Por Giovanni Rodríguez
Una vez le escuché decir a una amiga esta frase: “Hay que desconfiar de la gente que no bebe”, y aunque se refería sólo a la desventaja que representa para los demás, los que sí beben, el hecho de tener entre ellos a una persona que no se una en igualdad de condiciones a la euforia alcohólica colectiva, yo he terminado ampliando el campo de acción de la frase e incluso la frase misma, de modo que creo –y digo- que hay que desconfiar no sólo de los abstemios sino también de las personas moderadas, cautas, prudentes (aunque estas tres palabras vengan a significar lo mismo), en fin, de esas personas que no están dispuestas a correr riesgos bajo ninguna circunstancia.
Nunca me han gustado esas personas que vigilan demasiado sus modales, su dieta, las dosis de alcohol que consumen (o que se permiten consumir, o que no consumen), las palabras que dicen e incluso las que piensan, personas cuya mirada atenta es una permanente amenaza de un llamado de atención por nuestros excesos, por pequeños que estos sean.
Los he observado, tanto como probablemente ellos lo observan a uno, y estoy seguro de que los moderados no viven, sólo existen; caminan como de puntillas, como cristos envueltos en una túnica de castidad y pureza, apenas tocando con sus pies el lodo de la vida. Ni aman demasiado ni odian demasiado. Nunca gritan para expresar su ira o su felicidad porque generalmente no son iracundos ni felices. Nunca corren pues conservan la monástica idea de que el tiempo está siempre de su lado. Son monógamos hasta la médula.
¿Y qué hay de la moral? La moral, sí, por supuesto, es el terreno en donde despliegan todas sus facultades para la inacción, para la imparcialidad de sus pasiones (¿las tienen?), para su férrea voluntad de mantenerse ajenos a los debates y a las disputas, porque no pronunciarán el nombre de la madre del otro en vano y estarán siempre anuentes a colocar la otra mejilla en el caso de que sea necesario.
Pobres reprimidos, tristes, aburridos e indolentes. Indolencia. Es la palabra que mejor los define. Ni negro ni blanco sino gris. Ni izquierda ni derecha sino centro. Su poética es la del pájaro en mano en lugar de los cien volando. Mejor no le apuestan a nada extremo, porque como dice Homero Simpson: “Intentar algo es el primer paso hacia el fracaso”.
No voy a enumerar razones por las que creo que vale la pena correr riesgos en la vida, en primer lugar porque hacerlo sería caer en el discurso propio de esos vomitivos libros de autoayuda o superación y segundo porque precisamente en la inexistencia de razones es que se fundamenta el riesgo, en el principio de incertidumbre tiene su raíz, pero he venido describiendo a este tipo de personas, a estos seres carentes de gracia y poseedores en cambio de un extraordinario espíritu sosegado, sólo para sugerirles aquello de lo que, por lo menos en el arte, todo individuo debería prescindir.
Una cita de Héctor Aguilar Camín: “Algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la transgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco”. ¿Por qué se empeñan algunos supuestos artistas en seguir encerrados en su pose de lo políticamente correcto? ¿Por qué estos supuestos artistas buscan afanosamente alguna forma de la perfección moral? ¿Por qué seguimos otorgándoles crédito a estos supuestos artistas, manada de embusteros e hipócritas? Pobres víctimas de sus propios buenos modales. Si yo fuera su padre, les haría escupir su contenida rabia a latigazos.
2 comentarios:
Ja, ja. Muy bien, Giovanni, muy bien.
Hay que desconfiar de las personas que mienten, que no viven, que se esconden tras la máscara de la virtud.
Barthes dice:
“La hipocresía juega en la frontera de las virtudes”, es máscara.
I tant que si!
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