Una novela que admite varias lecturas. Sin duda, una de las obras
imprescindibles del canon de la literatura hondureña. Imposible leerla sin dejar
escapar una risa cómplice, como cuando Chorro de Humo convence a sus compañeros de que al queso Kraft donado por Alianza para el Progreso "le echan mocos de
gringo". Un viaje maravilloso, en busca del último Hablante Lenca, a la
comunidad de El Gual (según los nativos lencas) o El Reguero (nombre
escogido por los colonizadores españoles), en el Occidente de Honduras, donde
convergen la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad. Una novela con la
cual el autor nos transporta a un mundo mítico, pero sin atosigarnos con los artilugios gastados del "boom". La guerra mortal de los sentidos (Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002) de Roberto Castillo pertenece, según su narrador, Illán Monteverde, a un tiempo en que los lectores de novelas se han convertido en una especie casi extinta. En esta séptima entrega de mimalapalabra en La Prensa les ofrecemos un fragmento del primer capítulo de la novela y uno de los 29 testimonios captados por un profesor español que busca, obsesivo, al ultimo Hablante Lenca.
Empieza la guerra...
Los cuatro ángeles cruzaron la pequeña plaza de armas en busca de la casa con la señal pintada en la puerta. Hieráticos y corpulentos, acosados por la luz de la tarde que enrojece los rostros y exaspera los ánimos, lucían extraños y desentonaban en la ciudad cuya atmósfera, desde el año 1894, se tiñe confusa y engañosamente de liberalismo ilustrado. Cuando se recostaron despreocupadamente en el gigantesco león de cemento que guarda la entrada del parque Unión Centroamericana, no se dieron cuenta del espectáculo que ofrecían a la población aburrida. Qué raras veces se veían las palabras de la inscripción en el obelisco, DIOS, UNIÓN, LIBERTAD, simulando refulgir junto a cuatro ángeles de verdad. Ellos no lograban dar con la dirección exacta y no tenían modo de preguntarla, porque nadie era capaz de comprender su jerga ininteligible. Sus nombres: Gamaliel, Abdullah, Osterwin y Gualtal, decían claramente que cuatro razas de la tierra estaban representadas entre los ángeles. De los cuatro sólo Gamaliel entendía griego; pero no el koiné que tan disciplinada y pacientemente estudió por doce años don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, en aburridas lecciones, con el propósito de hablar directamente con los ángeles [...]. Curiosos y periodistas se congregaron de inmediato. Querían entrevistas, declaraciones y fotografías. No sospecharon nunca que Gamaliel ya había estado en la ciudad, años atrás. Esta vez lo vio temblando bajo la lluvia Josiah Anderson, gambusino alcohólico y ex mormón de Utah. Fue un gracioso suceso que ocurrió la madrugada del 5 de octubre de 1962, mientras Josiah recibía los efectos de su más fuerte ataque de delirium tremens junto a la ventana del bar de Casín. Se sentía morir y sus ojos no se desprendían de la visión de un ángel empapado, dando diente con diente a causa de la fiebre y con el rostro descompuesto. Al oír varios gritos desesperados, entró a la habitación el canadiense Arthur P. Langagne con una linterna de pilas en la mano [...].
Gamaliel se acordaba muy bien de esa visita a la ciudad, porque enfermó de disentería y lo pasó muy mal bajo unas matas en el jardín de ese famoso bar. De cuando en cuando evocaba el susto mutuo que se sacaron con Josiah Anderson: éste se aterrorizó porque tuvo que hacerle frente a la impresión de estar ante la presencia de un ángel; Gamaliel, porque sintió mucha vergüenza de que un mortal le viera en tan lamentable condición. Pero ahora su mente estaba centrada en el laberinto de calles [...].
DONDE SE DA A CONOCER QUE EL HABLANTE LENCA TOMÓ LA DECISIÓN RADICAL DE "IRSE A LA MIERDA"
Eliseo Berriozábal, 62 años,
profesor jubilado (informante)
Es una cosa que hoy resulta difícil de entender. En un tiempo entró como una desesperación en el ánimo de los muchachos. Era algo inexplicable: dejaban casa, familia, bienes si los tenían y se iban hacia un lugar incierto, una ocupación incierta, un futuro incierto y hasta un país incierto: como ocurrió con un pequeño grupo de jóvenes que salieron con destino a Estonia, Letonia y Lituania, sin que se sepa porqué ni para qué (posiblemente enganchados como marineros); y al llegar allá resultó que esos países ya no existían como estados independientes. Y todos se despedían siempre con la misma frase: "me voy a la mierda".
En un medio donde la gente cuida mucho lo que dice, este "irse a la mierda" tiene varios significados. Por un lado, era una especie de reacción nihilista frente a un mundo que, aparentemente (y sólo aparentemente), estaba condenado a no cambiar nunca. Los muchachos preferían la nada ("la mierda"), que entrañaba riesgo, pero donde muchos hechos sucedían, a un orden de cosas de cosas que continuaría siendo igual. Otros entienden que la expresión oculta un fuerte sentido localista y un profundo amor por El Gual, donde las condiciones económicas (miserables) y políticas (intolerables, opresivas) no permitían vivir más. El Gual sería lo más querido y todo lo demás, "la mierda". Vivir en él sería mejor que vivir en cualquier otra parte de la Tierra. Por eso "irse a la mierda" significaba dejar aquello que se tenía por algo donde, pasara lo que pasara, todo sería peor. Otros sostienen que denotaba el abandono de la vida familiar, el calor de la comunidad y -muy importante para los lingüistas- la vieja y desecada cuenca de una lengua que juntaba el castellano del siglo XVI con un lenca juguetón y gracioso.
Fueron muchos los que decidieron "irse a la mierda". Y lo hicieron de verdad, pues se lanzaron a perecer en naufragios de mares lejanos, a dar en cárceles de otros países o a quedar tristemente adheridos al desolado paisaje urbano de muchas grandes ciudades. Se fueron "a la mierda" como se han ido el bosque, los ríos, los pájaros y otros animales (quién me puede decir hoy dónde están el quetzal, el cenzontle, el venado o la guara) Era impresionante ver pasar a los muchachos llenos de un coraje o de algo muy fuerte y vivo que los quemaba por dentro; se paraban frente a la plaza de los pueblos y gritaban: "Yo me voy a la mierda". Y se iban. Desaparecían sin que nadie los volviera a ver nunca más, como valientes tragados por el abismo sin fondo que abría su propio desafío.
El que usted llama Hablante Lenca también tomó un día la decisión de "irse a la mierda". Todo El Gual resultó conmovido con su grito, lanzado frente a la plaza de Gualmoaca; y desde allí se regó inmediatamente como pólvora encendida, escandalizando a todo mundo porque nunca se le había oído una palabra procaz. Ese "yo también me voy a la mierda" fue lo único "sucio" que se oyó salir de su boca. No se sabe en concreto qué fue lo que le llevó a lanzar el grito. Pero una cosa sí es cierta: de todos los que se "fueron a la mierda" sólo él sobrevivió, aunque tuvo que permanecer "muerto" durante veinte años. Tenía veintidós años cuando "murió". (Fragmentos tomados de las páginas 13, 14, 102 y 103).
Del prólogo
"Ahora que una conciencia finisicular nos abruma hasta la saciedad, quiero pensar en lo que fue ese gran siglo que vio pasar las mejores y más productivas etapas en la vida de mi bisabuelo, evocar una época que supo mostrarse con grandeza a través de un género literario que ha caído en desuso. En él encontré la herramienta más apropiada para resucitar la pasión central de mi ascendiente: su indagar sin descanso sobre un mundo deslucido sólo en apariencia; sorprendente espacio en el que terminó encontrándose a sí mismo a la par que le reveló la presencia del hombre lenca". Illán Monteverde, Gualmoaca, 20 de enero 2099.
Locura
El ángel Gualtal come tortillas y, contra la naturaleza de su divinidad, se esconde en unas matas de plátano, para calmar las urgencias de la disentería. Él y otros tres ángeles llegan a buscar a don Diego Eleudónimo de la Luz Morales, un personaje que ya aparece en el cuento "El loco divino", del libro Figuras de agradable demencia, publicado por Editorial Guaymuras en 1985. Este loco divino, que se paseaba en la madrugada por el corredor de su casa y con quien el Padre Divino tenía comunicación, surge de nuevo en La guerra mortal de los sentidos, condición que, para los lectores avisados, abre otras rutas para el disfrute de la literatura de Castillo.
El gérmen de la novela
"Todo empezó en 1979. Me ocupaba febrilmente de terminar mi novela breve El corneta y a la vez me dejaba ir con entusiasmo tras unas historias de cipotes que jugaban por las tardes frente a sus casas. El principal involucrado en el juego era el lenguaje y con el tiempo lo sería la propia palabra ‘cipote’, que en Honduras, El Salvador y Nicaragua está llena de inocencia, mientras en España es todo lo contrario. La escritura y la maduración fueron avanzando con la lentitud requerida. Recuperé y elaboré vivencias de la región lenca de Honduras, y por esta vía fui encontrando el eje central de lo que buscaba: el problema de la identidad con los múltiples planos que se anudan en él para garantizarle su condición de conflicto". (Fragmento de una
entrevista hecha por Jacinta Escudos).
Acerca del autor
Roberto Castillo nació en 1950 en San Salvador, de padres hondureños, pero después vivió en Erandique, departamento de Lempira. Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica y laboró durante más de dos décadas en la cátedra de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Unah. Entre sus obras publicadas están: Subida al cielo y otros cuentos, 1980; Figuras de agradable demencia, 1985 y Traficante de ángeles, 1996. Su primera novela, El corneta, apareció en 1981 y La guerra mortal de los sentidos, en 2002. También ha cultivado el ensayo, con Filosofía y pensamiento hondureño, 1992 y Del siglo que se fue, 2004, por el que obtuvo el premio Centenario de José Carlos Lisboa que otorga la Academia Mineira de Letras, Brasil, en el 2002. Es miembro del consejo de redacción de la revista Paraninfo y escritor permanente en la misma. En 1991 se le otorgó el Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa.
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