"Yo siempre he experimentado con la forma y espero continuar haciéndolo. Si la forma de la novela no es permanentemente interrogada y renovada, esta se anquilosa y muere".
Hernán Antonio Bermúdez nos envía desde Roma esta reseña sobre el cuento "Música del desierto", del libro del mismo título que Dennis Arita (La Lima, Cortés, 1969) publicó en 2011 con Orbis Editores. El cuento, que abarca más de la mitad del volumen de páginas del libro, es casi una novela y destaca entre los otros "por su singularidad y calidad literaria", según señala el crítico.
"y respiró hondo el aire
caliente” (p. 43)
Dennis Arita comenzó su carrera literaria con la
publicación en el 2008 de su libro de cuentos Final de invierno, que se me
antoja marcado por el influjo de Juan Carlos Onetti, pues allí crea atmósferas
narrativas semejantes a las de ese extraordinario escritor uruguayo.
En el 2011 apareció un segundo volumen de
cuentos Música del desierto, en el que
se destaca un relato largo que le da el título al libro (y que abarca 71 de sus
125 páginas). Voy a referirme sólo a este cuento por su singularidad y calidad
literaria.
Aquí el protagonista es Lázaro Ramos, ex marino,
oriundo de San Pedro Sula, que, tras haber recorrido el mundo, ha decidido
afincarse en el Sur de Honduras (entre Langue y San Lorenzo), pues le recuerda
al África, “sin que le importaran el calor ni la sequía” (p. 6). Vive solo en
una casa modesta en el campo, sin electricidad, acompañado de sus perros a los
que cuida con fruición.
En ese ambiente espartano tiene una furtiva relación
amorosa con Fernanda, la esposa de su jefe Cáceres, propietario de la fábrica
de ladrillos donde Ramos se desempeña como capataz. La infidelidad de Fernanda
(“espléndidamente desnuda” –p. 26) se convierte en el precipitante de la acción
narrativa. Pero antes de referirme a ello, cabe subrayar que el clima desértico
integra el ámbito opresivo del relato. Las temperaturas crónicamente altas son
el marco natural de una “tierra anaranjada y amarilla” (p. 26), en la que a
veces se siente “la brisa afilada como un largo cuchillo transparente” (p. 26),
donde todo parece “estar a punto de reducirse a polvo” (p. 41), propio de “un
sitio… infértil y seco” (p. 42), de la “tierra árida en que había decidido
vivir” (p. 60).
Arita consigue captar el entorno ardiente desde
ángulos diversos. Por ejemplo, de modo auditivo:
“…sólo pudo escuchar el sonido de las cigarras. Ese
era el único ruido que parecía real porque todos los demás sonidos eran
extraños: parecía que el calor los hubiera secado y dejado huecos, como secaba
las ramas y las hojas y los troncos…” (p. 38).
También de modo visual:
“Estaba atardeciendo lentamente, como si el día se
desangrara* en nubes largas y rojas” (p. 58).
“El sol se había adueñado del cielo metálico, casi
añil. Ramos vio el disco sangriento* sin parpadear y recordó que en su infancia
le habían dicho que no lo hiciera porque podía quedarse ciego” (p. 61).
Las citadas alusiones sanguíneas no hacen sino
anticipar los borbotones de sangre que derramará Cáceres, “cosido” a navajazos
de manera sorpresiva por Luis, uno de sus leales subalternos, analfabeta y
colérico, ofendido porque aquél le ordena escribir algo, olvidándose
afrentosamente de su analfabetismo.
Y es que Ramos se desenvuelve, por supuesto, en
medio de un mundo primitivo y tosco, y no le es ajeno que los operarios con
quienes le toca tratar pertenecen a las capas más humildes de la población:
“Ramos se preguntó por primera vez de dónde habían
salido sus subordinados en la fábrica de ladrillos. Se los imaginó vagabundos
en las calles soleadas, la piel quemada, siempre en busca de algo de comida, y
casi fue capaz de verlos andrajosos, sucios, haciendo de un cuchillo embotado
su primera arma…” (p. 55)
Lo que podría redimir a Ramos en ese medio
menesteroso y violento es su relación con Fernanda, pero él se contiene,
interpone reservas mentales y establece un vínculo alérgico a cualquier atisbo
de sentimentalismo. En efecto, Fernanda “era hermosa pero no demasiado” (p.
15), y, “no la conocía tanto y esperaba con el tiempo tener más motivos para
sentirse insatisfecho” (p. 15). Así, hay espacio para escenas de carga erótica
y para la eventual impotencia viril.
Al igual que Ramos en su desapego evita las
efusiones emocionales, el autor
ejerce una cierta reticencia narrativa,
rayana en el minimalismo, lo que no le impide una atención esmerada hacia el
detalle significativo.
En Música del desierto Dennis Arita registra con
parsimonia el ritmo de la vida solitaria de su protagonista, incluso del tedio
doméstico (perruno), y en ello roza la banalidad, pero, a la vez, sabe insertar
en la escritura señales alarmantes a través del recuento de las miradas, las actitudes
y las burlas de Cáceres (ebrio y enardecido) y cuatro empleados suyos que
acorralan a Ramos en una cantina, con vistas a vengarse de él tras descubrir su
“affair”. En seguida éste, de manera absurda e indiferente a su suerte, acepta
acompañar a la manada a “dar un paseo” en un vehículo donde Cáceres, en lugar
suyo, acaba siendo la víctima.
Lo cierto es que Ramos se encuentra física y
metafísicamente desacomodado. Su decisión de recalar en el Sur de Honduras le
obliga a partir de cero como un inmigrante cualquiera. Su mundanidad y el
abismo de conciencia le separan de todos incluso de la propia Fernanda,
fascinada por su aura de “extranjería”, en el sentido que le otorga Camus a
este término.
Al respecto hay un segmento del relato que merece mención aparte (pp. 68,
69 y 70), en el que Fernanda se instala en la casa de Ramos –durante su
ausencia-, y simula convertirse en él, pretende adquirir un carácter varonil,
se mete-en-la-piel de su amante hasta el punto de verse “a sí misma con los ojos de Ramos” y ser
“capaz de desearse a sí misma como Ramos la deseaba”. Se trata de una curiosa
(o, más bien, insólita) transformación vicaria, que culmina en el
auto-erotismo, y sin duda es un notable logro literario.
Música del desierto constituye, en definitiva, un
relato casi conradiano en el sentido de incluir horrores descritos calmadamente
(el asesinato de Cáceres, el acoso de Ramos), con frases fatalistas que el
autor suelta al desgaire y que el lector encaja con aprehensión y
estremecimiento.
Al relato se le dispensan algunas imperfecciones
como “el sol que a esa hora era un gigantesco disco carmesí”* (p. 61), “la borrachera… había desaparecido como por
arte de magia”* (p. 63), o el frecuente uso del verbo “mirar” en vez de “ver”,
en función de las gratificaciones verbales que depara y que hacen de Dennis
Arita un narrador talentoso, de prosa fluida y al mismo tiempo diestramente
controlada.
Sara Rolla publicó hace algunos días en La Tribunaun texto que aborda la trayectoria del poeta Óscar Acostay las "virtudes fundamentales" de su obra. A continuación, un fragmento de esa reseña:
El poeta Óscar Acosta.
Importantes estudiosos nacionales y extranjeros han abordado esa rica obra. Entre los innumerables juicios categóricos y certeros que se le han dedicado, destacamos aquí los siguientes: “Óscar Acosta es uno de los poetas hondureños que quedarán” (Rigoberto Paredes); “Lo que prevalece es la austeridad de expresión, una economía verbal que se desempeña en busca la forma, el diseño y la densidad precisas” (Hernán Antonio Bermúdez); “La depuración de sus versos (…), el antirretoricismo, el acercamiento a cierto tono coloquial, en momentos cuando todavía esos elementos no habían madurado plenamente en la poesía hondureña, colocan a Acosta en un sitial de pionero del viraje que –a partir de la generación del cincuenta- dio nuestra poesía…” (Helen Umaña); “una sabia recreación de lo cotidiano y de lo común, descubriendo su milagro” (Pablo Antonio Cuadra); “Poesía clara, comunicativa, aún conceptual” (Enrique Anderson Imbert).
Vemos cómo los acercamientos críticos coinciden en otorgarle a la obra poética de Acosta ciertos rasgos permanentes. Se trata, en efecto, de una poesía despojada, fluida y esencial, leve en su formulación pero honda en su contenido. Sin estridencias ni sobresaltos, sin rupturas léxicas ni estructurales. Podríamos, quizás, catalogarla como una poesía conversacional en registro culto (que armoniza con la personalidad refinada, siempre propensa al humor inteligente, del autor). En definitiva, este poeta nos ofrece, a nuestro juicio, una especie de baño refrescante en las viejas aguas clásicas.
Podría aplicarse a Acosta lo que dijera, tan elocuentemente, Antonio Machado acerca de la obra de uno de sus maestros (Francisco de Icaza): “En su claro verso/se canta y medita/sin grito ni ceño”. Sin duda, no es casual que Poesía menor (cuyo título es ya un manifiesto) tenga un epígrafe de Garcilaso de la Vega, ese maestro mayor de la lírica hispánica que da una lección de hondura ligada a la claridad y a la armonía acústica.
Los escritores como Roberto Bolaño, a pesar de morir, no mueren, eso está ya bastante claro. Por eso, a pesar de su fallecimiento hace 10 años, aparecen nuevos textos suyos cada cierto tiempo. Leí de alguien por ahí que a Bolaño, ya muerto, le crecen las uñas y las novelas, y no se equivoca quien lo dijo pues, según este último reporte, hay cuatro nuevos manuscritos de novelas del autor chileno aún sin publicar, eso sin contar otro montón de cuentos aún desconocidos. En esta nota de El País se explica todo:
La noticia está recortada con los dedos: “Un poeta chileno ha sido muerto de hambre por su mujer”. La otra nota del periódico, igual: “Seis niños atraviesan el desierto en busca de cariño y de fútbol”. En la libreta pequeña junto al papel amarillento del diario hay apenas un apunte sobre las noticias; unas páginas después, una breve narración engarzando aspectos de ambas; al lado de eso, ya un manuscrito, con una letra envidiablemente cartesiana y clara: “Ahora abro la ventana, qué luna, detrás de mí, acuchillados y silenciosos, están Charles Bronson, Ernesto, Ramon y los dos pequeños”. Así arranca el manuscrito del relato-nouvelle inédito Las alamedas luminosas, historia de Julio Arriagada, poeta y exministro, secuestrado en casa por su mujer, al que se le han cruzado (o tarde o temprano lo harán) unos niños huidos por Antofagasta…
"Viendo que entre nosotros se va poniendo de moda el engaño, el fraude artístico -el homenaje hispano tardío a Fake de Orson Welles, por ejemplo-, la poética ya trillada de lo heterónimo, el remake que traiciona el espíritu de lo imitado, lo cibernético como ilusoria acreditación de modernidad, todos los tópicos de una posmodernidad que llega a nosotros tan tarde (castizos comentaristas vernáculos registrando ahora la existencia de la 'autoficción' cuando ésta pasó a mejor vida hace más de dos décadas), uno termina por decidir que lo mejor será permanecer en lo auténtico que tiene todo camino propio. A fin de cuentas, seguir esa vieja senda permite alejarse del estilo ramplón, trillado, inane, de tantos escritores americanos que surgen de los departamentos de literatura creativa, llena de fórmulas y carente de una sola voz auténtica. Y, además, permite no tener que pensar más en recurrir a aquello de lo que hablaba Auden cuando decía que los artistas cambian de visión del mundo para renovar su poética. ¿Para qué renovarla si eso no garantiza ser moderno y si, además, ser moderno es una cuestión sólo de clasificación, enteramente ajeno a toda valoración artística?"
En Le Figaro les pareció que dar aquellas 300 páginas por entregas no era recuperar el tiempo sino hacérselo perder a sus lectores y por añadidura otros buenos editores llegaron a la misma conclusión. ¿Conclusión? Proust no publicó en aquellos primeros 13 años del siglo XX, pero esa denegación hizo posible que los 300 folios fueran creciendo hasta los 4.000 y con ellos se conformara En busca del tiempo perdido, el mayor monumento literario del siglo XX.
Que haya crisis no significa que tengamos que seguir siendo anacrónicos realistas cuando nos dedicamos a la literatura. O que haya que poner medallas a los que se portan bien, es decir, a los que son serios y reproducen, copian, imitan a la realidad sin querer ver que esta, en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad, es inasible y, por tanto, literalmente no narrable.
Por si alguien quiere escapar un rato de esa chata vía nacional, propongo que nos desviemos hacia el humor, hacia la sátira trágico-cómica que nos ofrece Magma, primera novela de Lars Iyer, profesor de filosofía en Newcastle. La ha traducido José Luis Amores y publicado Pálido Fuego y es una potente burla de la majadería general que domina la “vida literaria” de nuestros días.
En Magma dos intelectuales de nuestro tiempo viajan por una Europa en la que la literatura se ha convertido ya sólo en un producto más del mercado, en algo que es visto como interesante, distinguido, valeroso, respetado, pero también como insignificante. Los dos personajes, Lars y W., beben y se tienen un inmenso afecto mutuo que se transmiten a base de insultos, arte que practican con ingenio, como si recordaran que Nietzsche decía que en nuestro mejor amigo deberíamos tener a nuestro mejor enemigo.
Dice W: “Mira en lo que nos hemos convertido”. Y reímos, porque pensamos que, en un mundo sin salida, la salida puede ser amena. Son dos intelectuales europeos adorablemente patéticos, que remiten al linaje de famosos dúos cómicos de la literatura (Quijote y Sancho, Vladimir y Estragón, Finn y Sawyer). Lars es el narrador, pero su discurso consiste básicamente en informar de los insultos de su amigo W., implacable con la penosa condición docta de los viajeros entregados al desastre de cualquier vida literaria de hoy en día.
A menudo, las voces se confunden. “Somos Brod y Brod, y ninguno de los dos es Kafka. Este es el Fin del Mundo, pero ¿quién lo sabe excepto nosotros?”. Lars Iyer describe un mundo literario a la deriva, donde sólo puede uno aferrarse a la seguridad de que las circunstancias en las que surgieron aquellas vanguardias de antaño ya no existen: aquellas condiciones, ligadas al ambicioso modernismo, se han desvanecido, y con ellas el sueño en su conjunto de la gran literatura. Se insinúa la necesidad de salvarse enlazando con el eslabón perdido de aquel modernismo, pero al mismo tiempo se narra la imposibilidad de lograrlo.
Todo esto, que podría ser inmensamente negativo, acaba siendo muy creativo. “Sin una relación con el modernismo, no hay futuro. Sin reconocer que la relación con el modernismo es totalmente imposible, no hay futuro. Sin reconocer que no hay futuro, no hay futuro”, decía el otro día Lars Iyer, para quien sólo tienen horizonte los que tienen un discurso que incorpora la conciencia de fin de trayecto. El limbo queda para los demás. Iyer convierte en narración desaforada su teoría de que el problema actual no es la imposibilidad de escribir (más propia de los años cuarenta), sino la imposibilidad de experimentar la imposibilidad de escribir. Falta el entorno del viejo orden del mundo literario, y esto provoca que las sesiones de insultos de Brod a Brod se muevan en una exasperada pero creativa atmósfera de risas en el gran duelo por todo lo perdido.
Novela en la que asistimos al penúltimo funeral por la desaparición de nuestros intelectuales. “Estamos perdidos en Europa, dos monos, dos idiotas, aunque uno es infinitamente más imbécil que el otro”. Es terrorífico, pero Lars y W. no sólo no tienen lectores, sino que no tienen ni a quien pasarle un simple informe sobre el tren en el que viajan. Les recuerdo a los dos alumbrándose a sí mismos en uno de los vagones, avanzando por una Europa nocturna en olor de ginebra, mientras se preguntan desesperadamente cuál es su lugar en el mundo. Ninguno.
Hay gente a la que uno se encuentra en la calle después de mucho tiempo de no verla y lo primero que pregunta es "¿Seguís escribiendo?". Quizá se deba a que esa gente lo conoce a uno por "escritor", consecuencia de haber publicado algún librito en un pasado reciente. Pero, ¿qué le hace suponer a esa gente que uno es escritor antes que lector?
Uno no es lo que es por lo que escribe sino por lo que lee. Lo sabía Borges y lo sabe cualquier escritor o aprendiz de escritor desde nuestro Tangamandapio hasta China. Lo que sucede es que la mayoría de la gente (y esa mayoría es la gente que no suele leer) no tiene idea de lo que significa escribir o de lo que implica dedicarse a escribir. En primer lugar, hay que saber que no existen los escritores que no leen, a pesar de lo que pueda decir un tipo al que conozco por haber escrito más libros de los que ha leído. Luego, hay que saber que, probablemente, la calidad del escritor se deriva de la calidad del lector. Es importante, entonces, ser un lector, porque eso es lo que dice lo que uno es, como dice Borges.
Lo de ser escritor es algo relativo. Se le considera escritor a Coelho, por ejemplo, y muy pocos saben que escritor de verdad es Marcel Bénabou, quien escribió un libro al que tituló Por qué no he escrito ninguno de mis libros. Aquí nomás, en nuestra aldeíta literaria, se le considera escritor a alguien que publica dos "novelas" seudopoliciales al año y no a quienes tienen escritos un par de buenos libros que, por circunstancias diversas, no han llegado a imprenta.
Pero el asunto es leer, y eso es a lo que nos dedicamos quienes, de vez en cuando, intentamos escribir. Porque la escritura es un capricho aparte y una actividad aparte, menos constante que la lectura y siempre subordinada a ésta. La escritura viene por añadidura, como dicen. Nadie que alguna vez haya pensado en escribir (excepto el tipo al que aludí antes) puede hacerlo sin saber que para eso es necesario haberse dedicado a leer. Uno puede pasar días, semanas y hasta meses sin escribir pero no puede sentirse bien si pasa un día sin haber leído algo, unas pocas páginas siquiera.
Es obvio que esto no lo saben quienes le preguntan a uno, con toda la inocencia del mundo: "¿Seguís escribiendo?". Pero sería gratificante que alguna vez alguien por la calle nos preguntara, de paso y sin mostrar demasiado interés: "¿Seguís leyendo"? Quizá hasta nos darían ganas de detenernos para empezar a hablar, de libros, del clima, de fútbol, o de cualquier otra cosa.
Una entrevista al Nobel chino Mo Yan, por Bernhard Zand en El País. Al leerla, uno entiende la postura del escritor de no conceder demasiadas entrevistas. Imaginen ustedes: le acaban de conceder el Premio Nobel de Literatura y de lo que tiene que hablar en las entrevistas es de política...
El premio Nobel de literatura chino Mo Yan tiene 58 años y es miembro del Partido Comunista (PC) desde 1979. Hizo carrera en el Ejército, y actualmente es vicepresidente de la Asociación de Escritores del PC. Pese a todas las críticas vertidas contra el régimen chino, evidentes en sus fantásticas novelas, al autor sigue considerándosele una persona fiel a este. Sus lectores llevan mucho tiempo tratando de asimilar esta paradoja. Igual de divididas estuvieron las reacciones ante la concesión del máximo galardón de las letras mundiales. Algunos disidentes chinos como el escritor Liao Yiwu se quedaron “atónitos”, mientras que muchos otros, como el alemán Martin Walser, se apresuraron a asegurar que Mo es un “maestro fuera de toda duda”.
Él se deshizo en explicaciones. Había rechazado peticiones de entrevistas procedentes de todas partes del mundo. Y en la rueda de prensa previa a la entrega de premios en Estocolmo se volvió a montar un escándalo: afirmó que la censura en China era "un mal necesario", y analistas del mundo entero reaccionaron indignados.
Recientemente, Mo se reunió de forma improvisada con este periodista. "Muy breve", dijo previamente. Como punto de encuentro eligió una tetería pekinesa. El "muy breve" acabó convirtiéndose en dos horas.
Su nombre artístico Mo Yan significa literalmente "no hables". Parece que se toma eso muy en serio. ¿Por qué rehúye el contacto?
Porque me cuesta realizar comentarios de corte político. Escribo deprisa, pero pienso de manera concienzuda. Cada vez que hablo en público, me pregunto posteriormente si me he expresado con claridad. No obstante, mis opiniones políticas están muy claras. Se pueden consultar en mis libros.
En su libro Rana (2011) y describe las consecuencias de la política de hijo único de China. ¿Qué opinión le merece ese tema?
Mo Yan recibe, en diciembre pasado, el Nobel de literatura de manos del rey Carlos Gustavo de Suecia. / AFP (EL PAÍS)
R. Como padre pienso que uno debería tener tantos hijos como quiera. Pero como oficial tuve que atenerme a la norma aplicable a todos los funcionarios del Estado: un hijo y no más. No resulta sencillo solucionar el problema de la población en China. Solo hay una cosa de la que estoy completamente seguro: a nadie se le debe impedir tener un hijo por medio de la violencia.Considero que Rana es un libro de autocrítica.
¿En qué sentido? Usted no tiene ninguna culpa de los abortos forzosos que describe.
R. En las últimas décadas, China ha vivido cambios radicales tan profundos que casi todos nos sentimos víctimas. Pero casi nadie se pregunta si él mismo ha sido culpable, si le ha hecho daño a alguien. Yo, por ejemplo, puede que solo tuviera 11 años, pero en la época de la Revolución Cultural fui miembro de la Guardia Roja y fui partícipe de la crítica pública a mis profesores. Estaba celoso de los resultados de otras personas, de su talento, de la suerte que tenían. Y en aras de mi propio futuro, insté a mi mujer a que abortara. Yo soy culpable.
Sus libros pintan un amargo retrato de la China moderna. Parece que ni sus personajes, ni la sociedad, ni el propio país evolucionan en estas novelas.
R. En ese sentido no soy típicamente chino. Las historias y los dramas chinos suelen terminar bien. Pero la mayoría de mis libros tienen un final trágico. Sin embargo, hablan de esperanza, dignidad y fuerza.
Desde un punto de vista artístico, sus novelas se leen como películas: esquivan la mirada directa dentro de la mente de sus personajes.
R.Eso forma parte de la experiencia espiritual de mi generación. Algunas personas han reconocido que la Revolución Cultural fue un error del Partido, pero también han aceptado que el Partido ha corregido este error.
¿Qué piensa usted al respecto? Usted también tuvo que abandonar su educación durante la Revolución Cultural, y eso que era miembro del Partido.
R. El Partido tiene 80 millones de miembros, y yo soy uno de ellos. Yo me afilié al Partido en 1979, cuando servía en el Ejército Popular de Liberación, y tardé un tiempo en darme cuenta de que la Revolución Cultural era atribuible a los errores de unos cuantos mandatarios. No estaba directamente relacionada con el Partido.
En sus libros critica a los funcionarios del Partido Comunista y sus actos de forma radical, pero en sus declaraciones políticas, e incluso en esta entrevista, es usted muy blando. ¿Cómo explica esta contradicción?
R. No existe ninguna contradicción con mi postura política si critico duramente a funcionarios del Partido. Siempre he hecho hincapié en que me considero un escritor de las personas, no escritor del Partido. Detesto a los funcionarios corruptos.
El escritor chino Liao Yiwu dice que usted es un escritor al servicio del Estado, que no guarda ningún tipo de distancia con el Partido.
R. Sé que Liao me envidia por haber recibido este premio, y lo entiendo. Pero la crítica que me hace no está justificada.
¿A qué crítica se refiere concretamente?
R. Me reprocha, por ejemplo, que he ensalzado a Bo Xilai...
El líder del Partido en Chongqing encarcelado por un supuesto caso de corrupción...
R. Se refiere a un poema. Pero es todo lo contrario: estaba siendo sarcástico, escribí un poema satírico. Permítame que vuelva a escribirlo.
Coge un cuaderno y escribe:
Suenan las canciones rojas, resuenan los golpes contra los negros.
El país entero tiene la vista puesta en Chongqing.
Mientras la araña blanca teje una auténtica red,
el caballo negro con diarrea no es ningún joven iracundo.
Los poetas no son ni de izquierdas ni de derechas.
“En otoño de 2011”, continúa Mo, “un amigo de Chongqing me pidió una caligrafía, que es algo que se suele hacer entre poetas. Le envié este poema, y me contestó: ‘No sé si tengo que reír o llorar’. En el país había por aquel entonces muchas personas que alababan al cabecilla del Partido Bo por su lucha contra los negros, es decir, la mafia, y porque dejaba cantar ‘canciones rojas’. A muchos escritores les pidieron que hicieran lo mismo. Cuando hablo de la araña blanca me refiero a los jóvenes en China que se pasan todo el día en Internet, y que realmente destapan a criminales: los funcionarios corruptos. El caballo negro con diarrea representa a todas las personas que solo personifican a los intelectuales. Y luego sigue una exhortación a mis amigos escritores para que no se adhieran ni a la izquierda ni a la derecha, sino que escriban en nombre de las personas.
¿Sus críticos han malinterpretado a propósito este poema para que la gente lo tomara a usted por un amigo de Bo Xilai?
R. Mis enemigos son principalmente escritores, personas que también escriben poesía, y saben perfectamente que este poema es una sátira. Pero desde que me concedieron el Premio Nobel, miran mis errores con lupa y trastocan el significado de mis poemas.
Uno de los principales reproches que le hacen los disidentes chinos es que haya contribuido con un libro que celebra el infame discurso de Yan'an de Mao Zedong, un discurso en el que se fijaron en 1942 los límites que no se iban a poder sobrepasar al escribir.
R. Ese discurso es actualmente un documento histórico que contiene elementos razonables, pero también errores. Cuando mi generación y yo empezamos a escribir, fuimos ampliando y sobrepasando poco a poco los estrictos límites que nos habían impuesto. Ninguna persona con conciencia que lea textos míos de esa época podrá decir que no soy crítico.
Pero ¿por qué contribuyó entonces con ese libro?
R. Honestamente fue una idea comercial de un editor, un viejo amigo mío. Ya se había granjeado a más de 100 escritores, y durante una conferencia se paseó con un libro y un bolígrafo y me pidió que copiara un párrafo del discurso. Le pregunté: “¿Qué quieres que escriba?”. Y me dijo: "Mira, esto es lo que he elegido". Fui lo bastante vanidoso como para hacerlo: quería presumir de mi caligrafía.
En su novela La vida y la muerte me están desgastando (Kailas), a uno de los protagonistas se le cae una insignia de Mao Zedong a la letrina; y en su tomo autobiográfico Cambios (Seix Barral) revela que utilizaba estatuillas de Mao para ahuyentar a las ratas de su dormitorio. ¿Por qué se atreve a romper de ese modo los tabúes en sus libros, pero se muestra huidizo en público?
R. ¿Usted cree que soy tan cuidadoso en público? Entonces no habría accedido a mantener esta entrevista. Soy escritor, no actor. Y cuando escribí esas escenas, no estaba pensando en romper con ningún tabú. Si con eso he conseguido mostrar que Mao era solo un hombre, me parece bien. Cuando yo era pequeño, pensaba que era Dios.
Actualmente es usted vicepresidente de la Asociación de Escritores de China. ¿Se puede ocupar ese puesto en China sin estar próximo al Gobierno?
R. Es un título honorífico que no le importaba a nadie hasta que no me concedieron el Premio Nobel. Pero hay gente que cree que un nobel tiene que ser por principio miembro de la oposición. ¿Eso es así? A esas personas no les interesa lo más mínimo lo que escribo. ¿No debería concederse el Premio Nobel de Literatura por la literatura, por lo que uno escribe?
En China hay personas que son perseguidas y encarceladas por lo que escriben. ¿No siente la obligación de aprovechar su distinción, su popularidad, para defender a esos escritores?
R. He afirmado públicamente que espero que Liu Xiaobo recupere su libertad lo antes posible. Sin embargo justo después volvieron a atacarme y me obligaron a expresarme una y otra vez sobre esta misma cuestión.
Liu fue galardonado en 2010 con el Premio Nobel de la Paz. Defenderlo constantemente tendría realmente más efecto que un comentario aislado.
R. Esos rituales de la repetición me recuerdan a la Revolución cultural. Yo hablo cuando quiero. Cuando no quiero, ningún cuchillo en la garganta va a obligarme a hacerlo.
Entre sus críticos se encuentra el artista Ai Weiwei.
R. ¿Y qué ha dicho de mí?
También le tacha de ser un escritor al servicio del Estado. Afirma que es ajeno a la realidad del país y que, como intelectual, no es usted apto para representar a China.
R. Pero ¿no son la mayoría de los artistas en China artistas al servicio del Estado? Muchos ocupan cátedras, otros escriben en periódicos estatales. ¿Y qué intelectual puede afirmar de sí mismo que representa a China? Yo no. ¿Puede Ai Weiwei? Creo que los únicos que pueden realmente representar a China son los que están ahí fuera excavando con las manos en la suciedad y adoquinando las calles.
Usted no es solo miembro del Partido, sino que ha afirmado en numerosas ocasiones que cree firmemente en la utopía del comunismo. No obstante, ¿no demuestran gradualmente sus libros que el comunismo no funciona? ¿No resultaría natural decirle adiós a dicha utopía?
R. Lo que escribió Marx en el Manifiesto comunista es de una belleza magnífica. No obstante, me parece muy complicado llevar ese sueño a la práctica. Por otro lado, cuando me fijo en el Estado de bienestar de los países de Europa, sobre todo del norte de Europa, me pregunto: ¿son concebibles estos Estados, estas sociedades, sin Marx? En cierto modo, el marxismo ha salvado al capitalismo, porque los que realmente se han beneficiado de las bendiciones de esa ideología son las sociedades occidentales. Los chinos, los rusos y los europeos del Este malinterpretamos a Marx.
El siguiente cuento, "Un ovni aterriza en Kushiro" es un adelanto del próximo libro del japonés Haruki Murakami que Tusquets lanzará próximamente. Tomado de ADN Cultura del diario La Nación.
Estuvo cinco días enteros sentada frente al televisor. En silencio, con los ojos clavados en las imágenes de hospitales y bancos derruidos, calles comerciales calcinadas por el fuego, líneas férreas, autopistas cortadas. Hundida en el sofá, con los labios apretados con fuerza, ni siquiera respondía cuando Komura le hablaba. Ni tan sólo afirmaba o negaba con un leve movimiento de cabeza. Él ni siquiera tenía claro si ella llegaba a percibir su voz.
Su esposa era de Yamagata y, que Komura supiese, no tenía ni familiares ni conocidos en los alrededores de Kobe. A pesar de ello, de la mañana a la noche, no se apartaba del televisor. No comía ni bebía, al menos en su presencia. Ni siquiera iba al lavabo. No hacía el menor movimiento, aparte del de cambiar de canal con el mando a distancia.
Komura se tostaba él mismo el pan, se tomaba el café y se iba al trabajo. De regreso, se la encontraba sentada frente al televisor en la misma postura en que la había dejado por la mañana. A él no le quedaba más remedio que improvisar una cena sencilla con lo que había en el refrigerador y tomársela solo. Cuando se iba a dormir, ella seguía con los ojos fijos en la pantalla del noticiario de la madrugada. Circundada por un muro de silencio. Al final, Komura desistió de dirigirle siquiera la palabra.
El quinto día, un domingo, cuando Komura volvió del trabajo a la hora acostumbrada, su esposa había desaparecido.
Komura trabajaba de comercial en un prestigioso establecimiento de Akihabara especializado en equipos de sonido. Vendía productos de alta gama y, a su sueldo, le sumaba una comisión por venta realizada. Su clientela la componían, en su mayor parte, médicos, empresarios acaudalados y provincianos ricos. Ya hacía casi ocho años que trabajaba allí y sus ingresos nunca habían sido bajos, ni siquiera al principio. Era una época de gran prosperidad económica, el precio del suelo subía y Japón entero rebosaba dinero. Parecía que todo el mundo tuviera la cartera repleta de billetes de diez mil yenes y unas ganas irrefrenables de gastárselos. Los artículos más caros eran los que primero se vendían.
Alto, esbelto, siempre bien vestido, muy sociable, Komura había salido, de soltero, con muchas mujeres. Sin embargo, tras casarse a los veintiséis años, sus ansias de búsqueda de emoción sexual habían desaparecido como por ensalmo, de un modo extraño. Durante los cinco años que llevaba de matrimonio no se había acostado con ninguna otra mujer. Y no es que le hubieran faltado oportunidades. Sólo que había perdido el interés en los romances pasajeros. Prefería volver temprano a casa, cenar tranquilamente con su esposa, charlar un rato en el sofá y, luego, irse a la cama y hacer el amor. Esto era cuanto deseaba.
Cuando Komura se casó, todos sus amigos y compañeros de trabajo -en mayor o menor grado, aunque sin excepción- habían sacudido la cabeza incrédulos. Frente a los rasgos clásicos y agraciados de Komura, su esposa mostraba unas facciones vulgares. Y no se trataba sólo de su fisonomía. Tampoco su carácter poseía ningún atractivo en particular. Era taciturna, con un aire siempre malhumorado. Corta de talla, los brazos gruesos, la expresión obtusa.
Sin embargo, Komura -aunque ni él mismo pudiese explicarse la razón-, cuando se encontraba bajo el mismo techo que ella, sentía cómo sus tensiones desaparecían. Dormía apaciblemente por las noches. Ya no lo turbaban sueños extraños. Sus erecciones eran duras; sus relaciones sexuales, de una intimidad plena. Habían dejado de inquietarle la muerte, las enfermedades venéreas, la inconmensurabilidad del universo.
Su esposa, por el contrario, aborrecía la agobiante vida urbana de Tokio y quería regresar a Yamagata. Añoraba a sus padres y a sus dos hermanas mayores, y cuando el sentimiento de nostalgia se recrudecía, regresaba sola a su pueblo. Propietaria de un hotel tradicional japonés, su familia gozaba de gran desahogo económico y, como el padre idolatraba a su hija menor, le costeaba gustoso las escapadas. Para Komura no era una novedad volver del trabajo y encontrarse con que su mujer había desaparecido tras dejar una nota sobre la mesa de la cocina en la que anunciaba que había ido a visitar a sus padres y que volvería unos días después. Ante esto, Komura jamás había expresado una sola queja. Se había limitado a esperar en silencio el regreso de su esposa. Y una semana o diez días más tarde, ella siempre volvía, ya de mejor humor.
Sin embargo, esta vez, cinco días después del terremoto, Komura leía en la carta que ella había dejado al irse: «No volveré nunca más». Y explicaba de forma concisa, pero muy clara, por qué no quería seguir al lado de Komura: «El problema», decía su mujer, «es que en ti no hay nada que me llene. Hablando claro, dentro de ti no hay nada que pueda llenarme. Eres cariñoso, amable, guapo, pero vivir contigo es como vivir con una masa de aire. Ya sé que la culpa no es sólo tuya. Seguro que encontrarás a muchas otras mujeres. No me llames. Deshazte de todas mis cosas».
Curioso modo de hablar porque apenas había dejado nada atrás. Su ropa, sus zapatos, su paraguas, su tazón, su secador: todo había desaparecido. Lo habría enviado, todo a la vez, por un servicio de mensajería, o algo así, después de que él se hubiera ido a trabajar por la mañana. Los únicos objetos que habían quedado allí susceptibles de ser llamados «sus cosas» eran la bicicleta que usaba para ir a la compra y unos cuantos libros. De los estantes de cedés habían desaparecido casi todos los discos de los Beatles y de Bill Evans a pesar de que Komura los coleccionaba desde antes de casarse.
Al día siguiente, Komura telefoneó a casa de los padres de su mujer, en Yamagata. Contestó su suegra, le dijo que su hija no quería hablar con él. En el tono de la madre se traslucía, hacia Komura, cierto sentimiento de culpabilidad. Le dijo que le enviarían los papeles por correo, que él estampara su sello personal y los reenviara lo antes posible. Komura objetó que aquél no era un asunto que pudiera resolver «lo antes posible», se trataba de algo importante, necesitaba tiempo para reflexionar.
-Por más que reflexiones, nada va a cambiar -repuso la madre.
Komura se dijo que probablemente ella tuviera razón. Por más que esperara, por más que reflexionase, ya nada volvería a ser como antes. Él lo sabía muy bien.
Poco después de reenviar los papeles, ya sellados, Komura se tomó una semana de vacaciones pagadas. Su jefe ya sabía, más o menos, lo que había ocurrido, y además febrero era una época de poco trabajo, de modo que se la concedió sin poner objeciones. Parecía que el jefe tenía ganas de añadir algo, pero al final no lo hizo.
-Oye, Komura. Me han dicho que te tomas unos días de descanso. ¿Qué vas a hacer?
Durante la hora del almuerzo, Sasaki, un compañero de trabajo, se le había acercado y lo interrogaba.
-No lo sé.
Sasaki era unos tres años más joven, soltero. De baja estatura, pelo corto, llevaba gafas redondas con la montura dorada. Muy hablador y un poco arrogante, despertaba las antipatías de mucha gente, pero con Komura, de carácter más bien apacible, no se llevaba mal.
-Una ocasión así hay que aprovecharla. ¿Por qué no haces un viajecito tranquilo?
-Sí, quizás -dijo Komura.
Sasaki se limpió las lentes de las gafas con un pañuelo, luego clavó la mirada en el rostro de Komura, espiando su reacción.
-¿Has estado alguna vez en Hokkaido?
-Nunca -respondió Komura.
-¿Y no te apetecería ir?
-¿Por qué?
Sasaki carraspeó, entrecerró los ojos.
-La verdad es que tengo que enviar un paquetito a Kushiro y se me ha ocurrido que podrías llevármelo tú. Si lo hicieras, me harías un gran favor y yo te pagaría muy a gusto el billete de avión de ida y vuelta. También me encargaría de encontrarte alojamiento.
-¿Un paquetito?
-De este tamaño -dijo Sasaki trazando con los dedos de ambas manos la figura de un cubo de unos diez centímetros-. Y apenas pesa.
-¿Algo del trabajo?
Sasaki negó con la cabeza.
-No, nada que ver. Es cien por cien algo personal. Sólo que tengo miedo de que lo manejen de cualquier manera y no quiero enviarlo por correo o por mensajero. Preferiría que lo llevara en mano algún conocido. Ya sé que podría encargarme yo mismo, pero no consigo encontrar un hueco para ir a Hokkaido.
-¿Es algo importante?
Sasaki curvó los labios cerrados y, acto seguido, afirmó con un movimiento de cabeza.
-Pero no es ningún objeto frágil, ni peligroso: nada con lo que tengas que andarte con cuidado. Basta con transportarlo sin más. Tampoco tendrás problemas con los rayos X de los controles del aeropuerto. No te ocasionará ninguna molestia. Eso de que no quiera enviarlo por correo, en realidad, es un capricho.
En Hokkaido, durante el mes de febrero, era previsible que hiciera un frío horroroso. Pero a Komura tanto le daba el frío como el calor.
-¿Y a quién tendría que entregárselo?
-Mi hermana pequeña vive allí.
Komura no había hecho planes para las vacaciones y, además, le daba pereza hacerlos, así que decidió aceptar el ofrecimiento. Nada le impedía ir a Hokkaido. Sasaki telefoneó inmediatamente a una compañía aérea y reservó un billete para Kushiro. Un billete para dos días después.
Al día siguiente, en el lugar de trabajo, Sasaki le entregó un objeto parecido a una pequeña caja de cenizas envuelta en papel marrón. A juzgar por el tacto, la caja era de madera. Tal como le había dicho, apenas pesaba. El envoltorio estaba precintado con una ancha cinta de celofán. Paquete en mano, Komura se lo quedó mirando unos instantes. A modo de prueba, lo sacudió suavemente, pero no se produjo reacción alguna, ningún sonido.
-Mi hermana irá a recogerte al aeropuerto. Ella se encargará del hotel -le dijo Sasaki-. Espérala junto a la puerta de desembarque con la cajita en la mano, en un lugar visible. Y no te preocupes. El aeropuerto no es muy grande.
Antes de salir de casa, Komura envolvió la caja que le habían confiado en una gruesa camisa que llevaba de muda y la colocó hacia el medio de la bolsa de viaje. El avión iba mucho más lleno de lo que había supuesto. Komura se preguntó con extrañeza qué diablos iba a hacer toda aquella gente a Kushiro en pleno invierno.
El periódico continuaba repleto de artículos sobre el terremoto. Tomó asiento y leyó, de cabo a rabo, la edición matutina. El número de víctimas mortales continuaba creciendo. El agua y la electricidad seguían cortadas en muchas zonas, la gente había perdido sus casas. Se iba revelando una tragedia tras otra. Pero a los ojos de Komura todos aquellos detalles eran extrañamente planos, carentes de profundidad. Su eco le parecía monocorde y lejano. Lo único en lo que podía centrar, mal que bien, la atención era en su esposa, y en lo rápido que se estaba alejando de él.
Komura reseguía maquinalmente con los ojos los artículos sobre el terremoto, pensaba de vez en cuando en su mujer, volvía a deslizar la mirada sobre algún artículo. Cuando se hubo cansado de pensar en su esposa y de ir persiguiendo los caracteres, cerró los ojos y se sumió en un breve sueño. Al despertar volvió a pensar en su mujer. ¿Por qué había estado siguiendo con tanta pasión, de la mañana a la noche, olvidándose incluso de comer y de beber, las noticias sobre el terremoto? ¿Qué diablos había visto en ellas?
Dos mujeres jóvenes, vestidas con abrigos de idéntico diseño y color, se acercaron a Komura en el aeropuerto. Una tenía la tez blanca, mediría alrededor de un metro setenta de estatura y llevaba el pelo corto. Entre su nariz y el labio superior se extendía una curiosa superficie que hacía pensar en un ungulado de pelo duro. La otra mediría un metro cincuenta y cinco y, dejando aparte que tenía la nariz demasiado pequeña, no era fea. Llevaba el pelo liso, largo hasta los hombros. Las orejas le quedaban al descubierto y, en el lóbulo de la derecha, tenía dos lunares. Como llevaba pendientes, éstos destacaban más de la cuenta. Ambas debían de rondar los veinticinco años. Las dos condujeron a Komura hasta la cafetería del aeropuerto.
-Me llamo Keiko Sasaki -dijo la más alta-. Y ésta es la señorita Shimao, una amiga mía.
-Mucho gusto -dijo Komura.
-Hola -dijo Shimao.
-Mi hermano me ha contado que su esposa ha fallecido recientemente -dijo Keiko Sasaki con expresión compungida.
-¡Oh, no! No está muerta -rectificó Komura tras una breve pausa.
-¡Pero si ayer mi hermano me lo dijo claramente por teléfono! Que usted había perdido a su esposa.
-No, no. Sólo nos hemos separado. Por lo que sé, se encuentra de maravilla.
-¡Qué raro! Es imposible que haya entendido mal una cosa así.
Debido a la confusión, ponía cara de sentirse herida en lo más profundo. Komura se echó un poco de azúcar en el café y lo removió despacio con la cuchara. Tomó un sorbo. El café, aguado, era insípido; más que en esencia, parecía estar presente de manera simbólica, no real. «¿Pero qué diablos estoy haciendo aquí?», se preguntó Komura con extrañeza.
-Debo de haberlo entendido mal. Es la única explicación que se me ocurre -dijo Keiko Sasaki, reponiéndose. Respiró hondo, se mordisqueó los labios-. Lo siento mucho. He sido terriblemente grosera.
-No se preocupe. Total, viene a ser lo mismo.
Mientras ellos hablaban, Shimao observaba a Komura en silencio, esbozando una sonrisa. Al parecer, había captado su simpatía. Él lo advirtió en la expresión de su rostro y en algunos pequeños gestos. El silencio cayó momentáneamente sobre los tres.
-¡En fin! Primero, lo más importante: el paquete -dijo Komura. Descorrió la cremallera de la bolsa y, de entre los pliegues de una gruesa camisa de esquí, sacó el envoltorio que le habían confiado. «Pensándolo bien, se suponía que debía llevarlo en la mano», se acordó Komura. «Era la señal. ¿Cómo me habrán reconocido estas dos?»
Keiko Sasaki alargó ambos brazos por encima de la mesa, tomó el paquete y se lo quedó mirando con ojos inexpresivos. Luego lo sopesó y, tal como había hecho Komura, se lo llevó al oído y lo sacudió varias veces con suavidad. Dirigió una sonrisa a Komura para indicarle que todo estaba en regla y guardó la caja en un bolso grande.
-Tengo que hacer una llamada. Discúlpeme un momento -dijo Keiko.
Keiko se colgó el bolso al hombro y se encaminó hacia una cabina que se veía a lo lejos. Komura siguió con la mirada su figura de espaldas. La parte superior del cuerpo de la mujer permanecía fija y únicamente la inferior, de cintura para abajo, se iba desplazando con grandes y ágiles movimientos, como si fuera una máquina. Mientras observaba su modo de andar, Komura tuvo la extraña sensación de que una escena del pasado irrumpía de pronto, sin lógica alguna, en el presente.
-¿Es la primera vez que viene a Hokkaido?-le preguntó Shimao.
Komura movió la cabeza en ademán negativo.
-Está lejos, ¿verdad?
Komura asintió. Y miró a su alrededor.
-Aunque lo cierto es que no tengo la sensación de haberme ido tan lejos. Resulta extraño.
-Es culpa del avión. Va demasiado rápido -dijo Shimao-. El cuerpo se desplaza, pero la mente no puede seguirlo.
-Sí, tal vez.
-¿Y usted quería ir lejos?
-Es posible.
-¿Porque su mujer se ha marchado?
Komura asintió.
-Por muy lejos que uno vaya, jamás puede huir de sí mismo -dijo Shimao.
Komura, que estaba contemplando distraídamente el azucarero que había sobre la mesa, alzó la cabeza y clavó la mirada en el rostro de la mujer.
-Sí. Tienes razón. Por muy lejos que vayas, no puedes huir de ti mismo. Pasa igual que con la sombra. Te sigue a todas partes.
-Seguro que usted quería mucho a su esposa, ¿verdad?
Komura prefirió no responder.
-Eres amiga de Keiko Sasaki, ¿no?
-Sí. Somos compañeras.
-¿Compañeras de qué?
-¿Tiene hambre? -preguntó Shimao a modo de respuesta.
-No lo sé -dijo Komura-. Me da la sensación de que sí y, a la vez, de que no.
-Iremos a comer algo caliente los tres. Cuando haya tomado algo caliente, se sentirá mucho mejor.
Conducía Shimao. El coche era un Subaru pequeño de doble tracción. A juzgar por el estado del vehículo, ya debía de llevar más de doscientos mil kilómetros recorridos. El parachoques trasero tenía una gran abolladura. Keiko Sasaki ocupó el asiento del copiloto y Komura se sentó en el estrecho espacio posterior. Shimao no conducía especialmente mal, pero el asiento trasero rechinaba de manera atroz y la suspensión del coche estaba muy dañada. El cambio automático era brusco, el aire acondicionado funcionaba a rachas. A Komura, al cerrar los ojos, lo asaltó la ilusión de encontrarse metido en el bombo de una lavadora.
En las calles de Kushiro no había nieve acumulada. Sólo se veían restos helados, viejos y sucios como palabras obsoletas, esparcidos, aquí y allá, a ambos lados del camino. Las nubes pendían, bajas, y la oscuridad lo envolvía todo a pesar de que todavía faltaban unas horas para el crepúsculo. El viento cortaba las tinieblas con un silbido agudo. Apenas se veían transeúntes andando por la calle. El paisaje era el colmo de la desolación: incluso los semáforos parecían congelados.
-Ésta es una de las zonas de Hokkaido donde cuesta más que se amontone la nieve -explicó Keiko Sasaki en voz alta volviéndose hacia atrás-. Como está cerca del mar y el viento es muy fuerte, aunque la nieve cuaje se dispersa enseguida. Pero hace un frío que pela. Parece que se te vayan a caer las orejas.
-Si un borracho se duerme en la calle, muere por congelación -apuntó Shimao.
-¿Se ven osos por aquí? -preguntó Komura.
Keiko miró a Shimao y se rio.
-¿Has oído? Que si hay osos, dice.
Shimao soltó una risita.
-No conozco bien Hokkaido -dijo Komura a modo de disculpa.
-Hay una historia muy divertida sobre osos -aclaró Keiko-. ¿Verdad? -añadió dirigiéndose a Shimao.
-¡Divertidísima! -asintió ella.
Sin embargo, la conversación se interrumpió en este punto y la historia sobre los osos nunca llegó a empezar. Tampoco Komura preguntó nada al respecto. Pronto llegaron a su destino. Un gran establecimiento de fideos a pie de carretera. Dejaron el coche en el aparcamiento y entraron los tres juntos en el local. Komura se tomó una cerveza y comió unos ramen calientes. El restaurante estaba sucio, no había nadie, las mesas y las sillas se bamboleaban, pero el ramen era muy bueno y, después de tomarlo, Komura se sintió, realmente, mucho más relajado.
-¿Hay algo especial que quieras hacer en Hokkaido? -le preguntó Keiko Sasaki-. Mi hermano me ha dicho que te quedarás una semana.
Komura reflexionó unos instantes, pero no se le ocurrió nada que le apeteciera hacer.
-¿Te gustaría ir a los baños termales? Meterte dentro del agua caliente y relajarte. Aquí cerca hay unos baños rústicos, pequeños y muy agradables.
-No estaría mal -dijo Komura.
-Seguro que le gustarán. Son fantásticos. Y por allí no hay osos.
Ambas mujeres se miraron a la cara y soltaron una risita burlona.
-Oye, Komura, ¿puedo preguntarte algo sobre tu esposa? -dijo Keiko.
-Sí.
-¿Cuándo se marchó?
-Cinco días después del terremoto, o sea, hace ya dos semanas.
-¿Tiene algo que ver con el terremoto?
Komura sacudió la cabeza.
-No, no lo creo.
-Es posible que haya algún punto de conexión, ¿no? -dijo Shimao ladeando ligeramente la cabeza.
-Sólo que tú no eres consciente de ello -dijo Keiko.
-Sí, porque estas cosas pasan -añadió Shimao.
-¿Y qué quieres decir con «estas cosas»? -preguntó Komura.
-Muy sencillo -dijo Keiko-. Pues que a un conocido nuestro le pasó lo mismo.
-¿Te refieres al señor Saeki? -preguntó Shimao.
-Sí -contestó Keiko-. Por aquí hay un señor que se llama Saeki. Vive en Kushiro. Tiene unos cuarenta años y es peluquero. Su esposa, el otoño pasado, vio un ovni. Conducía el coche sola, a medianoche, por las afueras de la ciudad, y vio cómo un gran platillo volante aterrizaba en medio del páramo. ¡Pum! Como en Encuentros en la tercera fase . Y una semana más tarde se fue de casa. No había habido ningún problema entre ellos, ¿sabes?, pero ella desapareció y nadie la ha vuelto a ver.
-Nunca más -dijo Shimao.
-¿Y el motivo es el ovni? -preguntó Komura.
-El motivo no se conoce. Pero ella se marchó un buen día, sin dejar ni siquiera una nota, después de llevar a sus dos niños al colegio -respondió Keiko-. Dicen que durante la semana anterior a su desaparición, daba igual con quién se encontrara, ella no hablaba más que del ovni. Charlaba y charlaba sin parar. De lo enorme, de lo bonito que era.
Ambas esperaron a que Komura asimilara bien la historia.
-A mí me dejaron una nota -dijo Komura-. Y yo no tengo hijos.
-¡Ah! Entonces tu caso no es tan terrible como el del señor Saeki -dijo Keiko.
-Sí. Que haya o no haya niños es vital -añadió Shimao, afirmando con un movimiento de cabeza.
-El padre de Shimao se fue cuando ella tenía siete años -explicó Keiko frunciendo el entrecejo-. Se fugó con la hermana pequeña de su mujer.
-Un día, sin más -dijo Shimao, risueña.
Cayó el silencio.
-Quizá la esposa del señor Saeki no se fue, sino que se la llevaron los extraterrestres -añadió Komura para suavizar las cosas.
-Puede ser -dijo Shimao con cara seria-. Se oyen historias de esas a menudo.
-Claro que también es posible que la devorara un oso mientras iba andando por la calle -dijo Keiko.
Las dos volvieron a echarse a reír.
Al salir del restaurante, los tres se dirigieron hacia un l ove-hotel cercano. En las afueras, había una calle donde los love-hotel alternaban con los comercios de fabricantes de lápidas mortuorias y, una vez allá, Shimao condujo el coche hacia uno de esos hoteles por horas. Era un edificio extraño que reproducía la forma de un castillo occidental. En la cúspide se enarbolaba una bandera triangular de color rojo.
Keiko recogió la llave en recepción, luego, los tres tomaron el ascensor y subieron a la habitación. Frente a la pequeñez de las ventanas, la cama era ridículamente grande. Komura se quitó el plumífero, lo colgó de una percha y, mientras iba al escusado a hacer sus necesidades, las dos mujeres, con gran eficiencia, hicieron correr el agua dentro de la bañera, regularon la intensidad de la luz, comprobaron el funcionamiento del aire acondicionado, encendieron el televisor, estudiaron el menú del servicio de habitaciones, probaron los interruptores del cabezal de la cama, atisbaron dentro del minibar.
-Este hotel lo lleva un conocido mío -dijo Keiko Sasaki-. Por eso te han dado la habitación más grande. Como ves, es un love-hotel , pero eso no importa. Porque te da lo mismo, ¿no?
Komura repuso que le era igual.
-Creo que es mucho más inteligente alojarse aquí que en una de las habitaciones pequeñas y pobretonas del business-hotel de delante de la estación.
-Sí, tal vez.
-La bañera ya está llena. ¿Por qué no te bañas?
Komura se metió en el baño, tal como le sugería. La bañera era tan desproporcionadamente grande que producía inseguridad bañarse en ella solo. Probablemente, todos los clientes se bañasen en pareja. Cuando salió del baño, Keiko Sasaki había desaparecido. Shimao estaba sola, viendo la televisión y tomándose una cerveza.
-Keiko se ha ido. Tenía un compromiso, dice que la disculpes. Y que vendrá a recogerte mañana por la mañana. Oye, ¿te importa que me quede un rato mientras me tomo la cerveza?
Komura dijo que le parecía bien.
-¿Seguro que no te molesto? ¿Que no prefieres estar solo? ¿Seguro que puedes relajarte estando con alguien?
Komura le dijo que no le molestaba. Se quedó un rato viendo un programa de la televisión con Shimao mientras se tomaba una cerveza y se iba secando el pelo con una toalla. Era un especial sobre el terremoto. Reproducía las mismas imágenes de siempre, una vez más. Edificios ladeados, autopistas derruidas, ancianas llorosas, confusión e ira que no iban dirigidos a nadie. Al llegar la hora de los anuncios, ella apagó el televisor con el mando a distancia.
-Ya que estamos juntos, podríamos hablar, ¿no te parece?
-De acuerdo.
-¿Y de qué?
-En el coche, vosotras dos habéis mencionado una historia de osos -dijo Komura-. Una historia sobre osos muy divertida.
-Sí. La historia de los osos -dijo ella afirmando con un movimiento de cabeza.
-¿Me la cuentas?
-Claro.
Shimao sacó otra cerveza de la nevera y llenó los dos vasos.
-Es una historia un poco verde. ¿No te molestará que te la cuente yo?
Komura sacudió la cabeza.
-Es que hay hombres a quienes les molesta.
-A mí no.
-Es algo que me pasó a mí, ¿sabes? Me da un poco de vergüenza contarlo.
-Si no te importa, me gustaría escuchar la historia.
-A mí no me importa. Si a ti no te molesta...
-No. A mí no.
-Sucedió hace unos tres años, en la época en que ingresé en la escuela universitaria. Yo salía con un chico. Un compañero de universidad, un año mayor que yo. El primer hombre con el que me acosté. Los dos habíamos ido de excursión. A unas montañas que hay hacia el norte, muy lejos. -Shimao tomó un sorbo de cerveza-. Era otoño y había muchos osos por la montaña. En otoño, los osos son muy peligrosos porque están haciendo acopio de alimento para la hibernación. A veces atacan a las personas. Tres días antes habían atacado a un excursionista y lo habían herido de gravedad. De modo que unos montañeros nos dieron un cascabel. Un cascabel del tamaño de una campanilla colgante. Nos habían dicho que lo hiciéramos sonar todo el rato mientras andábamos. Porque, así, los osos saben que hay hombres por los alrededores y no aparecen. Es que los osos no atacan a los seres humanos por gusto, ¿sabes? Los osos son omnívoros, pero se alimentan principalmente de vegetales. No les hace falta atacar a las personas. Si se topan de improviso con alguien en su territorio, se asustan, o se enfurecen, y entonces, en un acto reflejo, se abalanzan sobre él. Así que, si vas andando tocando el cascabel, ellos te evitan. ¿Entiendes?
-Entiendo.
-Total, que íbamos caminando por un sendero de la montaña con el tintineo del cascabel. Y allí, en un paraje desierto, él me suelta de repente que le habían entrado ganas de hacer aquello. A mí tampoco me pareció mala idea y le dije que vale. Nos apartamos del camino y nos metimos entre unos matorrales escondidos. Extendimos un plástico sobre el suelo. Pero yo tenía miedo de los osos. Imagínate. Tú estás haciendo el amor, te embiste un oso por la espalda y te mata. ¡Qué situación! ¿No? Debe de ser horrible morir de esa manera. ¿No te parece?
Komura asintió.
-Total, que sujetamos el cascabel con una mano y lo estuvimos agitando mientras hacíamos el amor. Desde el principio hasta el final, todo el rato. ¡Tilín, tilín!
-¿Y cuál de los dos lo tocaba?
-Lo hicimos por turno. Cuando a uno se le cansaba la mano, lo sustituía el otro, y cuando éste se cansaba, el otro volvía a tomar el relevo. Fue muy raro, ¿sabes? Eso de hacer el amor sin dejar de agitar el cascabel -dijo Shimao-. Todavía ahora, cuando estoy haciendo el amor, a veces me acuerdo de aquello y me troncho de risa.
También a Komura se le escapó una risita.
Shimao dio unas palmaditas, alborozada.
-¡Qué bien! Tú también sabes reír.
-¡Pues claro! -dijo Komura. Aunque, pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no se reía. ¿Cuándo había sido la última vez?
-Oye, ¿te importa que tome un baño?
-No, no me importa.
Mientras ella estaba en el aseo, Komura se quedó mirando un programa de variedades que presentaba un actor cómico con un potente chorro de voz. No conseguía verle la gracia por ningún lado, pero Komura era incapaz de discernir si la culpa era del programa o suya. Bebió cerveza, abrió una bolsa de almendras del minibar y se las comió todas. Shimao pasó una considerable cantidad de tiempo en el baño, pero, al final, apareció envuelta sólo en una toalla y se sentó en la cama. Se desprendió de la toalla y se escurrió entre las sábanas como un gato. Luego miró de frente a Komura.
-Oye, Komura. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste cosas verdes con tu mujer?
-Me parece que fue a finales de diciembre.
-¿Y desde entonces nada?
-No.
-¿Ni con otra persona?
Komura asintió con los ojos cerrados.
-Lo que tú necesitas ahora es relajarte y disfrutar de la vida de una manera más abierta -dijo Shimao-. ¿No te parece? Piensa que mañana quizás haya un terremoto. O a lo mejor se te llevan los extraterrestres, o quizá te devora un oso. Nadie sabe lo que va a pasar.
-No, nadie lo sabe -repitió Komura.
-¡Tilín! ¡Tilín! -dijo Shimao.
Tras varios intentos fallidos, Komura desistió de hacer el amor con ella. Era la primera vez que le sucedía.
-Estabas pensando en tu mujer, ¿verdad? -preguntó Shimao.
-Sí -respondió Komura. Pero, a decir verdad, lo que ocupaba su mente eran las escenas del terremoto. Como en una proyección de diapositivas, aparecía una, se borraba otra. Aparecía una, se borraba otra. Autopistas, llamas, humo, montañas de escombros, grietas en las calles. Él no podía cortar esta sucesión de imágenes mudas.
Shimao posó la oreja en el pecho desnudo de Komura.
-Estas cosas pasan -dijo.
-Sí.
-Mejor que no le des importancia.
-Intentaré no dársela -dijo Komura.
-O sea, que se la das. Ya. Como todos los hombres.
Komura enmudeció.
Shimao pellizcó suavemente los pezones de Komura.
-Oye, Komura. Antes has dicho que tu esposa te dejó una nota al marcharse, ¿verdad?
-Eso he dicho.
-Y en esa nota, ¿qué ponía?
-Pues que vivir conmigo era como vivir con una masa de aire.
-¿Una masa de aire? -Shimao ladeó la cabeza y alzó los ojos hacia el rostro de Komura-. ¿Y qué significa eso?
-Que no tengo contenido, supongo.
-¿No tienes contenido?
-Tal vez no. Pero no sabría explicarlo. Dice que no tengo contenido, pero ¿el contenido qué diablos es?
-Tienes razón. Si te paras a pensar, ¿qué diablos es el contenido? -dijo Shimao-. A mi madre le gustaba mucho la piel del salmón y siempre decía que ojalá los salmones tuvieran sólo piel. O sea, que en algunos casos es mejor que no haya contenido. ¿No te parece?
Un salmón compuesto sólo de piel. Komura intentó imaginárselo. Claro que, suponiendo que existiera un salmón compuesto únicamente de piel, ¿no pasaría a ser la piel, en sí misma, el contenido? Komura aspiró una gran bocanada de aire: la cabeza de la mujer se elevó de manera visible, luego descendió.
-¿Sabes? No sé si tienes contenido o no, pero pienso que eres muy simpático. Estoy segura de que encontrarás a muchas mujeres que te comprenderán y que se enamorarán de ti.
-También ponía eso.
-¿La nota de tu esposa?
-Sí.
-¡Ah! -dijo Shimao con tono de fastidio. Volvió a posar la oreja en el pecho de Komura. Él sintió el pendiente como un cuerpo extraño secreto.
-Por cierto, ¿y la caja que he traído? -dijo Komura-. ¿Qué contiene?
-¿Te preocupa?
-Hasta ahora no me ha importado. Pero es curioso: ahora, no sé por qué, me preocupa.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace un momento.
-¿De repente?
-Sí, en cuanto me ha venido a la cabeza. De repente.
-¿Por qué habrá empezado a preocuparte, así, de repente?
Con la vista clavada en el techo, Komura reflexionó unos segundos. «¿Por qué sería?»
Por unos instantes, ambos aguzaron el oído al ulular del viento. Venía de algún lugar que Komura ignoraba y pasaba de largo, rumbo a un lugar que Komura desconocía.
-La razón -susurró Shimao- es que lo que había dentro de la caja era tu contenido. Tú lo has traído hasta aquí sin saberlo y se lo has entregado, con tus propias manos, a Keiko. Y ya nunca más podrás recuperarlo.
Komura se incorporó, dejó caer la mirada sobre el rostro de la mujer. La pequeña nariz y los lunares. En el profundo silencio resonaban los fuertes y secos latidos de su corazón. Al doblar la espalda, sus huesos crujieron. Sólo duró un instante, pero Komura supo que estaba a punto de ser poseído por una violencia brutal.
-Era una broma -dijo Shimao al ver la expresión de su rostro-. He dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza. Ha sido una broma de mal gusto. Lo siento. No me hagas caso. No quería herirte.
Komura se serenó, barrió la habitación con los ojos y, luego, volvió a sepultar la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, respiró hondo. La inmensidad de la cama lo rodeaba como el mar de la noche. Se oía el silbido de un viento gélido. Los furiosos latidos del corazón le sacudían los huesos.
-Oye, ¿ahora ya tienes un poco la sensación real de haberte ido lejos?
-Tengo la sensación de haberme ido lejísimos -dijo Komura con sinceridad.
Shimao trazaba con la yema del dedo un dibujo complicado, como un conjuro, sobre el pecho de Komura.
Esto lo opinaba Perinola desde su posición de poeta. Haciendo versos desde la infancia, había descubierto que no querían decir nada; y viviendo había descubierto que el lenguaje servía para decir cosas. Había una incompatibilidad, que era lo que lo había comprometido con la poesía. Porque la poesía, al no querer decir nada con el instrumento que servía para decir cosas, decía algo, que era a la vez algo y nada. Amaba ese enigma, pero estaba convencido de que no podía durar. Era demasiado extravagante. Eso se la hacía más preciosa. Efímera, la poesía era una flor rara que se había abierto por casualidad, y el milagro había querido que se abriera justo cuando él vivía. En el futuro, una humanidad más razonable haría buen uso de la prosa. Parménides. César Aira.