Era tan bella
que no te hubieras atrevido a amarla
Apollinaire
Una muchacha me trajo al mundo
precedida por un vuelo dulzón de abejas
que permitían hacer el amor a la sombra.
Nunca estuve tan lejos de la sed.
La sabiduría del amor reside en esto:
plantar un buen paisaje en la ventana.
Hecha para la dulzura de una cuadro,
la edénica pareja se besaba,
más que amar se besaba.
La serpiente llegó con su dialéctica
y resultó que había contradicción de clase
y que éramos distintos como sabían todos:
libros leídos con los mismos ojos,
poemas escritos con las mismas manos
habían consumado nuestras máscaras.
Fue así como marché por la calle del fondo
con un frío
que más que nunca la necesitaba.
Y ahora vienen las acusaciones
de los que no conocen la delicia
de ese árbol de pereza.
“Necio”, dirán, “se enamoró
de una mujer a veces deslumbrante
que lucía mejor en un salón de té
repetido hasta el vértigo
que en el apartamento de un poeta
donde a todo olor se mezcla la duda
y el agua es rancia”.
Y dirán todavía: “Vanidoso.
Haces escándalo porque no tienes
a todas las muchachas de tu parte,
o mejor dicho aquellas
que ha dotado la burguesía de una espaciosa esgrima.
Ahora lloras con la herida abierta,
cuando debías desbrozar tus filos”.
Tenéis razón, camaradas. Ya no permitiré
que otra de ésas abuse. Pero dejad que me reserve
algo para mí, una pequeña justificación lírica:
Tenía unas nalgas tan bellas
que no te hubieras atrevido a odiarlas.
José Luis Quesada