Giovanni Rodríguez
Ileana soltó mi mano y en el mismo instante una imagen fugaz me cruzó por la mente. Caminábamos por esa avenida poco iluminada que Jorge una vez llamó “La avenida del amor”. Para mí nada en esa avenida, silenciosa y con algo de película de terror a esa hora de la noche, invocaba el amor, pero desde que había salido con Ileana rumbo al bar, la sensación no era otra que la de continuar con la tácita promesa de los besos y los abrazos establecida desde la noche anterior. Ileana, sin embargo, me había soltado la mano hacía un momento, y entonces sólo alcancé a pensar, no sabría explicar por qué, en una tarde de principios de diciembre en la que llovía un poco y salía de la universidad por el portón del área de las ingenierías.
Ricardo me recibió en el bar con una cerveza a punto de explotar de tan fría. Programó en la computadora From the beginning, de Emerson, Lake and Palmer, y le dio play. Eran pocos los que habían llegado para disfrutar del concierto y se mantenían en su mayoría en el área del largo balcón que daba a la calle, mientras los miembros de la banda dejaban todo a punto para cuando llegara la hora. Permanecimos unos minutos en la barra intercambiando bromas con Ricardo, hasta que ella se incorporó, con su vasito de ron y coca-cola en la mano, y caminó hacia la terraza para recibir, me dijo, un poco de aire fresco. La seguí un instante con la mirada, estableciendo impunemente como blanco sus nalgas firmes bajo la tela delgada de la falda, y Ricardo aprovechó para preguntarme cómo había llegado a conectarme con una muchacha así de buena. Le expliqué con detalles lo ocurrido durante la noche previa y lo que llevábamos de ese día. No había habido lugar para otra cosa más que para el amor, palabra que, lógicamente, se traducía en sexo y quizá una cierta comunión espiritual casi siempre en los momentos posteriores al coito.
El bar comenzó a llenarse en la última media hora antes del inicio del concierto. Las voces se fueron multiplicando hasta que fue necesario subir el volumen de la música ambiente porque ya casi no se escuchaba. A quien pasara afuera le hubiera parecido que el local era una caja de música algo descompuesta. En la barra, yo saludaba a uno u otro amigo que llegaba, pedía nuevas cervezas y de vez en cuando me dirigía al sitio desde donde Ileana había decidido dejar pasar la noche, para invitarla a unirse al grupo de amigos que empezaba a formarse o, en su defecto, para ofrecerle un trago más. Se negaba, con maneras suaves, siempre a ambas ofertas. Me decía amistosamente que ya iría ella misma por otro cuba libre cuando le apeteciera, que no me preocupara. Yo entonces volvía al grupo sin perderla de vista, pero a medida que el local se llenaba resultaba difícil ubicarla todo el tiempo.
La banda, de repente, empezó a tocar. Vertigo, de U2, encendió definitivamente el ánimo de todos. Le siguieron Californication, de Red Hot Chili Peppers; The man who sold the world, de Nirvana; y Roxane, de The Police. Entonces recordé a Ileana y decidí, con algo de culpa por mi olvido momentáneo, ir a acompañarla. La encontré, no en la terraza sino en el balcón, con un tipo de unos treinta y cinco años, mayor que nosotros dos, que apenas éramos unos jovenzuelos con la cabeza hecha una diáspora de sueños. El tipo me recordó a un tío mío, el menor de los tres hermanos de mi papá, con su pelo largo y el aire de alguien que se la ha pasado fumando marihuana durante las últimas dos horas. Al verme llegar, Ileana adoptó una posición erecta, después de permanecer acomodada frontalmente sobre el murito del balcón, y con una excesiva sonrisa, nos presentó. Ileana ha estado hablándome de vos, dijo el treintañero, dice que sos poeta, y de los buenos. Sentí la garganta seca y la necesidad impostergable de una nueva cerveza. Se los hice saber y les ofrecí a ellos algo de beber. Pidieron una cerveza y otro ron y entonces, revolviendo en mi cabeza los momentos de las últimas veinticuatro horas con la muchacha y preguntándome qué otras cosas le podía haber contado a ese desconocido, empecé a abrirme paso a través de la enorme cantidad de gente que en muy poco tiempo había convertido aquel bar tranquilo en un lugar asfixiante. Me costó mucho llegar a la barra. Sentía la garganta como si hubiera tragado un puñado de arena. Ricardo había desaparecido y ahora sólo estaba esa pareja de zombies atendiendo a una clientela enfebrecida por el alcohol y la música de la banda. Me costó mucho hacerme atender y cuando al fin pude salir de entre aquel espontáneo grupo de bebedores, sentí como que acababa de ganar una justa olímpica.
Al volver, unos diez minutos después, ellos habían desaparecido. Los busqué por toda el área del balcón, pero era claro que no estaban ahí. Volví al interior del local. Lo recorrí con la mirada por sobre las cabezas de la masa eufórica. Nada por ningún lado, ni en la terraza. Me encontré a Ricardo y le pregunté por Ileana. No sabía. Decidí volver al balcón. Me tomé mi cerveza, luego la del treintañero y por último el trago de Ileana, que me supo a agua azucarada. Pensé, sin darle mayor importancia, en el tamaño de la cuenta que Ricardo, al final de la jornada, iría reduciendo a medida que mi expresión de desconcierto, por no contar con suficiente dinero, fuera aumentando. Un sube y baja permanente, me dije, resignado y complacido.
No llegaban. Fui a la barra por otra cerveza. Esta vez me la sirvió Ricardo, quien me preguntó si ya había encontrado a la chica. Le contesté que no, malhumorado. Alcancé a ver un esbozo de sonrisa maliciosa en su cara mientras preparaba unas bebidas para otros clientes. Pasó una hora en la que la imagen de aquella fría tarde de diciembre en la salida de la universidad volvía y se disolvía en cada nuevo trago que daba a mi cerveza, hasta que decidí por fin marcharme. Ella tendría que llegar tarde o temprano al apartamento para recoger las cosas que había dejado.
Cuando empezaba a bajar las gradas que conducen a la salida, mortificándome con la idea de que, de repente, la situación había empezado a afectarme, mi subconsciente, más allá de los pensamientos y la inercia alcohólica, percibió algo en las vibraciones del aire. Ese algo se transformó en las notas de Wicked game, y aunque la versión de la banda era bastante caprichosa, me detuve un momento con la intención de escucharla y disfrutarla, pero no pude, mi mente trabajaba en la recreación de otros momentos posibles, imaginarios y sin embargo posibles, perversamente posibles. Imaginaba a Ileana y al treintañero en algún rincón oscuro del bar, en alguno de los baños o, por qué no, en un cuartucho de hotel de a cincuenta lempiras la hora. Seguí bajando las gradas, que ahora me parecieron más empinadas, y entonces los vi. Pensé en evitar el encuentro, pero ya era tarde. Antes de que pudieran verme fui testigo de la conexión que existía entre ambos, mayor que la que Ricardo aludió cuando me preguntó por el momento en que la había conocido. En el breve espacio de unos cinco segundos los vi abrazarse distraídamente, reírse, plantarse ante el mundo, ante la vida como una sola entidad, como un solo ser acostumbrado a las mismas circunstancias, como una pareja. Hasta que me descubrieron ahí, seis o siete peldaños arriba, con una expresión en el rostro que pretendía ser rígida, pero que debía resultar algo cómica, evidentemente ebrio. Te estábamos buscando, dijo Ileana. Pensamos que nos habías cambiado por unas cuantas cervezas, dijo el treintañero, sonriente. Cansado de la situación, aburrido, a esas alturas de la noche melancólico, me limité a sonreír desinteresadamente. ¿Nos vas a traer al fin unas bebidas?, preguntó el tipo. No, me voy, contesté. Sí, nos vamos, dijo Ileana. El intruso se apresuró a ofrecernos transporte hasta el apartamento. Les dije que no se preocuparan, que me iba solo, pero no me lo permitieron. Hubo una discusión amistosa entre Ileana y el tipo que no llegué a entender del todo; sólo alcanzaba a escuchar el sonido de sus voces mezclado con la música de la banda en el fondo, de la que ahora sobresalía desastrosamente el bombo de la batería. No recuerdo si me despedí, pero sí que Ileana me alcanzó del otro lado de la calle.
Caminamos de regreso al apartamento, por la misma avenida por la que llegamos, tomados de la mano. Los faroles emitían una luz tenue, nada convincente. Por un momento, mientras me dejaba llevar hacia el final de la noche, mientras la avenida se me revelaba como una pista infinita hacia ninguna parte, volví a sentir, especialmente en la cara, el mismo frío de aquella tarde de diciembre en la universidad. Me vi entonces, como en una película muda y en blanco y negro, con apenas diecisiete años, caminando despacio sobre los adoquines, mientras unas finísimas gotas caían del cielo, y pensé absurdamente en el tiempo como en una cuerda larguísima cuya punta llevaba precisamente ahora de la mano. Supe entonces, por ese instante al menos, que la vida consiste algunas veces en el murmullo insistente de las cosas pasadas, pero que en la mayoría de las veces sólo consiste en la inmersión total, sin remordimientos ni arrepentimientos posteriores, en la mierda cotidiana. Y supe, además, que lo importante, lo verdaderamente importante era tener siempre los ojos bien abiertos, por lo menos mientras la vida aún fuera cierta. Así que miré a mi derecha, primero al rostro de Ileana, que me veía desde otra realidad con unos ojos tan comunes y corrientes como los de cualquier mujer, y con una expresión de absoluta complacencia, y después al foco encendido en el pasillo entre dos edificios. Luego ya no vi nada más o no recuerdo haber visto nada más, apenas la imagen en mi cabeza de un beso ajeno más allá de los primeros árboles detrás del edificio de las ingenierías, y mis pasos cada vez más lentos sobre los adoquines, y la lluvia suave, indiferente.
No recuerdo nada, absolutamente nada, pero las cosas debieron haber ocurrido más o menos como todos dicen. Yo reconstruyo la escena con los fragmentos de las versiones de todos y la imagino así: Ileana conduciéndome hasta el apartamento, y una vez dentro, metiéndome en la habitación, desvistiéndome sin encender la luz, practicándome una entusiasta felación para despertarme e invitarme a hacerle el amor, primero ella sobre mí, pero después, con mi cuerpo y mi mente abandonados a la suerte carnal, yo sobre ella, hasta el fondo en ella, pensando quizá en el pasado, en el maldito pasado que no se acaba nunca, con mis manos en su cuello, cada vez más fuertes mientras el pasado vuelve, insistente, pegajoso y persuasivo, con mis manos, sus dedos y sus mínimos tendones dedicados a la inconciente ceremonia de la muerte, mientras sus gemidos aumentan y se convierten en gritos, en espasmos, en manotadas apenas efectivas, en pequeñas explosiones óseas en su garganta; y después el sueño profundísimo y otra vez el frío y los mismos pasos lentos, pero ya no sobre los adoquines en la salida de la universidad sino en un lugar y un día distintos, quizá en un cuartito como éste, pequeño y sin embargo interminable, y quizá en un domingo como hoy, insulso como todos los domingos, perfecto día para morir de tedio, como todos los días, como toda la vida, con su irremediable mierda cotidiana.
Giovanni Rodríguez (San Luis, Santa Bárbara, 1980) estudió Letras en el CURN. Es miembro fundador de mimalapalabra. Publicó en 2005 Morir todavía y en 2007 Las horas bajas, libro que le valió en 2006 el Premio Hispanoamericano de Poesía de la edición número 69 de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala. Actualmente vive en Figueres, España.