martes, 19 de diciembre de 2006

Un cuento de Eduardo Halfon


Lejano
Por Eduardo Halfon
Me estaba moviendo entre ellos como si quisiera encontrar la salida de algún laberinto. El carácter doble de la forma del cuento, leímos juntos del ensayo de Ricardo Piglia y ya no me sorprendió ver todos aquellos semblantes repletos de acné y la más tierna confusión. Un cuento siempre cuenta dos historias, leímos. Un relato visible esconde un relato secreto, leímos. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, leímos y entonces les pregunté si habían entendido algo, cualquier cosa, y era como estarles hablando en algún dialecto africano. Silencio. Y audaz, impávido, seguí adentrándome en el laberinto. Varios estaban medio dormidos. Otros hacían dibujitos. Una muchacha demasiado flaca jugaba aburridamente con su rubia melena, enroscándose y desenroscándose el flequillo alrededor del índice. A su lado, un chico bonito se la estaba comiendo con la mirada. Y desde el más profundo mutismo, me llegó un retintín de cuchicheos y risas contenidas y chicles masticados y, entonces, como todos los años, me pregunté si esa mierda en verdad valía la pena.

No sé qué hacía enseñándoles literatura a una caterva de universitarios, en su mayoría, analfabetas. Cada comienzo de ciclo, ingresaban ellos a la universidad aún emanando un aroma a cachorritos lúgubres. Bastante descarriados pero con la fachosa noción de no estarlo, de ya saberlo todo, de poseer un entendimiento absoluto sobre los secretos que gobiernan el universo entero. Y para qué la literatura. Para qué un curso más escuchando a un pendejo más hablar aún más pendejadas literarias, y cuán maravillosos son los libros, y cuán importantes son los libros, y entonces mejor quítense de mi camino porque me las puedo solo, sin libros y sin pendejos que todavía creen que la literatura es una cosa importante. Algo así pensaban, supongo. Y supongo que, de cierto modo, viéndoles todos los años esa misma expresión de altanería y percibiendo esa misma mirada tan soberbia e ignorante, los entendía perfectamente, y casi les daba la razón, y reconocía en ellos algún rastro de mí mismo.

Es como las estrellas. Me di la vuelta y observé a un chico moreno y delgado cuyo frágil semblante, por algún motivo, me hizo pensar en un rosal, pero no en un rosal frondoso, sino en uno triste, seco, sin rosa alguna. Varios alumnos se estaban riendo. ¿Perdón? Es como las estrellas, susurró él de nuevo. Le pregunté su nombre. Juan Kalel, dijo igual de quedito, sin verme. Le pedí que por favor nos explicara qué quería decir con eso y él permaneció callado durante unos segundos, como para poner en orden sus pensamientos. Que las estrellas son las estrellas, dijo tímidamente, y otra vez algunas risitas, pero le supliqué que continuara. Pues eso, dijo, las estrellas son las estrellas que nosotros vemos, pero también son algo más, algo que no vemos pero que igual está allí arriba. No dije nada, dándole tiempo y espacio para que profundizara un poco más. Si las ordenamos, entonces también son constelaciones, susurró, que también representan signos zodíacos, que a su vez nos representan a cada uno de nosotros. Le dije que muy bien, pero qué tenía que ver eso con un cuento. De nuevo guardó él silencio y, mientras duró ese silencio, me dirigí al escritorio donde había dejado mi café con leche y me tomé un largo y tibio sorbo. O sea, dijo con dificultad, como si le pesaran las palabras, un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos pero que igual está allí, entrelíneas, sugerido.

Los demás alumnos seguían callados, viendo a Juan Kalel como si fuese un bicho raro y esperando mi reacción. Pensé en las implicaciones metafísicas y estéticas de su comentario, en todos los posibles derivados que seguramente ni el mismo Juan Kalel reconocía. Pero no comenté nada. Entre traguitos de café, me limité a sonreírle.

Después de la clase, ya de vuelta en el salón de catedráticos, eché más café en mi vasito de cartón y encendí un cigarro y me puse a hojear el periódico, distraídamente. Una profesora de psicología cuyo apellido era Gómez o González se sentó a mi lado y me preguntó qué curso estaba dando. Literatura, le dije. Uy, qué difícil, dijo la señora pero no entendí por qué. Tenía ella demasiado maquillaje en el rostro y el pelo teñido de un ocre cansado, como el de un micoleón o el de una muñeca olvidada. El borde de su vasito estaba ya todo besuqueado de rojo. ¿Y qué están leyendo los niñitos?, preguntó demasiado jovial. Así los llamó, niñitos. Me le quedé viendo con cuanta seriedad e intolerancia cabía en mi mirada y, suspirando una nube de humo, le dije que por el momento sólo algunos cuentos del Pato Donald y Tribilín. Vaya, dijo ella y no dijo más.

-Me pasé los próximos días pensando en Juan Kalel. Había logrado informarme de que estaba él cursando, con beca total, el primer año de ciencias económicas. Tenía diecisiete años y era oriundo de Tecpán, una hermosa ciudad de alcachofas y pinabetes en el altiplano occidental del país, aunque decir ciudad sea un tanto excesivo, y decir pinabetes sea un tanto optimista. Todo Juan Kalel desentonaba con el resto de los alumnos de mi curso y, por supuesto, con los de la universidad. Su sensibilidad y elocuencia. Su interés. Su aspecto físico y estatus social.

Como en muchas universidades privadas latinoamericanas, la gran mayoría del alumnado de la Universidad Francisco Marroquín proviene de familias adineradas o que se creen adineradas y que entonces también creen tener asegurado el porvenir económico de sus hijos. Los títulos universitarios, por lo tanto, se pueden volver meros embustes decorativos para menguar no sé qué protocolos familiares y qué decires sociales. Se podría afirmar sin ningún titubeo que esta actitud desdeñosa y pedante es aún más marcada, aún más obvia, en los alumnos de primer año, quienes yo, con indisputable fatiga, recibo en mi curso. Estoy generalizando, por supuesto, y quizás peligrosamente, pero el mundo sólo se entiende a través de generalizaciones.

De tanto en tanto, sin embargo, en medio de toda esa gran masa de falsedad e hipocresía, aparece (para seguir su propia metáfora) una estrellita fugaz como Juan Kalel, con su vocación y entrega y pasión por cualquier tipo de aprendizaje que surge de una necesidad sincera, y no de un sofisma patético y deplorable, y entonces, con sólo decir unas breves palabras, pone él en evidencia no sólo la falsedad e hipocresía de los demás alumnos, sino que a veces, luctuosamente, la del mismo profesor y su viciado sistema académico.

-El primer autor del programa era Edgar Alan Poe: trampolín natural para un curso de cuentos contemporáneos, me parece. Les había pedido que leyeran dos de sus cuentos, La carta robada y El gato negro , cubriendo así su vertiente policíaca con uno, y su vertiente de suspenso con el otro.

Al iniciar la clase, una chica algo gorda levantó la mano y dijo que no le habían gustado para nada. Muy bien, le dije, válido, pero por qué no. A lo que ella, mientras hacía una mueca de asco, simplemente respondió que muy feos. Algunas personas se rieron y otras la secundaron. Ay, sí, muy feos. Les expliqué, entonces, que el gusto tenía que ir acompañado de un entendimiento más refinado, que casi siempre no nos gustaba algo sencillamente porque no lo entendíamos, porque no habíamos hecho un esfuerzo por entenderlo y lo más fácil, consecuentemente, era decir que no nos había gustado y lavarnos las manos de todo el asunto. Hay que fomentar el criterio, les dije, ejercitar la habilidad de análisis y síntesis, y no sólo escupir opiniones vacías. Hay que aprender a leer más allá de las palabras, les dije, según yo, poéticamente, pero estoy seguro que sólo confundiéndolos más. Luego me pasé casi todo el período profundizando en los vericuetos de ambos cuentos, en la red casi invisible de simbolismos que Poe había tendido justo por debajo de los textos, como para sostenerlos. ¿Alguna duda?, les dije al terminar. Y un muchacho de pelo largo preguntó, como más de alguien tiende a preguntar cada año, si un autor como Poe hacía esto a propósito, es decir, entretejer una historia secreta en los intersticios de una historia visible, o si sólo le salía así, espontáneamente. Y entonces, como todos los años, le respondí que habría que preguntárselo a él, pero que en mi opinión ésa era precisamente la diferencia entre un escritor y un escritor genial, el poder estar diciendo una cosa cuando en realidad se está diciendo otra, el poder usar el lenguaje para llegar a un sublime y efímero metalenguaje. ¿Como un ventrílocuo?, preguntó él. Sí, supongo, le dije, aunque después, pensándolo con más detenimiento, me arrepentí.

Al finalizar, la chica gorda se me acercó mientras yo estaba guardando mis cosas. Todavía no me gustan los cuentos, dijo. Sonreí y le pregunté su nombre. Ligia Martínez. No hay problema, Ligia, ni yo ni el señor Poe nos vamos a ofender. Pero eso sí, licenciado, ya los entiendo mejor, y la regañé por decirme licenciado. Perdón, ingeniero, y la regañé de nuevo. No le gusta que le digan así, dijo de pronto otra chica que yo no había visto y que la estaba esperando en la puerta. ¿Entonces cómo?, me preguntó Ligia. Sólo Eduardo, dijo la otra chica con una ligera sonrisa, y me fijé que tenía ella los ojos color de melaza, o al menos así me pareció en ese momento, bajo esa luz. Mire, comentó Ligia, le quería preguntar por qué no hay más escritoras en el programa del curso. Apenas hay una mujer, Eduardo, esta tal O'Connoly o no sé qué. ¿No le parece incorrecto, o sea, políticamente?, preguntó con un dejo de maldad. Y le contesté lo que contesto todos los años. Tampoco incluí a un negro, Ligia, ni a un oriental, ni a un enano, y sólo, que yo sepa, a un homosexual. Le dije que mis cursos, gracias a Dios, eran políticamente incorrectos. En otras palabras, Ligia, son sinceros. Igual que el arte. Grandes cuentistas, y punto. Dijo ella que bueno, que únicamente quería saber, y se marchó con su amiga.

Solo, recostado contra la pared, Juan Kalel estaba esperándome afuera del aula. ¿Tiene un minuto, Halfon?, me dijo, pronunciando mi apellido de una manera muy peculiar, como si éste tuviese acento en ambas sílabas o algo así. Le dije que por supuesto, luego le dije que me había extrañado su silencio durante la clase. Quería molestarlo, dijo, ignorando mi comentario y viendo hacia el suelo. Me di cuenta que tenía él una enorme cicatriz purpúrea sobre la mejilla derecha. Como un machetazo, pensé. Sacó Juan un papel doblado del bolsillo de su camisa y me lo entregó. Es un poema, Halfon. Le pregunté si quería que lo leyera allí mismo y, retrocediendo un par de pasos, asustado, me dijo que no, que más tarde, por favor, cuando tuviese yo un poco de tiempo. Con mucho gusto, Juan, y le iba a tender la mano en despedida pero él siguió retrocediendo, muy despacio, mientras me daba las gracias sin verme.

-De Maupassant leyeron El Horla.

Antes de iniciar la clase, pedí que levantaran la mano todos aquellos a quienes no les había gustado el cuento. Seis personas, timoratamente. Luego siete. Y ocho. Muy bien, ustedes ocho pasen al frente, les dije y con languidez, poco a poco, se fueron ordenando ellos enfrente del grupo hasta formar algo similar a una línea torcida de sospechosos. A ver, ¿por qué no les gustó? Primero: no sé. Segundo: porque no lo terminé de leer y entonces no me gustó. Tercero: porque no se entiende nada de nada y sólo estupideces habla el autor y a mí no me gustan los que hablan estupideces. Cuarto: porque muy largo. Quinto: porque muy largo (risas). Sexto: porque me dio lástima el loco. Séptimo: porque a mí sólo me gustan los cuentos bonitos que me inspiran y me dan ánimos de vivir y no los que sólo me deprimen. Octavo: sí, igual, me hizo sentirme mal y no me gusta sentirme mal. Me quedé callado, viéndolos a ellos y viendo al resto del grupo y dejando que así tal vez les calara algo sin que tuviera yo que nombrarlo. Inútilmente. Luego les dije que muchas gracias, que podían sentarse, y procedí, despacio, a analizarles el cuento, a señalarles los elementos importantes y las temáticas recurrentes y las distintas frases que eran como bellísimas puertas de entrada a una historia secreta. Un cuento difícil, elíptico, quizás incomprensible, pero a fin de cuentas magistral.

Nos vemos la semana entrante, dije al concluir. Señor Kalel, tú quédate, por favor. Y tras responder algunas preguntas individuales y recoger mis cosas, le pedí a Juan que me acompañara a fumarme un cigarro en la cafetería. Él sólo sacudió la cabeza afirmativamente. De pocas palabras, Juan Kalel.

Caminamos en silencio, un silencio agradable, adecuado, como el de una película muda en donde ya ni siquiera es silencio sino simplemente un estado normal. Compré dos cafés con leche y luego nos fuimos a sentar a la mesa más alejada. Encendí un cigarro. Muy bueno, Maupassant, susurró Juan mientras revolvía el azúcar. Un profesor de arquitectura se acercó a saludarme, pero no me puse de pie y él se marchó enseguida. Juan se había quemado con su café y estaba sobándose los labios con un dedo. Me gustó mucho eso del tallo de una flor doblado por una mano invisible, dijo con una tristeza arrolladora, y yo pensé que en cualquier momento se echaría a llorar. A mí también, pero no sé por qué, le dije alcanzando el cenicero. Mira, Juan, leí tu poema, y luego me quedé callado, dándole pequeñísimos sorbos a mi café con leche. Él seguía soplando el suyo. Le dije que estaba muy bien. Juan levantó la mirada y me dijo que lo sabía. Ambos sonreímos. Mordí suavemente el cigarro para poder sacar el papel doblado de mi bolsón de cuero verde. En silencio, leí el poema otra vez. ¿Y el título?, le pregunté. No tiene, no creo en títulos, dijo. Son un mal necesario, Juan. Tal vez, pero igual no creo en ellos. Hizo él una pausa. Al igual que usted, Halfon, añadió con una sonrisa guasona, que tampoco cree en títulos personales. Touché, señor, y mientras machacaba mi cigarro, le pregunté si tenía más poemas, si había escrito otros. Aún estaba él soplando su café. Sin verme, dijo que ése lo había escrito aquel mismo día, en mi clase, mientras yo hablaba sobre los cuentos de Poe. Dijo que escribía poemas cada vez que sentía algo muy fuerte, estuviese donde estuviese, pero que el poema nunca trataba sobre aquello que estaba sintiendo, sino sobre algo muy distinto. Dijo que en su casa tenía cuadernos llenos de poemas. Dijo que yo era el primero en leer uno.

-Dos días después recibí un correo electrónico de la chica con ojos color de melaza. Se llamaba Ana María Castillo, pero firmaba su carta, melosamente, con el apelativo Annie. Y de inmediato pensé en una huérfana de rizos anaranjados, aunque esta chica era alta y muy pálida y tenía el pelo lacio y de un sorprendente negro betún.

La carta era breve y, para mi sorpresa, estaba impecablemente bien redactada. Decía que a ella tampoco le había gustado el cuento de Maupassant, pero que le había dado mucha pena admitirlo enfrente de todos. Por eso le escribo, decía. Para explicarle por qué no me gustó el cuento. Primero quiero que sepa que lo leí dos veces, tal como usted siempre nos dice que debemos hacer, y que también lo entendí, o al menos entendí algo. No es por eso que no me gustó, sino porque me identifiqué demasiado con el protagonista. A veces, yo también me siento igual de sola, y no sé qué hacer, no sé cómo manejarlo. Supongo que odiamos aquello que somos.

Le contesté esa misma noche, y el tono de mi carta resultó más petulante de lo que había previsto. Te felicito, le escribí. Así se lee un cuento: dejándose arrastrar por el río del autor. Ya sean esas aguas plácidas o vertiginosas, no importa. El asunto es tener el coraje y la confianza para zambullirse de lleno. Y entonces la literatura, o el arte en general, se vuelve un tipo de espejo, Annie, donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Y algunas asustan. Y otras duelen. Es curiosa la ficción, ¿no? Un cuento no es más que una mentira. Una ilusión. Y esa ilusión sólo funciona si confiamos en ella. Al igual que los trucos de un mago nos impresionan sabiendo muy bien que son sólo trucos. El conejo no ha desaparecido. La mujer no ha sido serruchada en dos. Pero así lo creemos. Es una ilusión verdadera, oximorónicamente. La literatura, escribió Platón, es un engaño en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar es más inteligente que quien no se deja engañar.

-Chéjov, entonces. Leyeron tres cuentos relativamente cortos de Chéjov y creo que nadie entendió nada. O tal vez nadie los leyó. Frustrado, les pasé un examen que duró el resto del período, mientras yo, sentado ante ellos, me deslumbraba con cada página de uno de los cuadernos de Juan Kalel.

Al salir del aula, allí estaba Juan de nuevo, esperándome recostado contra la pared. Nos dirigimos a la cafetería y esta vez él insistió en pagar los cafés con leche. Le agradecí. Ya sentados, coloqué su cuaderno sobre la mesa y encendí un cigarro. Le pregunté por qué estaba estudiando economía, pero él sólo se encogió de hombros y ambos entendimos que era una pregunta ridícula. ¿Qué hace tu familia en Tecpán? Mi padre cuida una hortaliza en Pamanzana, justo afuera de Tecpán, dijo, y mi madre trabaja en una fábrica de textiles. ¿No tienes hermanos, Juan? Tres hermanas, dijo, todas menores. Me contó que su beca también le pagaba un dormitorio en una residencia estudiantil de la capital. ¿Y usted, Halfon, por qué estudió ingeniería? Le dije que por idiota y luego permanecimos callados unos minutos, tomando café con leche mientras yo fumaba y pensaba en cómo sería su vida familiar. Era contradictorio, Juan Kalel. Por momentos, parecía él emanar una inocencia absoluta, una ingenuidad tan obvia y tan sincera como ese machetazo en su rostro. Pero otras veces daba él la impresión de comprender todo, de haber vivido y sufrido muchas cosas que el resto de nosotros sólo conoce por lecturas o suposiciones o teorías pueriles. Sin sonreír, aparentaba estar siempre sonriendo; y sin llorar, parecía tener lágrimas indeleblemente en sus mejillas. Le pregunté qué poetas le gustaba leer y él me dijo que Rimbaud y Pessoa y Rilke. Especialmente Rilke, dijo. No veo mucho de Rilke en tus poemas, Juan, o al menos en aquellos que he leído hasta ahora. Rilke está en todos mis poemas, dijo y no quise preguntarle por qué lo decía, aunque mucho después entendí perfectamente. ¿Usted no escribe poemas?, me preguntó y, machacando mi cigarro, le dije que nunca, y luego le iba a decir que no me sentía un poeta, pues un poeta, en mi opinión, tiene que sentirse así, nacer así, en cambio un narrador puede irse formando poco a poco, pero no logré decirle nada. Me habían saludado desde atrás y, al darme la vuelta, encontré los ojos color melaza de Annie Castillo, lo cual es un decir, pues de melaza no tenían más que un recuerdo equivocado. Y me puse de pie.

Qué tal, Eduardo. Llevaba ella sus libros abrazados fuerte contra el pecho, como un salvavidas, pensé, y preguntó si estábamos ocupados. Le dije que un poco. Bueno, sólo quería agradecerle su respuesta, personalmente. No hay de qué, Annie. Y decirle, Eduardo, que tal vez podríamos juntarnos a platicar algún día, musitó tornándose rosada, si usted puede. Le dije que por supuesto, que me encantaría, y ella sonrió nerviosa. Pues nos escribimos, entonces, dijo y me tendió su mano, una mano larga y delgada y demasiado fría.

Al sentarme, encendí otro cigarro y noté que, mientras Annie se iba alejando, Juan Kalel estaba muy concentrado viéndole las nalgas.

-En este cuento no pasa nada, alegó un chico algo raquítico de apellido Arreola. Qué, un tipo se toma unos tragos con su viejo amigo y después se marcha para su casa. O sea, qué tiene eso de maravilloso, se mofó, si es lo mismo que yo hago todos los viernes. Algunos se rieron, apenadamente.

Les dije que a Joyce había que leerlo con mucho más cuidado. Había que entender un poco la historia de Irlanda y el conflicto religioso de los irlandeses. Había que comprender el contexto de cada uno de los cuentos, su orden y sus múltiples simbolismos. Y sobre todo había que poder sentir las epifanías.

¿Alguien aquí sabe qué significa epifanía? Una chica con rasgos de gatúbela dijo que algo así como la epifanía de Jesús. Sí, más o menos, pero qué es eso. Ay, no me recuerdo, dijo. Muy bien, pongan atención, y una ráfaga de papeles y lapiceros alistándose. En el teatro griego, una epifanía es el momento climático en el cual un dios aparece e impone orden en la escena. Ahora, en la tradición cristiana, la epifanía se refiere a la revelación de la divinidad de Jesús a los reyes magos. De igual manera, es una especie de momento de claridad. Y en el sentido joyceano, entonces, una epifanía es una revelación súbita que sufre alguno de los personajes. Una manifestación espiritual repentina, escribió el mismo Joyce, dije muy despacio. ¿Está claro?,
y silencio absoluto, lo cual quiere decir que no.

Para empezar, el título, Una nubecilla , les dije, es una pésima traducción. Todos los traductores castellanos, incluyendo el cubano Cabrera Infante, no han hecho bien su trabajo. El título original es A Little Cloud , el cual sabemos que Joyce tomó de un pasaje bíblico, de Reyes 1. ¿Alguien recuerda qué pasó en Reyes 1? Una chica intentó decir algo y luego se quedó callada. Les expliqué, a grandes rasgos, que el pueblo de Israel se había alejado de Dios. Entonces, les dije, Elías profetizó una sequía total hasta que el pueblo dejara de venerar a falsos dioses y regresara a Jehová. Después de dos años sin una gota de lluvia, tras la derrota de Achab y los falsos profetas, el pueblo de Israel volvió a Dios, y el criado de Elías, felizmente, pronunció: Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube de la mar. En otras palabras: Ya viene la lluvia, señores. Fíjense. No una nubecilla, dije, sino una pequeña nube. ¿Y por qué es esto importante en el contexto del cuento? Pausa. ¿Por qué insisto en que Cabrera Infante y compañía han hecho no sólo una muy mala traducción del título, sino una traducción que aleja al lector del sentido último del cuento?

Juan Kalel levantó la mano y dijo que pudiese haber alguna relación entre el optimismo de la nube que se avecina en la Biblia y el falso optimismo de Chico Chandler. Porque en inglés, dijo, sería Little Chandler y Little Cloud, ¿no? O sea, en español, el Pequeño Chandler y la Pequeña Nube. Se relacionan a través de la palabra pequeño, dijo. Contento, caminé yo al escritorio buscando mi café con leche. Es decir, continuó Juan, Chandler sólo habla de todo lo que hará, de todos los poemas que escribirá, de que él también algún día se marchará de Dublín y vivirá tan libremente y liberalmente como su amigo Gallaher. Pero luego, al llegar a su casa, lo único que puede hacer es gritarle a su hijo y hacerlo llorar. Es patético, creo yo, dijo. Y también es irónico, dijo. La relación entre los dos pequeños del cuento, la nube y Chandler, es irónica, pues es obvio que él jamás hará todo lo que quiere hacer. A diferencia de la nube bíblica, él no tiene ninguna esperanza. Está como paralizado, dijo Juan viéndome perdidamente, como si acabase de comprender algo mucho más íntimo pero también inalcanzable.

Sonriendo, les pregunté si habían entendido. Annie Castillo levantó la mano. Pero a mí me parece, susurró, que hay algo más. Le dije que desde luego, que había algo más. No sé, continuó despacio, me parece que el uso de la ironía en el título no es gratuito. Y se quedó callada. Exacto, le dije, ¿pero por qué no? ¿Qué otra ironía, Annie, se vislumbra en el cuento? Ella sólo sacudió la cabeza y levantó los hombros. Volteé a ver a Juan para que éste la auxiliara, pero él estaba ya absorto garabateando algo en su cuaderno. Un poema, quizás. No sé, balbuceó Annie con timidez, también es irónica la actitud del mismo Chandler. ¿Por qué?, insistí. Porque Chandler, dijo, envidia todas las cosas equivocadas e inmorales, por decirlo así, que representa su amigo Gallaher. Y eso es irónico.

Sin decir más, tomé un trocito de yeso y anoté una cita de Joyce en el pizarrón: Mi intención fue escribir un capítulo de la historia moral de mi país, y escogí a Dublín como escenario porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis.

Entonces, dije aún dándoles la espalda, en todo este hermoso desmadre joyceano, ¿dónde está la epifanía?

-La semana siguiente, leyeron ellos dos cuentos de Hemingway, Los asesinos y Un lugar limpio y bien iluminado . Les hablé del estilo hemingwayano, parco y directo y tan poético. Les hablé de Nick Adams. Les hablé de los tres meseros, que luego son dos, que luego son uno, y que luego son nada. Los puse a escribir un breve ensayo sobre la orientación de ambos títulos, ¿qué han asesinado?, ¿quiénes?, ¿existe realmente un lugar limpio y bien iluminado o es éste una metáfora de algo más? Y yo me quedé observándolos mientras disimulaba leer el periódico. Nunca llegó Juan Kalel, pero no le presté mayor atención.

-Habíamos acordado con Annie Castillo tomarnos un café a media mañana en el salón de catedráticos. Cuando ella se asomó, yo estaba fumándome un cigarro y platicando travesuras marxistas con un profesor de economía neoliberal. Le dije que con permiso, que le señorita venía conmigo, y él inmediatamente se puso de pie.

Annie se sentó. Le pregunté si se había cortado el pelo y ella, arreglándose el flequillo, dijo que un poquito. ¿Nos servimos café? Muy bien, dijo, y caminamos juntos hacia la cafetera. Noté que no sólo se había cambiado ella el peinado, sino que llevaba puesto más maquillaje que de costumbre. Lucía una diminuta blusa color turquesa que dejaba a la vista su burbujita de ombligo y acentuaba vigorosamente sus hombros y pechos. ¿Azúcar? Por favor, dijo, y mucha crema.

Ya sentados de nuevo, platicamos un poco de sus demás cursos y, por supuesto, de su previsible incertidumbre con la carrera. Tanto me impresionó su manera de verme directamente a los ojos que, de vez en cuando, yo era el que me sentía apenado y entonces buscaba con la mirada mi café o un nuevo cigarro o algún papel. Dijo que se había quedado pensando en el cuento de Joyce. Dijo que mucho de lo que Joyce estaba señalando en los dublineses, también se encontraba en los guatemaltecos. Dijo que nunca le había gustado la literatura, pero que mi curso no estaba mal. Muchas gracias, le dije, y luego le pregunté por qué se había identificado tanto con el narrador del cuento de Maupassant. No sé, dijo después de pensarlo un momento, como si estuviese tratando de recordar la respuesta que se había memorizado. Me rodeo de gente, Eduardo, para no sentirme sola. Pero con o sin gente, siempre me siento sola. Igual que el personaje, supongo. Una soledad que casi no se tolera, ¿me entiende? Y no dijo más. Y yo tampoco quise indagar más.

Viendo la hora, exclamó ella que ya iba tarde. Algebra, susurró con desesperación. Ambos nos pusimos de pie. Le pregunté si sabía por qué Juan Kalel no había llegado a la última clase. ¿Quién es Juan Kalel?, dijo, y sólo le sonreí. Annie se mantuvo quieta, aunque muy nerviosa, abrazando sus libros y viendo hacia todas partes. Le pregunté si estaba bien. Claro, ¿por qué pregunta? Me quedé callado, jugando con mi cigarro. Y ella de pronto abrió levemente la boca, como si fuese a decir algo importante o al menos algo revelador, pero no dijo nada.

-¿Quién sabe qué es un negro artificial?, les pregunté refiriéndome al título del cuento de Flannery O'Conner que habían leído. El pupitre de Juan Kalel estaba, de nuevo, vacante. Sonó el móvil de una muchacha muy alta y luego, sin tener que decírselo, agarró ella sus cosas y se salió de mi clase. ¿Qué es un negro artificial?, repetí algo frustrado, y estaba a punto de explicarles que así se les llama a unas estatuillas de negros vestidos como jockeys, muy comunes en el sur de Estados Unidos y símbolos inequívocos del racismo y la esclavitud, cuando de pronto me llegó, desde la última fila, quizás la respuesta más literaria que me pudiesen haber dado. Un negro artificial, gritó un chico con la cabeza rasurada, es Michael Jackson.

Después de la clase, fui a la facultad de ciencias económicas y le pregunté a la secretaria si había pasado algo con Juan Kalel, que llevaba él dos semanas sin presentarse a mi curso. Ella frunció la frente y me dijo que no sabía quién era Juan Kalel. Casi le grito que no sólo era un alumno becado de primer año, sino también un verdadero poeta. Juan Kalel se retiró de la universidad, escuché que dijo el decano desde su oficina. Dígale a Eduardo que pase adelante.

Estaba por llamarte, dijo él mientras ordenaba unos papeles. Siéntate, por favor. Contestó una llamada a la vez que respondía un correo electrónico y le decía a su secretaria que le diera unos minutos, que luego hablarían. ¿Qué tal tu curso?, preguntó, firmando algo. Le dije que bien. Estaba por llamarte, Eduardo, repitió. Temo que Juan Kalel se ha retirado de la universidad. Le pregunté si sabía por qué. Problemas personales, me parece, dijo y era obvio que no me quería decir más. Ambos nos quedamos callados, y pensé estúpidamente en alguna especie de tributo u homenaje a un soldado caído. Hace unos días recibimos esto, dijo él entregándome un sobre. Llegó en el correo y se lo di a mi secretaria para que te avisara, Eduardo, pero supongo que ella no ha tenido tiempo. El sobre era de un blanco sucio y no tenía ningún remitente, aunque el matasellos púrpura era, claro está, de Técpan. Guardé la carta en la bolsa interior de mi saco y, agradeciéndole, me puse de pie. Una lástima, dijo el decano y yo le dije que sí, una lástima.

-El sábado, me monté a mi auto a las siete de la mañana y salí para Técpan. Llevaba conmigo el cuaderno de poemas de Juan Kalel y su carta, nada más. Le había enviado un correo electrónico anunciándole mi viaje, pero el sistema operativo o lo que sea me lo envió inmediatamente de vuelta. En la universidad no habían querido proporcionarme su dirección física ni su número de teléfono, argumentando que él, oficialmente, ya no era un alumno y, por lo tanto, su información había sido eliminada, oficialmente, de los archivos. Como si Juan Kalel jamás hubiese existido, oficialmente.

En el camino, decidí detenerme a desayunar en la casa de mi hermano, ubicada en una pequeña aldea de San Lucas Sacatepequez, a unos veinte kilómetros de la capital, que se llama, tan literariamente, El Choacorral.

Toqué el timbre hasta que por fin lo desperté. ¿Y usted?, me preguntó sosteniendo la puerta y todavía medio dormido. Le dije que traía pan dulce y champurradas y que iba en ruta a Tecpán. Hizo una cara de confusión o de disgusto, no sé, y me franqueó la entrada. Aún en bata y pantuflas, me mostró algunas esculturas que estaba trabajando en mármol blanco y luego un mural que presentaría en yeso. ¿Yeso pintado?, le pregunté y me dijo que sí, que tal vez, que todavía no estaba del todo seguro. Preparó una jarrilla de café y nos sentamos a desayunar en la terraza. Hacía frío, pero frío de montaña, el cual es muy distinto al frío de una ciudad. Más casto y brillante. En el aire había un aroma a desnudez. Sentí calor en el rostro y me percaté que el sol apenas empezaba a asomarse, tímidamente, por encima de un peñasco verde. Le dije que me dirigía a Tecpán para buscar a un alumno. Bueno, ex alumno. ¿Y eso?, preguntó mientras me echaba más café. Abandonó él la universidad. ¿Un alumno de primer año? Sí, le dije, y le iba a decir que era un alumno de ciencias económicas que también escribía poemas, pero luego me arrepentí. ¿Y por qué abandonó la universidad? Le dije que no sabía, pero que justamente eso quería averiguar. No es un alumno cualquiera, me imagino, comentó mi hermano con discreción. No, dije, no lo es. Y en silencio nos terminamos el café.

Los nombres de los pueblos guatemaltecos jamás dejan de asombrarme. Son todos como suaves cascadas o como gemidos eróticos de algún bello felino o como bromas peripatéticas, depende. Ya de vuelta en la carretera, pasé por Sumpango, y cada vez que paso por Sumpango y leo el rótulo que dice Sumpango, me siento obligado a declamarlo en alto, Sumpango, pero no sé por qué. Pasé por El Tejar (donde, por supuesto, hacen muchísimas tejas) y por Chimaltenango y luego por Patzicía, que también tengo que pronunciar cada vez que lo leo. Todos estos nombres poseen algún hechizo lingüístico, pensé mientras manejaba y los iba entonando como pequeñas plegarias. Quizás entre mis favoritos siempre han estado los tenangos, es decir, Chichicastenango y Quetzaltenango y Momostenango y también Huehuetenango, que me gustan como palabras, como lenguaje puro. Tenango, según me han dicho, quiere decir lugar de, en cakchiquel o tal vez kekchí. Luego está Totonicapán, cuyo sonido me hace pensar en buques antiguos, y Sacatepéquez, que me recuerda a una mujer masturbándose. Asimismo me encantan Nebaj y Chisec y Xuctzul, tan secos y crudos, casi violentos, aunque jamás he estado en ninguno de ellos y a duras penas podría ubicarlos en un mapa. Sin embargo, también hay pueblos con nombres tan rústicos y vulgares, nombres ya prosaicamente castellanizados como por ejemplo Bobos y Ojo De Agua y Pata Renca y, en lo que ahora es territorio beliceño, Sal Si Puedes. Pero, en mi opinión, el pueblo guatemalteco con el nombre más característico y más (o quizás menos) creativo es sin duda El Estor, situado en la orilla del Lago de Izabal y donde, hace un par de siglos, una familia de extranjeros tenía tierras y fincas y una tienda muy famosas a la que todos los indígenas locales le decían, copiándoles a los dueños, El Store. Por lo tanto, El Estor. Supongo que los nombres de los pueblos guatemaltecos son, a fin de cuentas, igual que su gente: una mezcla de sutiles vahos indígenas y toscas frases de conquistadores españoles igualmente toscos y un imperialismo draconiano que se impone de una manera irrisoria y brutal, pero siempre recalcitrante.

-Llegué a Tecpán casi a medio día. Estacioné mi auto y entré a un comedor llamado Tienda Lucky. Una señora algo regordeta estaba echando tortillas sobre un enorme comal, pero tortillas moradas o de un azul empañado. Ella seguramente notó mi sorpresa porque rápido me susurró que se llamaban tortillas negras. Ah, le dije y luego me senté.

Una canción ranchera sonaba a lo lejos. En las paredes habían tres fotografías enmarcadas: una cabaña que parecía suiza, un par de caballos blancos tirados sobre el césped, y un patrullero rubio de pie ante su lustroso auto policiaco, con todo y pastor alemán al lado y un magno titular por encima que decía Beverly Hills Police Department.

Hola, me dijo de repente una niña de quizás diez años de edad, con facciones muy hermosas y emperifollada por completo en tela típica. Le pedí una cerveza y estaba a punto de encender un cigarro cuando ella hizo un chasquido con los labios y después señaló el letrero que prohibía fumar. Aunque le puedo preguntar a mi tía, dijo con un acento fuertísimo, como si le costara un gran esfuerzo pronunciar cada palabra. No, no hay pena, y guardé de nuevo los cigarros.

En otra mesa, un señor con sombrero y botas se estaba tomando una botella de gaseosa India Quiché. Un trapo negro le colgaba del cinturón, como una especie de delantal o algo así. Me saludó él con la mano, bajando la mirada.

La niña volvió con mi cerveza. Le pregunté su nombre. Norma Tol, dijo sonriendo. Qué bonito, ¿y cómo escribes Tol? Una te, una o, una ele, me respondió mientras, con la punta del índice, iba dibujando cada letra en el aire. Dime, Norma, ¿estará tu tía? Sí, está, dijo y no dijo más. ¿Podrías llamármela?, y ella corrió hacia la parte postrera del local. Hacia la cocina, supuse. Una camioneta llena de gente atravesó la calle, dejando atrás de sí una recia estela de polvo y ruido. Buenas, me dijo de pronto una señora muy chaparra y vestida de negro, y noté que Norma estaba justo a las espaldas de ella, como parapetada. Le dije que mucho gusto, que perdonara la molestia. No se preocupe, dijo con un acento aún más fuerte que el de su sobrina. Tenía ella las manos embarradas de alguna salsa roja y no paraba de limpiárselas y restregárselas contra los costados de su falda. ¿Usted es doña Lucky, me imagino? Así es, joven, ¿en qué puedo servirle? Le expliqué que yo era de la capital y que estaba en Tecpán buscando a un alumno. Soy su profesor, o bueno, era su profesor. Ah, vaya, dijo frunciendo la frente, ¿y él vive aquí, su alumno? Sí, en Tecpán. ¿Y cómo se llama? Es de apellido Kalel. Se llama Juan Kalel. Ella se quedó pensando unos segundos y luego me dijo que en Tecpán había muchos Kalel, que era un apellido muy abundante. Sé que su padre cuida una hortaliza en Pamanzana, le dije, pero ella sólo sacudió la cabeza. Y su madre trabaja en una fábrica de textiles. Doña Lucky se volvió hacia el señor de sombrero y botas y le preguntó algo en cakchikel. Les iba a decir que Juan Kalel tenía un machetazo en la mejilla derecha, pero decidí quedarme callado. Vaya usted a Pamanzana, me dijo el señor. Sí, joven, agregó doña Lucky, es muy cerca y seguro que allí lo conocen. Y luego, con dificultad, entre los dos me explicaron cómo llegar.

Dejé unos cuantos billetes sobre la mesa y me puse de pie. ¿No quería usted comer algo, joven?, me preguntó doña Lucky y le dije que no, muchas gracias. ¿Unos chicharines o un poco de estofado, tal vez? No, gracias. ¿Sabe usted que el estofado es el plato local de Tecpán? Le dije que no lo sabía. ¿Y cómo lo preparan, señora? Pues lleva las cuatro carnes, dijo, marrano, pollo, res y chivo. Se cocinan en un recado hasta que estén bien deshechitas, con un poco de tomillo y laurel y jugo de naranja y vinagre y un chorrito de cerveza y otro chorrito de Pepsi. Ella sonrió, pero no sé si estaba bromeando. Disculpe, le dije al señor que seguía sentado, ¿cómo se llama esa tela que lleva usted colgada del cinturón? ¿Ésta?, preguntó él levantándola. Es un rodillero, dijo. Muy típico, dijo. Los patojos ya no quieren usarlo, dijo. Le pregunté cómo se decía en cakchikel y el tipo, sosteniéndolo como si fuese una paloma herida, me respondió que xerka. ¿Perdón? Xerka, repitió casi sin abrir la boca. ¿Con equis?, le pregunté y él sólo levantó los hombros y dijo que eso ya no lo sabía.

-Pamanzana es, legalmente, un caserío. Aunque decir caserío sea un tanto bondadoso. Sobre la carretera había media docena de chozas de adobe y lámina oxidada que parecían estar a punto de derrumbarse. Estacioné el auto y luego caminé hacia la tiendita con un letrero de Rubios Mentolados sobre su puerta de entrada. Afuera, un perro dormía feliz en el único charquito de sombra. Una muchacha estaba sentada detrás de una reja, como encarcelada, y al verme se levantó. Muy buenas, le dije. Ella únicamente sonrió nerviosa. Percibí un fuerte olor a sardinas deshidratadas y, sin pensarlo, tomé un paso hacia atrás. Estoy buscando a la familia Kalel, le dije, estoy buscando al joven Juan Kalel, pero la muchacha seguía sonriendo con más miedo que pena. ¿Conoce usted a Juan Kalel? Ella, cruzando los brazos, murmuró algo ininteligible. Su padre cuida una hortaliza aquí en Pamanzana. Y nada. Me mantuve en silencio unos segundos. Pensé en todos esos barrotes que nos separaban, en tantos barrotes, y me sentí inútil. Le compré una cajetilla de cigarros y, tras encender uno, salí de vuelta a la calle.

Caminé hacia las chozas, pero no había nadie a la vista. El perro se había despertado y estaba ladrándole a algo. Una culebra, pensé. O una rata. Me recosté contra mi auto y, por alguna razón, me puse a pensar en Annie Castillo, en sus ojos que algún día habían sido color de melaza, en su palidez, en su soledad, y momentáneamente percibí una mezcla de amor y desprecio y aprensión. Pensé en los alumnos como Annie Castillo, que vivían tan cerca de un caserío como Pamanzana, pero que también vivían tan ciegamente lejos de un caserío como Pamanzana. Viendo el polvo y las chozas, pensé en todos esos cuentos que, enclaustrados en un mundo más perfecto, leíamos y analizábamos y comentábamos como si en realidad fuese importante leerlos y analizarlos y comentarlos. Y entonces ya no quise seguir pensando.

Encendí otro cigarro. Estaba por ponerme a leer algunos poemas de Juan Kalel, cuando escuché pasos atrás de mí. Era una señora vestida de negro y cargando un bolsón lleno de verduras o frutas. Llevaba ella una fina mantilla blanca sobre la cabeza. Se detuvo justo a mi lado, seria y muy acalorada. ¿Usted debe ser el señor Halfon?, dijo sin ninguna expresión y pronunciando mi apellido de la misma forma que lo hacía Juan Kalel. Le sonreí, perplejo. Ella continuó seria. Su rostro me pareció triste y demacrado, como el de un viejo lanchero de la costa. Juan tiene un libro suyo, dijo, lo reconocí por la foto. ¿Usted es su madre? Ella asintió con el mismo gesto afirmativo que solía hacer su hijo. Le dije que me alegraba mucho conocerla, que había viajado desde la capital para platicar un poco con Juan, pero que no sabía dónde encontrarlo. Sin verme, dijo que tenía suerte, que ella estaba en Pamanzana únicamente recogiendo coliflores de la hortaliza que atendía su marido y que ahora mismo iba de vuelta a Tecpán. Ofrecí llevarla y ella aceptó sin decirlo.

Sentada incómodamente en el auto, me preguntó si mi intención con Juan era convencerlo a retomar sus estudios. De ninguna manera, le dije, sólo quiero platicar un poco con él. No quise mencionarle su poesía. Ella se mantuvo callada un buen rato, viendo hacia fuera y sosteniendo el bolsón de coliflores. Le aseguro que no volverá, dijo súbitamente. Estuve a punto de repetirle que no era ése mi propósito, pero no dije nada. Ahora, balbuceó, necesitamos a mi Juan aquí cerquita. No quise volver la mirada, pero podría haber jurado, por su tono de voz, que estaba ella llorando.

-La casa de los Kalel quedaba en las afueras de Tecpán, sobre la carretera que conduce a las ruinas mayas de Iximché. Una vez, de niño, había visitado yo Iximché con la familia de un amigo de la escuela, y lo único que recuerdo es haberme comido unos gajos de mango verde con limón y pepitoria, y luego vomitarlos todos a la par de unas piedras de no sé qué templo o altar. También recuerdo a la madre de mi amigo abanicándome con una revista mientras me iba dando sorbitos amargos de agua quina.

Una moña negra adornaba insólitamente la puerta de entrada. Siéntese, por favor, Juan no tardará en volver, me dijo su madre. La casa, a pesar de todo, me pareció limpia y agradable. En un solo ambiente, estaba la cocina, una pequeña mesa que servía de comedor y un rústico sofá negro de cuero falso. Veladoras iluminaban vaporosamente una esquina. Me acerqué a la repisa donde tenían las fotos enmarcadas de sus hijos haciendo la primera comunión y, viéndolas, no me había percatado que estaba jugando con un cigarro hasta que la madre de Juan me aportó un cenicero. Puede usted fumar, dijo poniéndolo sobre la mesa. Le agradecí y tomé asiento, pero preferí sólo guardarlo de nuevo en la cajetilla. Sin preguntarme, ella me sirvió una taza de atol de plátano y se sentó a mi lado. Nunca había probado el atol de plátano. Le pregunté cómo lo preparaba. No me respondió. ¿Sabe usted, señor Halfon, por qué dejó mi Juan sus estudios? Le dije que no, que en la universidad no habían querido decirme más que por razones personales. Eso les solicitamos, dijo y bajó la mirada, pero la bajó de una manera excesiva, como si quisiese atravesar con ella el piso de granito y dejarla clavada en la tierra. Se mantuvo así hasta que, de pronto, se abrió la puerta y bajo el umbral apareció Juan sosteniendo la mano de una niña de quizás seis o siete años. Sobre una camisa blanca demasiado pequeña, lucía él un chaleco negro que también le quedaba demasiado pequeño. La niña parecía una copia en miniatura de su madre: vestido negro y mantilla blanca sobre la cabeza. Volví la mirada y noté que, en la esquina, alrededor de las veladoras, habían colocado flores marchitas y un rosario y algunas viejas fotografías y, entonces, de un solo, lo entendí todo.

-Almorzamos caldo de chompipe (de chunto, decían ellos) y ayote en dulce. Después, mientras caminábamos juntos hacia la Plaza Central, me dijo Juan que su padre había estado enfermo durante muchos años, con cáncer en la próstata que luego se había propagado por todas partes. Me dijo que su padre no había querido viajar a la capital para que lo revisara un médico, que siempre prefirió seguir trabajando. Mi padre murió en el campo, dijo y no dijo más. No había nada más que decir, supongo. Pero la imagen de su padre muriendo en una hortaliza, sobre su propia tierra que tampoco era suya, se quedó conmigo.

Me invitó Juan a tomarnos un café con leche. El mejor de Tecpán, me dijo con orgullo mientras le pagaba a una señora que tenía su mesita bien instalada en el corazón de la Plaza Central. En dos vasos de plástico, vertió ella un chorrito de esencia de café, luego un poco de agua hirviendo, luego leche. Algo dijo ella en cakchiquel y Juan sólo sonrió. En silencio, nos dirigimos hacia una banca vacía.

Esto es tuyo, le dije, entregándole su cuaderno y el poema que me había enviado por correo. Pensé que intentaría negarlos, pero los recibió sin comentario alguno. Una señora descalza pasó ofreciendo semillas de marañón. Ya leí sus libros, Halfon, dijo Juan viendo hacia el tumulto de hombres que se estaban lustrando los zapatos alrededor de la fuente. Y luego, durante un tiempo, nadie dijo nada. Quería decirle que entendía perfectamente por qué había dejado la universidad, que no tenía que explicármelo. Quería decirle que me hacía mucha falta su presencia en mi clase. Quería decirle que por favor siguiera escribiendo poemas, pero no había necesidad. Alguien como Juan Kalel, aunque quisiese, jamás dejaría la poesía, principalmente porque la poesía jamás lo dejaría a él. No era una cuestión de forma, ni de estética, sino algo mucho más absoluto, mucho más perfecto que poco o nada tenía que ver con la perfección.

Una amiga de Juan llegó a saludarlo y se pusieron ellos a platicar en cakchiquel. Sonaba bellísimo, como a gotitas de lluvia cayendo en un lago, o algo así. Cuando ella se marchó, le pregunté a Juan si él escribía poemas en cakchiquel. Me dijo que por supuesto. Le pregunté cómo decidía si escribirlos en español o en cakchiquel. Él se quedó callado un buen tiempo, viendo hacia la fuente de lustradores. No sé, dijo finalmente, nunca lo había pensado. Luego volvió ese silencio tan natural entre él y yo, como si ninguno de los dos necesitase realmente decir algo o como si ya todo entre nosotros estuviese dicho, igual da. Olía a elote asado. A lo lejos, un niño estaba vendiendo pollitos y nadie le hacía caso a un predicador. ¿Sabe, Halfon, cómo se dice poesía en cakchiquel?, me preguntó Juan de repente. Le dije que no, que ni idea. Pach'un tzij, dijo él. Pach'un tzij, dije yo. Y me quedé un tiempo saboreando esa palabra, degustándola únicamente por su sonido, por el delicioso encanto de pronunciarla. Pach'un tzij, dije de nuevo. ¿Sabe qué significa?, me preguntó Juan y, aunque vacilé, le dije que no, pero que tampoco importaba. Trenzado de palabras, dijo. Es un neologismo que significa trenzado de palabras, dijo. Pach'un tzij, entonándolo él con la elegancia que sólo se adquiere a través de una espiritualidad incauta. Es algo así, dijo, como un huipil de palabras, y no dijo más.

Ya era tarde. El sol estaba cayendo y decidimos con Juan caminar de vuelta a su casa. Cerca de la Iglesia Colonial, un anciano estaba de pie ante una pequeña jaula blanca. Nos acercamos. Tenía él un canario amarillo y estaba como susurrándole algo o cantándole algo. Me dijo Juan que ese canario podía leer el futuro, y yo sólo sonreí. En serio, dijo. ¿Cuánto cuesta?, le pregunté al anciano. Él levantó dos dedos. Saqué dos monedas de mi bolsillo y se las entregué. Pero es para él, dije señalando a Juan, prefiero saber su futuro que el mío. El anciano tomó una rueda llena de finos papelitos de todos colores, luego llamó al canario con un suave silbido y le puso la rueda enfrente. Con su pico, el pájaro escogió un papelito rosado. Entonces el anciano, mientras le cuchicheaba algo, tomó el pedazo de papel de su pico, lo dobló en dos y se lo entregó a Juan, quien estaba observando fijamente al canario. Pero en su mirada no había nada de ternura, nada de compasión. Sino una furia desmedida, casi violenta, casi colérica, como si ese canario le estuviese revelando algún oscuro secreto. Juan abrió el papelito rosado y se puso a leerlo en silencio. Yo sólo lo observé, también en silencio, y quizás debido a la luz del farol, quizás debido a algo más, pude distinguir claramente la cicatriz purpúrea en su mejilla derecha, la cual ahora me pareció mucho más que un machetazo. Y poco a poco, como regresando de algún infierno, Juan empezó a sonreír. Pensé en preguntarle qué decía el papelito, pensé en preguntarle qué futuro le había vaticinado el canario amarillo, pero preferí no hacerlo. Hay sonrisas, supongo, que no deben ser entendidas. Juan le comentó algo en cakchiquel al anciano, guardó el papelito rosado en el bolsillo de su camisa y, viendo hacia el cielo, dijo que muy pronto estaría anocheciendo.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó el cuento. Final inesperado, supongo que fue mejor leerlo por aquí, de lo contrario me hubiera dado cuenta que iba a terminar cuando terminó.
Talvez deba leerlo nuevamente.