Por Giovanni Rodríguez
De la misma manera que existe la comida chatarra, hay también arte chatarra. Entre los más comunes representantes de esta rama están esos cantautores que, tras la excelente acogida de su primer disco por parte de la masa que escucha la radio, hacen el segundo con los mismos cuatro acordes que el anterior.
También están los pintores que, conformándose con las nada despreciables ganancias que les genera la venta de sus bonitos bodegones o sus paisajes bucólicos, olvidan por completo que su posible talento podría dar para algo más, quizá para indagar, con una voluntad de riesgo, en el propio sentido del arte, que busca siempre la innovación pero sin dejar a un lado aquellos problemas inherentes a la condición humana.
Y están, además, los novelistas que no se permiten otra cosa que no sean esos simples ejercicios de verborragia, que no buscan más que escribir bien y bonito, como si la vida fuera siempre buena y bonita y no hubiera que deformarla a veces, retorcerla, violarla hasta hacerla sangrar, forzarla a decir en la ficción todo eso que los moderados se resisten a decir por el inmenso horror que les provoca el exceso.
Los artistas chatarra abundan y es normal verlos en los noticieros o en los periódicos, desplegando todo su arsenal de charlatanería portátil, informándole al mundo de su llegada mesiánica a nuestro pobre huerto de ignorantes.
Por lo general, alcanzan el éxito tempranamente y gozan de un gran prestigio en nuestras sociedades mediáticas cuyos miembros están desprovistos de criterio propio y no hacen más que repetir las opiniones del presentador del telediario o las que le escucharon a algún eterno parroquiano de café.
Los artistas chatarra buscan satisfacer la demanda, complacer al cliente, ofreciéndole un producto de buena apariencia y fácilmente digerible, a un bajo costo y en la menor cantidad de tiempo posible. Luego de su consumo, el cliente se convierte en un pequeño animalito no con el estómago domado, sino con el cerebro domado. Porque el arte chatarra ejerce su dominio sobre aquello que identifica más débil en el individuo: su sensibilidad y su capacidad de pensar.
Es sabido que la mejor manera de disimular la incapacidad de mostrarse inteligente es fingir aburrimiento. De ahí que esa gran mayoría de seres anodinos que, inevitablemente, forman parte de nuestra existencia -los consumidores potenciales del arte chatarra-, manifiesten sin dudar y hasta con cierta estúpida altanería su aburrimiento ante cada obra de arte auténtica que vean, oigan o lean.
Fingir aburrimiento es la mejor manera entonces para evitar esos pequeños esfuerzos mentales que no constituyen más que “la normal respiración de la inteligencia”, como dice Borges. Y por eso los consumidores de arte chatarra se aburren ante cualquier obra de arte verdadera.
Sin embargo, no hay que despreciar el arte chatarra. De vez en cuando es agradable ver uno de esos cuadros con seres mitológicos que pinta Caicedo, o escuchar otra de esas canciones monocordes de Guillermo Anderson, o leer otra novela bananera de las que escriben con tanta pasión nuestros escritores. Y dejarse llevar solamente, sin sentir nada, sin pensar en nada, como si masticáramos una hamburguesa en McDonald´s, mientras vemos pasar la gente por la calle, del otro lado del cristal.
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