viernes, 20 de abril de 2007

Diagrama de Bolaño

Aquí les dejo esta curiosidad. Se trata de un diagrama creado por un fanático lector de Roberto Bolaño. Ustedes, si quieren, busquen las correspondencias.

lunes, 16 de abril de 2007

Las obras tardías

El siguiente debía ser sólo un pie de página a la entrada anterior, el texto "Escribirlo todo" de Dennis Arita. Pero tomando en cuenta que su autor no abandona su tendencia kilométrica a la hora de hacer sus comentarios en este blog, decidí publicarlo como una nueva entrada. Disfrutemos entonces de estas "experiencias inconexas" y libres de cualquier "obligación seria" de otro lector de 2666.

Gustavo Campos
El artículo de Dennis es muy interesante y me ha incitado a aportar algunas experiencias -como lector- que siempre han regido mis gustos y mi escritura, esta última muy pobre, je je. Estas experiencias mías serán tratadas de manera inconexa, quizás para justificar el apresuramiento con el que escribiré y así desembarazarme de cualquier obligación “seria” en mis juicios o ideas, o sea, pueden tirar la piedra.
En su ensayo “Reflexiones sobre el estilo tardío”, Said dice: “Adorno habla de las obras tardías como un ‘proceso, pero no como un desarrollo’”. Cuando leí el “negocio editorial” 2666 (no sé si Ibargoyen estará al tanto –aunque quizás esté al tanto de no estarlo- de que la distracción es enemiga de la lectura) algo en ella me encadenaba a su escritura, a su “compulsión”, esa misma sensación de sentirse sujetado a cada una de las direcciones en las que solía arrebatarme en cada una de las cinco partes en que está escrita. Sensación similar la tuve con Amuleto. Cada parte provocó en mí distintas impresiones, una de ellas la repulsión, en "La parte de los crímenes", porque logró ahogarme y además meter mi cabeza en lo oscuro, como el mismo Bolaño dijo en una entrevista.
La recompensa fue el placer inusual de estar no al borde sino del otro lado, un lado al cual pocos escritores logran acceder. En 2666 no existe esa “síntesis armoniosa”, en ella ocurre lo contrario, es, quizás como dice Dennis, “la compulsión…el vínculo que une todas las historias narradas…”. Sin embargo, no quedo totalmente de acuerdo con Dennis. “La madurez de las obras últimas”, dice Adorno, “no se asemeja al tipo que encontramos en la fruta… no son redondeadas, sino que están llenas de surcos y hasta destrozadas. Carentes de dulzura, amargas y espinosas, no se entregan al simple deleite”. Son una “totalidad perdida”, y, por tanto, catastrófica (E. Said).
Pensó Archimboldi que la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad (2666, R. Bolaño) A mí siempre me han llamado la atención las “obras tardías”, quizás porque me ha dado la impresión de que se lucha contra algo más, que el artista goza del manejo de todas sus técnicas, que al manejar todas sus herramientas, éstas en algún momento lo hastían, lo hacen aborrecer hasta el hartazgo todo lo que ha sido. Su lenguaje es otro, resquebrajado. Me vienen a la mente Trigal con cuervos, de Van Gogh, El castillo, de Kafka, Hurt, de J. Cash, los poemas de Hölderlin y otras obras pictóricas, literarias y musicales.
Sucede que para un hombre moderno, posmoderno si se es fiel al tiempo que vivimos, lo discontinuo, el caos y el horror lo vivimos a diario, y no son nada extraño para nosotros como lectores obras como Doktor Faustus o la misma 2666, última que después de su lectura jamás se me pasó por la mente la idea de “novela total”, sino lo que el personaje Kretschmart (citado por Said) dice en Doktor Faustus: “Las obras tardías dan la impresión de estar inacabadas”. Esa es la prerrogativa del estilo tardío: tiene el poder de unir el desencanto y el placer sin resolver la contradicción entre ellos. Lo que los mantiene en tensión, como fuerzas iguales en direcciones diferentes, es la subjetividad madura del artista, desprovista de pomposidad, sin temor a fallar y sin la modesta seguridad que ha ganado como resultado de la edad y del exilio (E. Said).

miércoles, 11 de abril de 2007

Escribirlo todo

Por Dennis Arita
Todo lo he hecho, todo lo he vivido. ―Arturo Belano, citado por Ignacio Echevarría
Iba a escribir: "Uno de los agrados de leer 2666 de Roberto Bolaño es la sensación de leerlo todo, de vivir muchas vidas", pero esa frase hubiera encerrado una contradicción. Si esa novela lo cuenta todo, al menos para este recluso que soy yo, entonces no puede tratarse de un agrado cualquiera, sino del agrado, el único, el que debe haber sentido Dios al destruir Babel o mandar el diluvio. No hay nada más agradable que ejercer el poder, ni nada más peligroso, y leer 2666 es una forma de ejercer un poder que se alarga lo que se alarga mi lectura del libro. Muchas veces, al dejar de leer 2666, me decía, con el temblor que nos aguarda al final de los grandes descubrimientos, "Acabo de leerlo todo", y el mundo de todos mis días parecía vago, como sumido en una bruma, si lo comparaba con mi existencia vicaria en la ficticia Santa Teresa o en la fantasmal Barcelona de Bolaño.
No pensé "Lo he vivido todo", como no lo pensé mientras leía Los demonios, por ejemplo, o Los papeles del club Pickwick o Las mil y una noches. Un resto de cordura inútil me impide mezclar la ficción con la realidad, pero no me deja acometer ciertos actos de hermosura elemental que envidio en otros. Me parece llamativo que Bolaño haya decidido hacer responsable a su álter ego Arturo Belano de la declaración "Lo he vivido todo", si hemos de creerle a Ignacio Echevarría. Esa frase habría sido excesivamente dramática si la hubiera suscrito el propio Bolaño, aunque no parecía temerle a los gestos dramáticos ni a los excesos. Recordemos que Los detectives salvajes y 2666 son gestos excesivos por su desmesura emocional y narrativa. He leído sólo dos o tres fragmentos de su correspondencia, pero creo que los desbordes sentimentales abundaban en sus cartas.
Por mi incapacidad de vivirlo todo y quizá por mi rechazo a tantas formas del sentimentalismo, he decidido leer ficciones para buscar emociones que sé lejanas o imposibles para mi pobre cuerpo. Es una triste definición de la palabra vivir.
Me pregunto de dónde proviene esa sensación de poder que me ha dado la lectura de 2666. ¿Será porque es una novela total? [1] No sé si Bolaño aspiraba a crear ese artilugio indefinible llamado novela total. En todo caso, ni siquiera terminó 2666 y entonces se trataría de un ejemplo destacado de novela total inconclusa y eso sería, por lo menos, absurdo.
Debo confesar que no tengo muy claro qué es una novela total. En mi pubertad, cuando abandoné las optimistas novelas de aventuras en parajes exóticos de Salgari y de Karl May para sustituirlas por la lectura más provechosa, o eso espero, de Vargas Llosa y de Carlos Fuentes, un amigo lector mencionó que las novelas de estos dos autores "aspiraban a la totalidad". Tal vez leí esa frase en alguna parte, ya se sabe que ciertos libros nos envían a otros. La palabra totalidad es siempre llamativa, parece el mejor instrumento para que nadie nos gane en una discusión: ¿quién puede oponerse cuando decimos que una novela es total? Cualquiera queda desarmado y podemos continuar la plática invictos, en espera de otro momento para introducir ese término aplastante.
Cuando nos resulta difícil definir algo solemos, muchas veces por haraganería, recurrir a imágenes y en el mejor de los casos intentamos articular algo parecido a una definición que con algo de suerte y ayuda podremos sustituir por otra menos vacilante. Pienso en una novela total y lo primero que viene a mi mente es una imagen: la de una gran ciudad, o más bien la de un mercado. No sé en qué pensarán otros, yo pienso en un mercado; si voy más lejos, logro imaginar colores y olores: blanco, rojo, verde, especias, sudor. Luego paso de la imagen primordial a las frases sueltas, los gritos, el calor, la humedad, el vértigo, el movimiento incesante, el peligro. Avanzo más y pienso en los hombres y en las mujeres que trabajan en los mercados, en sus vidas. Sólo necesito fantasear y comienzo a imaginar la vida de varios de ellos, quizá de todos, si dispongo del tiempo y la paciencia y el vigor: sus viajes de ida y vuelta, sus relaciones en el mercado y en sus casas o barrios, sus dramas individuales.
La imagen que apunté en el párrafo anterior me sirve cuando permanece en mi mente, pero deja de funcionar en cuanto la esbozo por escrito y funciona menos cuando decido extenderla bajo la forma de una novela.
Supongo que la novela total tiene el deber de narrarlo todo, aunque sea un deber lejos del alcance humano. En El aleph y en las Crónicas de Bustos Domecq, Borges se burló de quienes desean narrarlo todo, pero esa burla esconde el deseo de ser Dios o entender a Dios. Es válido el anhelo de escribir una novela total, si un texto como ése puede existir, como es válido el deseo de entender a Dios.
Un novelista que desea contarlo todo no necesita escribir un texto de dimensiones colosales ni hacer un censo indiscriminado de todos los pobladores de un pueblo o de un país ni desplazar la acción de Costa Rica a Burkina Faso. Si el requisito esencial de una novela total es la extensión, la desmesurada demografía o el turismo, entonces Stephen King y Robert Ludlum escribieron novelas totales. Y quizá lo hicieron…
El problema de la novela total, si llamo así a los textos narrativos de Llosa, Fuentes o Del Paso, es que nos entrega fragmentos de existencia. Es lo que me ocurre cuando recorro un mercado, porque en la pobre realidad que me toca nunca seré capaz de experimentar todas las sensaciones, conocer todas las historias y despejar todos los enigmas de ese microcosmos de pescados y repollos. Los autores de novelas totales, pobres diablos, deben someterse a la realidad inasible y entregarnos textos hechos de impresiones fugaces que ansían hacer pasar por la visión de Dios.
Por lo visto, el autor de una novela total no logra del todo su cometido ni siquiera cuando abandona sus ansiedades monumentales y decide dedicar su energía al cosmos de, pongamos por caso, su jardín trasero. Si narrar todo lo que sucede en un jardín es una empresa tan compleja como narrar todo lo que sucede en un país, entonces es posible embarcarse en cualquiera de estos dos fracasos potenciales sin el temor de sufrir una desilusión más grande o más pequeña. La regla es que cualquier novelista escoja el país.
2666 sería una novela total si los requisitos fueran la extensión y la abundancia de personajes y de geografías. Me parece más honesto crear mi propia definición, a partir de la lectura de la novela de Bolaño. Es llamativo que las novelas de Vargas Llosa y Fuentes jamás me hayan exigido esta tarea; pienso que, como casi siempre, se debe a "gustos personales": las novelas de Vargas Llosa y Fuentes se me antojan fragmentarias, aunque las del primero suelen satisfacerme y las del segundo, irritarme.
La novela total según Bolaño es abundante en todos los sentidos y en esto se parece a Fuentes, Llosa, Del Paso, Joyce o Döblin. Yo añadiría un elemento a la abundancia: una inusual compulsión. Iba a escribir deseo y compulsión, o morbo y compulsión. Me parece adecuada la palabra compulsión porque encierra dos significados o mejor dicho dos deseos: contar historias y exponer zonas terribles de la experiencia humana. Cualquier novelista debería saber que a la mayoría le interesa escuchar buenas historias y ser testigo de lo horrible en cuanto espectáculo. Bolaño no se resiste al impulso de relatar incluso cuando hacerlo podría reducirse a una impertinencia, a la creación de meros apéndices narrativos. Es un misterio su habilidad para dejarse llevar por el impulso de contar esas historias y hacerlas interesantes.
Acaso lo horrible no atraiga a "la mayoría": prefiero creer que sí. En mi caso, lo horrible se asocia a la fugacidad de la existencia, a la brusquedad o la agónica lentitud de la muerte, a una frase que se repite cada vez que asisto a un hecho detestable: "Yo pude haber estado ahí". Para mí, esas dos compulsiones de la escritura, hermanas de mi compulsión lectora, sirven como el vínculo que une todas las historias narradas en 2666 y crean la ilusión de continuidad, tan necesaria para fingir, si bien de manera sustituta y fugaz, una aprehensión total del mundo.
[1] En una nota al final de la primera edición de 2666, Ignacio Echevarría menciona "la insensata aspiración de totalidad" de la novela de Bolaño.

domingo, 8 de abril de 2007

El pasado infrarrealista de Bolaño

Por Matías Sánchez
A mediados de los 70, en México DF, una pandilla de amigos se propone “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. El grupo lo conforman no más de treinta “alegres muchachos proletarios”. Y sus líderes: Roberto Bolaño y Mario Santiago –la dupla maldita de la literatura latinoamericana contemporánea- tienen apenas 23 años. Hoy ambos están muertos, pero sus indivisibles vidas-obras viven para contar el “sueño de los valientes que murieron por una quimera de mierda”
Roberto Bolaño llegó a México cuando tenía 15 años. Dos años después, en 1970, cambió el colegio por las calles y se afanó por convertirse en escritor. Sus padres, León Bolaño y Victoria Ávalos, simpatizaban con el gobierno de la Unidad Popular. Entonces el gobierno de Allende entusiasmaba a los intelectuales de izquierda en todo el mundo y México no era la excepción. Bolaño viajó a Chile a comienzos del 73 convencido de que quizás por primera vez la vida estaba en su país natal. La idea era combatir en la resistencia, hacer la revolución.
Viajó por tierra y mar al estilo del Che Guevara pero de Norte a Sur. Cuando llegó, un par de meses antes del golpe, se encontró con que la resistencia no era tal. Al menos no con pistola en mano. Entonces vino el golpe militar y fue tomado detenido. Su aspecto revolucionario y su acento mexicano conspiraron en su contra. Este periodo, los meses anteriores y posteriores a su detención, lo cuenta en su novela Estrella Distante (Anagrama, 1996). Ocho días después fue puesto en libertad, tras lo cual volvió a México masticando frustración.Pero la frustración no era franquicia del chileno.
Por ese entonces la influencia de Octavio Paz en la cultura mexicana era incontrarrestable. Y peor, detrás de él surgió una tropa de poetas e intelectuales que recogían sus sobras. Los poetas más jóvenes los llamaban peyorativamente los “poetas estatales”, pues se rumoreaba que cobraban del PRI todos los meses a cambio de callar sus denuncias. Esta chatura cultural se reflejaba en todo. Prensa, fundaciones y talleres. Un grupo de jóvenes poetas asistían dos veces por semana al taller de poesía de la UNAM, a cargo de Juan Bañuelos. Los alumnos leían sus poemas y Bañuelos los criticaba invariablemente. Sesión tras sesión, los jóvenes sentían que no aprendían nada. “Vamos a leer a los clásicos, Juan”, eran las peticiones recurrentes. “Estudiemos el Siglo de Oro español, Juan”. Pero Bañuelos como si no escuchara. Así ocurrió hasta una tarde de 1974, cuando Mario Santiago, la otra mitad del Infrarrealismo, se presentó al taller con la renuncia del coordinador en la mano. -Juan leyó el texto, y mientras la mayoría de los talleristas suscribíamos la hoja su rostro cambiaba de color y él, con contenida cólera, nos decía: “¡Qué buena broma, muchachos! ¡Qué buena broma!”. Quienes lo enfrentaron con más decisión fueron Mario Santiago y Héctor Apolinar: “No es broma, Juan, no te queremos. No sirves tú para estas cosas” –cuenta Ramón Méndez Estrada, uno de los infrarrealistas. Estos son los antecedentes del movimiento. Sólo faltaba que Bolaño y Santiago se conocieran.
El encuentro se produjo en 1975 en el Café La Habana, que luego se convertiría uno de los centros de reunión de la pandilla. Esa noche Mario Santiago le entregó a Bolaño un fajo de poemas que el chileno leyó durante la madrugada. Ambos eran flacos, ariscos, solitarios y jóvenes. Fue la génesis de la amistad y del movimiento. “Roberto y Mario se encuentran, beben, tan jóvenes, tan pobres, café. Se miden. Se olfatean. Lanzan dudas que no quedan sin respuesta. Ambos descubren el par tan buscado, el par duro e intolerante, el par voraz de lecturas, pendencias y curiosidad. Los detectives salvajes acuerdan su primera misión, denostar a Octavio Paz, el gran enemigo”, escribe el crítico mexicano Arturo Mendoza. Poco después, entre fines del 75 y principios del 76, en casa del poeta chileno Bruno Montané, surge el Movimiento Infrarrealista. Éste era un nuevo modo de pensar y hacer poesía. Y su motivación no era otra que “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. En palabras de Bolaño, “partirle su madre a Octavio Paz”.
Los infrarrealistas se volvieron contra el fundador de la revista Plural porque representaba todo aquello que odiaban, una intelectualidad a la que le daba lo mismo servir o no de conciencia a la clase dominante. A partir de entonces los infrarrealistas irrumpieron en los recitales poéticos de Paz y sus secuaces. “Se iban a los recitales de Octavio Paz y de otros que detestaban. Y los callaban con poemas infrarrealistas, declamados a grito pelado para acallar a un poeta inerme, sorprendido o quizás aterrado por esa turba violenta que no buscaba sobresalir ni tener reconocimientos literarios”, explica Mendoza. Esto era fundamental. Los Infrarrealistas eran marginales y se enorgullecían de serlo. Su principal valor era estar fuera de la maquinaria cultural, como soles oscuros perdidos en el espacio. Las irrupciones infras contribuyeron a la formación de una leyenda negra en torno al grupo. Los “poetas estatales” los calumniaron y los marginaron de los diarios. El resultado: los infrarrealistas no existían para la oficialidad más que como una leyenda de revoltosos.
Vida y Revolución
Pero el trabajo del grupo no se limitó a sus románticas irrupciones. Estaban convencidos de que todo lo que hicieran entonces sería la llave del tiempo. Así como en Estados Unidos existían los Beatniks, en México habían surgido los infrarrealistas. Una noche del 76, en la Librería Gandhi del DF, se realizó la lectura pública de “Déjenlo todo nuevamente, primer manifiesto infrarrealista”. En la actualidad el manifiesto, redactado íntegramente por Roberto Bolaño, es objeto de estudio en numerosas facultades. En él se sientan las bases del movimiento que postulaba la auto marginación de las grandes editoriales y la concordancia entre vida y obra del poeta. Pues para los infrarrealistas no bastaba con ser poeta, también había que arriesgarse a vivir como un verdadero poeta. De esta forma, marginalidad, degradación y errancia se volvieron los principales mandamientos. -“El riesgo siempre está en otra parte” –dice el manifiesto-, “el verdadero poeta es el que siempre está abandonándose. Nunca demasiado tiempo en un mismo lugar, como los guerrilleros, como los ovnis, como los ojos blancos de los prisioneros a cadena perpetua”.
El manifiesto comienza con una cita del cuento “La Infra del Dragón” del ruso Georgij Gurevich. Éste traza la imagen de los “infrasoles” o “soles negros”. Se trata de planetas oscuros en cuyo interior generan vida propia, independientes de un exterior que los ignora. Bolaño compara estos cuerpos con los poetas infrarrealistas dentro de la constelación cultural mexicana. Y su fin ulterior era impulsar la revolución. Para Bolaño, una suerte de revancha de lo ocurrido en Chile después del golpe de estado. De ahí que el manifiesto también ataque con vehemencia las brechas sociales: -“Son tiempos duros para la poesía, dicen algunos, tomando té, escuchando música en sus departamentos, hablando (escuchando) a los viejos maestros. Son tiempos duros para el hombre, decimos nosotros, volviendo a las barricadas después de una jornada llena de mierda y gases lacrimógenos”.
El infrarrealismo se propuso como la punta de lanza de la fallida revolución latinoamericana de los 70, siguiendo el ejemplo del movimiento peruano Hora Zero y “las mil vanguardias descuartizadas en los sesenta”, explica el manifiesto. Los infras postularon la necesidad de una nueva ética, consecuente con el momento histórico que vivían: “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa”. Definidos sus fundamentos, el grupo empezó a publicar revistas y antologías de baja circulación. Entre ellas A Zarazo 0, Pájaro de calor, Correspondencia Infra y Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego. El texto finaliza con un verso de Arthur Rimbaud: “Déjenlo todo, nuevamente, láncense a los caminos”. Y el mandato se cumplió.
Detectives Salvajes
Roberto Bolaño dejó México en 1977. Antes lo habían hecho Mario Santiago, Bruno Montané y Juan Harrington, quien habría inspirado a Juan García Madero, protagonista de Los Detectives Salvajes. Los infrarrealistas se tomaron en serio el asunto de dejarlo todo y lanzarse a los caminos y el paradero de cada uno se volvió difuso. Santiago partió a Israel, Bolaño anduvo por África, Francia y finalmente recaló en Cataluña. Otros tantos permanecieron en México, pero todos, salvo Bolaño, volvieron alguna vez. Repartidos cada cual a su suerte desempeñaron todo tipo de oficios. Bolaño trabajó de vigilante de camping, lavaplatos, camarero, descargador de barcos, basurero y recepcionista.
Las cartas, como era de esperar, se volvieron vitales. -"Querido Juan, de Mario sin noticias últimas. Bruno estuvo viviendo con él hace cosa de un mes. Yo viví con él hace dos meses. Conoce París como si fuera la Colonia Portales. Es amigo de los poetas jóvenes de París. Según Bruno, Mario asola los mercados Potin. Iba a sacar una revista con gente chilena y peruana y francesa. La revista sería bilingüe. No sé qué habrá pasado" –le escribió Bolaño desde Barcelona a Juan Pascoe en 1977, editor y fundador del Taller Martín Pescador, sello donde el autor de 2666 publicó Reinventar el Amor.
Inevitablemente los amigos se perdían el rastro por periodos, pero procuraban mantenerse al tanto de sus actividades. Los infrarrealistas describen la amistad de Bolaño con Santiago como la piedra angular del grupo. "La dedicación de Roberto por Mario era notoria, y duró toda su vida, y duró más que la vida de Mario. Recuerdo que cuando llegué a quejarme de Mario en una de las cartas que le envié a Barcelona, Roberto me respondió: 'Sé buena y comprensiva con Mario, aunque te llame a las tres de la mañana y te interrumpa un polvo. Cuélgale el teléfono, pero quiérelo. El día que Mario se muera se van a ir literalmente a la chingada un montón de cosas que harán mucho más pobres a los que viven en México y a los que hemos vivido en México'", explica Carla Rippey, artista norteamericana que los conoció a ambos durante la génesis de movimiento. Mario Santiago murió atropellado por un camión en el DF el 15 de julio de 1998. Antes de su muerte, Bolaño le anunció que sería Ulises Lima en una novela que entonces estaba terminando de escribir. -“Estoy con las ventanas abiertas, afuera llueve, una tormenta de verano, rayos, truenos, esas cosas que excitan o que impelen a la melancolía. ¿Cómo está México? ¿Cómo están las calles de México, mi fantasma, los amigos invisibles? ¿Sigue en pie Al Este del Paraíso o ya entró en el sueño de los justos? Cuando mejore mi economía apareceré por tu casa una noche cualquiera. Y si no, es igual. El trecho que recorrimos juntos de alguna manera es historia y permanece. Quiero decir: sospecho, intuyo que aún está vivo, en medio de la oscuridad, pero vivo y todavía, quién lo iba a decir, desafiante. Bueno, no nos pongamos estupendos. Estoy escribiendo una novela donde tú te llamas Ulises Lima. La novela se llama Los Detectives Salvajes. Un fuerte abrazo. R.”
Homenaje o traición
“Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados”, dijo Bolaño en 1999 al recibir el Premio Rómulo Gallegos por Los Detectives Salvajes. “Desde sus primeros poemas de los 70 hasta sus novelas y cuentos de los 90, Bolaño plasma el fracaso de una generación quebrada por la violencia de Estado, pero marcada también, por la valentía y la generosidad de quienes pensaron la vida y la literatura como instrumentos posibles al servicio de un quimérico sueño destinado a la derrota”, escribe la académica de la Universidad de Buenos Aires Andrea Cobas.
Con su libro el escritor chileno rindió un justo homenaje a sus amigos. Muchos de ellos aparecen en el libro. Pero este hecho rompió con uno de los principios del grupo: la automarginación de la industria editorial, lo que hasta hoy desata veladas críticas de quienes siguen considerando la marginalidad como un valor. -Yo nunca voy a ser novelista, decía. Mira qué nalgas se necesitan para escribir tantas cuartillas. ¡Viva la poesía!. Pero la sorpresa es que sí se volvió novelista. Cuentista ya lo era. Siempre he dicho que prefiero la poesía de Roberto a su prosa –escribió José Peguero, en una crítica a El Gaucho Insufrible aparecida en la revista Lateral. -Mario Santiago, Bruno, Piel Divina y José, en cambio, fueron más consecuentes con su vocación por la marginalidad, por romper con los círculos literarios, por hacer de su vida un poema maldito. Sólo Roberto le apostó al reconocimiento –declara Guadalupe Ochoa, Xóchitl García en Los Detectives Salvajes.
A pesar de esta ironía, el sentimiento que parece primar en el recuerdo de los infrarrealistas es de afecto para con Bolaño. -Siento que lo que aglutinó todo fue, por un lado, la coherencia del discurso de Bolaño con la vehemencia del discurso estético vital de Mario Santiago. En pocas palabras: Roberto retrataba un corazón sangrante; Mario lo traía en la mano", explica Juan Esteban Harrington. El mismo José Peguero termina su artículo diciendo: -Finalmente el detective es quien nos salvará de la ignominia, por él se sabrá que los compañeros cayeron en el cumplimiento del deber. Bruno Montané tiene toda la razón: Roberto es el hombre-obra. Sus historias no paran en el libro, cuando dice punto final uno vuelve a empezar a leerlo, como si fuera una revista de la sala de espera de un dentista. Su literatura no termina nunca, ¿por qué?”.
Antes de su muerte en 2003, a causa de una crisis hepática, Bolaño declaró que el Infrarrealismo se acabó cuando Mario y él dejaron México. Básicamente “porque el movimiento era la locura de Mario y mía”, dijo.
En la actualidad los infrarrealistas siguen trabajando de manera silenciosa. Celebran recitales poéticos y se autoeditan sus revistas y libros. ¿Cómo se puede interpretar el ninguneo de Bolaño de esta última declaración? ¿Realmente el Infrarrealismo se extinguió en 1977 o es éste un gesto de devolución de anonimato? Sólo Bolaño sabe la respuesta. Y se la llevó a la tumba.

jueves, 5 de abril de 2007

Para empezar con Bolaño

Uno de los primeros momentos en la vida de Roberto Bolaño, escritor chileno fallecido en Barcelona el 2003, que puede sugerirnos un vínculo entre su vida y sus ficciones es quizá aquel del año 1969 cuando decidió abandonar sus estudios en una escuela secundaria de México, país en el que residía desde hacía un año.
Preguntarnos cuáles fueron las razones que motivaron esta renuncia a la educación formal no es tan importante como sí lo es, a partir de ahí, de ese primer salto al vacío, su vocación, tanto vital como literaria, a la exploración de los abismos insondables de la existencia humana.
¿Por qué esta consideración tan radical a partir de un hecho, al parecer, insignificante? Pues porque ese momento es uno de los primeros de que tenemos noticia en la vida de este chileno universal, porque significaría en él una de las primeras rupturas con las imposturas de la vida y además porque ese hecho puede anticiparnos al individuo inconforme, al desarraigado, al eterno exiliado que fue siempre Roberto Bolaño.
Así, lo vemos a sus diecinueve años, en 1973, volviendo a Chile, su país natal, con esa fuerza de espíritu y esa prestancia que caracteriza a los jóvenes, dispuesto a hacer la revolución: “Yo pensaba que este país (Chile) era el cogollito del cambio, que aquí se iba a producir la gran transformación de todo”, dijo en alguna de sus muchas entrevistas.
Esa aventura revolucionaria acabaría siendo muy corta. Al poco tiempo lo encarcelaron por subversivo y sólo pudo salir libre por la suerte de que uno de sus custodios había sido compañero suyo en la secundaria durante sus primeros años en Chile.
Lo vemos también, ya de vuelta en México, país que lo albergó desde 1968 a la edad de quince años, fundando junto con el poeta Mario Santiago un movimiento de vanguardia denominado “Infrarrealismo”, que era básicamente una reacción de la joven poesía mexicana contra quienes hacían literatura sin compromiso político, entre ellos Octavio Paz, un movimiento de su efervescencia juvenil del que ya en su madurez como escritor Bolaño terminaría abjurando: “Estábamos en contra de todo. Y lo que hacíamos era un espectáculo penoso, realmente”.
Durante todo ese tiempo de idas y vueltas, antes que llegaran sus primeros libros y a raíz del abandono de sus estudios formales, se vio obligado a seguir en movimiento, y este movimiento lo llevó finalmente a España. En ese país trabajó en lo que viniera: vigilante de camping, lavaplatos, camarero, descargador de barcos, basurero, recepcionista, vendedor de bisutería. Y en su tiempo libre leía y escribía.
Muchos años más tarde Roberto Bolaño era ya un escritor chileno que no vivía en Chile y que publicaba sus libros generalmente en España, y además ganaba muchos premios, entre estos por lo menos dos de los más importantes en la literatura escrita en lengua española: el Herralde y el Rómulo Gallegos, con su novela Los detectives salvajes (1998). Entretanto, sus declaraciones a la prensa chilena e internacional empezaban a despertar la cólera en algunos y la complicidad y la simpatía en otros.
Es entonces Bolaño –por lo menos lo fue hasta el día de su muerte- un hombre signado por la gracia y la fortaleza inherente a los desarraigados, a los desposeídos, a los exiliados voluntaria o forzosamente, un hombre que sentía que a nadie le debía nada y que por lo tanto lo que diera de sí debía reflejar igualmente esta convicción. Así fue como arremetió contra la mayoría de los escritores de su país, acusándolos siempre de facilistas, de pomposos creadores de recetas deficientes y macabras.
Nació en Santiago de Chile, en 1953, pero él siempre, aún después de vivir nueve años en México y sus últimos veintiséis en España, se consideró “latinoamericano”, lo que sugiere precisamente algo de ese desarraigo, de esa negación a sentirse absolutamente chileno o mexicano o español, y que evidencia en algunos pasajes de su literatura, sobre todo en sus novelas, ambientadas indistintamente en ciudades chilenas, mexicanas o españolas, y en los giros coloquiales propios de esos países en los que a veces incurren sus narradores y personajes.
Al hacer un recuento de la historia de Roberto Bolaño, todas estas muestras de su permanente movilidad en un mundo que le resultó siempre telúrico, tanto desde una perspectiva vital como intelectual, no puede uno desembocar en ninguna otra parte que no sea su propia literatura; hemos de considerar que, al fin y al cabo, fue la literatura lo que determinó la dirección de su vida hasta los últimos días y eso mismo lo que, a la manera de Dante, lo llevó a conocer esa suerte de Infierno que es la existencia humana.
Lo que sigue es un fragmento de la novela póstuma 2666, específicamente de La parte de Archimboldi, que constituye una invitación de mimalapalabra a acercarse a la narrativa de Roberto Bolaño:
Durante el viaje en tren Hans escuchó una historia curiosa acerca de un soldado de la 79 que se había perdido en los túneles de la Línea Maginot. El sector en que el soldado se perdió, según éste pudo comprobar, se llamaba sector Charles. El soldado, por descontado, tenía los nervios de acero, o eso se decía, y siguió buscando una salida a la superficie. Tras caminar unos quinientos metros bajo tierra llegó al sector Catherine. El sector Catherine, de más está decirlo, no se diferenciaba en nada del sector Charles, salvo en los letreros. Tras caminar mil metros llegó al sector Jules. En ese momento el soldado empezó a ponerse nervioso y a dar rienda suelta a su imaginación. Se imaginó aprisionado para siempre en aquellos pasillos subterráneos, sin que viniera en su auxilio ningún camarada. Deseó gritar y aunque al principio se contuvo, por temor a poner sobreaviso a los franceses que pudieran haberse quedado escondidos, al final cedió al deseo y se puso a chillar a todo lo que daban sus pulmones. Pero nadie le contestó y siguió caminando, con la esperanza de que en algún momento encontraría la salida.
Dejó atrás el sector Jules y entró en el sector Claudine. Después vino el sector Émile, el sector Marie, el sector Jean-Pierre, el sector Berenice, el sector André, el sector Silvia. Llegado a éste, el soldado hizo un descubrimiento (que otro hubiera hecho mucho antes) y que consistía en constatar lo extraño que resultaba el orden casi inmaculado de los pasillos. Después se puso a pensar en la utilidad de éstos, es decir en la utilidad militar, y llegó a la conclusión de que carecían de toda utilidad y de que probablemente allí no había habido soldados nunca. En este punto el soldado creyó que se había vuelto loco o, aún peor, que había muerto y que aquello era su infierno particular.
Cansado y sin esperanzas, se tiró al suelo y se durmió.
Soñó con Dios en persona. Él estaba dormido bajo un manzano, en la campiña alsaciana, y un caballero rural se le acercó y lo despertó de un suave bastonazo en las piernas. Soy Dios, le dijo, si me vendes tu alma, que por otra parte ya me pertenece, te sacaré de los túneles. Déjame dormir, le dijo el soldado y trató de seguir durmiendo. He dicho que tu alma ya me pertenece, oyó que decía la voz de Dios, así que, por favor, no seas más patán de lo que naturalmente eres y acepta mi oferta.
El soldado entonces se despertó y miró a Dios y le dijo que dónde había que firmar. Aquí, dijo Dios sacando un papel del aire. El soldado intentó leer el contrato, pero éste estaba escrito en otra lengua, ni en alemán ni en inglés ni en francés, de eso estaba seguro. ¿Y con qué firmo?, dijo el soldado. Con tu sangre, como corresponde, le contestó Dios. Acto seguido el soldado sacó su cortaplumas mil usos y se hizo una herida en la palma de la mano izquierda, luego untó la yema del índice en la sangre y firmó.
–Bien, ahora puedes seguir durmiendo –le dijo Dios.
–Quisiera salir pronto de los túneles –le pidió el soldado.
–Todo llegará conforme está planeado –dijo Dios, y le dio la espalda y empezó a descender por el caminito de tierra en dirección a un valle en donde había una aldea cuyas casas estaban pintadas de color verde y blanco y marrón claro.
El soldado creyó conveniente rezar una oración. Juntó las manos y elevó los ojos al cielo. Entonces se dio cuenta de que todas las manzanas del manzano se habían secado. Ahora parecían uvas pasas o, mejor dicho, ciruelas pasas. Al mismo tiempo oyó un ruido que le sonó vagamente metálico.
–¿Qué pasa? –exclamó.
Del valle surgían largos penachos de humo negro que al llegar a cierta altura quedaban suspendidos. Una mano lo cogió de un hombro y lo remeció. Eran soldados de su compañía que habían descendido al túnel por el sector Berenice. El soldado se puso a llorar de felicidad, no mucho, pero sí lo suficiente como para desfogarse.
Esa noche, mientras comía, le contó el sueño que había tenido dentro de los túneles a su mejor amigo. Éste le dijo que era normal soñar estupideces cuando uno se encuentra en una situación así.
–No era una estupidez –le contestó–, vi a Dios en sueños, me rescataron, una vez más estoy entre los míos, y sin embargo no consigo estar tranquilo del todo.
Luego, con voz más calmada, rectificó:
–No consigo estar seguro del todo.
A lo que su amigo le respondió que en una guerra nadie podía sentirse seguro del todo. Y allí acabó la charla. El soldado se fue a dormir. Su amigo se fue a dormir. Se hizo el silencio en el pueblo. Los centinelas se pusieron a fumar. Cuatro días después, el soldado que le vendió su alma a Dios iba caminando por la calle y un coche alemán lo atropelló y lo mató.