Ilustración de Sciamarella
Por José Carlos Llop
Tengo en una estantería de mi estudio la fotografía de un cuadro de Pelayo Ortega titulado Bosque. Sobre un fondo verde azulado hay en él unos troncos negros que surgen del suelo y unos haces de luz neblinosa que surgen del cielo. Entre ambos -troncos y haces- hay al fondo un ciervo misterioso que cruza el silencio y la escena vacía. El cuadro es de 1990 pero si pensamos la vida como una larga sinfonía, de ese movimiento podría haber nacido la imagen -el acorde- de otra escena silenciosa, esta vez cinematográfica. Me refiero a la película The Queen, en el momento en que con su Land-Rover estropeado junto a un lago de Balmoral, la Reina de Inglaterra ve surgir del bosque un ciervo majestuoso, con los ijares humeantes, que la mira, estático y con un aire más solemne todavía que el que pudiera tener Isabel II en la cena que ofreció al presidente Sarkozy y Carla Bruni. Efectivamente: hay en el ciervo una realeza que entronca con la poesía y con el misterio, si es que ambas cosas no participan de lo mismo.
Lo sabían los guerreros antiguos que utilizaban sus astas como estandarte, lo supo Walt Disney al dibujar la escena de la aparición del padre de Bambi tras la muerte de la madre a manos de los cazadores -una escena que forma parte de la educación sentimental de varias generaciones- y lo sabe el pintor Dis Berlin, que es el pintor español que más siluetas de ciervo ha pintado en sus telas y collages: el ciervo como símbolo de felicidad más allá de lo terrenal.
Últimamente se ha incorporado un nuevo ciervo al mundo. El ciervo del recién estrenado novelista Antoni Casas Ros, un hombre del que apenas se sabe nada y se quiere saber más. De padre español y madre italiana, Casas Ros -que escribe en francés- es un hombre sin rostro, como el protagonista de su novela, El teorema de Almodóvar. O mejor: un hombre con el rostro borrado. En su caso, el ciervo no es un símbolo mayestático o de felicidad, sino la causa de su desgracia y la máscara bajo la que oculta su rostro. La desgracia nace en un accidente de automóvil provocado por la súbita aparición de un ciervo en la carretera y acarrea la muerte de la novia de Casas Ros y la muerte del rostro de Casas Ros, confundidos ambos en los protagonistas de El teorema de Almodóvar, publicada ahora en España por Seix-Barral.
La primera vez que supe de él fue hace tres meses. Cenábamos en casa de mi editora, Jacqueline Chambon, cuando el crítico Alexandre Fillon me preguntó si conocía a Casas Ros. Lo siento, pero nunca he oído hablar de él, le contesté. «Pues él habla de ti en su novela -me dijo Fillon-, de ti y de tu libro El mensajero de Argel. Se ha publicado en Gallimard y en poco más de un mes se ha convertido en un verdadero objeto de culto aquí en París. Nadie le conoce. Dicen que vive en Roma y que es matemático. Que comunica con su editor y con la prensa a través de e-mail. Que nació en el Rossellón y no tiene rostro debido a un accidente automovilístico. Como en esa película española, Abre los ojos, su título».
Al día siguiente me regalaron El teorema de Almodóvar y pude comprobar lo que me había contado Fillon y también que su protagonista y el de El mensajero de Argel viven en sendos apartamentos desde donde contemplan los muelles y el lento movimiento de cargueros y transatlánticos. A las dos semanas de mi regreso aparecía en Le Nouvel Observateur una ciberentrevista con Casas Ros, titulada "El hombre sin rostro", ilustrada con la fotografía de un hombre de americana y corbata, cuya cabeza era la de un orgulloso ciervo de potente y musgosa corona astada. Pensé en el ciervo de Pelayo Ortega, en la pintura de Dis Berlin, en el padre de Bambi sobre la nieve -primer símbolo generacional del padre ausente-.
Y recordé que, en mi infancia, tuve un jersey con ciervos que me iba grande y luego me fue pequeño, sin interregno de uso, un jersey que jamás pude llevar siendo el jersey que más me gustaba de todos los que tenía. En esa entrevista, Casas Ros decía que la escritura era una especie de bálsamo que él aplicaba sobre su rostro, tremendamente marcado por el accidente. Un rostro, decía, entre la realidad objetiva y el mundo más misterioso de las sombras. Como la literatura, añado yo, y su enigma, basado también, ese enigma, en una repentina disolución del yo.
O de su documento de identidad, entre la realidad objetiva y el misterio del personaje que vive en las sombras, pese a reconstruirse en un mundo que está permanentemente bajo la vigilancia de los focos, de los flashes, de las cámaras.
Porque el enigma del ciervo de Casas Ros -el enigma Casas Ros- va más allá y revolotea en el capricho. Nadie sabe si Casas Ros es Casas Ros, o si es un apócrifo bajo el que se oculta el secreto de otro autor ú otros autores. O mejor: de su deriva nace el empeño exterior de que Casas Ros no sea Casas Ros, sino una máscara sin rostro bajo la que se oculta otro rostro. Como si la voluntad contemporánea de transparencia -la anulación del territorio de lo privado- impidiera la existencia de un misterio cuya realidad no fuera más que la verdadera existencia de Antoni Casas Ros, novelista y personaje al mismo tiempo. Ese hombre que vive en Roma y sólo sale de noche -como El fantasma de la Ópera se ha repetido una y otra vez-, que se comunica con su nuevo mundo -el propiciado por su literatura- vía internet y que dice que Bolaño, Calders, Fresán o Vila-Matas, son algunos de sus escritores favoritos.
Queda claro que Casas Ros no puede ser Roberto Bolaño, ni Pere Calders, por razones obvias, pero voces hay que han apuntado a Enrique Vila-Matas -vacíos, abismos y exploraciones, con Juarroz al fondo-, otras a Fresán, e incluso a Sergi Pàmies -que nació en Francia y escribe en catalán, al revés que Casas Ros- y a Eduardo Mendoza -no sabemos por qué razón-. Como si estuviéramos ante un nuevo Jusep (sic) Torres Campalans, ya saben, aquel pintor que inventó Max Aub en un libro con cuadros incluídos.
Sorprende en el apogeo literario de la llamada autoficción, tanto el escepticismo como la voluntad española de que Casas Ros sea uno de los nuestros.
Por si acaso, Vila-Matas se ha apresurado a desmentir el rumor: «No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea». Mientras tanto, El teorema de Almodóvar, en Francia, hace tiempo que ha cruzado la barrera de los diez mil ejemplares. No sé en España. Lo que sí sé es que ya nunca podré mirar la fotografía de la pintura boscosa de Pelayo Ortega, sin advertir en el ciervo la sombra de Casas Ros y su aventura en un apartamento de Génova, adorando a Newton y vigilando el cruel rostro del mundo, consciente de que en el centro del vacío, hay otra fiesta. La suya. La nuestra porque él -sea quien sea él- así lo ha querido.
Y los días pasan mientras un ciervo -que es un enigma- sigue recorriendo Europa en pos de la sombra de su autor, que es otro enigma, en una sociedad -la occidental- que se resiste a creer en los enigmas, aunque sean minuciosamente descritos en un libro que sólo es literatura. Nada más y nada menos que literatura.
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