Por Enrique Vila-Matas
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No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea. ¿Cómo voy a ser Antoni Casas Ros? De acuerdo en que su condición de escritor invisible -su rostro quedó desfigurado por un accidente y no quiere aparecer en público, no le han visto nunca ni sus editores ni su agente- permite toda clase de especulaciones. De acuerdo en que resulta, además, sospechoso que encabece su primera novela, Le théorème d'Almodóvar, con una cita de Roberto Juarroz y que esa cita haya sido una especie de amuleto de mis últimos libros: "En el centro del vacío hay otra fiesta". Y de acuerdo también en que, al comentar en Le Nouvel Observateur su admiración por Cortázar, Calders, Bolaño, Fresán, Murakami y otros -una lista de autores favoritos asombrosamente parecida a la mía-, ha contribuido aún más a crear equívocos, incluidos los de que yo mismo me he creado dentro de la confusión propiciada por la necesidad constante de ser otro.
Pero, ¿cómo voy a ser Casas Ros, que nació en la Cataluña francesa en 1972 y vive ahora en Roma y antes en Barcelona, Niza y Génova y escribe en lengua francesa y su madre es italiana del Piamonte y su padre es catalán, un acomplejado inmigrante que le privó de un contacto con su "cultura de sangre" al pretender que le vieran como francés, lo que, en revancha, inyectó en el hijo la convicción de que su alma es catalana? No, no soy Casas Ros, como tampoco creo que lo sea Sergi Pàmies, que el otro día en Libération comentaba que en un FNAC de Barcelona compró Le théorème d'Almodóvar de un tal Casas Ros, publicado por Gallimard, y enseguida escuchó ciertas músicas del azar y cayó en la cuenta de que él, Sergi Pàmies, escritor catalán nacido en Francia que escribía en catalán, se disponía a leer en Barcelona la novela en francés de un francés de origen catalán que vivía en Roma.
¿Pero quién es Casas Ros? En El teorema de Almodóvar, que acaba de publicarse en su versión española, puede verse que es pariente lejano de aquel clérigo que llevaba un velo negro en el rostro en un cuento de Hawthorne y al mismo tiempo es alguien que no escatima elogios hacia la escritura como medio de supervivencia y de sabotaje. Y no es para menos, porque aquélla le ha salvado la vida. Leyéndole, veo que coincido con muchos de sus ángulos de visión de lo literario y que, sobre todo, no puedo más que envidiarle, porque Casas Ros es en el fondo lo que yo hubiera querido ser: un escritor francés sin imagen, y un enamorado, en la distancia, del factor catalán.
La novela cuenta la historia del propio Casas Ros: "Nadie me ha visto desde hace quince años. Para tener una vida, hace falta un rostro. Un accidente destruyó el mío y todo se detuvo una noche, a mis veinte años. Desde entonces he leído con pasión, y aparte de eso no he tenido gran cosa que hacer. Desde la Vita nuova hasta Los detectives salvajes, ningún escrito autobiográfico se me ha pasado por alto...".
Nadie le puede ver. Al principio creyó a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle su semblante de estilo cubista y hoy su cara remite a "una foto movida que puede recordar vagamente a un rostro". Nadie le puede ver, pero en el libro establece contactos con Lisa, un transexual, y con el cineasta Pedro Almodóvar, relaciones que le van abriendo perspectivas. La abstracción a la que somete su vida social le permite descubrir un mundo de regiones inferiores que, abierto a los espacios más inéditos de los márgenes, le permite vivir y comunicarse sin tener que imponer a nadie -la literatura es su salvación- su rostro de catalán desfigurado.
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Se diría que el invisible Casas Ros, que vive en la literatura, desgarra con fuerza el papel al escribir. Es como si lo agujereara con un procedimiento similar al del accidente que sufrió, como si hubiera considerado necesario que en el libro asomara el deterioro, el desgaste, el hundimiento al que debe someterse toda escritura que quiera exponer al mundo un accidente como el que le privó de una existencia normal y le dejó sin vida social, una vida agujereada. Desde entonces no sale de día y, a la manera de un fantasma de la Ópera, sólo vagabundea en las noches cerradas, mezclándose de lejos con hombres y mujeres, a los que mira como si tuviera lentes de orfebre: extraña forma de vida.
"Escribo únicamente para comprender cómo puede haber otra fiesta en el centro del espacio vacío", dice esta especie de hombre elefante con rostro cubista, dotado de un talento especial para las matemáticas, que vive refugiado en el álgebra, Newton, los libros, los teoremas cubistas y el cine, y cuya escritura se abre a grandes horizontes y fiestas de soledad que seguramente habrán de obligarle en el futuro a permanecer siempre oculto, lo cual no deja en cierta forma de parecerme envidiable, pues ya me gustaría a mí poder cultivar la presencia de mi ausencia para desde la tabla rasa, desde el grado cero de la literatura, hacerme fuerte y sacar hondo partido de esa situación de invisibilidad que permite contemplar a los otros desde un radical realismo interior.
"Me gusta esta terraza, pero mi vida está complicándose demasiado", dice el narrador hacia el final del libro, y creo que acierta al intuir futuras dificultades, porque si bien es verdad que ha dado con una terraza y una poética insólita de espacios inéditos, también lo es que, si desea mantener ese discurso solitario, tendrá que mantenerse en sus trece y pagar el duro tributo de no ser jamás visto en la vida. Se ha metido en un buen lío este catalán oculto en Roma. Si me preguntara, le diría que, a pesar de todo, no deje pasar tan fantástica oportunidad y perspectiva para su literatura de noctámbulo solitario, y que bajo ningún pretexto abandone la atalaya cubista. "Una vez dentro, ya hasta el cuello", que decía Céline.
30 de marzo de 2008
© Diario EL PAÍS S.L.
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