martes, 18 de diciembre de 2007

El guardián entre el centeno

En El guardián entre el centeno (1951), Holden Caulfield es expulsado de su escuela y para evitar el encuentro con sus airados padres decide vagar por Nueva York; ese viaje es la justificación narrativa de la novela, pero su razón de ser son las observaciones de Holden sobre el mundo y el lenguaje que oscila entre la ternura y el desprecio. A partir de la publicación de este libro, J.D. Salinger, escritor a quien Ernest Hemingway llamó “un tipo endemoniadamente talentoso”, se convirtió en lectura de rigor de la juventud estadounidense. Es un texto ejemplar por sus diálogos ágiles, su atractivo protagonista y su lenguaje inventivo que se desluce con la traducción. En el número 27 de mimalapalabra en La Prensa, un fragmento de esta magnífica obra.

El guardián entre el centeno

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás basura estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primeroporque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. Él será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un Jaguar, uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora tiene mucha lana. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tipo de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tipo montando siempre dice lo mismo: “Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara”. Estupideces. En Pencey se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había nadie espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así de nacimiento. Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de ésos de la Guerra de la Independencia y toda esa perorata. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios. A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un hipócrita.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los del equipo me ignoraron durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia. La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey. Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad. Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los estudiantes eran de familias de mucho dinero, pero aún así era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía. Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración. Eran unos amigos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban minutos para la cena y había anochecido, pero nosotros seguíamos dándole a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón. Al final no tuvimos más remedio. El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne...

lunes, 10 de diciembre de 2007

From the beginning

Giovanni Rodríguez

Ileana soltó mi mano y en el mismo instante una imagen fugaz me cruzó por la mente. Caminábamos por esa avenida poco iluminada que Jorge una vez llamó “La avenida del amor”. Para mí nada en esa avenida, silenciosa y con algo de película de terror a esa hora de la noche, invocaba el amor, pero desde que había salido con Ileana rumbo al bar, la sensación no era otra que la de continuar con la tácita promesa de los besos y los abrazos establecida desde la noche anterior. Ileana, sin embargo, me había soltado la mano hacía un momento, y entonces sólo alcancé a pensar, no sabría explicar por qué, en una tarde de principios de diciembre en la que llovía un poco y salía de la universidad por el portón del área de las ingenierías.
Ricardo me recibió en el bar con una cerveza a punto de explotar de tan fría. Programó en la computadora From the beginning, de Emerson, Lake and Palmer, y le dio play. Eran pocos los que habían llegado para disfrutar del concierto y se mantenían en su mayoría en el área del largo balcón que daba a la calle, mientras los miembros de la banda dejaban todo a punto para cuando llegara la hora. Permanecimos unos minutos en la barra intercambiando bromas con Ricardo, hasta que ella se incorporó, con su vasito de ron y coca-cola en la mano, y caminó hacia la terraza para recibir, me dijo, un poco de aire fresco. La seguí un instante con la mirada, estableciendo impunemente como blanco sus nalgas firmes bajo la tela delgada de la falda, y Ricardo aprovechó para preguntarme cómo había llegado a conectarme con una muchacha así de buena. Le expliqué con detalles lo ocurrido durante la noche previa y lo que llevábamos de ese día. No había habido lugar para otra cosa más que para el amor, palabra que, lógicamente, se traducía en sexo y quizá una cierta comunión espiritual casi siempre en los momentos posteriores al coito.
El bar comenzó a llenarse en la última media hora antes del inicio del concierto. Las voces se fueron multiplicando hasta que fue necesario subir el volumen de la música ambiente porque ya casi no se escuchaba. A quien pasara afuera le hubiera parecido que el local era una caja de música algo descompuesta. En la barra, yo saludaba a uno u otro amigo que llegaba, pedía nuevas cervezas y de vez en cuando me dirigía al sitio desde donde Ileana había decidido dejar pasar la noche, para invitarla a unirse al grupo de amigos que empezaba a formarse o, en su defecto, para ofrecerle un trago más. Se negaba, con maneras suaves, siempre a ambas ofertas. Me decía amistosamente que ya iría ella misma por otro cuba libre cuando le apeteciera, que no me preocupara. Yo entonces volvía al grupo sin perderla de vista, pero a medida que el local se llenaba resultaba difícil ubicarla todo el tiempo.
La banda, de repente, empezó a tocar. Vertigo, de U2, encendió definitivamente el ánimo de todos. Le siguieron Californication, de Red Hot Chili Peppers; The man who sold the world, de Nirvana; y Roxane, de The Police. Entonces recordé a Ileana y decidí, con algo de culpa por mi olvido momentáneo, ir a acompañarla. La encontré, no en la terraza sino en el balcón, con un tipo de unos treinta y cinco años, mayor que nosotros dos, que apenas éramos unos jovenzuelos con la cabeza hecha una diáspora de sueños. El tipo me recordó a un tío mío, el menor de los tres hermanos de mi papá, con su pelo largo y el aire de alguien que se la ha pasado fumando marihuana durante las últimas dos horas. Al verme llegar, Ileana adoptó una posición erecta, después de permanecer acomodada frontalmente sobre el murito del balcón, y con una excesiva sonrisa, nos presentó. Ileana ha estado hablándome de vos, dijo el treintañero, dice que sos poeta, y de los buenos. Sentí la garganta seca y la necesidad impostergable de una nueva cerveza. Se los hice saber y les ofrecí a ellos algo de beber. Pidieron una cerveza y otro ron y entonces, revolviendo en mi cabeza los momentos de las últimas veinticuatro horas con la muchacha y preguntándome qué otras cosas le podía haber contado a ese desconocido, empecé a abrirme paso a través de la enorme cantidad de gente que en muy poco tiempo había convertido aquel bar tranquilo en un lugar asfixiante. Me costó mucho llegar a la barra. Sentía la garganta como si hubiera tragado un puñado de arena. Ricardo había desaparecido y ahora sólo estaba esa pareja de zombies atendiendo a una clientela enfebrecida por el alcohol y la música de la banda. Me costó mucho hacerme atender y cuando al fin pude salir de entre aquel espontáneo grupo de bebedores, sentí como que acababa de ganar una justa olímpica.
Al volver, unos diez minutos después, ellos habían desaparecido. Los busqué por toda el área del balcón, pero era claro que no estaban ahí. Volví al interior del local. Lo recorrí con la mirada por sobre las cabezas de la masa eufórica. Nada por ningún lado, ni en la terraza. Me encontré a Ricardo y le pregunté por Ileana. No sabía. Decidí volver al balcón. Me tomé mi cerveza, luego la del treintañero y por último el trago de Ileana, que me supo a agua azucarada. Pensé, sin darle mayor importancia, en el tamaño de la cuenta que Ricardo, al final de la jornada, iría reduciendo a medida que mi expresión de desconcierto, por no contar con suficiente dinero, fuera aumentando. Un sube y baja permanente, me dije, resignado y complacido.
No llegaban. Fui a la barra por otra cerveza. Esta vez me la sirvió Ricardo, quien me preguntó si ya había encontrado a la chica. Le contesté que no, malhumorado. Alcancé a ver un esbozo de sonrisa maliciosa en su cara mientras preparaba unas bebidas para otros clientes. Pasó una hora en la que la imagen de aquella fría tarde de diciembre en la salida de la universidad volvía y se disolvía en cada nuevo trago que daba a mi cerveza, hasta que decidí por fin marcharme. Ella tendría que llegar tarde o temprano al apartamento para recoger las cosas que había dejado.
Cuando empezaba a bajar las gradas que conducen a la salida, mortificándome con la idea de que, de repente, la situación había empezado a afectarme, mi subconsciente, más allá de los pensamientos y la inercia alcohólica, percibió algo en las vibraciones del aire. Ese algo se transformó en las notas de Wicked game, y aunque la versión de la banda era bastante caprichosa, me detuve un momento con la intención de escucharla y disfrutarla, pero no pude, mi mente trabajaba en la recreación de otros momentos posibles, imaginarios y sin embargo posibles, perversamente posibles. Imaginaba a Ileana y al treintañero en algún rincón oscuro del bar, en alguno de los baños o, por qué no, en un cuartucho de hotel de a cincuenta lempiras la hora. Seguí bajando las gradas, que ahora me parecieron más empinadas, y entonces los vi. Pensé en evitar el encuentro, pero ya era tarde. Antes de que pudieran verme fui testigo de la conexión que existía entre ambos, mayor que la que Ricardo aludió cuando me preguntó por el momento en que la había conocido. En el breve espacio de unos cinco segundos los vi abrazarse distraídamente, reírse, plantarse ante el mundo, ante la vida como una sola entidad, como un solo ser acostumbrado a las mismas circunstancias, como una pareja. Hasta que me descubrieron ahí, seis o siete peldaños arriba, con una expresión en el rostro que pretendía ser rígida, pero que debía resultar algo cómica, evidentemente ebrio. Te estábamos buscando, dijo Ileana. Pensamos que nos habías cambiado por unas cuantas cervezas, dijo el treintañero, sonriente. Cansado de la situación, aburrido, a esas alturas de la noche melancólico, me limité a sonreír desinteresadamente. ¿Nos vas a traer al fin unas bebidas?, preguntó el tipo. No, me voy, contesté. Sí, nos vamos, dijo Ileana. El intruso se apresuró a ofrecernos transporte hasta el apartamento. Les dije que no se preocuparan, que me iba solo, pero no me lo permitieron. Hubo una discusión amistosa entre Ileana y el tipo que no llegué a entender del todo; sólo alcanzaba a escuchar el sonido de sus voces mezclado con la música de la banda en el fondo, de la que ahora sobresalía desastrosamente el bombo de la batería. No recuerdo si me despedí, pero sí que Ileana me alcanzó del otro lado de la calle.
Caminamos de regreso al apartamento, por la misma avenida por la que llegamos, tomados de la mano. Los faroles emitían una luz tenue, nada convincente. Por un momento, mientras me dejaba llevar hacia el final de la noche, mientras la avenida se me revelaba como una pista infinita hacia ninguna parte, volví a sentir, especialmente en la cara, el mismo frío de aquella tarde de diciembre en la universidad. Me vi entonces, como en una película muda y en blanco y negro, con apenas diecisiete años, caminando despacio sobre los adoquines, mientras unas finísimas gotas caían del cielo, y pensé absurdamente en el tiempo como en una cuerda larguísima cuya punta llevaba precisamente ahora de la mano. Supe entonces, por ese instante al menos, que la vida consiste algunas veces en el murmullo insistente de las cosas pasadas, pero que en la mayoría de las veces sólo consiste en la inmersión total, sin remordimientos ni arrepentimientos posteriores, en la mierda cotidiana. Y supe, además, que lo importante, lo verdaderamente importante era tener siempre los ojos bien abiertos, por lo menos mientras la vida aún fuera cierta. Así que miré a mi derecha, primero al rostro de Ileana, que me veía desde otra realidad con unos ojos tan comunes y corrientes como los de cualquier mujer, y con una expresión de absoluta complacencia, y después al foco encendido en el pasillo entre dos edificios. Luego ya no vi nada más o no recuerdo haber visto nada más, apenas la imagen en mi cabeza de un beso ajeno más allá de los primeros árboles detrás del edificio de las ingenierías, y mis pasos cada vez más lentos sobre los adoquines, y la lluvia suave, indiferente.
No recuerdo nada, absolutamente nada, pero las cosas debieron haber ocurrido más o menos como todos dicen. Yo reconstruyo la escena con los fragmentos de las versiones de todos y la imagino así: Ileana conduciéndome hasta el apartamento, y una vez dentro, metiéndome en la habitación, desvistiéndome sin encender la luz, practicándome una entusiasta felación para despertarme e invitarme a hacerle el amor, primero ella sobre mí, pero después, con mi cuerpo y mi mente abandonados a la suerte carnal, yo sobre ella, hasta el fondo en ella, pensando quizá en el pasado, en el maldito pasado que no se acaba nunca, con mis manos en su cuello, cada vez más fuertes mientras el pasado vuelve, insistente, pegajoso y persuasivo, con mis manos, sus dedos y sus mínimos tendones dedicados a la inconciente ceremonia de la muerte, mientras sus gemidos aumentan y se convierten en gritos, en espasmos, en manotadas apenas efectivas, en pequeñas explosiones óseas en su garganta; y después el sueño profundísimo y otra vez el frío y los mismos pasos lentos, pero ya no sobre los adoquines en la salida de la universidad sino en un lugar y un día distintos, quizá en un cuartito como éste, pequeño y sin embargo interminable, y quizá en un domingo como hoy, insulso como todos los domingos, perfecto día para morir de tedio, como todos los días, como toda la vida, con su irremediable mierda cotidiana.
  • Datos del autor
Giovanni Rodríguez (San Luis, Santa Bárbara, 1980) estudió Letras en el CURN. Es miembro fundador de mimalapalabra. Publicó en 2005 Morir todavía y en 2007 Las horas bajas, libro que le valió en 2006 el Premio Hispanoamericano de Poesía de la edición número 69 de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala. Actualmente vive en Figueres, España.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Juan Gelman: Cervantes 2007

Sin duda, premios como el Cervantes de Literatura traen a primera fila a escritores que de repente son poco conocidos. El considerado máximo galardón de las letras españolas ha recaído este 2007 en Juan Gelman, poeta argentino que hace de la palabra un arma de angustia, dolor, amor y humor. El Cervantes es una excusa válida para espiar su obra, de la que, en su edición 25, mimalapalabra publica una pequeña muestra.

Arte poética
Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,/ como un amo implacable/ me obliga a trabajar de día, de noche,/ con dolor, con amor,/ bajo la lluvia, en la catástrofe,/ cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,/ cuando la enfermedad hunde las manos.
A este oficio me obligan los dolores ajenos,/ las lágrimas, los pañuelos saludadores,/ las promesas en medio del otoño o del fuego,/ los besos del encuentro, los besos del adiós,/ todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.
Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,/ rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.
XVI
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, /no a la fuerza./ La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida./ Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores./ Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire, /propiamente del aire./ Soy una planta monstruosa. Mis raíces están a miles de kilómetros de mí y no nos ata un tallo,/ nos separan dos mares/ y un océano. El sol me mira cuando ellas respiran en la noche, duelen de noche bajo el sol.
Una mujer y un hombre
Una mujer y un hombre llevados por la vida,/ una mujer y un hombre cara a cara/ habitan en la noche, desbordan por sus manos,/ se oyen subir libres en la sombra,/ sus cabezas descansan en una bella infancia/ que ellos crearon juntos, plena de sol, de luz,/ una mujer y un hombre atados por sus labios/ llenan la noche lenta con toda su memoria,/ una mujer y un hombre más bellos en el otro/ ocupan su lugar en la tierra.
Opinión
Los poemas escritos en estado de frialdad tienen una ventaja: están escritos en estado de frialdad. El odio del vecino no entra ahí, ni el vecino atado a su odio y se puede alabar las bellezas del paisaje. Alabar es una palabra rara, lleva del ala al bar donde el estaño está mudo. Los poemas sin sangre tienen una ventaja: no tienen sangre, ni sacudones mortales o inmortales, ni la imperfección, la suciedad de todos. Eso cae y nada perturba a la tierra. A los poetas que practican esa visión y sin duda escriben hermosos poemas, habría que levantarles una estatua ciega que no se vea. Es bello su no estar. Todo está bien afuera de todo lo que está mal, intocado y lejos de la escritura, lejos, en un canto bajito.
Nota I
te nombraré veces y veces./ me acostaré con vos noche y día./ noches y días con vos./ me ensuciaré cogiendo con tu sombra./ te mostraré mi rabioso corazón./ te pisaré loco de furia./ te mataré los pedacitos./ te mataré uno con paco./ otro lo mato con rodolfo./ con haroldo te mato un pedacito más./ te mataré con mi hijo en la mano./ voy a venir con diana y te mataré./ voy a venir con jote y te mataré./ te voy a matar, derrota./ nunca me faltará un rostro amado para/ matarte otra vez./ vivo o muerto/ un rostro amado./ hasta que mueras/ dolida como estás/
ya lo sé./ te voy a matar/
yo/ te voy a matar.
  • Gelman responde
–¿Qué dirían los muchachos de Villa Crespo al enterarse de que "el pibe Taquito" es premio Cervantes?
Cuando era joven, les tuve que ocultar bastante tiempo que era poeta. En el barrio si no fumabas, eras maricón, y si escribías poesía, eras raro.
–¿Los premios le dan mayor confianza en la palabra, en la poesía?
–Mi confianza en la poesía es independiente de los premios, que son un estímulo y un reconocimiento, sin duda, pero que no sirven para escribir el poema, que es puro trabajo.
–Aunque hay zonas de mucho humor y ternura, como en "Los poemas de Sidney West", se suele definir su poesía como política. ¿Cómo se lleva con esta etiqueta?
Es lo que pasa con todas las etiquetas, ¿no? Etiquetan un producto y después hay que mirar para ver de qué se trata. No todo lo que sucede en el mundo me despierta la necesidad de escribir un poema. Como ciudadano, tengo compromisos y responsabilidades que no tienen que estar necesariamente en la poesía. La ideología de alguien forma parte de su subjetividad, pero no es toda su subjetividad. No me afecta ni en un sentido ni en otro que digan que mi poesía es política. Lo que me importa es mi trabajo como poeta, no me preocupa lo que digan los demás, tienen todo el derecho a opinar, pero francamente lo único que influye es la lectura de la poesía, y el trabajo de escribirla.
  • *La entrega del premio será el 23 de abril de 2008. Juan Gelman nació en Argentina el 3 de mayo de 1930. Reside en México.