Varias generaciones de lectores en un período relativamente corto de tiempo han disfrutado de sus libros publicados; otros, con algo de suerte, apenas empiezan a descubrirlo ahora. En cualquier caso, después de encontrárnoslo a través de una red de correos electrónicos, les presentamos esta vez en mimalapalabra un cuento hasta ahora inédito de Eduardo Bähr, en donde se dan cita, así, literalmente, un borracho, dos prostitutas y un “policía”, para mostrarnos, con hechos y palabras, que la noche en algunos lugares consiste sólo en un ajuste de cuentas en la forma de un ménage à trois.
Eduardo Bähr
¿Y quién, si no un amante que soñaba, juntara tanto infierno a tanto cielo?
Quevedo.
1
A las mujeres les pareció que el agente que se había acercado -cuando susurraban con el acompañante deleites amorosos en la oscuridad-, actuaba con más desparpajo que el que se debía a su autoridad. (“¡Ajá, majos! -les había dicho, tomándolos por sorpresa-. ¿Es éste acaso algún hotelito de placer?, ¿o qué? Si lo fuera me parece que os queda un poco incómodo.”)
El que iba con ellas se quedó de media pieza, mientras trataba de subirse los pantalones. La del asiento de conductor se aferró al timón con espanto y la otra, recuperándose desde donde estaba pegada de cúbito dorsal se acercó a la ventanilla y, para sorpresa de los demás, le dijo al agente: “¡Este hombre nos amenazó si no accedíamos a sus pretensiones; que iba a abusar de mí y después de mi amiga! ¡Estamos aterradas y no quisimos que se pusiera violento!”.
Mientras aquél gritaba que eso era mentira hizo una lenta inspección fijando la vista en las partes del cuerpo que dejaba ver la blusa desaliñada. Era una mujer joven. Muestras de agresividad y coquetería brillaban en unos ojos que podrían sostener cualquier mirada, así que, ante la inquisición, echó con arrogancia hacia adelante sus densos pechos para que éste pudiese ver la piel erizada y las perlitas de sudor que se negaban a desprenderse. “Tú -dijo el guardia, señalando con el tolete hacia el tipo asustado-, ¿creíste realmente que ibas a poder con estas dos, así como están de… frondosas?”. Esto hizo que se calmara y dejara de gritar.
(El resplandor de un relámpago lejano mostró en una fracción de segundo el perfil del guardia y su rostro difuso lleno de oquedades, dientes y huesos al descubierto, sin piel ni expresión alguna como no fuera la de provocar terrores inusitados).
Sacudió la cabeza, azorado, pero se atrevió a contestar: “No con lo borracho que estoy. Creo que no iba a poder ni con una”. El agente pasó a la ventanilla de conductor y fijó su descaro sobre el pecho de la otra, que se acomodó el jersey con nerviosismo. Ésta era una mujer igualmente hermosa y joven, aunque parecía más recatada que la anterior, lo que no fue óbice para que sostuviera también aquella mirada penetrante.
Mientras movía en aspas su macana y sopesaba la situación las dos pudieron verlo a placer. Era apuesto y desenfadado –ya lo había probado-; hacía sus movimientos con gran seguridad y cierto donaire y el uniforme lo hacía verse algo fornido y repentinamente atractivo. Adivinaron, sin embargo, que tensaba sus músculos; que en su cara había un leve tinte cadavérico y comprobaron que el brillo de sus ojos se había acrecentado como si fuese una vela a punto de apagarse.
Abriendo la portezuela y siempre señalándolo con el tolete, lo conminó a bajarse. El acompañante salió con parte de la ropa en la mano, disminuido totalmente por las órdenes tajantes y aterrorizado por lo que creía haber visto. Echó una mirada torcida contra las mujeres que hasta hace poco, tanto en la fiesta que acababan de dejar, como en la complicidad de un momento de sexo en descampado o dentro del auto, habían sido sus amigas. “Mira, majo. Te me vas caminando que casi corriendo de aquí si no quieres parar con tu esqueleto en la cárcel por lo que te resta de la noche. Espero que la brisita húmeda te baje la curda, ¡y no pares hasta llegar a tu casa! ¡A los maricones no los deberían dejar salir de noche!… ¡Menos con un par de tías así de buenas!...”
Apenas pudo oír lo de “maricones” y “curda” porque ya estaba volando hacia no sabía dónde y saliendo de aquella sorpresa, de aquella oscuridad, de aquel miedo.
El guardia se dirigió lentamente hacia las mujeres dando con el tolete golpes secos en su mano. (Con la luz de la luna que se destilaba lenta desde las negras nubes los dedos aparecían en huesos blancos y descarnados). “Y vosotras –dijo, desde el eco de una voz seca y vacía de matices-, ¡ya vais a saber lo que es la autoridá!”
Ellas se miraron y sólo en ese momento soltaron la tensión acumulada y destaparon las burbujas de la borrachera con una sonora carcajada.
2
Se acomodó como Pedro en su cochera tirando los brazos hacia el espaldar del asiento y la cabeza hacia atrás. “¡Trabajad, cositas –conminó-, a ver si como bebéis, roncáis!”. Las damas no se hicieron de rogar; al tiempo que le quitaban la ropa lo acariciaron como pulpos buscando madrigueras y cangrejos por doquier. Muy pronto aquel espacio convirtió los susurros en exclamaciones de placer y de admiración…
La una se instaló en la boca e inició su propia inspección a dos lenguas como látigos mientras la otra recorría sus ansias de conducir, con los faros apagados y los párpados cerrados, desde los vellos del pecho hasta las autopistas más escondidas en la selva enmarañada. Se turnaron sin importar el que, aparentemente, él no hiciera nada para sumarse al viaje. Lo ensalivaron desde las puntas de los pies hasta el quepí azul. Mordieron sus costillas, se tragaron los botones de la chaqueta, la hebilla del cinturón. Abrieron a dentelladas el zipper y masticaron el calzoncillo.
Jugaron a la manopla con sus testículos y santificaron sus manos con aquello que no sabían si era la macana de reglamento o alguna boa constrictor que se había colado como mascota. Él las dejó en su juego durante mucho tiempo hasta que, sudorosas e hipnotizadas, se desmadejaron a su lado. Entonces se incorporó. Cerró los vidrios de las ventanillas y comenzó su faena con todos los trucos de la academia, de las calles y de las escuelas del terror.
(Desde afuera el auto parecía apenas un bulto anodino en medio de la noche pero algo producía destellos, centellas y truenos sordos en la penumbra interior).
La ‘traidora’ sintió que en sus entrañas se habían desbocado los caballos y revuelto todas las mazas, fundas, pistolas, botas, polainas y guanteletes del averno y estuvo entre el límite del vómito y el escupir pólvora por los ojos cuando sonaban los disparos que le llegaban hasta el hígado.
La ‘conductora’ encajó con estupor la macana en su boca y sintió que llegaba hasta su bajo vientre produciéndole una vergonzosa incontinencia. Pero pudo oler la cuerina del mango y sintió chisporrotear el brillo húmedo en el momento de desmayarse… Antes,sin embargo, al lamer despacio e hincar suavemente los dientes en aquel largo y grueso cuerpo, supo que el arma tenía fuertes tendones y músculos que brincaban con severos espasmos.
Apenas tuvo tiempo de respirar, cuando aquello salió, abandonó su cara y se encasquetó firme y profundamente en su vagina para salir de nuevo por la boca, como si fuera una propia lengua de fuego palpitante.
Después nadie habló, nadie se movió. Tan sólo se escuchaba la respiración lenta, engrosada y suaves quejidos de angustia se fueron apagando con fatal determinación. Tenían la mirada del vidrio sucio en un estanque sin agua y su tiempo había terminado fijo y prendido en el espacio.
El agente abrió las ventanillas y buscó a tientas en el piso. Subió una botella de vodka con líquido hasta la mitad y quitó la tapa con los dientes. “Ya sabía, majas –dijo-, que vosotras no dejaríais a alguien desamparado en medio de las sombras”; y se empinó todo el contenido, desesperadamente, de una sola vez, como si fuera un condenado en el exacto momento de morir, y éste su último trago.
Tegucigalpa. Agosto, 2007
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