Vista interior del coffe shop The Doors.
Por Giovanni Rodríguez
Salí del Blue Bird media hora más tarde, apestoso a marihuana pero sabiendo que esa circunstancia en Ámsterdam no constituye ninguna posibilidad delictiva. Me interné en la ciudad por unas hermosas callejuelas en las que, de cualquier parte, emergían grupos de yonkis, en su mayoría negros, ofreciéndome todo tipo de drogas, generalmente adulterada, como me informaría más tarde un empleado del hotel. Crucé dos pequeños puentes curvos y llegué al New Market, un edificio inmenso que a pesar de su nombre me daba la impresión de tratarse de un hotel y no de un centro comercial. Tenía dos torres a los lados, semejantes a molinos de viento, el símbolo de la ciudad.
Una oportuna mirada hacia la izquierda, en diagonal con el New Market, me ofreció la panorámica de otro sugerente coffe shop: el coffe shop The Doors. Debo entrar ahí, me dije, pensando que si no lo hacía estaría faltando a la amistad de Ricardo, el primer fanático de Morrison en Honduras, quien se ha jactado siempre de haber conquistado a la madre de su hijo sólo porque el día en que por primera vez ella lo vio, él andaba vestido con sus jeans rotos y sucios y su camiseta negra con Jim Morrison en el pecho.
Al lado del coffe shop de los Doors había otro: el Rocker, del que salían, junto con el olor a hierba, las notas de una canción de Yes que no supe identificar, pero yo ya había decidido entrar a saludar a Morrison y así brindarle un modesto homenaje a Ricardo. Opté por la mínima consumición: un porro de la variedad que quisiera por un euro solamente. Uno de Purple Haze entonces, pensando en la canción de Jimi Hendrix, lo que consideré una pequeña traición al lugar, a Ricardo y al mismo Morrison, pero esto era algo de lo que ni Ricardo ni Morrison iban a enterarse nunca. Me sentó muy bien el cigarrito, porque justo al empezar a fumarlo empezó a sonar Riders of the Storm. El efecto de la hierba no me impidió, sin embargo, pasar revisión del lugar: espacio reducido y muy poco iluminado; a derecha e izquierda de la barra, mesas bajas cada una con una silla a un extremo y un asiento en el otro, adosado a la pared; bajo el bar, una montaña de Cd´s; y todo decorado, cómo no, con afiches de los Doors.
Volví a pensar en el hipotético mundo feliz compuesto esencialmente por hombres y mujeres jóvenes que fuman marihuana y escuchan a los Doors, a Led Zeppelin, a Black Sabbath mientras hacen el amor en el suelo de Woodstock, pero recordé que eso ya había sucedido hace más de treinta años y decidí olvidarlo y pensar en otra cosa.
Después de salir del coffe shop me dispuse a recorrer sanamente las calles de la ciudad. Descubrí entonces las cabinas de putas de las que bien me había informado por Internet, que consisten en escaparates con un tubo rosa alrededor del cual las chicas hacen sus movimientos para invitar a los incautos como yo en esa ocasión a que les echen, en una habitación minúscula detrás de la cabina, un polvo por unos 60 u 80 euros la media hora. Pronto pude comprobar que una calle típica de Ámsterdam contiene una cabina de putas, una sex shop, un coffe shop, un bar, otra cabina de putas, otro coffe shop, etcétera, un paisaje hermosamente repetitivo.
El día siguiente, antes del mediodía, salí del hotel y me dirigí caminando a la Central Station. Y cuando el tren había emprendido la marcha, Ámsterdam me pareció una ciudad infinitamente grande e inagotable, una ciudad que a pesar de sus tópicos, de su aroma y su paisaje, te invita a volver y a quedarte ahí definitivamente.
1 comentario:
gracias por describir un lugar a donde todos tuvieramos que parar algun dia, creo que despues de leer como describe de bien este paraiso, me han dado ganas de largarme de una vez para alla...gracias por convencerme de que morrison es camarero en amsterdam
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