Tercer Mundo, de Wilfredo Lam. Fuente: danielmontoly.blogspot.com
Por Giovanni Rodríguez
Cuando nuestro mundo es demasiado pequeño y además seguimos viviendo en el mismo sitio de siempre, ese mundo se vuelve más pequeño todavía. Perdemos nuestra capacidad de asombro por estar condenados a ver las mismas cosas todo el tiempo. Las caras se vuelven aburridas. Las mujeres, a fuerza de verlas todo el tiempo, pierden su atractivo en nuestros ojos. De vez en cuando ocurre un cambio mínimo pero pronto ese cambio se vuelve también parte de la rutina. Por eso irremediablemente tendemos a la repetición. Somos lo que fueron quienes estuvieron antes de nosotros. Decimos lo que dijeron los otros. Nadie hace algo nuevo, nadie dice algo nuevo. Somos sombras. Somos las sombras de otras sombras. Nuestro pequeño y miserable mundo se vuelve, sin saberlo, una parodia de sí mismo.
Imagínenme viviendo así, ahí, en H, convertido en un ser miserable y repetitivo en el mismo pequeño y miserable mundo en el que había vivido durante veintisiete años. En los últimos años todo había cambiado un poco, sin embargo. Había abandonado todo aquello para lo que me preparé en la vida: mi trabajo en un banco, mi carrera de administración de empresas; y había olvidado a mis primeros amigos, mis primeras novias, mis primeras aficiones, mis primeras formas de vida. Ahora tenía un trabajo muy mal remunerado de profesor de español en un colegio a cuyo director solamente le interesaba superar el volumen de la matrícula cada año. Por fortuna no me exigían ahí que asistiera a las estúpidas “reuniones de maestros” de cada semana, ni que me incorporara a las “actividades de motivación”: excursiones, paseos, fiestas, cenas, etcétera.
Después de un tiempo de, llamémosle, “holgura académica”, decidí también cambiar de carrera en la universidad. Ahora estudiaba Letras. Imagínenme antes, por aquellos días en que aún estudiaba administración de empresas, escuchando a un profesor encorbatado y excesivamente serio hablar de eficiencia y eficacia, de productividad, de fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas, y de muchas otras pendejadas de las cuales yo apenas percibía un murmullo a lo lejos, en el último asiento en una esquina del aula, mientras leía que a Joseph K lo despertaban en su habitación para comunicarle un arresto inexplicable.
Ahora tenía más tiempo para dedicarme a las cosas que de verdad me interesaban. Había podido terminar de corregir mi novelita. Pero, ¿qué seguía entonces? ¿La publicaría algún día? Estaba seguro –y cuánta razón tenía- de que no sucedería pronto. Mi sueldo de profesor no me ajustaba a veces para comer y mucho menos para planear una edición de mi novelita. Además, en H no existían editoriales serias como para enviarle a alguna de ellas el texto y que ahí lo evaluaran para una eventual publicación. Nada de eso. ¿A qué puede aspirar entonces un escritor en un país como H?
Cuando publiqué mi primer libro de poesía tenía la vaga esperanza de que generara algo de crítica escrita, pero ahora que han pasado los años y que de ese libro algunos sólo saben recordar el color de la portada, me viene a la mente una cita que leí en un artículo de Gabriel Zaid en Letras Libres: “Publicar un libro de poemas es como dejar caer un pétalo de rosa en el Gran Cañón y esperar el eco”. La cita es de un escritor que desconozco: Tony Augarde, en The Oxford dictionary of modern quotations.
Así que quien decide convertirse en escritor en H tiene de antemano la pelea perdida. Es lo que pienso ahora que repaso los años de mi vida que he decidido dedicar a la literatura sin importarme nada más. Por eso no me preocupo por esa novelita inicial. Escribo, aun considerando la pelea perdida. Doy la batalla al menos, como diría Bolaño.
2 comentarios:
Dar la batalla es de valientes, aunque la mayoría caigan vencidos.
Pero es que además de los que caen vencidos están los que ni siquiera alcanzan a dar la batalla. Y para aspirar a eso no basta con las ganas.
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