domingo, 5 de agosto de 2007

Acercamiento a Giovanni Papini

Los gustos literarios divergen de un lector a otro, aunque a veces convergen gracias a la mediación de grandes autores como Giovanni Papini, autor que mimalapalabra presenta en su décima edición de Diario La Prensa. El relato incluido pertenece al libro Un hombre acabado.
Un millón de libros
Después de algunos años de lecturas furiosas y desordenadas, me percaté de que los pocos libros que había en casa y los otros pocos que podía tener recurriendo a las casas librería de parientes y conocidos, o comprando alguno usado, con los céntimos ahorrados del desayuno, o con los cuartos robados a mi madre, no bastaban. Supe, por un muchacho algo mayor que yo, que en la ciudad había grandísimas y riquísimas librerías abiertas a todos, donde en determinadas horas se podía ir, pedir el libro que se quisiese, y, lo que es más, sin pagar nada. Decidí ir en seguida. Pero había una dificultad: para entrar en aquel paraíso era menester contar, por lo menos, dieciséis años. Yo tenía doce o trece, pero, para mi edad era demasiado alto. Una mañana de julio probé. Subí una gran escalera, que me pareció ancha y solemne, temblando. Después de dos o tres minutos de incertidumbre y latir del corazón, entré en la salita de pedidos, escribí como pude mi solicitud, y la presenté con el aire turbado y sospechoso, de quien se sabe en falta. El empleado -lo recuerdo todavía: ¡maldito sea!, era un hombrecillo un tanto panzudo, con ojillos celestes de pez muerto, y un pliegue maligno a ambos lados de la boca- me miró con cierta compasión y con odiosa y arrastrada voz, me preguntó:
-Perdone, ¿cuántos años tiene usted?
Se me enrojeció la cara, más de rabia que de vergüenza, y respondí, haciéndome tres años más viejo:
- Quince.
- No bastan. Lo siento. Lea el reglamento. Vuelva dentro de un año.
Salí de allí humillado, despechado, abatido y lleno de odio infantil contra aquel horrible hombre que me impedía a mí, pobre y hambriento de saber, el libre uso de un millón de libros, robándome así, cobardemente, en nombre de un número escrito, un año entero de luz y de felicidad. Había entrevisto, al entrar, que del otro lado había una sala vasta y larga, con venerables sillones de altos respaldos, cubiertos de paño verde, y alrededor, libros y libros, libros viejos gruesos y macizos, con las cubiertas de pergamino y de piel, con letras y frisos de oro: una maravilla. Y cada uno de aquellos libros contenía lo que ya buscaba, ofrecía el alimento hecho para mí: historias de emperadores y poemas de batallas, vidas de hombres semidivinos, libros santos de pueblos muertos, y las ciencias de todas las cosas y los versos de todos los poemas y los sistemas de todos los filósofos. Aquellas millares de promesas en letras de oro, eran para mí: a una orden mía los volúmenes que esperaban bajo el polvillo, tras la red tupida de los anaqueles, habrían descendido hasta mí y los hubiera abierto, hojeado y devorado a mi placer.
No esperé un año para intentar la segunda prueba. También salió mal. Debí esperar otro verano para vencer. Tenía poco más de trece años, tal vez trece y medio.
Junto con otro muchacho más grande que yo, que desde hacía tiempo entraba sin dificultad, entré, por fin. Para no dar en el ojo y no pasar por niño en busca de pasatiempo, pedí un libro serio, un libro de ciencia -el de Canestrini sobre Darwin.
Estaba, esta vez, del otro lado de la pared de madera y de vidrio, otro empleado -un tipo alto y seco, como un pingüino pelado, desgarbado de movimientos y que nunca estaba quieto. Tomó mi solicitud sin mirarme, le hizo una seña con un lápiz azul y la pasó a un muchachote que estaba cerca de él sin decir palabra.
Esperé media hora, royéndome por dentro de miedo que el libro no estuviese o que no quisiesen dármelo. Cuando vino, lo apreté bajo el brazo y entré todo avergonzado y en puntas de pie en la gran sala de lectura. No había experimentado jamás un tal sentido de reverencia -ni siquiera en la iglesia, cuando pequeño. Como asustado de mi atrevimiento y de encontrarme allí dentro, después de tanto, en medio de aquel gigantesco relicario de la sabiduría de los siglos, fui a sentarme en el primer sillón libre que tuve delante. Era tal el desfallecimiento y el placer, el estupor y el sentimiento de haberme hecho de pronto más grande y más hombre, que durante una hora casi, no logré entender nada del libro que tenía ante mí.
Todo, allá dentro, me parecía santo y majestuoso como el congreso de una nación. Aquellos sillones sucios y desteñidos, cubiertos de tela, cuyo verde descolorido terminaba en el amarillo o se ocultaba bajo la grasitud negra, parecían a mis ojos, colosales y fastuosos, como tronos y el vasto silencio me pesaba en el alma más grave y solemne que el de una catedral.
Desde aquel día volví todos los días, por todo el tiempo que la tediosísima escuela me dejaba libre. Poco a poco me acostumbré a aquel silencio, a aquella estancia tan alta sobre mi cabeza enmarañada de adolescente descuidado, a aquella riqueza interminable de volúmenes nuevos y viejos, de diccionarios, de revistas, de opúsculos, de mapas, de códices y de manuscritos. Pronto me hice como de casa, distinguí las caras de los distribuidores, descubrí los secretos de las signaturas, penetré en los catálogos, conocí todos los rostros de los fieles y de los apasionados que, como yo, venían todos los días, puntuales e impacientes, como a un lugar de voluptuosidad.
Y me arrojé de cabeza en todas las lecturas que me sugerían mis pululantes curiosidades o los títulos de los libros que encontraba en los que iba leyendo, y comprendí entonces, sin experiencia, sin guía, sin siquiera un proyecto, pero con todo el furor de la pasión, la vida dura y magnífica del omnisapiente.
¿Fascista y antisemita?
Mucho se ha dicho y escrito sobre las opiniones políticas de Papini. Se le señala como simpatizante del fascismo; para algunos, esa presunción tiene su fundamento en la dedicatoria a Benito Mussolini que aparece en su Historia de la literatura italiana, de 1937: "Al Duce, amigo de la poesía y de los poetas". Prueba de su adhesión a la doctrina reaccionaria: el fascismo a ultranza de su "Discurso de Roma". ¿Fue antisemita? Un pasaje de su libro Gog iguala el Judaísmo con la adoración del oro y aduce que la cultura judía es un derivado de los cultos asirios que pretende socavar las bases del cristianismo mediante la cábala y los escritos de Spinoza. En otro lugar de ese texto se afirma que las teorías del judío Einstein provocan el caos y la anarquía.
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