Uno de los primeros momentos en la vida de Roberto Bolaño, escritor chileno fallecido en Barcelona el 2003, que puede sugerirnos un vínculo entre su vida y sus ficciones es quizá aquel del año 1969 cuando decidió abandonar sus estudios en una escuela secundaria de México, país en el que residía desde hacía un año.
Preguntarnos cuáles fueron las razones que motivaron esta renuncia a la educación formal no es tan importante como sí lo es, a partir de ahí, de ese primer salto al vacío, su vocación, tanto vital como literaria, a la exploración de los abismos insondables de la existencia humana.
¿Por qué esta consideración tan radical a partir de un hecho, al parecer, insignificante? Pues porque ese momento es uno de los primeros de que tenemos noticia en la vida de este chileno universal, porque significaría en él una de las primeras rupturas con las imposturas de la vida y además porque ese hecho puede anticiparnos al individuo inconforme, al desarraigado, al eterno exiliado que fue siempre Roberto Bolaño.
Así, lo vemos a sus diecinueve años, en 1973, volviendo a Chile, su país natal, con esa fuerza de espíritu y esa prestancia que caracteriza a los jóvenes, dispuesto a hacer la revolución: “Yo pensaba que este país (Chile) era el cogollito del cambio, que aquí se iba a producir la gran transformación de todo”, dijo en alguna de sus muchas entrevistas.
Esa aventura revolucionaria acabaría siendo muy corta. Al poco tiempo lo encarcelaron por subversivo y sólo pudo salir libre por la suerte de que uno de sus custodios había sido compañero suyo en la secundaria durante sus primeros años en Chile.
Lo vemos también, ya de vuelta en México, país que lo albergó desde 1968 a la edad de quince años, fundando junto con el poeta Mario Santiago un movimiento de vanguardia denominado “Infrarrealismo”, que era básicamente una reacción de la joven poesía mexicana contra quienes hacían literatura sin compromiso político, entre ellos Octavio Paz, un movimiento de su efervescencia juvenil del que ya en su madurez como escritor Bolaño terminaría abjurando: “Estábamos en contra de todo. Y lo que hacíamos era un espectáculo penoso, realmente”.
Durante todo ese tiempo de idas y vueltas, antes que llegaran sus primeros libros y a raíz del abandono de sus estudios formales, se vio obligado a seguir en movimiento, y este movimiento lo llevó finalmente a España. En ese país trabajó en lo que viniera: vigilante de camping, lavaplatos, camarero, descargador de barcos, basurero, recepcionista, vendedor de bisutería. Y en su tiempo libre leía y escribía.
Muchos años más tarde Roberto Bolaño era ya un escritor chileno que no vivía en Chile y que publicaba sus libros generalmente en España, y además ganaba muchos premios, entre estos por lo menos dos de los más importantes en la literatura escrita en lengua española: el Herralde y el Rómulo Gallegos, con su novela Los detectives salvajes (1998). Entretanto, sus declaraciones a la prensa chilena e internacional empezaban a despertar la cólera en algunos y la complicidad y la simpatía en otros.
Es entonces Bolaño –por lo menos lo fue hasta el día de su muerte- un hombre signado por la gracia y la fortaleza inherente a los desarraigados, a los desposeídos, a los exiliados voluntaria o forzosamente, un hombre que sentía que a nadie le debía nada y que por lo tanto lo que diera de sí debía reflejar igualmente esta convicción. Así fue como arremetió contra la mayoría de los escritores de su país, acusándolos siempre de facilistas, de pomposos creadores de recetas deficientes y macabras.
Nació en Santiago de Chile, en 1953, pero él siempre, aún después de vivir nueve años en México y sus últimos veintiséis en España, se consideró “latinoamericano”, lo que sugiere precisamente algo de ese desarraigo, de esa negación a sentirse absolutamente chileno o mexicano o español, y que evidencia en algunos pasajes de su literatura, sobre todo en sus novelas, ambientadas indistintamente en ciudades chilenas, mexicanas o españolas, y en los giros coloquiales propios de esos países en los que a veces incurren sus narradores y personajes.
Al hacer un recuento de la historia de Roberto Bolaño, todas estas muestras de su permanente movilidad en un mundo que le resultó siempre telúrico, tanto desde una perspectiva vital como intelectual, no puede uno desembocar en ninguna otra parte que no sea su propia literatura; hemos de considerar que, al fin y al cabo, fue la literatura lo que determinó la dirección de su vida hasta los últimos días y eso mismo lo que, a la manera de Dante, lo llevó a conocer esa suerte de Infierno que es la existencia humana.
Lo que sigue es un fragmento de la novela póstuma 2666, específicamente de La parte de Archimboldi, que constituye una invitación de mimalapalabra a acercarse a la narrativa de Roberto Bolaño:
Durante el viaje en tren Hans escuchó una historia curiosa acerca de un soldado de la 79 que se había perdido en los túneles de la Línea Maginot. El sector en que el soldado se perdió, según éste pudo comprobar, se llamaba sector Charles. El soldado, por descontado, tenía los nervios de acero, o eso se decía, y siguió buscando una salida a la superficie. Tras caminar unos quinientos metros bajo tierra llegó al sector Catherine. El sector Catherine, de más está decirlo, no se diferenciaba en nada del sector Charles, salvo en los letreros. Tras caminar mil metros llegó al sector Jules. En ese momento el soldado empezó a ponerse nervioso y a dar rienda suelta a su imaginación. Se imaginó aprisionado para siempre en aquellos pasillos subterráneos, sin que viniera en su auxilio ningún camarada. Deseó gritar y aunque al principio se contuvo, por temor a poner sobreaviso a los franceses que pudieran haberse quedado escondidos, al final cedió al deseo y se puso a chillar a todo lo que daban sus pulmones. Pero nadie le contestó y siguió caminando, con la esperanza de que en algún momento encontraría la salida.
Dejó atrás el sector Jules y entró en el sector Claudine. Después vino el sector Émile, el sector Marie, el sector Jean-Pierre, el sector Berenice, el sector André, el sector Silvia. Llegado a éste, el soldado hizo un descubrimiento (que otro hubiera hecho mucho antes) y que consistía en constatar lo extraño que resultaba el orden casi inmaculado de los pasillos. Después se puso a pensar en la utilidad de éstos, es decir en la utilidad militar, y llegó a la conclusión de que carecían de toda utilidad y de que probablemente allí no había habido soldados nunca.
En este punto el soldado creyó que se había vuelto loco o, aún peor, que había muerto y que aquello era su infierno particular.
Cansado y sin esperanzas, se tiró al suelo y se durmió.
Soñó con Dios en persona. Él estaba dormido bajo un manzano, en la campiña alsaciana, y un caballero rural se le acercó y lo despertó de un suave bastonazo en las piernas. Soy Dios, le dijo, si me vendes tu alma, que por otra parte ya me pertenece, te sacaré de los túneles. Déjame dormir, le dijo el soldado y trató de seguir durmiendo. He dicho que tu alma ya me pertenece, oyó que decía la voz de Dios, así que, por favor, no seas más patán de lo que naturalmente eres y acepta mi oferta.
El soldado entonces se despertó y miró a Dios y le dijo que dónde había que firmar. Aquí, dijo Dios sacando un papel del aire. El soldado intentó leer el contrato, pero éste estaba escrito en otra lengua, ni en alemán ni en inglés ni en francés, de eso estaba seguro. ¿Y con qué firmo?, dijo el soldado. Con tu sangre, como corresponde, le contestó Dios. Acto seguido el soldado sacó su cortaplumas mil usos y se hizo una herida en la palma de la mano izquierda, luego untó la yema del índice en la sangre y firmó.
–Bien, ahora puedes seguir durmiendo –le dijo Dios.
–Quisiera salir pronto de los túneles –le pidió el soldado.
–Todo llegará conforme está planeado –dijo Dios, y le dio la espalda y empezó a descender por el caminito de tierra en dirección a un valle en donde había una aldea cuyas casas estaban pintadas de color verde y blanco y marrón claro.
El soldado creyó conveniente rezar una oración. Juntó las manos y elevó los ojos al cielo. Entonces se dio cuenta de que todas las manzanas del manzano se habían secado. Ahora parecían uvas pasas o, mejor dicho, ciruelas pasas. Al mismo tiempo oyó un ruido que le sonó vagamente metálico.
–¿Qué pasa? –exclamó.
Del valle surgían largos penachos de humo negro que al llegar a cierta altura quedaban suspendidos. Una mano lo cogió de un hombro y lo remeció. Eran soldados de su compañía que habían descendido al túnel por el sector Berenice. El soldado se puso a llorar de felicidad, no mucho, pero sí lo suficiente como para desfogarse.
Esa noche, mientras comía, le contó el sueño que había tenido dentro de los túneles a su mejor amigo. Éste le dijo que era normal soñar estupideces cuando uno se encuentra en una situación así.
–No era una estupidez –le contestó–, vi a Dios en sueños, me rescataron, una vez más estoy entre los míos, y sin embargo no consigo estar tranquilo del todo.
Luego, con voz más calmada, rectificó:
–No consigo estar seguro del todo.
A lo que su amigo le respondió que en una guerra nadie podía sentirse seguro del todo. Y allí acabó la charla. El soldado se fue a dormir. Su amigo se fue a dormir. Se hizo el silencio en el pueblo. Los centinelas se pusieron a fumar. Cuatro días después, el soldado que le vendió su alma a Dios iba caminando por la calle y un coche alemán lo atropelló y lo mató.
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