Por Giovanni Rodríguez
Imaginé, para una novelita que escribo, un encuentro con Horacio Castellanos Moya en el café Zurich de Barcelona. Resulta que a Horacio sólo lo conocía por sus libros y a través de unos cuantos correos electrónicos que de vez en cuando nos enviábamos después de que yo lo entrevistara para las ya difuntas dos páginas de mimalapalabra en La Prensa. Íbamos a encontrarnos en septiembre del año pasado, cuando Horacio vino a Barcelona para cubrir los compromisos de su editorial con la prensa española, pero al final el tal encuentro no fue posible. Y entonces, como vi frustrada mi inquietud por conocer en persona al autor de El asco, imaginé para mi novelita que nos encontrábamos un día de ese septiembre en el café Zurich de la Plaza Cataluña de Barcelona.
Algo pasa con ese café, me digo, porque fue el lugar que pensé también para mi encuentro con Marta, una amiga catalana a la que no veía desde hacía seis años, pero que no tuve necesidad de proponérselo para nuestra cita del sábado pasado porque fue ella quien me lo propuso a mí primero.
Así que ahí estábamos el sábado, por fortuna día de sol y temperatura cálida, en una mesa del café Zurich, Marta y yo, reanudando ese abrazo que nos dimos por última vez en el aeropuerto Ramón Villeda Morales de San Pedro Sula, cuando ella volvió a su país después de año y medio de vivir en Honduras.
Después de recorrer con Marta durante un par de horas de la mañana algunas calles de Barcelona que yo aún desconocía y de visitar un par de cafés célebres mientras hablábamos de tiempos pasados y de planes para el futuro, nos despedimos en la entrada de la librería La Central de la calle Mallorca, en donde acordé con Horacio encontrarnos a la una y media de la tarde. Di un par de vueltas entre las estanterías y las mesas de novedades, pero como en ese día ya había visitado con Marta otras dos librerías y había encontrado por fin Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, estaba un poco cansado de repasar tantos títulos y portadas.
Vi entonces a Horacio por primera vez fuera de una fotografía, y lo vi más bajo de lo que pensaba. Lo había imaginado alto y delgado pero ahí lo tenía más bien bajo y tirando a grueso. Nos dimos la mano mientras él pagaba en la caja El arte de callar, un libro que, según me dijo más tarde en broma, había comprado para su mujer. Caminamos en busca de un bar y escogimos uno que anunciaba unas buenas tapas de calamares y gambas. Nos instalamos en la barra y empezamos a hablar de muchas cosas: de amigos comunes, de Honduras, de El Salvador, de Guatemala (en donde yo había encontrado sus primeros libros), de una recopilación de sus cuentos que aparecerá en octubre con Tusquets…
Luego cambiamos de bar y seguimos hablando, bebiendo y comiendo. Y a eso de las cuatro de la tarde, Horacio propuso que nos tomáramos un café. Mientras caminábamos, dijo que el Zurich era un buen lugar, que ese era el café en el que desayunaba siempre que venía a Barcelona porque le parecía agradable y tenía una hermosa vista de la gente de cualquier procedencia que pasaba por ahí a toda hora.
El café Zurich, definitivamente, tiene algo. Se lo comenté a Horacio. Y le hablé también del episodio de mi work in progress en donde yo me tomaba con él un café en ese mismo lugar, pero a esa hora Horacio acusaba el cansancio por el desvelo de la noche previa y más que oírme, se preocupaba por el sol que iba ocultándose en el cielo barcelonés. Parecía un personaje de mi novela, un personaje que a esa hora, con el cansancio y la goma, se iba desdibujando poco a poco. Nos despedimos con un abrazo y prometimos escribirnos de vez en cuando. Otro día nos veremos, le dije, y me fui corriendo antes que empezara a llover. Pero sigo imaginándomelo en mi novelita, mientras camina, esa tarde, rumbo a su hotel.
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