Portada de Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus.
Les dejo tres cuentos del libro Entonces, el fuego (mimalapalabra, 2012), obra de Raúl López Lemus, reciente ganador del Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo.
REPRIMENDA
San Pedro Sula, pobre ciudad de trenes fallidos. Se fueron tempranamente,
diluidos en el fracasado trajín de las compañías bananeras, convertidos en
trozos, anécdotas y recuerdos gratos. Mitad del siglo XX, principio de la
adolescencia. Pero sobrevivió uno, para los madrugadores, para los que como mi
padre tenían fe en las glándulas que los hacían mayores. Lo traía la madrugada:
rengo y fantasmal, una vez por semana. Había que despertar bien de mañana,
dejar los sueños inconclusos. Reñir con el frío de la calle.
Mi padre me explica ahora. Después de la
máquina tartajosa, la pesada hilera de vagones; dentro: compartimientos con
racimos; haciendo juego con los racimos: aquella chiquilla, como una aparición.
Intimidada, montaraz, divertida. Balanceando su cara asustadiza. Hecha ya
mujer, sonrojada, con hoyuelos que atraían. Una cinta de colores separaba su
rostro del de las demás mujeres alborotadas por la cercanía de la estación.
Llegué a adorarla, de eso estoy seguro; quise de ella lo que no me prometía, su
timidez, el misterio, el candor. Hasta estuve tentado a arrojarme a las duras
ruedas de metal para acallar aquel ardor. Hacerlo reventar. Expulsarlo. Pero no
lo hice.
Ella, que no sabía nada, me premiaba
sonriendo, mostrando sus dientecillos recién lavados. Una boca que podía gemir,
mostrar ternuras, avivar la infancia desde la carrera penosa del tren. Sus
demostraciones me ponían contento. Temblor de labios, dudosas frases, un puñado
de esperanza.
Cada semana salía a mirarla pasar. No es
que fuera muy dado a madrugar, es que el dolor me exasperaba. Dolor por lo que
huye, por lo irreal del acontecimiento. Una chiquilina que se repite, que
aparece y se borra con la misma celeridad, que devora el recuerdo recién
estrenado. Después de la sonrisa, del adiós apurado, llenar la semana de
amargas desavenencias.
Me sigue explicando. Lo que se lleva por
dentro no se justifica, es irracional traerlo a colación. Tus abuelos tenían la
última palabra; familia gregaria, loca. Tantos meses de puras abstracciones.
¿Quién iba a acallar al cuerpo núbil que ya optaba por nuevas impresiones?
Inventaron la escuela, una ocupación verdadera. Obligaciones para el zagal
enamorado. Había que bañarse, juntar los enseres en una bolsa de plástico y
caminar temprano para no perderse la algazara de los recreos, aquellas
innecesarias primeras lecciones. Me convencieron. Aunque no estoy tan seguro.
Ya no habría tiempo para perseguir el tren, corretear la sonrisa pudorosa; para
las tontas representaciones: la chiquilla, los racimos, el traqueteo de los
vagones, ¡a la mierda!
¿Qué hubieras hecho en mi lugar, hijo?
No había alternativa. Me fui. Me quedé con el entusiasmo de los libros y el
anuncio prometedor de los maestros. Una semana ya no me presenté al lugar de la
cita precipitada. Y otra, y otra… Di la espalda al sentimiento que me había
enseñado a vivir de verdad. Otros sucesos fueron tragándose progresivamente
aquel primer intento del corazón.
Ya no volví a despedirme, ni a prometerle
que algún día… tal vez. Como se hacía en la televisión. Después ya no supe nada
de ella hasta que los periódicos publicaron su historia. Yo digo que fue una
prueba. La demostración más sublime de la reciprocidad del afecto forjado en la
distancia. Si no, ¿cómo se explica? Optó por arrojarse a las ruedas duras de
metal, una clara mañana en que aún había frío.
BAJO EL ÁRBOL
Me arrimaba a él por las historias antiguas. Viejo,
borracho, endeble; podía parecer hermético, parco o reservado, pero no lo era.
Las tenía a flor de labio, para cualquier circunstancia. El día pleno, sol como
diluvio; la fábrica de puros con el alarido del timbre para el almuerzo.
“Es un tesoro muy valioso, lo trajo un
antillano que andaba huyendo, dicen que era de un pirata famoso. Lo mataron
antes de revelar el escondite. Está en un lugar de la quebrada esa… -señalaba
la hondonada- lo lava, por eso el sabor metálico del agua, el color amarillo…”
Se quitaba la camisa: puros huesos,
cartílagos que no logran estirarse. Futuro y pasado mezclados en el cuerpo
anciano. No se sabía cuándo hablaba de lo uno o de lo otro. Voz gangosa, rostro
arrugado, escupitajos cuajados de tabaco, ojos intemporales. Parte de las
raíces añosas, del tronco en que se recostaba a esperar, ya aparición
blanquecina en la sombra redonda del mediodía. La carretera a la orilla del
árbol, las cigarras ruidosas.
“Don Chema… ese tenía pacto con el diablo, vivió y murió
rico. ¡Pero hay que ver qué muerte la suya! tuvieron que echarle agua bendita,
aun así, los ojos se le quedaron abiertos, dolorosos, ¡cómo maldecía con ellos!
Lo hizo para casarse con la Bertilita, ¡Que Dios la tenga en su santa gloria!…”
Me despegaba para ir por la fiambrera.
Una moneda bastaba para estar feliz. Descalzo y contento, entretenido en las
filas que volvían al trabajo. El viejo se había ido en el interludio; el niño
regocijado tenía que esperar otro día.
“Este árbol también tiene su historia,
sus ramas están malditas… en alguna oportunidad”, me decía.
Cuando se detenía para escupir,
franqueaba los tiempos, ni pasado ni presente, era algo por suceder. Saltaba de
historia en historia, dejando todo inconcluso. No era recurso, más bien que en
su cerebro la amalgama se había realizado.
El miedo, la devoción, el misterio; el
viejo atraía por eso. Los otros chicuelos tontos…
“Mi papá… Me da rabia recordarlo. ¡Qué
días aquellos!, liberales y conservadores se mataban por cualquier bobería.
Bastaba un viva desusado, un traspié infortunado y te apaleaban…”
De repente, dejó de aparecerse, había
empezado el invierno. Los mediodías eran grises, turbios. Me figuré su muerte
como algo natural. Aunque seguí esperando, alguna noticia, algo, durante cinco
meses, ¿Acaso no es eso la infancia?: franca, despreocupada espera. Hasta que
sin querer me topé con él, en un horario inusual, sábado por la noche.
Presagio, misterio, oscuridad como avalancha. Llovía en el monte que teníamos
enfrente.
“Mi papá… éste árbol de guanacaste, a mí
también. Borracho había gritado la consigna maldita, por Rodas Alvarado o yo no
sé quién”.
La lluvia empujaba la oscuridad, grandes
vértebras de luz en el horizonte. Un terror del más acá del corazón ofuscaba la
naturaleza.
“Estuve encerrado entre la caca. No
sirvió de nada suplicar, implorar piedad, me sacaron a medianoche, había luna y
pude ver sus ojos sin bondad, las ligaduras. Antes de amarrarme, me golpearon
hasta quebrar los huesos, destripar por dentro, ni porque me arrodillé y les
pedí…”
No era el viejo el que hablaba ahora,
palabras cavernosas que iban transformando todo. La lluvia alborotada llegó
hasta nosotros, por encanto; los faroles de la fábrica de puros se apagaron y
la misma realidad inmediata pareció retroceder a un tiempo de cavernas y
hogueras. Todo el pánico del mundo en la garganta, esto no es bueno, pensé. Le
grité al anciano que nos fuéramos, pero ya no estaba conmigo. Volé o
simplemente traspuse un instante intermedio. Debí tropezar y caer. Cuando me
repuse, entre la lluvia y el lodo -comprendí-, el encanto se había operado en
el relato. ¡Pobre viejo! Se hamacaba, el lazo en su garganta brillaba al compás
de los relámpagos.
DESENCUENTROS
Gran juego o lo que sea. Comienza con un beso: el suave
encontronazo de un par de labios aprehensibles. Stella, su voluntad, se abre a
los enredos, como un abanico. Muchas figuras que han esperado en la sombra
vienen a servirse de su cuerpo. En Osmán, bueno, a la inversa, proceso
extenuante y más lento. Necesita el sostén físico de Stella para adentrarse en
la memoria. Revivir esas concubinas irrefrenables que le hacen daño con sus
ejercicios masoquistas, requiere de paciencia.
Pronto el juego se troca en devaneo. El
beso repetitivo para reiniciar, sin los dientes de Stella que hacen daño; unas
caricias aquí y allá. Listo. Un punto en que las conciencias de ambos se
emparejan, empiezan a admitirse. Ya no importa el nudo de cartílagos viejos,
los apretones rancios, el olor amoniacal. Es la fantasía la que se impone por
encima del decoro inicial.
Pronto Stella se queja en los brazos de
Raúl, lo conoció en el autobús, camino del trabajo. Su susurro no cabe en el
tiempo de Osmán, que se aferra al cuerpo de la telefonista de la empresa. Tres
vueltas adelante, porque ruedan, Stella cambia de brazos: Daniel que la cansa,
el mecánico de la línea. Mofletudo y disparatado, pero con la suficiente
voluptuosidad para hacerla feliz. Osmán comprende, no debe dejarla adelantarse.
Busca, sigue buscando, revuelve. Su lance es peligroso, escoge a la vecina de
enfrente, todas las mañanas la espía mientras riega las flores: apenas una
batita y chancletas.
Stella huye, presiente una intromisión
enfermiza. Daniel le ha defraudado, pero toma a Carlos. Para colmo es el
hermano menor de Osmán. Quiere entregarse sin ambages, lo que pasa es que la
cercanía emocional de Osmán no la deja. La vecina de enfrente es muy alocada,
inquieta y los músculos de éste deben recomponer el desequilibro. En su huida,
Stella atrapa a César: motorista, conserje, señor de los mandados, le atiende
bien y hasta le compra el almuerzo.
Parecen satisfechos, han logrado la
aceptación espiritual por encima del desdén físico.
Por si acaso, vuelven a besarse. Osmán evade
los dientes y emprende una bajada rápida por el cuello. Se encuentra a Yolanda,
la de contabilidad, que pasea todas las mañanas sus senos fluctuantes por la
oficina. Hunde el hocico, inhala. Lo que pasa es que Yolanda es propensa a la
vulgaridad, a la jactancia; el estruendo de su risa lo hace abandonarla
¿Quién?, ¿quién?, ¿quién? ¡Dios mío!... ¿Quién podrá ser?, mientras Stella se
abrocha a Fernando: Ingeniero de planta y todo.
Siguen rodando. En el ínterin, Stella
cambia a campeón de fútbol mundial. Músculos recios, gigante, lo ha visto sin
querer en el periódico; se aprieta a aquel cuerpo que la llena toda. Osmán
entiende, Stella se ha empleado a fondo, debe ir tras ella, si no quiere que…
De entre las figuras que le quedan, las que todavía lo asombran, toma la más
sobresaliente: heroína de Hollywood. Mujer lasciva, impecable, cuerpo moldeado
a tajos de bisturí y ejercicios. Ahora sí, están completos, se enfrascan,
hundiéndose.
De aquella unidad nace el ritual que los
lleva más allá de los cuerpos agotados, por encima de la irresponsabilidad del
hogar hecho añicos, del divorcio inminente. (Dejémoslos cansarse, permitamos el
acto puro). Cuando terminen (¿No afloran ya los primeros síntomas del
cansancio?), cuando consigan detener la agitación, Stella va a empezar a
gritarle, a inventar reproches, a echarle en cara su invalidez (tal vez eso
ocurra más pronto de lo que suponemos). Osmán no tendrá más remedio que
levantarse avergonzado, asentir e irse a dormir al duro sofá de la sala. Ese
sitio de tristeza que hace años ocupa.
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