Por Giovanni Rodríguez
“Si la novela seria es una especie en vías de extinción es porque el lector serio es una especie en vías de extinción, porque el lector es en estos tiempos que corren un seguidor de culebrones capaz solamente de interesarse por las preguntas morbosas: quién es éste, quién es este otro…”, dice el narrador colombiano Juan Gabriel Vásquez en una reseña a la última novela de Philip Roth, Sale el espectro.
¿Quién fue el primero que anunció la muerte de la novela? No lo sé. Quizá fue Eduardo Mendoza el que levantó el polvo y Vargas Llosa quien llegó a meter la nariz para opinar al respecto. La cuestión es que la discusión ha llegado hasta mi mesa de este Café Kubista a través de la lectura de Babelia, el suplemento cultural de El País, en donde hablan de Carlos Ruiz Zafón, un escritor español que vendió más de diez millones de ejemplares de una novela hace algunos años y que acaba de publicar otra, también con ventas estratosféricas.
Pienso en estas cifras extraordinarias y me pregunto: ¿acaso Mendoza se refería a este tipo de novela cuando hablaba de la muerte de la novela? Hago un clic por aquí y otro por allá y repaso esos textos que hablan de la defunción de mi género preferido y que datan de por lo menos hace once años. Mendoza no fue tajante pero sí morbosamente sugestivo en esa ocasión de 1997 cuando en una entrevista sugirió, por lo menos, que la novela no estaba enteramente viva. Y dos años después lo dijo con este símil: “Para los antiguos egipcios una momia no era una persona viva, pero tampoco definitivamente muerta”.
Vargas Llosa intervino diciendo que las declaraciones de Mendoza le parecían deprimentes, no porque no estuviera de acuerdo sino porque, a su pesar, no aludían a novelas como éstas de Ruiz Zafón, preparadas con esa combinación de misterio, crónica detectivesca e historia de amor, escritas con frases claras y directas en párrafos cortos que buscan conectar con el público de masas, sino con las novelas que verdaderamente importan para la literatura: las “novelas de sofá”, las que exigen al lector una atención mayor y no simplemente una sombrilla y una tumbona para leerla en la playa.
Todos los que han opinado al respecto discrepan en diversos puntos pero coinciden en que, si acaso la novela está muriendo, esto se debe únicamente a lo que dijo Vásquez: que el lector serio también está muriendo. Cada vez hay menos lectores dispuestos a leer, por ejemplo –y éste será el ejemplo más cajonero-, una novela como Cien años de soledad, que tiende a confundir por la repetición de los nombres de la familia Buendía, y más los que optan por algo más digerible del mismo autor, como Memoria de mis putas tristes, que no es, en modo alguno, comparable con la primera. Y no digamos la predilección de los lectores de nuestra aldea por los libros lacrimógenos, los de autoayuda o los de misticismo, o los híbridos de todo eso, como los del tal Coelho.
Mientras todo eso ocurre (me refiero a la muerte de la novela y a la muerte del lector serio), me dispongo a leer la novela de Philip Roth como un acto de resistencia, como una manera de confirmar mi condición de sobreviviente en un mundo carcomido por los topos de la literatura, y escribo este texto para esos otros sobrevivientes, para los que, como yo, detestan los culebrones, para quienes no tiene importancia si una novela es autobiográfica o no, para los que aún le permiten un respiro a su inteligencia.
1 comentario:
Adoro a Mendoza. Adoro a Philip Roth. Adoro "Cien años de soledad". Detesto a Ruíz Zafón. Detesto a Coelho. Detesto "Memoria de mis putas tristes".
Los amores y los odios siempre han de enunciarse así, con frases simples, sin corolarios ni explicaciones.
A mí, ya sabes, me gusta pescar salmonetes cuando van por la corriente, río arriba.
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