martes, 17 de febrero de 2015

Tres cuentos de Raúl López Lemus

Portada de Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus.
Les dejo tres cuentos del libro Entonces, el fuego (mimalapalabra, 2012), obra de Raúl López Lemus, reciente ganador del Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo.

REPRIMENDA
San Pedro Sula, pobre ciudad de trenes fallidos. Se fueron tempranamente, diluidos en el fracasado trajín de las compañías bananeras, convertidos en trozos, anécdotas y recuerdos gratos. Mitad del siglo XX, principio de la adolescencia. Pero sobrevivió uno, para los madrugadores, para los que como mi padre tenían fe en las glándulas que los hacían mayores. Lo traía la madrugada: rengo y fantasmal, una vez por semana. Había que despertar bien de mañana, dejar los sueños inconclusos. Reñir con el frío de la calle.
Mi padre me explica ahora. Después de la máquina tartajosa, la pesada hilera de vagones; dentro: compartimientos con racimos; haciendo juego con los racimos: aquella chiquilla, como una aparición. Intimidada, montaraz, divertida. Balanceando su cara asustadiza. Hecha ya mujer, sonrojada, con hoyuelos que atraían. Una cinta de colores separaba su rostro del de las demás mujeres alborotadas por la cercanía de la estación. Llegué a adorarla, de eso estoy seguro; quise de ella lo que no me prometía, su timidez, el misterio, el candor. Hasta estuve tentado a arrojarme a las duras ruedas de metal para acallar aquel ardor. Hacerlo reventar. Expulsarlo. Pero no lo hice.
Ella, que no sabía nada, me premiaba sonriendo, mostrando sus dientecillos recién lavados. Una boca que podía gemir, mostrar ternuras, avivar la infancia desde la carrera penosa del tren. Sus demostraciones me ponían contento. Temblor de labios, dudosas frases, un puñado de esperanza.
Cada semana salía a mirarla pasar. No es que fuera muy dado a madrugar, es que el dolor me exasperaba. Dolor por lo que huye, por lo irreal del acontecimiento. Una chiquilina que se repite, que aparece y se borra con la misma celeridad, que devora el recuerdo recién estrenado. Después de la sonrisa, del adiós apurado, llenar la semana de amargas desavenencias.
Me sigue explicando. Lo que se lleva por dentro no se justifica, es irracional traerlo a colación. Tus abuelos tenían la última palabra; familia gregaria, loca. Tantos meses de puras abstracciones. ¿Quién iba a acallar al cuerpo núbil que ya optaba por nuevas impresiones? Inventaron la escuela, una ocupación verdadera. Obligaciones para el zagal enamorado. Había que bañarse, juntar los enseres en una bolsa de plástico y caminar temprano para no perderse la algazara de los recreos, aquellas innecesarias primeras lecciones. Me convencieron. Aunque no estoy tan seguro. Ya no habría tiempo para perseguir el tren, corretear la sonrisa pudorosa; para las tontas representaciones: la chiquilla, los racimos, el traqueteo de los vagones, ¡a la mierda!
¿Qué hubieras hecho en mi lugar, hijo? No había alternativa. Me fui. Me quedé con el entusiasmo de los libros y el anuncio prometedor de los maestros. Una semana ya no me presenté al lugar de la cita precipitada. Y otra, y otra… Di la espalda al sentimiento que me había enseñado a vivir de verdad. Otros sucesos fueron tragándose progresivamente aquel primer intento del corazón.

Ya no volví a despedirme, ni a prometerle que algún día… tal vez. Como se hacía en la televisión. Después ya no supe nada de ella hasta que los periódicos publicaron su historia. Yo digo que fue una prueba. La demostración más sublime de la reciprocidad del afecto forjado en la distancia. Si no, ¿cómo se explica? Optó por arrojarse a las ruedas duras de metal, una clara mañana en que aún había frío.

BAJO EL ÁRBOL 
Me arrimaba a él por las historias antiguas. Viejo, borracho, endeble; podía parecer hermético, parco o reservado, pero no lo era. Las tenía a flor de labio, para cualquier circunstancia. El día pleno, sol como diluvio; la fábrica de puros con el alarido del timbre para el almuerzo.
“Es un tesoro muy valioso, lo trajo un antillano que andaba huyendo, dicen que era de un pirata famoso. Lo mataron antes de revelar el escondite. Está en un lugar de la quebrada esa… -señalaba la hondonada- lo lava, por eso el sabor metálico del agua, el color amarillo…”
Se quitaba la camisa: puros huesos, cartílagos que no logran estirarse. Futuro y pasado mezclados en el cuerpo anciano. No se sabía cuándo hablaba de lo uno o de lo otro. Voz gangosa, rostro arrugado, escupitajos cuajados de tabaco, ojos intemporales. Parte de las raíces añosas, del tronco en que se recostaba a esperar, ya aparición blanquecina en la sombra redonda del mediodía. La carretera a la orilla del árbol, las cigarras ruidosas.
“Don Chema… ese tenía pacto con el diablo, vivió y murió rico. ¡Pero hay que ver qué muerte la suya! tuvieron que echarle agua bendita, aun así, los ojos se le quedaron abiertos, dolorosos, ¡cómo maldecía con ellos! Lo hizo para casarse con la Bertilita, ¡Que Dios la tenga en su santa gloria!…”
Me despegaba para ir por la fiambrera. Una moneda bastaba para estar feliz. Descalzo y contento, entretenido en las filas que volvían al trabajo. El viejo se había ido en el interludio; el niño regocijado tenía que esperar otro día.
“Este árbol también tiene su historia, sus ramas están malditas… en alguna oportunidad”, me decía.
Cuando se detenía para escupir, franqueaba los tiempos, ni pasado ni presente, era algo por suceder. Saltaba de historia en historia, dejando todo inconcluso. No era recurso, más bien que en su cerebro la amalgama se había realizado.
El miedo, la devoción, el misterio; el viejo atraía por eso. Los otros chicuelos tontos…
“Mi papá… Me da rabia recordarlo. ¡Qué días aquellos!, liberales y conservadores se mataban por cualquier bobería. Bastaba un viva desusado, un traspié infortunado y te apaleaban…”
De repente, dejó de aparecerse, había empezado el invierno. Los mediodías eran grises, turbios. Me figuré su muerte como algo natural. Aunque seguí esperando, alguna noticia, algo, durante cinco meses, ¿Acaso no es eso la infancia?: franca, despreocupada espera. Hasta que sin querer me topé con él, en un horario inusual, sábado por la noche. Presagio, misterio, oscuridad como avalancha. Llovía en el monte que teníamos enfrente.
“Mi papá… éste árbol de guanacaste, a mí también. Borracho había gritado la consigna maldita, por Rodas Alvarado o yo no sé quién”.
La lluvia empujaba la oscuridad, grandes vértebras de luz en el horizonte. Un terror del más acá del corazón ofuscaba la naturaleza.
“Estuve encerrado entre la caca. No sirvió de nada suplicar, implorar piedad, me sacaron a medianoche, había luna y pude ver sus ojos sin bondad, las ligaduras. Antes de amarrarme, me golpearon hasta quebrar los huesos, destripar por dentro, ni porque me arrodillé y les pedí…”
No era el viejo el que hablaba ahora, palabras cavernosas que iban transformando todo. La lluvia alborotada llegó hasta nosotros, por encanto; los faroles de la fábrica de puros se apagaron y la misma realidad inmediata pareció retroceder a un tiempo de cavernas y hogueras. Todo el pánico del mundo en la garganta, esto no es bueno, pensé. Le grité al anciano que nos fuéramos, pero ya no estaba conmigo. Volé o simplemente traspuse un instante intermedio. Debí tropezar y caer. Cuando me repuse, entre la lluvia y el lodo -comprendí-, el encanto se había operado en el relato. ¡Pobre viejo! Se hamacaba, el lazo en su garganta brillaba al compás de los relámpagos.

DESENCUENTROS
Gran juego o lo que sea. Comienza con un beso: el suave encontronazo de un par de labios aprehensibles. Stella, su voluntad, se abre a los enredos, como un abanico. Muchas figuras que han esperado en la sombra vienen a servirse de su cuerpo. En Osmán, bueno, a la inversa, proceso extenuante y más lento. Necesita el sostén físico de Stella para adentrarse en la memoria. Revivir esas concubinas irrefrenables que le hacen daño con sus ejercicios masoquistas, requiere de paciencia.
Pronto el juego se troca en devaneo. El beso repetitivo para reiniciar, sin los dientes de Stella que hacen daño; unas caricias aquí y allá. Listo. Un punto en que las conciencias de ambos se emparejan, empiezan a admitirse. Ya no importa el nudo de cartílagos viejos, los apretones rancios, el olor amoniacal. Es la fantasía la que se impone por encima del decoro inicial.
Pronto Stella se queja en los brazos de Raúl, lo conoció en el autobús, camino del trabajo. Su susurro no cabe en el tiempo de Osmán, que se aferra al cuerpo de la telefonista de la empresa. Tres vueltas adelante, porque ruedan, Stella cambia de brazos: Daniel que la cansa, el mecánico de la línea. Mofletudo y disparatado, pero con la suficiente voluptuosidad para hacerla feliz. Osmán comprende, no debe dejarla adelantarse. Busca, sigue buscando, revuelve. Su lance es peligroso, escoge a la vecina de enfrente, todas las mañanas la espía mientras riega las flores: apenas una batita y chancletas.
Stella huye, presiente una intromisión enfermiza. Daniel le ha defraudado, pero toma a Carlos. Para colmo es el hermano menor de Osmán. Quiere entregarse sin ambages, lo que pasa es que la cercanía emocional de Osmán no la deja. La vecina de enfrente es muy alocada, inquieta y los músculos de éste deben recomponer el desequilibro. En su huida, Stella atrapa a César: motorista, conserje, señor de los mandados, le atiende bien y hasta le compra el almuerzo.
Parecen satisfechos, han logrado la aceptación espiritual por encima del desdén físico.
Por si acaso, vuelven a besarse. Osmán evade los dientes y emprende una bajada rápida por el cuello. Se encuentra a Yolanda, la de contabilidad, que pasea todas las mañanas sus senos fluctuantes por la oficina. Hunde el hocico, inhala. Lo que pasa es que Yolanda es propensa a la vulgaridad, a la jactancia; el estruendo de su risa lo hace abandonarla ¿Quién?, ¿quién?, ¿quién? ¡Dios mío!... ¿Quién podrá ser?, mientras Stella se abrocha a Fernando: Ingeniero de planta y todo.
Siguen rodando. En el ínterin, Stella cambia a campeón de fútbol mundial. Músculos recios, gigante, lo ha visto sin querer en el periódico; se aprieta a aquel cuerpo que la llena toda. Osmán entiende, Stella se ha empleado a fondo, debe ir tras ella, si no quiere que… De entre las figuras que le quedan, las que todavía lo asombran, toma la más sobresaliente: heroína de Hollywood. Mujer lasciva, impecable, cuerpo moldeado a tajos de bisturí y ejercicios. Ahora sí, están completos, se enfrascan, hundiéndose.
De aquella unidad nace el ritual que los lleva más allá de los cuerpos agotados, por encima de la irresponsabilidad del hogar hecho añicos, del divorcio inminente. (Dejémoslos cansarse, permitamos el acto puro). Cuando terminen (¿No afloran ya los primeros síntomas del cansancio?), cuando consigan detener la agitación, Stella va a empezar a gritarle, a inventar reproches, a echarle en cara su invalidez (tal vez eso ocurra más pronto de lo que suponemos). Osmán no tendrá más remedio que levantarse avergonzado, asentir e irse a dormir al duro sofá de la sala. Ese sitio de tristeza que hace años ocupa.
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