jueves, 10 de enero de 2008

De la obra que nos queda

El 31 de julio del año recién finalizado recibí un correo electrónico de Roberto Castillo. Me decía que acababa de leer mi reseña sobre su novela La guerra mortal de los sentidos y que encontraba, con independencia de lo que tenía que ver con su trabajo de narrador, mis puntos de vista “lúcidos, poseídos de un genuino ímpetu renovador y unlenguaje limpio y preciso”. (Uf! Imaginen la burbujita de mi ego inflándose a la par de los latidos en el pecho). En las últimas líneas del mensaje me pedía que le proporcionara mi dirección postal para enviarme algo que podría ser de mi interés. Fue tan grande mi alegría que le respondí de inmediato con un correo emocionado y algo excesivo en su extensión, de lo que, luego de teclear “enviar”, me arrepentí. En mi correo yo le hablaba de mi admiración por su obra, le comentaba que justamente estaba leyendo una novela de Patrick Deville, titulada Pura vida, en donde él aparecía como personaje y amigo del narrador, y le informaba incluso que una amiga tenía intenciones de publicar su tesis de licenciatura sobre su obra.
Para entonces no había ocurrido nada todavía. Él se mantenía alejado del mundanal ruido escribiendo su tercera novela y nosotros ya le habíamos hecho un homenaje en nuestra sección en diario La Prensa: dos páginas con un fragmento de La guerra mortal de los sentidos, tratando de devolver a los lectores del periódico algo del enorme placer que había representado para nosotros la lectura de esa magnífica obra.
A partir de la semana siguiente, cada día al llegar a casa a las ocho de la noche, abría la puertecita de mi buzón esperando encontrar en su interior el paquete enviado por Roberto Castillo. Pero no llegaba. Recordé que un amigo me había mencionado algo acerca de ciertos problemas relacionados con el Correo Nacional en Honduras, y después de que el escritor me enviara otro email preguntándome si ya tenía en mis manos el envío, le respondí que no y que era probable que se debiera a esos problemas aludidos por mi amigo.
Pero un día, después de revisar sin demasiadas esperanzas el interior de mi buzón y comprobar que tampoco había nada, subí las gradas del edificio hasta el segundo piso, abrí la puerta del apartamento, me dirigí a mi cuarto y, sobre mi cama, estaba el paquete enviado desde Honduras por Roberto Castillo. Mi hermano lo había dejado ahí. Dentro estaba el último libro de ensayos de Castillo: Del siglo que se fue, con una postal en donde se ve a una alfarera lenca de Cofradía, Intibucá y se lee la siguiente dedicatoria: “Estimado G. R.: me da mucha satisfacción hacerle llegar este libro. Saludo cordial, Roberto Castillo”.
Recuerdo haber tenido ese libro en mis manos durante un breve momento del año 2005 en la librería Guaymuras de Tegucigalpa. Al descubrirlo ahí, con su discreta tapa color café, me sorprendí y pensé que era una lástima que para un libro de ensayos de un escritor tan importante no hubiera mayor esperanza de llegar a los lectores que a través de su simple colocación en la librería de un país en donde muchos, como yo entonces, no disponen de dinero suficiente para comprarlo y tienen que conformarse con sopesarlo, leer la contraportada, echarle un vistazo a sus primeras palabras y finalmente devolverlo al estante, en medio de otros libros que probablemente también pasarán mucho tiempo inadvertidos.
En los últimos días me llegaron algunos emails en donde mis amigos me anunciaban la noticia. Antes me habían hecho saber que Roberto Castillo estaba muy enfermo, y de alguna manera presentíamos lo que sucedería. No podemos evitar esa mala costumbre de dedicarle a los muertos nuestras mejores palabras, ni de dejar para el último momento (o para después del último momento) las dedicatorias, los aplausos y los homenajes. Yo sólo puedo decir que lo mejor sería leerlo, o releerlo, y para los que alguna vez tuvimos la oportunidad de conocerlo en persona, también recordarlo (no olvido su figura imponente, parado frente a una cátedra en el Museo de Antropología e Historia el 2002, hablando sobre La guerra mortal de los sentidos, no sé si antes o después de su publicación, con una voz fuerte, muy fuerte, y con un entusiasmo desbordante, hablando sobre los hombres lencas borrachos en la orilla de la carretera, hasta donde sus mujeres van a levantarlos, sobre los ángeles y don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, sobre cipotes como Chorro de Humo, sobre el Buscador del Hablante Lenca, sobre la molonca…)
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