Fotograma de la película Caminé con un zombi (1943), de Jacques Tourneur.
Por Dennis Arita
En la adolescencia, que en algunos de nosotros se alarga demasiado, muchos queríamos una sola cosa: ser misteriosos. Para escribir nuestra leyenda éramos capaces de casi infinitas hazañas, o soñábamos con acometer experiencias que llamaran la atención de los demás, aunque secretamente lo único que intentábamos era vencer los temores de la niñez. Si nos lanzamos al río desde el risco más elevado queremos vencer nuestro infantil miedo a la altura de la cama, al comer lo que los demás no se atreven a ver sin sentir náuseas buscamos destruir nuestra aversión a los vegetales que nos servían en el almuerzo, cuando nos vamos adrede por la calle más oscura buscamos aniquilar el temor a las tinieblas que tantas veces nos hizo cubrirnos de pies a cabeza con las sábanas.
Los directores y los guionistas de cine son como adolescentes porque también desean vencer a cualquier costo a los fantasmas de su infancia. Hay una secuencia de imágenes que para mí es un secreto exorcismo de las sombras que nos mantuvieron despiertos cuando éramos niños; me refiero a la larga caminata por el cañaveral iluminado por la luna que emprenden Betsy Connell (interpretada por Frances Dee) y Jessica Rand (Christine Gordon) en la película Caminé con un zombi, dirigida por Jacques Tourneur.
Connell es una joven enfermera que viaja a la isla de San Sebastián para cuidar de Rand, cuya vida se reduce a un largo episodio de sonambulismo, tal vez provocado por fiebres tropicales. En ese sitio recóndito, conocido por sus leyendas y cultos vudú, donde "los nativos lloran cuando nace un bebé y celebran cuando hay un funeral", llevada por una convicción incomprensible que contradice su educación científica, Connell decide que una forma eficaz de devolverle la consciencia a su paciente es someterla a una curación mágica. Por ello, sale de la plantación de la familia Rand para llevar a Jessica al sitio donde los nativos practican elaborados rituales con espadas, agujas, muñecos y aves de corral.
La forma de filmar el viaje de Connell y Rand, que en la película dura varios minutos, es una demostración de cómo provocar temor: no se derrama una gota de sangre, la cámara se mueve a la altura de las rodillas de las dos mujeres en un tráveling que avanza sigiloso entre las matas de caña derribadas o torcidas, bajo una luz que no parece artificial o que, si lo es, es la luz de artificio más inquietante -y extrañamente hermosa- que haya visto. Nadie habla, y creo que ese silencio impuesto por la misteriosa condición de Jessica Rand, a quien ya los aborígenes consideran una zombi, es la clave del temor que nos invade sutilmente mientras las contemplamos vagar en la oscuridad en busca de un lejano refugio de chamanes.
El cine de terror, al que pertenece este filme de 1943, ha buscado desde siempre curar a alguien –a sus creadores, quizá al público- de sus miedos, no acentuarlos. Mucho de lo que vemos en una cinta terrorífica es lo que se ha dado en llamar experiencia vicaria, porque somos testigos de lo ominoso a través de los personajes cuyos hechos y milagros conocemos en hora y media de metraje. Sospecho que esa caminata nocturna por cañaverales poblados sólo por el ruido de cigarras, mientras nos posee la expectación de la magia y el horror primigenio, es un ejemplo de esa atracción por las tinieblas que marca la adolescencia, que en algunos dura demasiado.
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