Por Giovanni Rodríguez
Llegué al mediodía a la casa de Salvador Domingo Felipe Jacinto Dalí i Domènech, mejor conocido como Salvador Dalí. Había bajado del autobús en Cadaqués, el pueblo más oriental de la Costa Brava en España, a las diez de la mañana, después de un agradable viaje desde Figueres, la ciudad natal del pintor, a través de montañas rocosas elevadas a orillas del Mediterráneo. El día anterior había visitado el Museo Dalí y ahora que estaba frente a la que fue su casa en la bahía de Port Lligat, a un kilómetro del centro de Cadaqués, no podía evitar sentir una especie de levedad, no sólo física sino también espiritual.
Levedad es la palabra que mejor define la sensación que experimento al estar de visita por primera vez en algún lugar. La sospecha de no estar del todo ahí confundida con la certeza de no estar tampoco en el lugar de donde vengo. Algo de eso me ocurrió durante mi primer viaje al extranjero. Tenía apenas trece años y había cruzado solamente la frontera de Honduras con Guatemala, pero una vez fuera del territorio que me era conocido, el cuerpo empezó a perder peso y mis sentidos se agudizaron de tal modo que hoy, quince años después, recuerdo perfectamente el llanto de un niño invisible al bajar del autobús en alguna estación de Ciudad de Guatemala.
El caso es que esta vez me disponía a entrar a la casa –ahora convertida en museo- de uno de los surrealistas más importantes de la historia. Mientras esperaba que un guía abriera la puerta, entretuve la mirada a mi izquierda, en donde a pocos metros las olas del mar azotaban un muro de rocas para acabar debilitándose en la playa.
Luego desvié mi atención a una anécdota referida en los breves datos biográficos de Dalí que aparecían en el impreso junto con la guía para el recorrido. Ahí decía que a los cinco años, sus padres llevaron al futuro artista a la tumba de su hermano y le contaron que él era su reencarnación, algo que, según parece, llegó a creer pues alguna vez comentó: “Yo he vivido la muerte antes de vivir la vida”. Muy original, como todo lo que hizo.
Después fue la entrada al laberinto, como si de pronto me encontrara en uno de esos dibujos de Escher en donde los personajes pueden subir y bajar escaleras sin obedecer las leyes de la física, porque la casa está formada por una serie de barracas de pescadores que Dalí y Gala, su mujer, fueron acondicionando según sus ocurrencias, con pasillos aquí y allá, puertas y más puertas que conducen a espacios insólitos quizá habitados todavía por los fantasmas de sus últimos propietarios, de modo que para un visitante primerizo como yo, y además con la agradable sensación de levedad todavía en el cuerpo, resultaba demasiado fácil extraviarse.
Por fortuna alcancé a orientarme a tiempo para cobrar consciencia de dónde estaba y empezar a disfrutar mi visita de una manera más “objetiva”. Vi entonces el estudio en el que Dalí dejó dos obras inacabadas, la habitación circular en la que Gala recibía a sus amistades, la pequeña y acogedora biblioteca, la habitación matrimonial, y por último la azotea y el jardín, con sus enormes huevos abiertos, desde donde me sentí por un instante capaz de abarcar el mar, el cielo, el mundo, la vida entera con la mirada y desde donde volví a sentirme leve y feliz. Deseé entonces que la levedad jamás me abandonara, y pensé: “hoy, definitivamente, estoy viviendo la vida antes de vivir la muerte”.
1 comentario:
Dalí, de hecho, creía que era la reencarnación de su hermano muerto, siempre pensó que sus padres lo habían acondicionado a ser una continuación de su hermano.
"He vivido la muerte antes de la vida" me parece que se refería tanto a su creencia de haber muerto y renacido, como a la forma en que sus padres pensaron que él estaba muerto y había resurgido.
Publicar un comentario