Del fuego, en un principio,
los dioses de los primeros hombres
que lo vieron y lo amaron fueron haciendo, solos,
la mujer.
Esculpieron temblando sus senos absolutos,
la ondulación del pelo,
la copa de su sexo, más complicada, por dentro,
que el interior de un caracol marino.
Delinearon a pulso la sombra de su sombra,
la curva y mordedura de ese juego del fuego
que sabe a rojo virgen debajo de la lengua
y levanta
la súbita belleza de una brasa en los ojos.
Desde entonces, su cuerpo
se hizo pudor tocable en carne y hueso.
Digo mujer,
la sal dulce de la palabra poesía.
Roberto Sosa, Máscara suelta