JLBorges cuando trabajaba de bibliotecario.
Por Héctor Abad Faciolince
Alguien dijo alguna vez que hay tres tipos de personas: las que viven la vida, las que la escriben y las que la leen.
Si pienso en el primer tipo, recuerdo a un amigo mío, vividor, que —como me lo explicó una vez Santiago Gamboa— “se pasó la vida tratando de empezar una nueva vida”. Nada, ni lo más desaforado, le parecía nunca suficientemente vital. Empezó tantas vidas que no terminó ninguna y al final vivió con tanta intensidad cada una de ellas que resolvió que nadie le iba a quitar el último pedazo de vida que le quedaba y terminó quitándosela él mismo.
Del segundo tipo de persona, los que escriben la vida, o mejor, los que dedican la vida a escribir, no se me ocurre mejor ejemplo que el de Gustave Flaubert. Se impuso a sí mismo la rutina más sosa y carente de interés que pudo —repetitiva, sobria, retirada— con el único fin de vivirlo todo en su obra. Esto le dijo en una carta a Louise Colet: “Llevo una vida áspera, carente de toda alegría exterior y lo único que me sostiene es una especie de rabia permanente. Amo mi trabajo con un amor frenético y pervertido, como un asceta el cilicio que le araña el vientre. Escribo con regularidad unas diez horas diarias, y si me molestan, me pongo frenético. Ya no espero nada de la vida excepto unas cuantas hojas de papel que emborronar de negro”. Y este era su dogma práctico: “Hay que vivir como un burgués y hay que pensar como un semidiós”.
Los del tercer tipo son personas que dedican su vida a leer. Son, de algún modo, vividores vicarios. Todo lo que no aman, todo lo que no lloran, todo lo que no luchan o trabajan, lo experimentan en los libros. No se me ocurre un ejemplar más acabado de esta especie que ese viejo lector ciego, Borges, que vivió más bien poco, escribió maravillas, y leyó o le leyeron sin parar. Su lema, no por excesivamente citado, deja de seguir siendo hermoso: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
Quizás estos tipos de hombre correspondan también a una diferencia de carácter más honda, que ya no es ternaria sino binaria: aquellos que prefieren la vida activa frente a los que escogen la vida contemplativa. Hay quienes hacen y hay quienes piensan; están los que hablan y otros que se muerden la lengua. Por supuesto que no es necesario vivir exclusivamente de una manera. Se puede vivir, con distintas proporciones, a ratos en la realidad y a ratos en el sueño. Borges, por ejemplo, en sus 86 años de vida, estuvo casado 17 meses con su primera esposa, y con la última tres. Es poco, pero es algo. De Flaubert se dice que se retiró del mundo después de que contrajera la sífilis en un aventurero viaje de juventud a Egipto. No le quedaron ganas de una vida de excesos.
Por deformación profesional he citado casos de escritores, pero supongo que algo parecido ocurre en otras profesiones. Todos conocemos adictos a la sociedad y cusumbosolos. Si me preguntaran qué quisiera más para mí (o para mis hijos), si una vida intensamente vivida, o una vida leída, o una vida dedicada a un oficio retirado como las matemáticas o la escritura, no sabría responder con una receta. Flaubert, cuando escribía sobre una pobre mujer adúltera, vivía con tanta intensidad su adulterio como si fuera él el pecador. No creo que el gozo de Borges leyendo a Kipling fuera menos que el de un viajero en India.
De mí puedo decir que me gusta vivir lo que leo en los libros. Si el protagonista toma ginebra, no puedo resistirme a servirme una. Si un personaje es celoso, acabo haciendo una escena de celos en mi casa. Hace poco leí sobre un viejo escritor con cáncer de próstata y esa misma semana me medí el antígeno y pedí cita urgente con el urólogo. Y por otro lado, muchas cosas que vivo me provoca escribirlas, acomodándolas algo en el recuerdo, y otras que me imagino, me encantaría llevarlas a la vida real. No he podido saber a qué tipo humano pertenezco. No concibo vivir, en todo caso, sin escribir cada día, sin leer cada noche, ni sin salir a disfrutar a ratos el espectáculo del mundo.
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