El poeta Roberto Sosa, sentado en un pupitre de la UNAH-VS, en diciembre de 2010. Fotografía de Gerardo Torres.
A tres meses de su fallecimiento, Roberto Sosa, el poeta que todos consideraban la voz de la conciencia social en Honduras, sigue reclamando la atención de los estudiosos de su obra. El jueves pasado sus familiares y amigos le rindieron un homenaje póstumo en la biblioteca de la UNAH-VS y hoy, Hernán Antonio Bermúdez, uno de los críticos literarios más importantes del país, le dedica un texto en el que rescata su voluntad férrea de escribir aún con todo en contra.
No hay un autor que haya dejado un rastro más hondo en la literatura hondureña contemporánea que Roberto Sosa. Ante su ausencia definitiva, ese convencimiento no hace sino afianzarse. Como se sabe, su brillante carrera literaria se vio jalonada por premios y reconocimientos internacionales así como por la traducción de su obra a varios idiomas. Sin embargo, dentro del país no se le ha valorado en la dimensión que merece.
Si bien a un autor se le juzga precisamente por la obra que ha dejado, es necesario decir que Sosa asumió la profesión de escritor no como una actividad secundaria sino como un quehacer vital, es decir, convirtió la literatura en una forma de existencia.
En tal empeño supo combinar su implacable virtuosismo con el sarcasmo y la ironía que constituyen, según Robert Musil, una suerte de profilaxis contra la estupidez de la sociedad.
Se puede afirmar de Sosa lo que dijera Nicolás Guillén del cartagenero Luis Carlos López: “sus versos son los de un gran poeta, amargo, profundo, en quien el sarcasmo es arma ofensiva de superior eficacia”.
Por su parte, Milan Kundera nos recuerda que “la ironía irrita. No porque se burle o ataque, sino porque nos priva de certezas revelando el mundo como ambigüedad”.
No extraña, entonces, que la “sal dulce” (valga ese título oxímoron) de la poesía de Sosa nunca fuera del todo digerida ni su figura integrara el lánguido olimpo de las glorias locales. Es más, Sosa supo disponer los asuntos de tal manera que ni siquiera en ausencia pudieran tocarlo los helados reconocimientos del poder. En esto fue fiel hasta el final a su temple contestatario, ese riesgo que consiguió alejarlo del eterno sainete de la cultura oficial.
Por el contrario, el poeta degustó el habla popular. De allí sus poemas menos literarios y más coloquiales, y aun cuando emplee expresiones callejeras, la fuerza y economía de las formas enriquecen el ritmo de su poesía.
Según Marx, el escritor debe tener la posibilidad de ganarse la vida para poder existir y escribir, pero en modo alguno debe existir y escribir para ganarse la vida. Roberto Sosa tuvo que escribir para ganarse el sustento, e hizo la “travesía del desierto” a fuerza de azarosos menesteres literarios, de labores de editor de revistas, antologías y compilaciones, a menudo desde la “infinita discreción de la humildad”.
Conoció, en consecuencia, sinsabores, dificultades y mezquindades como pocos, y sintió el cerco de la barbarie. Tal es el desfiladero por el que transitan las escrituras de gran calado, que suelen desembocar en el aislamiento y la indiferencia de un ambiente hostil. Y es que, en definitiva, como lo ha demostrado Canetti, es en las palabras donde se encuentra la verdadera rebelión contra el orden establecido.
Que la obra de Roberto Sosa, tras su muerte, se hunda en el olvido o pierda su valor, resulta dudoso, incluso improbable. O, mejor aún, improbable, incluso imposible.
23 de agosto del 2011
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