domingo, 1 de junio de 2008

Marinero de la medianoche

Por Hernán Antonio Bermúdez

“Con mi frágil cuchillo de marinero muerto”. p. 32

“Fui marinero de la medianoche”. p. 108

La poesía, según Coleridge, consiste en “las mejores palabras en el mejor orden posible”. Y ello se comprueba al leer la obra singular de Roberto Sosa, sin duda el poeta de mayor aliento en la literatura hondureña de los últimos cuarenta años.

Y digo cuarenta años deliberadamente por cuanto en el 2009 se cumple el cuadragésimo aniversario de la publicación de Los pobres, el libro que ganó en España el Premio Adonáis 1968, a partir del cual Sosa se convierte en una figura fundamental de nuestra vida literaria.

A ese respecto cabe señalar que en el 2006 se publicó en Francia Poesía total (1959-2004) que reúne, como su nombre lo indica, el corpus sosiano completo, precedido de un notable prólogo de Claire Pailler, quizá el estudio más riguroso emprendido hasta ahora sobre la obra de Sosa.

También en el 2007 apareció Sosa para siempre, otra antología del autor, donde, a diferencia de Poesía total, su producción no aparece clasificada en libros sino en cinco “movimientos”, cada uno de los cuales actúa como marcador aglutinante de esta escritura que tanto ha incidido en generaciones sucesivas de poetas hondureños.

Tras el inevitable asentamiento geológico de su poesía (y en consonancia con la sólida argumentación esgrimida por dicha crítica francesa), resulta evidente que el Sosa más sosegado y gozoso es el de sus poemas del amor y del deseo, recogidos en Digo mujer (2003), y que figuran juntos en el cuarto movimiento de Sosa para siempre.

En esa travesía amatoria reanuda con fluidez sus buenas migas con la poesía prosificada (cf. “Imagen de la lluvia”, “Como un elogio” y “En este parque, solo”), lleva a cabo osados juegos de palabras (ver, por ejemplo, “Último verso de un epigrama”), recobra su fuerza encantatoria y su capacidad de sorprender al lector. Allí están esos poemas perfectos como “El más antiguo de los nombres del fuego” y “La sal dulce de la palabra poesía”, así como aquella línea clara y contundente: “Por ella, aquí, es menos doloroso el oficio de poeta”.

Sin embargo, la poesía de Roberto Sosa entraña a la vez el desasosiego y la pesadumbre (presentes en los movimientos primero, tercero y quinto del libro en cuestión), que aflora en esa grieta a menudo insondable que separa la realidad del deseo (el movimiento faltante, el segundo, está signado por la ternura).

Por ello, es dable sostener que para Sosa la escritura significa placer, tentativa de sobrevivencia y pugna contra la muerte y sus emisarios, contra “las refinadas aproximaciones de la calavera” (p. 115). Así, sus textos oscilan entre la pasión y la amargura, la dicha y el exilio.

En efecto, una luminosidad diríase matinal impregna a un buen lote de sus poemas, en tanto la restante porción se cubre de sombras crepusculares, donde la agonía u otras asechanzas parecen cernirse sobre el poeta. De una parte, digamos, un eros dionisíaco, solar, versos celebratorios y paganos:

Tu nombre digo y beso tu blancura.

Tu nombre escribo y toco, hebra por hebra,

el cisne negro del pubis.

El amor, el cuadro de su sombra,

es el músico cierre de una mano extendida a otra mano.

(p. 175)

De otra, desaliento, escisión de sí mismo y de un entorno opresivo, lírica de la cavilación y de la incertidumbre: Sobre las sensaciones de vacío bajo los pies.

Sobre los pasadizos inclinados que el miedo y la duda edifican.

Sobre la tierra de nadie de la Historia: estamos

solos,

sin mundo,

desnudo al rojo vivo el barro que nos cubre, estrecho

en sus dos lados el aire que nos queda todavía.

(p. 112)

Y traspasado todo el libro por sus olas, está el mar que, dado su “movimiento perpetuo” (como diría Monterroso), implica siempre errancia, fuga hacia otra realidad, más plena o, incluso, más azarosa y que, como tal, puede conllevar el extravío físico o metafísico. Como bien indica Pailler, la imagen del mar “es referencia constante en todos los poemarios” de Sosa y, como sugiere acertadamente, prefigura la totalidad. Allí se alude a la omnipresencia del mar, a su potencial expansivo frente al poeta que porfía por cambiar el orden terrestre. El mar, obviamente, supone la transfusión del flujo vital y, por ende, representa el desemboque final de ese fluir.

Además, se contrapone a la inmutabilidad de la tierra firme, sede de las ciudades, adversas a sus moradores. Así, el mar al igual que el campo (“la dignidad pacífica de las cosas del campo” –p. 164) –territorios autárquicos- serán por excelencia los espacios que susciten el encuentro y la revelación.

Si se confrontan los poemas de nítido perfil urbano como “Cruz del alba”, “Tegucigalpa”, “Una gaviota”, “los retornos”, “Los peldaños que faltan”, “Descripción de una ciudad en peligro”, con los poemas “acuáticos” (por llamarlos de alguna manera), como “Tempestad”, “La orilla”, “Naufragio”, “Adiós marino”, “El mar en el aire”, “Digo mar”, “Sobre el agua”, “El silencio de las sirenas”, se ve que en los primeros las actitudes y pulsiones humanas están marcados por la angustia, la claustrofobia[1] y la vaciedad existencial, mientras que en los poemas de “extramuros” se experimentan vivencias libérrimas, arcádicas: el refrescamiento de los sentidos.

En esta materia tampoco cabe ignorar a ese reparto de personajes estigmatizados por sus oficios, aledaño a la concepción de la sociedad como una puesta en escena o, mejor, una ópera bufa, que puebla varios poemas de Sosa: los abogados (“temibles”), los jueces (“sombríos”), los generales (“asesinos”), los guardaespaldas (“de la muerte”), los asesinos –propiamente dichos- (“alquilados”). Se trata de figuras alegóricas que, revestidas de un siniestro aire nocturno, remiten claramente a la inquisición y la condena, al peligro y la amenaza.

Y es que frente a la vida urbana (“me eriza esta ciudad en blanco y negro” –p. 23), allí en donde “siempre se es triste sin saberlo” y “nadie conoce el mar/ ni la amistad del ángel” (p. 34), el poeta prefiere alejarse “hacia donde se astillan crepúsculo y velero” (p. 72), caminar “hacia ese puente sobre la mar tendido” (p. 85) o, si acaso, llamar “desde un lugar hermoso parecido al mar” (p. 100).

Si la urbe resulta ser el foco de la desolación y/o la disolución (“resido en un lugar sin compasión alguna” –p. 23), y “la ruina acumulada de las ciudades” (p. 63) traza un círculo vicioso de desazón y desarraigo, el poeta, por su lado, no cesa de desplegar una panoplia costera y náutica, pues “el mar es mi hermano mayor” (p. 147), y por ello es que:

Mar afuera

de regreso al desierto nosotros los viejos lobos marinos

(odiados al desnudo o amados sin ocaso)

de palabra en palabra

llegamos hasta los pies de la gente del pueblo,

y ahí,

pobre como un lucero a ras de suelo

pudimos ver la casa donde habita la poesía.

(p. 204)

En suma, Sosa para siempre deviene en lectura imprescindible, pues alberga una selección de lo mejor de este gran poeta cuya maestría verbal está cimentada en un territorio del todo personal. Y, ya se sabe, sólo logra una tonalidad perdurable quien dispone de un orbe inventivo, de una cosmogonía en la que la memoria y los espectros[2] del poeta trafican con vocablos, correspondencias y obsesiones. Además, con Roberto Sosa se está ante una voz despojada y austera, hecha con un lenguaje depurado (“buscando/ el espacio más limpio de la página en blanco” –p. 193), o bien hiriente e implacable como un cuchillo (“sacando versos como caballo viejo” –p. 199). En todo caso, digámoslo una vez más, “las mejores palabras, en el mejor orden posible”.

Quito, 28 de abril del 2008

  • Notas

Los libros mencionados son:

Sosa para siempre, Editorial Atlántida, Tegucigalpa, 2007.

Poesía total (1959-2004), Presses Universitaires du Mirail, Université de Toulouse, Francia, 2006.

[1] En ese sentido, el título de su libro publicado en 1966 es sumamente expresivo: Muros.

[2] La imaginación poética de Sosa le conduce, a veces, a desfiladeros de impronta irracional, onírica o, según afirma (con acierto) Pailler, “imágenes de evidente hechura surrealista”, como “llevar en hombros el féretro de una estrella” o “entran y salen por espejos de sangre”. El lector atraviesa con una sensación de “delicioso terror” esos “paisajes peligrosos” a los que aludía Andre Breton en sus famosos Manifiestos.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente Mimalapabra, gran y necesario acierto el que hayan publicado esta reseña crítica, sobre todo cuando en algunas páginas de la red, como la de "Los poetas del grado cero" o los poetas frostys, como les llama mi coterráneo dramaturgo, niegan no sólo la obra de Sosa, sino a la poesía en general, lo curioso es que algunos tras semejante y burda tesis o manifiesto, desean que el vate, allá en su mal amada Tegucigalpa, los incluya en sus antologías, es para morirse de la risa.

Desde Trinidad, Santa Bárbara un saludo y larga vida a Mimalapalabra!

O. Paredes