Del parnaso a la maison: apuntes personales para una bitácora colectiva o breve digresión en la que se habla poco de literatura y mucho de la vida, lo que no debe sorprender a los presuntos implicados, quienes leyeron a Verlaine vía Borges y están al tanto de los alcances de la frase et tout le reste est littérature
Mario Gallardo
Para el DRAE no es más que un “escrito antepuesto al cuerpo de la obra”, en tanto que la inefable Wikipedia destaca el carácter literario, tras advertir sobre su condición periférica; no obstante, la naturaleza esencial de un prólogo se afinca en su relación con la historia literaria: “pues con frecuencia ofrece las claves críticas de la interpretación de la obra por su propio autor o por alguien cercano”.
En este caso no se puede obviar que quien esto escribe también participa en esta muestra y, además de mantener relaciones de amistad, ha seguido con atención el desarrollo de las “inquietudes” creativas de los aquí reunidos; de hecho, al hurgar en mi biblioteca puedo presumir de que ahí se encuentran, prolijamente alineadas en un estante, las primeras ediciones de sus obras con sus respectivas dedicatorias. También puede comprobarse al hojearlas que en la mayoría abundan las anotaciones a lápiz, en un modesto, pero constante, ejercicio de acercamiento en busca de encontrar sus señas de identidad.
Partiendo de tal antecedente habría que comenzar por afirmar que, desde su título, este libro plantea la idea del viaje, un recorrido espacial que va de nuestro añorado parnaso a la actual maison, que además lleva implícito el elemento temporal: una década, la primera del siglo XXI, que ha servido de marco para los encuentros y desencuentros, tanto literarios como personales, que han definido la vida y obra de los autores aquí reunidos.
Algunos, los más jóvenes y los más recatados, jamás pusieron un pie en el parnaso, ni supieron de la generosidad de sus tacos y sopas, de sus juglares y clerecías, de las interminables conversaciones y disputas con la música de fondo de la lluvia incesante sobre el techo de zinc y los chillidos de las ratas, mientras corrían impávidas sobre las vigas en busca de refugio. Pero queda el mito persistentemente renovado a través de la tradición oral que no deja de volver, una y otra vez, sobre los episodios fundacionales, recreando las anécdotas que todavía atrapan la atención de los desocupados oyentes, a quienes sorprende esa suerte de surrealismo posmoderno que campeaba en tan especial cour des miracles. Asombro que se multiplica al darse cuenta de su prosaica ubicación: en pleno centro de la capital del sudor, al lado de la incombustible Pizzería Italia.
Los peatones pasaban al lado y jamás se percataron (tampoco es que estaban obligados) de que al fondo de ese patio polvoriento, bajo la sombra de un par de árboles, se encontraba una glorieta con piso de madera y techo de zinc, en cuyo desarbolado interior se reunía un grupo de marginales aspirantes a narradores, poetas renegados y locos a discreción, a regocijarse con el descubrimiento de un escritor chileno llamado Roberto Bolaño, a despotricar contra el boom que en comparación se antojaba rancio y trasnochado, salvo raras excepciones. También se planeaban revistas y se soñaba con que un hipotético mecenas asumiría el riesgo incuestionable de publicarlas, pero la mayor parte del tiempo se ocupaba en comentar libros y compartir lecturas, en participar las ofertas más significativas del exangüe mercado editorial del pueblón fenicio donde teníamos el disgusto de malvivir, en el que según Mando no se puede caminar por más de veinte minutos en una sola dirección sin dar de narices contra el monte. Y aunque ese monte nos atosigara, en el parnaso encontrábamos el espacio propicio para respirar, para salir a flote, para sentirnos parte de algo que no tenía que ver con nuestros menesterosos afanes, con la opacidad cotidiana.
En el parnaso aprendimos que no estábamos solos ni éramos tan originales, que compartíamos un gusto por el jazz y que el rock era en música nuestra lingua franca, que Borges y Cortázar nos parecían mas auténticos que García Márquez y Fuentes, que la prosa de Vargas Llosa había envejecido aceleradamente después de La guerra del fin del mundo, que había que leer y releer a Rimbaud, a Baudelaire, a Pound y a los beatniks, también a Girondo, a Vallejo y a Parra, que nuestra educación sentimental estaba en deuda con Bukowski, Miller y Anäis Nin, que Sosa y Turcios estaban sobrevalorados y que había que leer con verdadera devoción a Merren, a Cardona Bulnes y a Martínez Galindo, que era obligatorio estudiar a Roberto Castillo y completar, sin hacer trampas, la lectura de Una función con móbiles y tentetiesos; pero lo más importante es que adquirimos la certeza absoluta de que no se puede aspirar a escribir con honestidad sin antes haberse convertido en un lector impenitente y esforzado.
No todo en el parnaso se regía por el signo de lo libresco, también ocurrían acontecimientos trascendentes: los conciertos de Ricardo y su guitarra de acento desacompasado, el estreno etílico de Gustavo en una noche de marzo y salvavidas a granel, el debate literario en el que Edilberto se ganó el apelativo de Birry The Kid, el maratón cervecero patrocinado por Chávez un sábado antes de semana santa. Tampoco puede olvidarse que el parnaso a veces se trasladaba a nuestro apartamento del edificio María Antonia, donde Rocío se convertía en Frida, mientras el “cetáceo iconoclasta” mostraba sus atributos de baby sitter apaciguando los ánimos de Marito, a quien el fragor de los debates trasnochados no parecía hacerle mella. Y qué decir de las noches de karaoke en Khalúa’s, con Giovanni emulando a Ricardo Arjona, en veladas que usualmente tenían su obligatorio colofón en “el lugar sin límites”, refugio último de los reyes de la trasnochada.
Fueron varios años de riguroso aprendizaje de vida, de lecturas frenéticas, de noches inacabables, de ríos de cerveza y de escasas “boquitas”; pero en ningún momento la literatura cedió su sitio privilegiado, éramos una secta de lectores empeñados en descubrir sus secretos, afanados en la construcción de un canon desprejuiciado e irreverente, caótico y posmoderno. Nunca tuvo más razón Lyotard al advertir sobre el fin de los metarrelatos: escépticos y reacios ante cualquier imposición, sabíamos que algo estaba pasando (o algo se estaba cayendo) y nos empeñábamos afanosamente en ser espectadores de excepción, ecuánimes cartógrafos de un nuevo orden que venía a refrendar el axioma de corsi e ricorsi, la espiral histórica que planteara Vico.
Este parnaso no fue compartido por todos. De los que integramos esta muestra fuimos habituales Giovanni, Gustavo, Carlos y yo, Jorge realizó visitas esporádicas, mientras que Jessica, José Raúl y Dennis, enfrascados en sus quehaceres académicos, apenas supieron de su existencia cuando ya había cerrado sus puertas y era evocado con nostalgia en nuestras conversaciones. Darío y JJ estaban dedicados a sus afanes escolares, todavía en pantalones cortos. Tampoco se puede esbozar una bitácora fiel de ese tiempo sin mencionar a ilustres cofrades parnasianos como Óscar, César, Wilmerio, Kalki, Edilberto y la mención especial para Ricardo, quien inventó el tomesiano en una de las noches más afortunadas que se recuerdan, cuando se instituyó la academia, que en su sesión inaugural aceptó la única entrada proveniente de otra tradición distinta a nuestro slang: “le trúa le verg”, de inocultable cuño garcíamandiano.
Después vinieron nuevos retos: familias, hijos, amores fallidos, trabajos de supervivencia, estudios, pero también llegaron los premios florales. Fueron los años de nuestro dominio avasallante en Santa Rosa de Copán, intercambiando lugares y seudónimos en estomacal lucha por echarse un par de pesos a la bolsa, pero Gustavo, José Raúl y Giovanni trascendieron las fronteras del pueblón y fueron reconocidos en la culta capital y en la capitanía general. No obstante, parecía que el centro de la capital del sudor nos había atrapado sin remedio, ya que nuestras vidas discurrían en un radio de un par de kilómetros, entre los antros de rigor (Kahlúa’s, Misceláneas, Pedroza, el lugar sin límites, el café infecto americano, Klein), limitados a ese ámbito en razón directa al decreciente vigor de nuestras zancadas y la exigua capacidad de la “motora” de Ricardo, cansada de multiplicarse llevando borrachos al anca.
Ya para la segunda mitad de la primera década del siglo XXI vinieron cambios radicales. Sin abandonar una inveterada propensión a la bohemia marginal, de repente nos hicimos serios y publicamos libros, viajamos, abrimos blogs, adquirimos nuevos empleos y empezamos a encontrar nuestro sitio en el mundo, al grupo original se sumaron los más jóvenes quienes aportaron frescura y buen humor y todo marchaba bien y hasta nos acusaban de vivir en un falso Olimpo, cuando “nos cayó el veinte” de un solo golpe. Y así, de golpe por el golpe, concluyeron nuestras aventuras en Wonderland, mientras veíamos caer las caretas de los falsos amigos, en tanto que el pueblo en resistencia era gaseado y toleteado en plazas y calles, decenas de compañeros caían asesinados y la sombra de la sospecha caía sobre todo aquel que osaba expresar su repulsa ante la mezcla nauseabunda de catolicismo opusdeísta, santurronería evangélica y jerga neofascista que caracterizó al gorilato micheletista.
Y el grupo se amplió, abandonamos el sentido original y atávico de la secta y nos conectamos con teatreros y músicos, con dibujantes y pintores, con grafiteros y poetas emergentes, con todo aquel que compartiera nuestra indignación; desencantados, renegamos de los sitios edulcorados de la periferia consumista y desandando el camino fuimos en busca del omphalos original, al llegar a nuestros oídos las primeras noticias sobre la existencia de una misteriosa maison en pleno Guamilito. Tampoco nos sorprendió demasiado que en la primera visita descubriéramos al amigo de antaño, hijo pródigo que un buen día decidió tornar al antiguo teatro de sus hazañas ochenteras para fundar una versión posmoderna de la comuna original, recinto amurallado donde ahora nos congregamos, bajo las ramas y al olor de los buenos cigarros, con la secreta alegría de quien ha vuelto a casa después de un largo viaje.
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