Salman Rushdie fotografiado por Daniel Mordzinski. Fuente: MOLESKINE LITERARIO
Por Giovanni Rodríguez
En la anterior entrega de este Café Kubista decía que representa un problema exponer las ideas propias cuando se es joven, ya que en el futuro, cuando llega el momento de confirmar o modificar esas ideas o incluso de renunciar a ellas, uno debe armarse de valor y convicción para defenderlas o aceptar que todo lo dicho ha sido sólo un error más en nuestras vidas. Pues bien, pensando en el asunto éste del peligro de exponer las ideas, me acordé de algunos escritores que son perseguidos por haber dicho o escrito algo que afectaba a alguien poderoso, y me acordé también de los que han padecido lo mismo en el pasado.
Son muy conocidos los casos, entre muchos otros en Cuba, de Reinaldo Arenas y de Heberto Padilla, ambos víctimas de la represión política por considerarlos subversivos; es muy conocido también el caso de Salman Rushdie, sobre quien, a raíz de la publicación de su novela Los versos satánicos, un líder musulmán emitió una fawta, una sentencia de muerte que hasta la fecha no ha sido revocada y que lo obligó en los primeros años a vivir oculto en las casas de sus amigos. Más recientes son los casos de Roberto Saviano en Italia y de Nedim Gürsel en Turquía, el primero por retratar en su libro Gomorra el teje y maneje de la mafia napolitana y que se la pasa en permanente huida pues la mafia también se la tiene jurada; y el segundo por la publicación de su novela Las hijas de Alá, considerada blasfema, que lo llevará pronto a un juicio absurdo.
Algo parecido le había ocurrido al premio Nobel también turco Orhan Pamuk cuando en 2004 fue llevado a juicio por “insultar y debilitar la identidad turca” en un periódico suizo, y en una noticia reciente informan que podría enfrentar nuevas demandas por los comentarios que realizó sobre la muerte de armenios durante la Primera Guerra Mundial.
Son muchos los casos en los que un escritor ha sido acusado o perseguido por motivos como los ya mencionados, motivos que sólo tienen justificación en sí mismos y que se derivan de la estrechez con la que miran quienes se encargan de levantar el estúpido índice acusador.
En nuestros países latinoamericanos no somos tan extremistas como en Turquía, pero cada día “avanzamos” hacia formas de estupidez que en el futuro quizá podrían derivar también en reacciones extremistas. Es sorprendente cómo la hipocresía y la mojigatería van ganándole el terreno a la razón y a la cordura sin que nadie dé muestras de hartazgo. Vemos con absoluta normalidad, por ejemplo, que en un canal de televisión un grupo de estafadores se dedique a pedirle dinero a la gente en nombre de “la gloria de Dios” pero muchos considerarán blasfemo o irrespetuoso a cualquiera que diga que eso es un robo.
Se percibe cercano el día en que la represión contra quienes tenemos la capacidad de indignarnos ya no se manifieste en casos aislados sino que funcione como forma natural de proceder por parte de quienes provocan nuestra indignación y nuestro irrespeto. Por ahora, mientras ese peligroso futuro se mantiene apenas como una amenaza latente, tendríamos que ser nosotros quienes levantáramos la mano y señaláramos con nuestro índice acusador a todo aquello que consideramos un atentado contra nuestra dignidad, tendríamos que ser nosotros los primeros en indignarse, los primeros en hacerles ver a toda esa pandilla que no todos somos como ellos, que entre nosotros encontrarán un poco de resistencia. Pero, ¿quién se atreve? Muy pocos, o casi nadie.
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