Por Giovanni Rodríguez
Uno de mis vecinos es músico, específicamente guitarrista. Y es bueno, como he podido comprobar en las muchas ocasiones en que sus acordes llegan hasta mi oído a través de las paredes de los apartamentos que nos separan. Vive dos pisos arriba del mío. Esto lo sé porque últimamente le da por abrir la ventana que da al vacío interior del edificio y puedo, desde la ventana de mi cocina, verlo ahí con su guitarra, ejecutando melodías que a mí se me antojan desesperadamente lentas y melancólicas, lo que me da una idea del estado de ánimo en el que se mantiene.
Llevo un año con mis casuales e intermitentes audiciones, reconociendo a través de sus ensayos, interrumpidos constantemente para repetir alguna figura que no ha salido bien, los progresos de su música –porque es su música, de eso estoy seguro, aunque no sabría explicar por qué- y no es sino hasta en la última semana que he logrado completar en mi oído –para mi sorpresa- algunas de sus piezas. Esto es algo que me había mantenido intrigado hasta ayer, cuando por fin comprendí la razón por la que este músico no completaba antes ninguna de sus piezas mientras que ahora sí lo hace.
Y la razón es que en la ventana del apartamento de enfrente una muchacha lo escucha con una expresión de absoluto placer, un placer casi hipnótico. Pude comprobarlo ayer, decía, porque mientras caminaba por el pasillo que en mi apartamento conduce de mi habitación a la sala, oí de nuevo el rasgueo de la guitarra, y entonces asomé mi curiosidad por las celosías de la ventana de ese pasillo y contemplé la escena: él ejecutando su instrumento y ella, con unos ojos disminuidos quizá por el embeleso que le producía la música, escuchando y suspirando.
Me sentí por un momento un intruso en la escena, pero me quedé ahí un buen rato porque recordé, primero, el episodio de Rayuela en que Talita pasa, por medio de una tabla, de su balcón al de Oliveira, y segundo, una escena un tanto cubista de la película Henry & June, dirigida por Philip Kaufman, en la que, mientras Hugo, el marido de Anaïs (Nin), toca la guitarra en su casa, ésta es “tocada” a su vez por las manos de Henry (Miller), ambos fuera de la vista del cornudo en una parte oculta del jardín.
Me he pasado los últimos días pensando en las muchas posibilidades de esa escena inmutable que, de ventana a ventana, siguen protagonizando mis dos vecinos. Son jóvenes, quizá más jóvenes que yo. Él quizá se gane la vida tocando en alguna banda de rock o de blues unas dos o tres veces por semana. Ella quizá vaya a la universidad durante el día y espere con ansia la hora de la noche en que pueda volver a abrir la ventana para escuchar la música que le envía amorosamente desde unas cuerdas el vecino del apartamento de enfrente.
Entre ellos está el vacío por donde entra la luz del sol al edificio, unos ocho metros de distancia, no demasiado como para que uno de los dos se decida un día a instalar un puente con una tabla gruesa. Pero no parece que él quiera levantar un poco la mirada y su valor para dedicarle a ella algo más que música. Y ella tampoco da muestras de querer saltar o volar o decirle siquiera una palabra de agradecimiento. Nada se dicen, porque no es el silencio lo que los separa. Hay algo más que se los impide, me digo, y me dispongo a escribir su historia: Había una vez un músico enamorado y una joven mujer que, mientras el marido de ella no estaba en casa, jugaban a llenar con música sus corazones solitarios…
7 comentarios:
Vida y literatura= Literatura y vida.
Te gustan las novelas de Danielle Steel? yo diría que sí. Además, Oliveira estaba bien chalado.
Sr. Rodríguez, por qué no se anima usted y se lanza guitarra en mano una canción por la ventana de su cocina, quizás al ver la competencia su vecino se anime.
Buena idea Sr. Anónimo, tomé la aventura Sr. Rodriguez, quizá logre dar el paso, a su vecino.
Ana.
Lástima que perdí mi guitarra....
Qué culerada! Parenla, pleeze
Cierto. Stop here!
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