En el siguiente texto, un escritor sale a recorrer las calles de "la ciudad que habita". Esa ciudad es una ciudad de libros y una ciudad de sueños, y en ella el escritor se pelea con su propia realidad mientras el tiempo pasa apresuradamente. La ciudad le habla al escritor y el escritor le habla ahora a sus lectores, sobre todo a esos lectores que pretenden escribir. Preparémonos para escuchar a uno de los más grandes narradores que ha producido Honduras, quien publica ahora en exclusiva para mimalapalabra estos consejos para leer, para escribir y para pensar.
Roberto Castillo
La experiencia de la ciudad es de lectura. Ciudades incomparables. Libros incomparables. Paseos mentales e imaginativos incomparables.
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Si dudas de lo que acabo de decir, piensa nada más en lo que sería la gran ciudad de la literatura latinoamericana sin el Fervor de Borges, el Adán de Leopoldo Marechal, los locos y las aguafuertes de Arlt, la Misteriosa de Mujica Lainez, los diálogos de Puig, los fantásticos mundos cortazarianos o la penetrante novela donde Sábato nos recuerda que en la ciudad logra el ser humano su máxima perfección pero también vagabundea en su máxima alienación.
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Si tú crees conocer tu ciudad y este conocimiento excluye la lectura, te diré que el mismo es muy, muy deficiente.
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Desdichada la ciudad que carece de un libro que la represente bien.
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La condición ideal para corregir un texto tuyo sería aquella en la cual ya nada te recordara que fuiste tú quien lo escribió.
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Una de las más hermosas costumbres que hay es la de intercambiar libros con las amistades; la exploración mental de uno lleva sugerentes y nuevas visiones al otro, y viceversa.
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Tú puedes leer mucho, pero si no dialogas con nadie sobre lo que has leído, no vas a ninguna parte. Ni siquiera hacia ti mismo.
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No se puede leer por leer. Se lee porque se busca algo o porque se lo ha encontrado.
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El escritor ha de pasar la más difícil de todas las pruebas: llegar a ser buen lector de sí mismo.
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Se puede ser buen lector sin ser para nada escritor, pero no se puede ser ni siquiera mediano escritor sin ser buen lector.
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Escribir sobre la infancia es una de las más bellas tentaciones y son muchos los que sucumben a su poderoso encanto, que es el de la inocencia. Pero los que logran hacerlo bien son una parte muy pequeña de la minoría.
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Si quieres que el viaje de tu vida sea a la tierra natal (que es como decir el país de la inocencia), lo mejor será que lo hagas a través de la literatura o el arte. Tal vez quieras saber el porqué de la superioridad de estos dos caminos tan silenciosos, cuando tienes a la vista los exaltados testimonios de tantos que hacen la ruta acompañándose de un ruido infernal, en el que sobresalen los artilugios que se pueden comprar en el mercado. Y calmo tu sed de conocimiento, tu prurito de verdad, advirtiéndote que sólo si se va por esos dos caminos se puede garantizar que no será banalizado ni rebajado aquello que para ti es lo más entrañable.
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Intenta leer cada libro como si fuera un clásico. Eso te obligará a ser muy selectivo a la hora de escoger, y a enaltecer lo leído.
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En los sueños, no es fuerza que lo extraordinario sea revelado puesto que se lo vive como inmediatez, como uno de los tantos componentes de esa secuencia que no cesa de producir sobresaltos. La costumbre de escribir sueños, por otra parte, es una buena preparación para cambiar nuestra manera de entender el mundo de la vigilia, que cada vez más nos parecerá un dominio en el que desde cualquiera de sus recovecos puede brincar lo que no tiene nada de trivial.
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El mandato judío de escribir los propios sueños es la más hermosa de las leyes.
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La percepción del tiempo que se logra desde un espacio social dominado por la imprevisión es una de las cosas más gratificantes para el novelista.
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¿Pero, en qué cosa puede haber más sinceridad que en la escritura de un libro?
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Si es de noche y vas a empezar la lectura de un libro que de veras te apasiona, no lo hagas con la mente cansada. Espera, mejor, que llegue la mañana.
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La lectura rápida, con sus técnicas tan publicitadas, se me hace como esas gentes que caminan deprisa en la ciudad, sin saber hacia dónde se dirigen o porque van a lo suyo mecánicamente, con el desayuno todavía atravesado en la garganta. Yo soy de los que entienden la lectura como un placer, de los que se entregan para gozar de ella sin pensar en el tiempo.
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Dan pena esos escritores que se han hecho rumiando y digiriendo mal simbologías y mitologías que -a la legua se ve- pertenecen a otros. Si uno se dedica a estos menesteres no es sino para edificar lo propio, y bien valdría la pena ganarse el derecho a decir con el viejo Schopenhauer: “Mi vaso no es grande. Pero bebo en mi vaso”.
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Si estás escribiendo mucha ficción, notarás una tendencia natural a leer menos que antes. Y es que, en tales condiciones, el sujeto previene que cualquier movimiento venido del objeto perturbe o altere el ritmo del proceso creador.
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Por un tiempo, acaso largo, vivirás como descubriendo tu relación con la literatura, pero luego sentirás que se transforma en compulsión, en necesidad no de asimilar la expresión de los otros, sino de expresarte tú.
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No hay escrito que no envejezca desde el primer día. No hay página envejecida desde la que no se pueda levantar nuevos y sorprendentes sentidos.
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Cada día es bueno para recordar que toda escritura es reescritura.
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Escribir narrativa es sumergirse en un río profundo y a ratos tumultuoso de pensamiento y lenguaje que lo exige todo de ti. A ratos te manda que modifiques esto o aquello, otras veces que tú te hagas caudal o que procrees tales o cuales formas. Y estás obligado a no fallarle nunca.
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Si quieres que tu novela sea obra de arte, vuelve a descubrir el sabor de las palabras e inventa otras que lo tengan.
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Escribe como si en el acto de redactar cada línea te fuera la vida misma.
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Así como al transitar por la vida te fijas en este o aquel detalle que pasa desapercibido para los otros pero a ti te conduce a una particular visión del universo, así, cuando estás escribiendo una novela, este ser imaginario o aquel otro te invitan a levantar un mundo de voraces significaciones.
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El soporte principal de toda escritura literaria reside en la humana capacidad de ver cada cosa del mundo con los ojos inflamados de asombro.
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El escritor que se respete no puede escribir para el gusto creado por la publicidad.
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La escritura es un gozo, pero no un gozo simple, ni cosa parecida. El escritor sabe que ha de luchar dura y largamente para tenerlo consigo, y mucho más para darlo a los otros.
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He leído buenos libros sobre la novela y el arte de novelar. He apreciado las enseñanzas que contienen y asimilado unas cuantas, pero de donde más aprendo es de lidiar con las dificultades de mi propio proceso creador.
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El novelista no ha de vivir al día, ni mucho menos de prestado. Debe instalarse en un tiempo y, desde él, trazar ejes y coordenadas, desmenuzar seres y lenguajes y también lo contrario de esta operación: construirlos.
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Convierte, por favor, los afanes eruditos en afanes expresivos.
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Cada cosa del mundo es inseparable del conjunto de formas bajo las cuales la conocemos, y mejora mucho gracias a todas aquellas de que nos valemos para expresarla.
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Es verdad que el escritor, tal y como Borges recomienda, no ha de rebuscarse innecesariamente con palabras complicadas. Pero hay otra dimensión que igualmente vale la pena exaltar, y es que de descubrir palabras o de rescatarlas vive la literatura.
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Escribe al ritmo que te pidan o te manden los daímones que viven en ti, no a otro.
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Para que no te quede duda, te doy las connotaciones de la palabra daímon que trae cierto Diccionario griego-español: “dios, diosa, divinidad, divinidad inferior, genio, espíritu, espíritu de los muertos, sombra, fantasma; espíritu del mal, demonio; voluntad de los dioses, hado (katà daímona conforme al destino o a lo decretado por los dioses; pròs daímona contra la voluntad de los dioses; sùn daímoni con el favor de la divinidad); destino, sino; esp. destino desgraciado, desventura, desgracia, muerte”.
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Pero, si te resulta incómodo este trasiego de “cosas” desde las lenguas de la antigüedad, te recomiendo sustituir la palabra daímones por duendes. Y verás lo bien que te sentirás, sobre todo si los descubres llamándote desde la cercanía para que les acompañes en pos de la escritura.
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De todos los pares conceptuales que se sostienen por su antagonismo –según enseña “el viejo y melancólico Heráclito”, como lo llamaba Teofrasto-, ninguno me atrae tanto como el de memoria/olvido. En verdad, cuando algunos individuos se afanan por mantener a toda costa la memoria, no hacen más que trabajar para el olvido. Piénsese, por ejemplo, en las estatuas que se mandaron erigir tantos tiranos de diverso signo, y en el estrepitoso derrumbe de las mismas por obra de multitudes que con su acto prodigaban el olvido, quizá para curarse del malestar que les producía el haber sido alguna vez soporte de una memoria que se volvió vergüenza. Pero hay ciertos humanos que buscaron ser olvidados y pusieron en ello todo su empeño, y el futuro los rescató dándoles un lugar en lo mejor de la memoria. Esto último te es desconocido, Franz Kafka.
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Su proyecto de escritura era estupendo, impecable. Solo tenía un pequeñísimo talón de Aquiles: daba por supuesto que para realizarlo iba a disponer de trescientos años.
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El escritor es el más hiperestésico de los humanos a la hora de considerar que todo se irá y que no hay manera de retener el tiempo. “Lo único que podemos hacer es cargarlo de palabras”, piensa, de cara a lo que ya se fue.
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Nada más hay un camino, si lo que buscas de verdad es escribir una obra: estar permanentemente en ella.
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Estar permanentemente en la obra significa seguir ese movimiento de creación-recreación que todo lo devora, y ser uno con él.
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No sólo importa escribir la obra. También es necesario -y esto suele olvidarse- llevar en todo momento el ritmo adecuado, la respiración con que se ha de trabajar.
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Mientras escribes tu obra siempre aparece algún libro con capacidad para elevarte y mejorar en la ruta que has elegido.
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Pocos placeres comparables al de escribir a mano aquello que uno tiene que decir. No importa la calidad de la letra, sino solo el correteo gozoso de la mente tras la mano que se desplaza con su propio y verdadero ritmo.
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Es muy cómodo descargar en la persona de un escritor, un artista o un intelectual el odio hacia algo que enfocado de otro modo resultaría muy abstracto. En esto el siglo XX sentó una pauta perversa que siempre hallará seguidores y víctimas.
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Nada como la vuelta de sentido escrutador a lo que uno ha escrito en el pasado. Y, de la misma manera que con los buenos vinos, ocurre que cuanto más viejo es lo que degustamos, más exquisitos resultan los sabores, más intensos los olores.
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La pasión de leer ha de ser alimentada todos los días. Arregla las cosas de tal modo que la misma no te abandone nunca.
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El sentimiento de inconclusión te asalta de diversos modos: la certeza de que cada día se restringe el número de los libros que leerás, por ejemplo. Y ese sentimiento no hace distinciones de edad.
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Veo lo que vale la pena leer, y lo único que me asusta es su vastedad, esa montaña que da gusto escalar pero de la cual uno sabe bien que a medio camino se terminará el tiempo de que se disponía para buscar la cumbre. Por eso fue sabio aquel que se sentó a leer los clásicos al pie de la montaña.
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La ciudad atenta cada día con más saña contra aquello que la hizo posible: la mente. La alienación de sus habitantes casi se puede tocar en un hecho: ellos no conciben el ruido como contaminante. Al contrario, lo tienen por un gozo, y en ciertos ambientes se mide la espiritualidad de algo por el tipo de ruido que lo acompaña.
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Los embates de cuanto es dañino para la mente son resistidos mejor por el acto de escribir que por el de leer.
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Hay dos ciudades maravillosas que son visibles desde la actualidad: la Ciudad de los Sueños y la Ciudad de la Lectura.
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En la Ciudad de los Sueños, los habitantes salen a la calle y se comunican leyéndose los relatos de lo que soñaron por la noche. Su moral vive continuamente acicateada por la necesidad de aportar materiales a los sueños del futuro.
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En la Ciudad de la Lectura, los habitantes no se cansan de escoger lo que leerán, y, por donde van pasando a lo largo del día (o de la noche), cualquier espacio es bueno para sentarse a leer.
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Fuera de ti por lo que acabas de leer, preguntas, lanzando la mirada hacia los cuatro puntos cardinales: “Pero, ¿dónde quedan esas tan pomposamente proclamadas Ciudad de los Sueños y Ciudad de la Lectura?” Y, al instante, una voz interior te recuerda: “Están dentro de la ciudad que habitas.”
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Si tu tiempo de escribir corre con locura, alégrate y exáltate. Es clara seña de que vas bien. Sólo tienes que conseguir que el delirio frutezca bajo las formas de la obra, porque de lo contrario se perderá.
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Cuando escribas literariamente, saborea cada palabra como si fuera un manjar a punto de desaparecer y tú el único que tiene el privilegio de probarlo.
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Que no te engañen diciéndote que serás buen escritor si te haces uno con tu realidad, si vives para ella. Todo lo contrario: peléate con tu realidad, cuestiónala, provócala y sobre todo demuestra que puedes escribir en su contra.
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Por favor, que el primer ejercicio de tu lectura diaria recaiga siempre sobre lo que escribiste ayer.
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Qué negado el mundo de hoy para la meditación.
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Parecerá que exagero, pero no es el caso. Así como en lo físico hay ciertos estados en que puedes oír deliciosamente el rumor del agua, que te relaja y te llena de una sensación tan reconfortante que resulta imposible describirla con palabras, así hay un estado que no es físico y en el cual puedes sentir cómo se mueve el pensamiento, cómo goza de todo gozando de sí mismo en el silencio.
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Sales a caminar al viejo casco urbano, al que con facilidad confundes con la Ciudad Vieja a secas. Has olvidado que la Ciudad Vieja es tanto elaboración tuya como de otros. No existe porque sí, no es una realidad fáctica.
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Mientras paseas, te complace remojar la mente en el viejo casco urbano, en el vaho que despiden los semblantes, las palabras y los pensamientos de los seres que se agitan en él. La verdad es que recibes de todo: sensaciones estimulantes y desagradables, por ejemplo, como era previsible, pero también revelaciones y muchas cosas más. Y es particularmente por esas revelaciones, tan llenas de vocación por un destino literario, que vale la pena el recorrido.
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