Tegucigalpa, de noche.
Por Giovanni Rodríguez
Recuerdo las primeras veces que fui a la capital cuando era niño. Percibía todo diferente allá, lejos de mi pueblo; sentía, y con razón, que era un mundo completamente distinto al que yo conocía. Tenía apenas diez años y sin embargo recuerdo cuando las personas de la capital se referían a mí como “el niño que viene de provincia”.
Tres años después acabaría viviendo entre ellos. Para entonces, ya había hecho unos cinco o seis viajes de exploración a ese mundo desconocido y grandioso que era la ciudad más importante del país, me había ido acostumbrando a que se me reconociera como “el niño de provincia” sin que hasta ese momento yo identificara en ese mote la pequeña dosis de exclusión que contenía.
Para los de la capital ser capitalino significaba estar ubicado en un escalón superior en cualquier aspecto de la vida: un capitalino era más listo, estaba más informado y por lo tanto tenía menos capacidad de asombro que un provinciano, lo cual le permitía desenvolverse en la vida (en la vida capitalina al menos) de una manera más eficaz; y todo eso es cierto, pero sólo en la medida de la timidez inicial del provinciano en la capital. Yo era muy tímido entonces, pero a la vez cauteloso y astuto. Sabía identificar plenamente todo aquello que me ayudaría a sobrevivir en la urbe y por consiguiente, suprimía de mi modo natural de proceder todas aquellas manías provincianas que obstaculizarían mi rápida inserción en el mundo idealizado de la capital.
Hoy, dieciséis años después, me río de todo eso. Porque si bien es cierto yo no era más que un niño de provincia en la capital, tampoco es cierto que ellos, los capitalinos, fueran gente cosmopolita. En realidad todos éramos más o menos provincianos, viviéramos en Tegucigalpa o en San Luis del Pajón, en San Pedro Sula o en Tangamandapio. Y seguimos siendo igual de provincianos ahora, aunque hace tiempo nos haya llegado Internet y hayamos empezado a formar parte, sin querer y sin saber, de un mundo globalizado.
Parece que estuviéramos condenados a ser eternamente habitantes de Macondo, amantes del guaro y la ranchera, seguidores de cuanto mequetrefe nos vaya imponiendo la historia, aspirantes a sabios desde el diletantismo, fanáticos de La Biblia y defensores de la idiotez absurdamente disfrazada de moral.
Así somos, provincianos desde el hígado a la médula, tercermundistas mentales, especímenes curiosos para el mundo entero. Somos el tópico que se confirma en cada muerte violenta, en cada escándalo por corrupción, en cada cruzada evangélica en un estadio de fútbol, en el enfoque noticioso por parte de los medios de comunicación (y en lo pésimamente escritos y dirigidos que están, dicho sea de paso).
¿Qué nos queda a los que siempre nos hemos sentido algo extranjeros en este desolado paisaje provinciano? Dos posibilidades: el pacífico alejamiento, la práctica Zen de la lectura en casa, sin salir nunca, o el exilio más o menos voluntario y un cierto afán de destruir la puta patria para que después, sobre las cenizas, podamos soplar y quizá descubrir un vestigio para la esperanza. La decisión depende del temperamento de cada uno.
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