Portada de Historia argentina, de Fresán, con esos comentarios de la crítica.
A algunos les molesta mi insistencia con algunos escritores en este blog, pero debo comunicarles que son libres de no visitarnos. Para los que sí tengan ganas de venir a tocar la puerta, les abren hoy, de nuevo, Juan Gabriel Vásquez y Rodrigo Fresán, con un artículo que el primero publica en El Espectador sobre el segundo. Pasen y lean:
"Únicamente son mías las cosas cuya historia conozco", escribe Ricardo Piglia en Respiración artificial. Para Rodrigo Fresán, que nació un par de décadas después, la cosa
es muy distinta: la historia es algo que se deja quieto, un animal
peligroso que es mejor no molestar, no sea que nos haga daño.
Pero
eso no se ve a simple vista. Las novelas de Fresán se inscriben en esa
arraigada tradición argentina que consiste en no ser reconociblemente
argentino y por lo tanto ser convencidamente argentino. En otras
palabras: nada hay tan argentino como una novela cuyo narrador es
inglés, cuyo personaje principal es James Matthew Barrie, el autor de
Peter Pan, y cuyo escenario es la ciudad de Londres en el cambio de
siglo y también en los años sesenta. ¿No han leído Jardines de
Kensington, la penúltima novela de Fresán? Háganlo ahora. Y enseguida
busquen sus demás libros, y comiencen si pueden por el principio: por
esa maravilla de debut que es Historia argentina. El libro tiene dos
epígrafes (bueno, tiene varios, pero sobre todo dos). Uno es de Alfred
Andersch: “La Historia cuenta cómo fue que ocurrió. Una historia cuenta
cómo pudo haber ocurrido”. El otro es de Adolfo Bioy Casares: “Para
sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla”.
Y a
eso se dedican los cuentos del libro: a sobrellevar la historia
contemporánea. No es una tarea fácil, todo hay que decirlo, precisamente
porque en la historia reciente de Latinoamérica no hay nada fácil. Y
además porque la historia de su país entró en franca enemistad con
Rodrigo Fresán desde que Fresán era niño: a los diez años el Niño que
quería ser escritor fue brevemente secuestrado por la “Triple A”, un
grupo paramilitar de extrema derecha. Esto es ampliamente sabido: no
cometo imprudencias ni impertinencias al contarlo, porque Rodrigo lo
cuenta en uno de los mejores cuentos del libro. He vuelto a leerlo en
estos días; me ha deslumbrado como la primera vez que lo leí. “La
vocación literaria” arranca preguntándose cómo se forma un escritor, y
pronto entendemos la relación entre el breve secuestro de un niño —el
miedo, la soledad, la angustia— y el nacimiento de la vocación. El resto
es una ficción donde los orígenes “reales” (ojo a las comillas) de la
anécdota son lo menos importante o interesante de todo.
“Uno a
menudo descubre”, dice el narrador del cuento, “que los escritores son
aquellas personas que durante su infancia aprenden, en tiempos
terribles, a refugiarse en sus propias fantasías o en la acción; en la
voz de algún piadoso narrador, en lugar de las voces de los seres reales
que lo rodean”. Pero luego es mucho más crudo y, también, mucho más
preciso: “Un escritor es un mecanismo de defensa con nombre y apellido”.
¿Y de qué se defiende? Está claro, por lo menos en este cuento, que se
defiende de la historia argentina, encarnada en esos dos matones que un
día se aparecen en la casa del Niño que quería ser escritor con la
visible intención de secuestrar a sus padres izquierdistas y, al no
encontrarlos, se lo llevan a él. Más tarde, escondiéndose de los
secuestradores, en el clímax del miedo, el Niño que quería ser escritor
dice: “Descubrí cuál iba a ser el tema de mi primera novela: la historia
de un hombre que puede cambiar la historia a voluntad”.
¿No es
eso lo que quisiéramos todos?
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