Por Giovanni Rodríguez
Hace como cuatro años presencié la muerte por suicidio de una mujer. La vi tirarse desde la azotea de un hotel del Centro. No sé cómo llegó hasta ahí, porque, según las declaraciones posteriores de los empleados, reproducidas por la prensa local, no hay manera de que alguien acceda hasta ese sitio si no es atravesando la suite, y ésta se encontraba desocupada y bajo llave.
El caso es que la vi quedarse largo rato viendo hacia abajo, a la calle, al parque, a la gente que caminaba por el parque. Yo estaba en el cuarto piso de un edificio cercano, en un balcón al final de un pasillo, esperando que dieran las cinco de la tarde, que era la hora en la que debían llegar los amigos, para tomarnos un café y hablar un rato.
Al principio pensé, distraídamente, que se trataba de alguna empleada que había llegado hasta ahí para fumarse un cigarro o simplemente para ocupar en la contemplación del paisaje urbano el prolongado rato de ocio del que disponía, pero cuando, después de olvidarla por un momento, volví a ver hacia el lugar en donde estaba y la encontré sentada, con las piernas hacia el vacío, en el delgado muro del balcón, supe que en la cabeza de esa mujer sólo podía estarse fraguando la idea del suicidio.
No hice nada, no podía haber hecho nada. Me quedé viéndola durante un tiempo casi interminable, como si, inconscientemente, estuviera agradeciendo la posibilidad del espectáculo al que el azar me invitaba a asistir. Hasta que la mujer se impulsó hacia delante y cayó uno, dos, tres segundos después, sobre la acera del hotel.
El cuerpo quedó boca abajo, sobre una mancha de sangre que apenas sobresalía de los límites de su cuerpo y de su ropa, con la cara destrozada desde su nariz hacia el lado derecho, que es donde se había producido primeramente el impacto, y con las piernas orientadas hacia la calle, una de ellas vuelta del revés. El tráfico se volvió lento en el tramo de la calle frente a la escena, mientras las voces de alarma de los espectadores se confundían con las bocinas insistentes de los carros de más atrás.
La imagen me ha perseguido durante todo este tiempo y me ha hecho pensar en mi propio suicidio. ¿Cómo haría yo para suicidarme si algún día lo decidiera, si en uno de esos arranques de adolescente incomprendido tomara la decisión de buscar la muerte? ¿Qué generaría el acontecimiento de mi muerte voluntaria en mi familia, entre mis amigos? Absolutamente nada. La familia probablemente lloraría dos, tres semanas; en mi mamá acabarían acentuándose los achaques que ahora empiezan a aquejarle; en mi papá se despertaría un sentimiento extraño: el de la nostalgia, y adquiriría la costumbre de quedarse durante largos espacios de tiempo viendo al vacío, sin pensar en nada; los amigos acabarían tomándome de pretexto para sus borracheras y lamentando, con gran solemnidad, mi temprana desaparición del mundo de la literatura; acabaría yo siendo otro de esos mitos de la historia del arte, sólo que a escala local. Y todos recordarían de vez en cuando mis peores chistes y mis mejores poemas; y quizá alguien se encargaría de publicar póstumamente mi novelita, esa que desde hace meses intento publicar sin éxito.
¿Y qué si decidiera morir ahora mismo? Pero no hablo de morir en el sentido estricto de la palabra. A estas alturas de mi vida el suicidio se me antoja una salida demasiado romántica, cursi, estúpida. Hablo de morir para los demás, no para mí. Hablo de desaparecer de la vida de todos, de esfumarme, de irme en cualquier momento a la mierda sin avisarle a nadie. ¿Qué pasaría? ¿Hasta dónde sería capaz de alterar, con mi “muerte”, la paz de los demás?
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