, ergo, Thomas Pynchon tiene una faceta pública notable, alguien relacionado con el mundo de la música, quizás. Nadie sabe que Thomas Pynchon es Thomas Pynchon.
(Para más información: Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, de Rubén Martín G.)
6. Puede parecer de estas conclusiones que Pynchon vive anclado en el pasado. Lo dudo. Creo que tiene una presencia activa en la Red, que nos observa. Sus comentarios en Vicio propio sobre la incipiente informática de los 70 van en esa dirección.
7. ¿Podría alguien anclado en el pasado definir de esta precisa y sarcástica manera nuestro mundo capitalista actual extrapolándolo de su visión de Las Vegas?:
“Cuando volvió encendió el televisor y vio reposiciones de los Monkees hasta que empezaron las noticias locales. Hoy el invitado era un economista marxista de visita, procedente de unas de las naciones del Pacto de Varsovia, que parecía estar en plena crisis nerviosa.
- Las Vegas – intentaba explicar – se levanta aquí, en medio del desierto, no produce bienes tangibles, el dinero entra a raudales y sale igual, no se produce nada. Según la teoría, este lugar no debería ni existir, ni mucho menos prosperar como prospera. Siento que mi vida se ha basado en premisas ilusorias. He perdido el sentido de la realidad. ¿Sería tan amable de decirme, por favor, dónde está la realidad?”

(Vicio propio, Thomas Pynchon, traducción de Vicente Campos para Tusquets)

martes, 26 de junio de 2012

Rulfo y el origen de Comala


Portada del libro de entrevistas de Robert Saladrigas publicado por Alfabia.
El escritor catalán Robert Saladrigas, que también es periodista, entrevistó a muchos de los miembros del irrepetible Boom latinoamericano y ahora la editorial Alfabia publica una compilación de esas entrevistas. Con motivo de la aparición de ese libro, Juan Cruz entrevista a Saladrigas en El País, quien le comenta algo que Juan Rulfo le contó a él alguna vez:
"Cuando Rulfo me cuenta el origen de Comala me dice que aquel era su pueblo, del que se marchó, y que cuando volvió estaba deshabitado y que de aquella calle surgieron fantasmas. Me sonaba a magia. Para él era pura realidad. Descubrimos que nosotros no podríamos hacer lo mismo en Europa por más que quisiéramos… Europa no tiene leyenda, aquí impera el racionalismo, nunca impera la leyenda".
Cuando quien escuchó por primera vez estas palabras nos las refiere a nosotros, de alguna manera sentimos que somos parte de ese instante en que fueron escuchadas de los labios del autor de Pedro Páramo. Y si no, leamos este párrafo:
"En realidad, los personajes de mi obra no son sino almas en pena, fruto de la mezcla de catolicismo y de concepciones aborígenes, que dan por resultado una especie de sincretismo inidentificable. Bueno, pues la clave que con tanto afán buscaba me salió al paso cuando, treinta años después de haber salido del pueblo, regresé a él en busca de mi infancia perdida allá y lo encontré abandonado, totalmente abandonado, las calles desiertas, las viviendas deshabitadas, invadido todo por el polvo y la soledad más espantosa. A alguien se le había ocurrido la peregrina idea del sembrar en las calles una especie de árboles que se llaman casoaricas. Yo pasé una noche allí, solo, temblando. Las casoaricas son muy parecidas a los pinos, solo que sus ramas son más largas y las hojitas muy compactas no sisean con el susurro tan característico del pino, sino que gimen cuando sopla el ventarrón. Escuchar aquellos gemidos lastimeros en la soledad de lo que había sido mi pueblo, un pueblo que dejé próspero y recuperé gimiente, como si fuesen las piedras, las calles, las almas de los habitantes enterrados o huidos quienes expresaran su dolor en sollozos, me impresionó tanto, que de aquella estancia mía imborrable nació Pedro Páramo".

lunes, 25 de junio de 2012

La novela involuntaria de Borges


J.L. Borges.
¿Qué tal si Borges, a pesar de lo que alguna vez dijo sobre el género de la novela (“desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”), hubiese escrito una novela? ¿Qué tal si su libro Otras inquisiciones, más allá de ser un libro de ensayos fuese una novela? Ésta es la teoría que propone el narrador y crítico argentino Aníbal Jarkowski, que yo recojo de Moleskine Literario:
Hace algún tiempo, preparando una clase, releí Otras inquisiciones de un modo en que hasta ahora nunca lo había hecho: de la primera a la última página. El libro volvió a parecerme extraordinario –la mayoría de los críticos entienden que es la mejor colección de ensayos de Borges– pero al terminarlo experimenté algo así como una epifanía según la cual ese libro –de cuya publicación se cumplen ahora sesenta años– se me revelaba como una novela; la única –e involuntaria– novela de Borges.
¿Cómo es esa novela? Está narrada en primera persona y su narrador, lo sabremos en la última línea, se llama “Borges” – “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. En su edición original se componía de 38 capítulos de regular extensión –por momentos se asumen como simulacros de géneros: “nota”, “artículo”, “clase”–; en general son breves, con la excepción de los llamados “Nathaniel Hawthorne” y “Nueva refutación del tiempo”.
¿Qué narra esa novela de unas 230 páginas? La historia de un lector a través de la exposición de sucesivas imaginaciones razonadas. Su primera línea define la motivación de la narración entera: “Leí, días pasados…”
Como corresponde a una novela borgeana, está alejada del realismo convencional pero, a la vez, sentimos la intensa realidad de su narrador, desatento a los accidentes del presente más inmediato a la escritura, con excepción de tres breves capítulos: “Anotación al 23 de agosto de 1944” y “Dos libros”, ambos dedicados al nazismo, y “Nuestro pobre individualismo”, que comienza así: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término.” Curiosamente, el peronismo es invisible a lo largo de la obra.
La trama opera por acumulación; es sencilla y también monótona, para hacer evidente la monotonía que gobierna la vida del narrador: “Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agrada porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del Sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez…”
También se repiten nombres –Kafka, Dante, Pascal, Quevedo, Kipling, Coleridge, Chesterton–, líneas o párrafos –“Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”; “cada escritor crea a sus precursores”– pero tal vez más notable sea otra insistencia, la de la idea de que “acaso la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”, y numerosos capítulos se dedican a verificarla. El pensamiento del narrador, su percepción del mundo, tiene la particularidad de que, donde otros sujetos verían novedades, cambios, cortes, él percibe repeticiones, continuidades que, como si fuese natural, ponen en relación de contigüidad hechos y objetos distantes en el tiempo y en el espacio. Esta costumbre mental es uno de los mayores encantos del narrador de la novela.
Una idéntica actitud –ya observada por Enrique Pezzoni en 1952– hacia la numerosa materia inquirida domina la narración; apenas alguna vez se abandona el tono mesurado y amable y se practica la diatriba: en el capítulo “Las alarmas del Doctor Américo Castro”, el narrador le atribuye al filólogo una “poderosa tiniebla” intelectual y lo descalifica como “lector inexplicable” o “incoherente redactor”. Pero es apenas uno de los capítulos y tiene el efecto de desconcertar al lector, como ocurre en muchas novelas modernas.
Otras inquisiciones ocupó a Borges durante quince años, entre 1937 y 1952 –algo menos de lo que demoró Dante en componer La Comedia–, aunque la mayor parte de los capítulos la escribió luego de febrero de 1946, cuando fue llevado a renunciar a su puesto como auxiliar en la biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo. En algún sentido, la única novela escrita por Borges la debemos al peronismo.