Fuente: paperblog.com.
Recuerdo que durante mis primeros años como lector yo no empezaba
a leer un libro sin la promesa de llegar hasta el final; es decir, de leerlo
hasta la última página. Era una especie de ética autoimpuesta que me permitía
mantener, aunque fuese sólo ante mí mismo, mi dignidad como lector.
¿Qué me obligaba a llegar hasta el final de cada libro que decidía
empezar a leer?, me pregunto ahora, y puede que esa haya sido la pregunta
implícita en aquel primer momento de mi particular historia como lector en el
que decidí que no tenía que seguir leyendo el libro que sostenía entre mis
manos, un libro que ahora, quince años después, considero de lo mejor que he
leído en toda mi vida.
El libro en cuestión es, probablemente, el más famoso del mundo,
después de la Biblia: Don Quijote de La
Mancha, y yo abandoné su lectura ahí por la página 50 un día de 1998. Se
trataba de una vieja edición de bolsillo, de letra microscópica y márgenes
apretados, que saqué de la biblioteca de la UNAH-VS.
Pensé en ese momento (y sigo pensándolo ahora) que el abandono de
esa lectura se debió a que no soporto leer buenos libros (ya no digamos los
malos) en malas ediciones. Tantas expectativas me había creado acerca de esa
novela que no me parecía justo tener que luchar contra esa letra mínima y esos
márgenes estrechos cuando de lo que se trataba únicamente era de dejarse llevar
por la historia contenida en el libro sin distracciones de ningún tipo.
Retomaría la lectura de esa novela, en una edición con
innumerables notas a pie de página de Martín de Riquer, mucho más legible que
la anterior, cuatro años después, el 2002. Devoré la primera parte durante el
feriado de Semana Santa y dejé la segunda para las vacaciones de Navidad y Año
Nuevo. Pude al fin comprobar que el Quijote sí era ese grandioso libro del que
todos, aún sin haberlo leído, hablaban.
Otro libro abandonado tras un par de intentos fue el Ulises, de James Joyce. Antes de leerlo
completo, por fin, en 2006, quise hacerlo dos veces, en 1998 y 1999, cuando
tenía 18 y 19 años. En las tres ocasiones me perdí constantemente entre las
vicisitudes y los diálogos de los personajes; la diferencia es que en la última
de ellas, adquirida cierta madurez como lector, sí estuve dispuesto a llegar
hasta el final: ese asombroso monólogo de Molly Bloom que prescinde impunemente
de signos de puntuación.
Existen diversas razones para que uno decida dejar un libro sin
haber terminado de leerlo pero estoy seguro de que la mayoría de las veces
tienen que ver con la ausencia de esa conexión emocional que se supone uno
debería establecer con el libro desde el primer momento.
Con el tiempo aprendí a despojarme de aquella ética absurda que me
impedía aplazar una lectura, o abandonarla por completo, si no me satisfacía
plenamente. Aprendí también que cada libro tiene su momento en la vida de los
lectores y que si lo abandonamos a los 18 años no significa necesariamente que
lo hemos abandonado para siempre; otro momento vendrá y quizá entonces nuestras
respectivas frecuencias sí se encuentren. Mientras tanto, hay que leer sólo si
hay placer en la lectura y hay que dejar un libro a un lado sin remordimientos
cuando haya que dejarlo.
2 comentarios:
"...yo no empezaba a leer un libro sin la promesa de llegar hasta el final; es decir, de leerlo hasta la última página"
Qué brillante línea, fabulosa!
Una oda a arte de esconder la redundancia, de suponer de quien lee es pendejo. Compa, ya casi tiene 35, no joda, paisa.
Lo mismo que a ti me ha pasado a mí con Moby Dick. Le daré una tercera oportunidad.
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