El hilo argumental de Nocilla Dream es débil, casi invisible, sin que esto represente tampoco una carencia. De hecho, es precisamente esa la intención de su autor, quien en una entrevista define así su novela: "Una novela que no parecía una novela, porque en el texto había aplicado casi todos los presupuestos que aplico al lenguaje poético, como la mezcla de temas diferentes y los apropiacionismos de otros campos. Se me ocurrió entonces que la novela que había escrito era como un collage sin pegamento, o mejor dicho un collage que se ofrecía al lector para que éste pegara sus diferentes partes".
Pero a pesar de su multiplicidad de temas, de situaciones y de personajes, así como en la monumental novela 2666 de Roberto Bolaño el punto de convergencia es la ciudad ficticia de Santa Teresa, en Nocilla Dream ese punto de convergencia lo encontramos en una carretera del desierto de Nevada en donde hay un viejo olmo del que cuelgan montones de zapatos. En la imagen de esa carretera y de ese árbol asoma el escaso argumento de la novela. En la fortuita existencia de ese olmo en medio del desierto, y de sus frutos extraordinarios, se encuentran las leves correspondencias entre algunos de los personajes.
En este libro de pequeñas historias superpuestas coinciden prostitutas de la periferia aburridas y cansadas, un coleccionista de fotos "encontradas", ancianos surfistas chinos que ganan campeonatos mundiales, un lector de revistas que hace con ellas bolas de papel para tirarlas al desierto, un ex boxeador norteamericano con la idea fija de invertir el viaje de Cristóbal Colón, un argentino que vive en Las Vegas y construye un monumento insólito a Borges, un hombre sin patria anclado en un aeropuerto, un diseñador de alcantarillas que inventa la historia de los zapatos colgantes… Y así sucesiva y simultáneamente. Una lectura estimulante. Quizá no demasiado memorable, pero sí estimulante.
DOS FRAGMENTOS DE NOCILLA DREAM 5 Es lógico, en un burdel hay chicas de todas las clases, y más aquí, en el desierto de Nevada, cuya monotonía, la más árida del Medio-Oeste Americano, hay que paliar con determinados exotismos. A Sherry la están maquillando en el backstage improvisado en la parte de atrás, junto al antiguo pozo ahora seco. No se fía del gran espejo enmarcado en bombillas que le han puesto y, como cuando llega algún cliente por sorpresa, echa mano del retrovisor de un Mustang ya casi hecho chatarra. El sol y la nieve lo han ido comiendo desde que allí lo dejó un hombre al que jamás volvió a ver. Se llamaba Pat, Pat Garret. Llegó una tarde de noviembre, con la última temperatura moderada, pidió una chica, la más joven, y Sherry se presentó. Pat tenía una afición: coleccionar fotografías encontradas; toda valía con tal de que salieran figuras humanas y fuera encontrada; viajaba con una maleta llena. Tumbados en la cama, mientras miraba un punto fijo de la pared, le contó que después de haber trabajado en un banco en L. A., había heredado inesperadamente, así que dejó el trabajo. Su afición por las fotografías le venía del banco, por culpa de ver tanta gente; siempre imaginaba cómo serían sus caras, sus cuerpos, en otro contexto, más allá de la ventanilla, que también era como el marco de una fotografía. Pero tras haber cobrado la herencia, su otra afición, el juego, lo había llevado a perderla casi en su totalidad. Ahora se dirigía al Este, a New York, en busca de más fotografías, Aquí, en el Oeste, siempre andamos a vueltas con los paisajes, le dijo, Pero allí todo son retratos. Sherry no supo qué decir. Él abrió la maleta y le fue dando las fotos. Barajada en uno de los tacos encontró el inequívoco rostro de su madre. Sonreía agarrada a un hombre que, entendió, era el padre que nunca había llegado a conocer. Cayó sobre el pecho de Pat y lo abrazó fuertemente. A partir de ahí, él se quedó muchos días más, ella ya no le cobraba, le preparaba la comida y no salían de la habitación. La noche en que Pat se fue el Mustang no le arrancó, pero consiguió parar a un camión que iba hacia Kansas. Por la mañana, tras descartar que se hubiera caído al pozo, o que hubiera ido a Ely a por tabaco, ella se puso a esperarlo hasta que anocheció con la vista fija en el último punto divisable de la US50. Cuando ya no pudo más, sentada en el capó del Mustang se echó a llorar. Se repasa los labios en el retrovisor y la maquilladora le avisa, ¡Salimos al aire en 1 minuto! Nevada TV hace el especial Prostitución en Carretera. Acercan el micro y le preguntan, ¿De qué cosa te sientes más orgullosa, Sherry? El amor es un trabajo difícil, contesta, amar es lo más difícil que he hecho en toda mi vida. 74 En su imparable obsesión por la experimentación en la grabación de ruidos y su posterior procesado para darles una forma sinfónica, el joven Sokolov ya sólo se dedica a registrar en su grabadora las entrañas de las casas que, como él ha descubierto, están recorridas a cada instante por un canal ramificado de sonidos únicamente audibles con aparatos creados en su mayoría por él a tal efecto. Después de estudiar detenidamente las zonas de la ciudad que le convienen según las características constructivas, pide que le cedan una habitación en un edificio en la que instalarse durante un par de días. Atrás quedó su interés por registrar el sonido de las calles de Chicago, de los coches que pasan, de los grafiteros, y de todo aquello. Su abuela piensa que esa obsesión por los edificios le viene del accidente que a los 10 años le había sepultado en el sótano de su casa en Polonia, matando a sus padres, pero él sabe que no, que en realidad todo se gestó cuando aún era un feto, momento en el que el sentido más desarrollado es el auditivo. Su siguiente objetivo es el World Trade Center, Nueva York. En las oficinas de la BP, piso 77, le han permitido montar su laboratorio sonoro. Pretende recoger todos los sonidos que, en ese piso totalmente aislado del exterior, jamás llegan a oírse: el vuelo de un pájaro a ras de la ventana, el paso de un helicóptero, el silbido de un limpiacristales o del viento, así como los ruidos imperceptibles de las cañerías, las vibraciones de la estructura, el cimbreo de las antenas, las cisternas de los 100 pisos circundantes, el zumbido parásito que emiten los cables de electricidad, el rodar de las ruedas de los coches del parking del sótano, el ring de las cajas registradoras de las tiendas de las plantas bajas, etc. Coloca micrófonos garza exteriores, micrófonos tipo membrana pegados a los cristales y bajo la moqueta, otros hidrófugos en los desagües, en el interior de los enchufes, y como cuando por capilaridad el café sube por el azucarillo si mojamos sólo la punta, o como cuando la sabia de un árbol sube de las raíces a las hojas impulsada por una fuerza sólo explicable mediante arquetipos vectoriales, todo el sonido oculto del edificio sube también hasta sus auriculares; escucha los latidos de lo inerte, vive una experiencia íntima con el edificio, devuelve a la habitación los sonidos que le son suyos. Respecto al origen de su obsesión por los sonidos de los edificios, ha pensado que quizá tenga que darle la razón a su abuela, porque hoy le ha parecido distinguir entre la maraña de ruidos del World Trade Center las últimas voces de sus padres.
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