J.L. Borges.
¿Qué tal si Borges, a pesar de lo que alguna vez dijo sobre el género de la novela (“desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”), hubiese escrito una novela? ¿Qué tal si su libro Otras inquisiciones, más allá de ser un libro de ensayos fuese una novela? Ésta es la teoría que propone el narrador y crítico argentino Aníbal Jarkowski, que yo recojo de Moleskine Literario:
Hace algún tiempo, preparando una clase, releí Otras inquisiciones de un modo en que hasta ahora nunca lo había hecho: de la primera a la última página. El libro volvió a parecerme extraordinario –la mayoría de los críticos entienden que es la mejor colección de ensayos de Borges– pero al terminarlo experimenté algo así como una epifanía según la cual ese libro –de cuya publicación se cumplen ahora sesenta años– se me revelaba como una novela; la única –e involuntaria– novela de Borges.
¿Cómo es esa novela? Está narrada en primera persona y su narrador, lo sabremos en la última línea, se llama “Borges” – “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. En su edición original se componía de 38 capítulos de regular extensión –por momentos se asumen como simulacros de géneros: “nota”, “artículo”, “clase”–; en general son breves, con la excepción de los llamados “Nathaniel Hawthorne” y “Nueva refutación del tiempo”.
¿Qué narra esa novela de unas 230 páginas? La historia de un lector a través de la exposición de sucesivas imaginaciones razonadas. Su primera línea define la motivación de la narración entera: “Leí, días pasados…”
Como corresponde a una novela borgeana, está alejada del realismo convencional pero, a la vez, sentimos la intensa realidad de su narrador, desatento a los accidentes del presente más inmediato a la escritura, con excepción de tres breves capítulos: “Anotación al 23 de agosto de 1944” y “Dos libros”, ambos dedicados al nazismo, y “Nuestro pobre individualismo”, que comienza así: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término.” Curiosamente, el peronismo es invisible a lo largo de la obra.
La trama opera por acumulación; es sencilla y también monótona, para hacer evidente la monotonía que gobierna la vida del narrador: “Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agrada porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del Sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez…”
También se repiten nombres –Kafka, Dante, Pascal, Quevedo, Kipling, Coleridge, Chesterton–, líneas o párrafos –“Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”; “cada escritor crea a sus precursores”– pero tal vez más notable sea otra insistencia, la de la idea de que “acaso la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”, y numerosos capítulos se dedican a verificarla. El pensamiento del narrador, su percepción del mundo, tiene la particularidad de que, donde otros sujetos verían novedades, cambios, cortes, él percibe repeticiones, continuidades que, como si fuese natural, ponen en relación de contigüidad hechos y objetos distantes en el tiempo y en el espacio. Esta costumbre mental es uno de los mayores encantos del narrador de la novela.
Una idéntica actitud –ya observada por Enrique Pezzoni en 1952– hacia la numerosa materia inquirida domina la narración; apenas alguna vez se abandona el tono mesurado y amable y se practica la diatriba: en el capítulo “Las alarmas del Doctor Américo Castro”, el narrador le atribuye al filólogo una “poderosa tiniebla” intelectual y lo descalifica como “lector inexplicable” o “incoherente redactor”. Pero es apenas uno de los capítulos y tiene el efecto de desconcertar al lector, como ocurre en muchas novelas modernas.
Otras inquisiciones ocupó a Borges durante quince años, entre 1937 y 1952 –algo menos de lo que demoró Dante en componer La Comedia–, aunque la mayor parte de los capítulos la escribió luego de febrero de 1946, cuando fue llevado a renunciar a su puesto como auxiliar en la biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo. En algún sentido, la única novela escrita por Borges la debemos al peronismo.
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