viernes, 31 de octubre de 2008

Ulises

Fuente: http://egolucion.blogspot.com/

En el año 1973, Edilberto Cardona Bulnes (Comayagua, 1935-1991) obtuvo el Premio Hispanoamericano “Café Marfil” de España con la obra Los Interiores, poemario editado en el mismo país tras obtener el galardón. (En una débil e inconsistente Tesis sobre “La vida y obra del poeta hondureño Edilberto Cardona Bulnes”, y de reciente publicación con el título simpático de “Vida y obra de Bulnes el memorioso” (Editorial Universitaria, 2007), Leonel Alvarado nunca nos esclarece nada sobre la obra de este autor; procura ahilar en su planteamiento argumentos que planean en la nada sin vista de pista de aterrizaje, pero en la misma nos entrega un dato curioso que incita a la investigación o alimenta la ficción en torno a este poeta hondureño: “por haber sido editado en España, el libro llegó a manos de Samuel Beckett, quien se interesó en el poeta hondureño, como se lo hizo saber en una tarjeta postal que le envió de París a Comayagua, en la que le decía que había leído sus poemas y esperaba tener el gusto de conocerlo; tal encuentro nunca llegó a realizarse.” Hay que agradecerle al Dr. Alvarado su esfuerzo e interés en estudiar la obra de un poeta olvidado en un país que apenas comienza a valorar obras desligadas de su acontecer político y social).

Otras obras del autor: Los Ángeles murieron, premio único de poesía “Jorge Federico Travieso” (1972); Levítico (1974); Animal sombra, décimo finalista de la Bienal de poesía de León, España (1974); Jonás, fin del mundo o líneas en una botella, publicado en Costa Rica por EDUCA (1980).

En esta segunda entrega “Torre Trunca” publica un fragmento de “Ulises”, poema perteneciente a Los Interiores.

Ulises

(El aire. El de Ulises. Sus blancuras. Por el aire de Ulises Odiseo

navegando intermundos. Las cajas. Odisea del pájaro.

Los bloques. Es lo mismo. Oes, úes, aes.

Poseidón y su música. Lea Ulises su espuma. Voluntades

en autopsia. Oxida hasta la nieve. Hunde sus oboes. Y por ternos

van hojeando las olas soledades, soledades. Resistencia

en fosfatos de sodio. Oiga Ulises su música. Oquedades

donde el agua no ve su transparencia. El tiempo no abandona.

Cipreses enraizándose en acuarios, rodeándonos.

Océano nos sigue. El espacio aumenta su límite.

Un beso como un astro. Y no consigue tiempo. Mi espacio.

Mi lenguaje hasta donde me cierra su tempestad. Sobo

mis sienes como pasear un sepia por la tarde de un ciego.

Los dioses contra. La abeja repitiendo sus hexágonos.

Soy su sombra. No conozco más cámaras. Son mi viaje.

Esmeralda tiene Invierno. No me han vencido.

El recuerdo, sus armas. La canción, su jardín, sus equinoccios.

Sudo. Si en el olvido han firmado sus acuerdos contra mi corazón.

La luna da su espalda. El sueño nos envuelve y desenvuelve.

He visto amigos que Circe volvió cerdos. Su rueda, su diamante.

Los cerdos no saben mis abrigos, mercenarios de las sombras.

No deja tallar el fuego su topacio. La vajilla del aire.

Vivo la muerte sin testigos muriéndome de vida.

La de ojos de lechuza no viene a volar sobre mí.

Quiero una mano sin guante. O al menos, habitado.

No hay firmamento encima de la espuma que uno tiene.

Bajo los hongos no existen las constelaciones ni las palomas.

No viene ya por eso la de ojos de lechuza

que ayer ayer contiene tanto me rescató de los rastrojos.

Así la diferencia en que consisto. Suma de resta. Los pájaros no vuelven.

Siempre están. Sobre el mundo en su rama de silencio abren su palacio.

Hay que salir para hallarlos. Adentro. No en la tierra o de la tierra.

Son a ella desde que aparecen. Siempre. Antes del canto la canción.

En caballos y toros resisto el pecho de las olas.

No salvarse para no condenarse. La numancia de la rosa.

Cuando acabe la cólera termino. Y paf, los impuestos.

Entregar el testuz, dar la pequeña para herrarla, ser manopla.

El corazón tiene la culpa de ser virgen y su condena es mantenerse.

No. Calipso no embruja mis corceles. Arre, arre caballos, arre toros.

Resistir hasta las pieles, a empujar amapolas. En ristre los pecuezos,

las colas y crines como dardos, palos, piedras, la guerra es sin cuartel

contra las olas. La guerra es sin cuartel. Febo lo sabe.

Sin descanso me siguen amapolas fluyendo el corazón que ya no cabe,

sin que acaba en la tarde la batalla que día a día sigue,

sin que acabe otra recua que venga de repente por aquí, por allá,

y así me halla la de manos de rosa.

El tridente buscando mi planeta, el aliento que pájaro callando

primavera mi frente. La malva, la uva, violeta donde siento.

He bebido los zumos de mi ausencia.

El corazón completa su contorno por arriba.

No se sabe el centro de la cruz. El hombro, si lo siente, no lo sangra.

Pero al pasar por octubre el pecho que se abre desde fines de junio

queda abierto definitivamente y el peso de la luz deshace el ocaso.

Me duele la armonía que escuché contra el palo en ataduras

sin poderme soltar. Lo deseaba por rozar su recuerdo.

Las hojas ya han caído cuando caen. No hay asesinatos.

Cómo matar muertos, vivos. En una vivificación o muerte.

No hay resurrección. Antes de llegar la alondra está esperándose.

Mis magnolias no pueden abrir las cerraduras del traspatio.

Estoy en acto con la muerte. Traigo mis sustratos a sus pisos

de tinta, de papel, ladrillos, de toda clase de material,

de soledades, de noches donde vierte el sexo su vigencia desde el Hades.

Bien dura lo que un fósforo. ¿Pero cuánto fuera del reloj?

Salí cuando el sonido. Y en mí caen de un golpe las edades.

Bien vuela pájaro de mar, tocando las almenas del aire.

Pero hasta dónde llega el pájaro en un pecho.

Yo sé bien que tu cuerpo en otra dimensión

tiene luminosidad de relámpago.

No sé cómo es así como en el día en que hiciste la luz

y nací en tu mundo. Supe por tus ojos lo que era.

El agua habla la misma lengua en toda la tierra

como el dolor en su camino.

Caen mis ojos a la sal y mi lengua lame maderos.

Cae mi voz. Me oigo llamando sombras.

Vivo burla de héroes y olvido de dioses.

¿Dónde están, dónde el que ayer juntaba las palomas?

Las cosas dicen algo de uno y nos extienden sus dedos de coherencia.

El plomo y la mano de luto hablan lengua de ellos

en una gramática sin dificultades. La oscuridad de sus palabras

es así como la claridad de las palabras de una novia

a su ramo de canarios. La ciudad tiene voz de los desaparecidos.

Cielo sobre cielo. Mi sombra comprende vidas que no he vivido.

Mías. Las agrupa de tiempos. No me deja.

Pues si Odiseo soy y no el que fui, soy mi conciencia.

Y si el cuerpo de Eolo Aquileo no respira, por mi bosque.

Mis muertos miran por mis ojos, Primavera y Otoño no son de la tierra.

Es para ellos. Se la pasan. La esencia viene, va, cambia de vaso

y ve por los postigos de la casa con llave.

Parto de cadáver. Mi cementerio donde vuelven las briznas.

Sólo en mí mi distancia. Mi infierno. Mi demonio.

La estructura del cíclope rodeando la pecera.

Arriba van los astros.

Cruza Apolo haciendo obedecer bestias de fuego.

Polifemo volvió con pupila de oro, hambre, sed de vida,

mermelada de niños, corazones, vino de arte, té de los que llegan.

La inocencia en la esquina de la nieve tocando la canción que no asoma.

Con sus ojos sin marco un mundo que no es. La caída de los ramos

con sus dedos de aceite. Siente pasar, de él, su alianza con el plomo.

La plomería de cuartel en cuartel el aire va murando.

(…)

Mi sangre doy donde me huye ese mar que no es mar.

El águila en el vuelo se deshace y en la sombra del vuelo se construye

sin que la toquen los dardos. La de afuera se complace

en sugerirse como la espuma habla del mar. La palabra

que es abono del aire. Columna de Atlas. Mano que despeina la muerte.

Hay rosales que suben del infierno. Y en los barcos de un niño

se exilan del reloj. Huyen del frío navegando su agua en golondrina.

Los círculos de luz, la ligadura de sangre, la armadura del óvulo,

los espinos floreciendo palomas, la música del astro, del naranjo,

caminos en un pétalo, ojo oyendo tonos de los prismas, pupilas viendo trinos

levantar su jardín sobre abandonos. Los escudos de la sal,

las construcciones de los espermatozoides, las acuarelas del recuerdo,

la palabra, su teurgia, premisa, liturgia, presagio,

su creación tan antes del milagro, muy antes de la luz. Esto y lo demás,

los argumentos del sueño, la inocencia, la sonrisa,

aún ante los rayos sin más rumbo de herir y derrumbar la madrugada.

Aquí peno el gozo de ser yo. Quemar el aceite.

Coger la burbuja de música, un pistilo de luz, una miga

de amor que cayendo de la mesa el corazón la huele, lame, come.

Se muere de vivir. Muriendo de lo que amo

aquí me tengo allí vela de muerte. Mudada que sin dicha

un marinero llevó bajo la lluvia. Porque vengo me voy.

Penélope me alumbra. A sus pies anclaré nauta siempre,

y en un pecho donde he velado mis uvas

entraré mendigo de mí mismo. Corifeo de olas, de viento.

Abandonaré mi equipaje hasta llegar a ella

sin nada más que yo. Por fin: yo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Un día cualquiera

Hermosa panorámica de una calle del barrio El Raval de Barcelona. Fuente: Bog de Isabel Núñez
Por Giovanni Rodríguez
Hace tres semanas quedé de verme con una amiga hondureña en Barcelona. Ella había llegado hacía unos quince días para hacer un espectacular tour por varias ciudades de Europa. Y lo hizo, aunque en la segunda de estas ciudades (París), mientras le dedicaba la más amplia sonrisa de su vida al mundo, extasiada quizá de tener en frente la torre Eiffel que tanto anhelaba conocer desde un día de su niñez hace diecisiete años, un ladrón le sustrajo de su bolso la billetera que contenía sus tarjetas de crédito y el dinero en efectivo que pensaba gastar en su sueño europeo.
El día de nuestro encuentro en Barcelona lo primero que vi en ella fue esa sonrisa que imagino para el momento previo al robo en París, esa sonrisa que en su rostro uno sabe que es una sonrisa verdadera, auténtica, esta vez a pesar del “tropiezo parisino”, como ella lo llama, y más acorde al reciente recuerdo de su aventura solitaria en las calles de Rayuela -libro que despuntaba en su bolso y que al ladrón no interesó-, y luego en Roma y en Atenas, las otras dos ciudades soñadas.
Horas antes yo había entrado al FNAC que se encuentra al lado de la plaza Cataluña. Primera vez que entraba a ese gigantesco establecimiento, no recuerdo si de tres o cuatro pisos, atestado de gente que busca básicamente tres cosas: libros, música y películas, la mayoría con esa pinta de frikis trasnochados que siempre resulta curiosa y hasta simpática, si uno anda de buen humor.
Más tarde fui a la librería La Central del barrio El Raval, muy cerca de La Rambla, justo en la calle Elisabets que alberga un episodio del último cuento que escribí, hace exactamente un año, cuando fui a Barcelona a una conferencia de Enrique Vila-Matas en Caixa Forum. Curiosamente, lo primero que vi en la librería fue una camiseta negra con una frase en inglés inscrita enfrente: “I would prefer not to”, que es, como todo lector sabe, la famosa frase (aunque incompleta) del Bartleby de Melville. Me gasté una hora repasando las estanterías que se me antojaban tan infinitas como las de la biblioteca de Borges. Y compré más libros para mis amigos.
Cuando a eso de las dos de la tarde mi amiga llegaba a la terraza del bar en el que yo la esperaba tomándome una cerveza, lo que ella vio, antes que a mí, fue mi camiseta, y entonces, después de que yo la invitara a fundirnos teatralmente en un abrazo, dijo: “Preferiría no hacerlo”. Le di la razón: era mejor contenerse, aunque de todas maneras nos dimos ese abrazo.
Ese mismo día, en la misma ciudad, Horacio Castellanos Moya concedía entrevistas a la prensa española con motivo de la aparición de su última novela, Tirana memoria, cosa que yo no sabría sino hasta el día siguiente, cuando leyera dos de esas entrevistas en La Vanguardia y El Periódico, y unos pocos días después Paul Auster presentaría su también última novela, Un hombre en la oscuridad, en la sede del Ayuntamiento. Posibilidades. Sólo posibilidades. Porque ya no tendría más días libres en el trabajo sino hasta dentro de una semana.
Barcelona se me antoja inagotable. Quizá porque soy un joven escritor tercermundista que apenas empiezo a viajar y porque cada librería, biblioteca o museo que encuentro en el primer mundo son siempre más grandes que los que hay en mi país. Inagotable quizá también porque aquí es posible leer cada libro que aparece en el mercado editorial sin necesidad de esperar meses o años para que llegue a nuestras pobres librerías. Inagotable porque en el mismo día, a unas cuantas calles de distancia, pueden coincidir dos o más escritores que admiro. Aquí todavía es posible, aunque sea para un escritor tercermundista, ver pasar a Kafka caminando por la calle rumbo a su trabajo.

martes, 28 de octubre de 2008

Take your time, vaquero (I)

Robert Ryan, Janet Leigh y Millard Mitchell en The naked spur.

Por Dennis Arita

Una característica de las películas del oeste norteamericano es la rapidez con que suceden los acontecimientos. Hacia el fin de la primera media hora de The naked spur, dirigida por Anthony Mann en 1953, ya hemos conocido los hábitos, las esperanzas, los temores y las pasiones de sus cinco protagonistas. En 30 minutos de magnífica sabiduría narrativa sabemos, por ejemplo, que James Stewart, típico bonachón de las películas hollywoodenses de los años 40, anda en busca de un criminal que ha evadido el largo brazo de la justicia y se ha refugiado en un inhóspito paraje de las Rocallosas para eludir a los cazarrecompensas que andan en busca de su cabeza, tasada en varios miles de buenos dólares del año 1800 y tantos; sabemos, además, que los motivos de Stewart no son tan sencillos ni tan legales como parecen.
En esa media hora se nos presenta al fugitivo Robert Ryan, un inteligente villano al que acompaña una muchacha huérfana, demasiado bonita para vagar por el desolado paisaje de las montañas. Conocemos a la muchacha, Janet Leigh, que tal vez esté enamorada de Ryan y que en cualquier caso, luego de la muerte violenta de su padre, encontró protección y quizá calor humano en un delincuente fugitivo. En fin, sabemos que Ralph Meeker, soldado de oficio, pícaro y vividor que por oscuras razones puede resultar hasta conmovedor, acaba de desertar de las filas del ejército confederado, y que el anciano Millard Mitchell ha andado meses recorriendo sin éxito los riachuelos de las serranías en busca de oro. Los tres, Mitchell, Meeker y Stewart, deben unirse para someter al astuto fugitivo.
A la velocidad inaudita de la narración de The naked spur la ayudan la fotografía espléndida y eficaz, la música trepidante y una técnica perfecta que emplea profusamente los fundidos para pasar sutilmente de una secuencia a otra. Mann, como otros maestros del western, John Ford y Budd Boeticher, por mencionar a dos, era adepto de la narración fluida, de las tomas que les sacan todo el provecho a los ángulos para describir en un solo campo una sicología y un ambiente sin detener jamás el primordial empuje narrativo del relato.
Empleé la palabra sicología aunque no parezca tener relación con los hábitos narrativos de Anthony Mann, que en sus filmes da la impresión de estar más interesado en contar hábilmente su historia de vaqueros traidores y aventureros o en demostrar su habilidad como paisajista que en retratar obsesiones, complejos o sentimientos de culpa, alimento acostumbrado de las claustrofóbicas películas de especialistas en la vida interior de personajes urbanos como Robert Siodmak y Douglas Sirk, directores alemanes adoptados por Hollywood. Sin embargo, la secuencia final de The naked spur bastará para saber hasta qué punto Mann era capaz de retratar conflictos internos sin olvidar en ningún momento su vocación de narrador entretenido y eficaz.
Esto ocurre en la secuencia final. Después de muchas atropelladas aventuras, la larga vagancia por las montañas y del juego de voluntades y ambiciones al que el malvado fugitivo somete a sus tres inesperados custodios, los únicos sobrevivientes de la odisea, Stewart y la muchacha, se encuentran con un dilema: ¿será posible cobrar la recompensa sin ser víctimas de los remordimientos? No se trata de moralidad o de ética, porque esas palabras son demasiado pomposas para aplicárselas a un par de criaturas del rudo oeste. Además, como era inevitable, se han enamorado uno del otro, así que el remordimiento por cobrar un dinero manchado de sangre arruinará su relación o, por mejor decir, la truncará cuando ni siquiera ha comenzado. Con una brillante elipsis, Mann describe el conflicto de Stewart: mientras arrastra el cuerpo del fugitivo, la cámara nunca abandona su rostro que pasa de la resolución a la duda y al temor y luego a la resignación cuando entiende que quiere demasiado a la muchacha huérfana y, al final, se queda en una especie de mueca de melancólica alegría cuando se da cuenta de que tendrá que comenzar desde la nada y que en su frenética aventura en busca de riqueza no encontró más que el amor.

Pablo Zelaya Sierra: arte moderno e indigenismo (I)

Fig. 2: Pablo Zelaya Sierra. Los arqueros.
Tempera sobre tela. 178.5 x 207 cm. Sin fecha.
Fig. 2b: Emile-Antoine Bourdelle.
Herakles el arquero, 1909, bronce
Fig 1: Gino Severini.
Tren blindado en acción. 1915.
Óleo sobre tela, 115.8 x 88.5 cm

Por Gustavo Larach

Introducción

El arte es un refugio contra la crudeza de la vida.
Pablo Zelaya Sierra
Pablo Zelaya Sierra (1896-1933) es una de las figuras centrales del arte moderno hondureño. Vivió 12 años en Europa (1920-1932), donde aprendió y experimentó con las tendencias artísticas de vanguardia. En algunas de sus telas más aclamadas trató temas indígenas, en las que pintó figuras femeninas monumentales. La gran solidez de estas figuras sugieren la estabilidad o la continuidad de su forma de vida en un ambiente agrícola apacible.
Zelaya era nativo de Ojojona, una localidad rural hondureña, y no tenía los medios económicos para una educación formal. Siendo aun adolescente, viajó a pie hasta Tegucigalpa, en donde visitó al director de la escuela normal y le pidió una oportunidad para estudiar arte. El director le ofreció intercambiar trabajo por estudio y así Zelaya logró iniciar su entrenamiento artístico bajo la dirección del pintor mexicano Nicolás Urquieta (López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, p. 9).
A los 19 años decidió dejar Honduras para poder continuar su educación. De nuevo viajó a pie, yendo el sur hasta llegar a Managua, donde se detuvo para ganar algo de dinero enseñando arte. Luego continuó su viaje, pintando paisajes cuando se detenía, hasta que llegó a San José, dos años después de haber dejado Honduras. Ahí se inscribió en la Academia de Arte, de la cual Urquieta le había hablado (López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, pp. 9-11).
Un año y medio más tarde, en 1920, un beca del gobierno hondureño le permitió iniciar estudios en la Academia de San Fernando, en Madrid, donde estudió bajo la tutela de Manuel Benedito, alumno de Joaquín Sorolla y Bastida, y también bajo Daniel Vásquez Díaz, quien había viajado a París con Picasso y otros artistas españoles con el deseo de experimentar las nuevas tendencias de vanguardia (López & Becerra, Pablo Zelaya Sierra: vida y trayectoria artística, 1991, pp. 12-13). Durante su estancia en Europa, desde 1920 hasta 1932, Zelaya adquirió fluidez en el uso de los elementos formales característicos de las vanguardias de principios del siglo XX. Este ensayo señala los aspectos formales específicos de la obra de Pablo Zelaya Sierra que lo hacen un pintor modernista, examina las ideas que condicionaron la recepción de dicha obra en Europa, y, si muestra cómo el maestro hondureño se acercó al arte europeo, también muestra cómo, en sus telas, se distanció de él para buscar la representación de lo hondureño.
Pablo Zelaya Sierra dentro del engranaje del arte moderno
De acuerdo con Apuntes a lápiz, un texto escrito por Pablo Zelaya Sierra y encontrado por su familia entre sus papeles después de su muerte, el pintor parece haber estado preparándose para mostrar su trabajo en Honduras, luego de 10 años de entrenamiento en Europa.[i] En este escrito, Zelaya describió a Honduras como una tierra rica en temas bucólicos. Expresó su preocupación por distinguir lo sustancial y permanente de lo “secundario y adjetivo”. Criticó a los artistas académicos y a los artistas con medallas, quienes no siguen su propio espíritu sino que buscan consentir los caprichos del gran público. Arrojó en esta categoría de arte decorativo a la mayoría de monumentos producidos en América y Europa durante el siglo XIX. Argumentó en contra de la pintura que agrada a través de temas anecdóticos, en la que todos los aspectos formales están subordinados a las exigencias de una evocación literaria, y remarcó que realmente no había valor en el impulso a imitar la naturaleza y lograr simplemente una figura bien proporcionada.
Prosigue aclamando a una minoría, a una élite vanguardista, que luchaba por el progreso artístico; en ella situó a Velázquez, Goya y Manet, así como a van Gogh y Gauguin, quien era “mitad francés y mitad peruano”. Por sobre todos los impresionistas colocó a Cézanne,[ii] quien tuvo el deseo de construir cuando “la forma se disolvía en efectos de luz”, y cuyo ejemplo estaba ligado a Seurat, quien, entre otras cosas, se esforzó en buscar el ordenamiento de los elementos constructivos en la imagen (Zelaya Sierra, 1990, pág. 8). Zelaya concebía la historia del arte como una renovación constante, como una corriente ascendente, y creía que la tecnología había revolucionado todo lo social y todo lo económico, y que los sentidos humanos habían sido refinados también. Pensaba que:
La obra de arte es el reflejo o la resonancia de la espiritualidad de una época, de un pueblo. El arte se apoya en la técnica, pero no es la técnica sola sino técnica mas espíritu. (…) La naturaleza es bella, cuando por un azar feliz, se encuentra en orden. (…) Se conceptúa el cuadro como un objeto independiente de la naturaleza, para cuya construcción se ha necesitado la geometría y lo más selecto del espíritu (Zelaya Sierra, 1990, pág. 9).
Podemos percibir en estas palabras varias ideas hegelianas en torno al "Zeitgeist", el particular espíritu de un tiempo. Las ideas del ordenamiento de la naturaleza y la construcción de un objeto artístico análogo a ella fueron temas contemporáneos cruciales para el desarrollo del arte moderno. Estas ideas dieron campo a la abstracción, a una separación de la obra de arte de las apariencias fenoménicas de la naturaleza, y a la incorporación en el arte de las preocupaciones individuales del artista (Zelaya Sierra, 1990, pág. 9).
La forma en que Pablo Zelaya Sierra entendía el arte y su misión estaba influenciada por las ideas de Gino Severini, quien argüía que el cubismo había sustituido la perspectiva de los ojos por la perspectiva del espíritu y que, al hacerlo así, había puesto al arte otra vez en el camino correcto (Taylor, 1967, pág. 55). Zelaya, en Apuntes a lápiz, identificó sus convicciones con las de un grupo de hombres que practicaban el cubismo, y que querían implementar en sus pinturas las leyes constructivas olvidadas desde el Renacimiento. Estas leyes, señaló, estaban claramente delineadas en el libro titulado Du cubisme au classicisme, escrito por el pintor italiano Gino Severini. Zelaya argumentó que los trabajos de los maestros del Renacimiento:
Se fundamentan en las matemáticas, que se omiten al convertir al arte en sensual y naturalista. Se piensa que el estudio de las matemáticas, en particular de la geometría, es el cimiento fuerte de una cultura sólida, tan necesaria en nuestra época de improvisaciones. (…) Se afirma que “el espíritu ha creado la geometría y que la geometría responde a nuestra necesidad de ordenar” (Zelaya Sierra, 1990, p. 10).
Para Zelaya, se volvía entonces necesario aplicar los principios del arte clásico a temas contemporáneos; las leyes geométricas del arte, pensaba Zelaya, permitirían comprimir el universo en una obra de arte eurítmica. La palabra euritmia tiene por los menos dos acepciones, una que implica proporciones armoniosas y otra, relacionada con la música, que se define como “un sistema de movimientos físicos rítmicos” (Soanes & Stevenson, 2006, p. 492). Para Severini, un tema contemporáneo lleno de movimientos rítmicos era la guerra moderna. Filippo Tommaso Marinetti, un colega futurista, le aconsejó “tratar de vivir la guerra pictóricamente, estudiándola en todas sus maravillosas formas mecánicas” (Museum of Modern Art, 2007).
La obra de Severini Tren blindado en acción (Figura 1), de 1915, sigue tal estética. En esta composición de formato vertical, las fuertes líneas diagonales que se proyectan desde el borde superior del lienzo definen un tren en marcha visto desde arriba. Hay un cañón que sale del tren y dispara, y dentro de la máquina hay soldados armados listos para disparar. El ritmo es creado por las formas repetitivas de los soldados, las líneas diagonales que en ángulos cambiantes se proyectan desde tren, las formas de la vegetación entre la que se mueve la máquina, las formas curvas del humo expulsado por el tren y el cañón y las formas cilíndricas que se repiten alrededor de todo el tren. Es ésta la estética de la máquina, traducida aquí a los ritmos musicales y sensaciones de movimiento con las que los futuristas celebraban la guerra.
Pablo Zelaya Sierra no ensayó con temas de guerra o con maquinarias, más bien, utilizó la repetición, el ritmo y la armonía de la forma orgánica para construir un mundo preindustrial, marcado algunas veces por labor rural y otras por subsistencia salvaje. Un ejemplo de esto es Los arqueros (Figura 2). El motivo unificador de la imagen es el hombre con arco y flecha, motivo que hace eco de la famosa estatua de Antoine Bourdelle en París, uno de las piezas de arte público más conocidas a principios del siglo XX (Figura 2b). Los arcos son sostenidos y sus cuerdas extendidas por dos figuras masculinas desnudas, los arqueros. Zelaya también usó la forma del arco para delimitar las inmensas formaciones rocosas que hacen de fondo a los arqueros colocados al lado derecho de la composición; el tronco del árbol que divide la imagen en dos mitades desiguales también repite la forma del arco, e incluso la cabra montés, que es el blanco de los arqueros, se estira arqueando su cuerpo al otro lado del árbol. Un tercer arquero, de quien solamente vemos parte de su brazo y su mano, apunta desde el extremo inferior izquierdo de la imagen, haciendo contrapunto a los otros dos arqueros.
Si los elementos compositivos de Los arqueros han sido así armonizados, dichos elementos han sido también fundidos en un solo plano: la superficie pictórica. Esto es logrado gracias a la manera en que las formas curvas coinciden, como lo hace el borde del árbol con el de la gran roca que hay detrás de él, por ejemplo, y se superponen, como lo hacen los arcos estirados por los arqueros a la derecha. El reposo inmediato de las formas sobre la superficie pictórica y las tensiones y ambigüedades creadas por la colocación y la proporción de las formas viene de ese gran precursor del cubismo, Paul Cézanne, y del amigo de Auguste Rodin, Antoine Bourdelle. Mientras que la paleta de Cézanne y su forma de sugerir volumen a través de modulaciones cromáticas se percibe en Los arqueros, el uso de figuras en acción implementado por Bourdelle también se puede percibir en la tela. Esta obra de Zelaya se cimienta en el trabajo de los modernistas, quienes buscaban la armonía y solidez del arte clásico. En ella, Zelaya parece en deuda con Cézanne y Bourdelle, a quienes gustaba distanciarse de la esfera urbana.
Traducción: Adalberto Toledo y Gustavo Larach

viernes, 24 de octubre de 2008

La culpa es de Kalimán

Por Carlos Rodríguez
Tengo un sueño recurrente. Siempre me he preguntado qué podría significar. Desde que recuerdo, este sueño se repite. Cuando retorno al mundo de los despiertos confirmo la pura y simple fantasía.
Sueño que puedo volar. Aparezco en medio de la noche caminando por una calle de tierra de mi pueblo natal (soy niño) mientras una manada de perros me ladra y persigue. Trato de escapar, pero los pies parecen calzar zapatos de hierro: demasiado pesados para correr y librarme de la jauría. En la fuga aparece una inmensa cuesta y a gatas intento subir. Casi perdido y resignado a ser desgarrado por las fieras decido agitar los brazos. Aleteo... aleteo... y poco a poco comienzo a levitar. Los canes ladran furiosos con la mirada hacia arriba. Estoy en el aire, entonces me burlo de ellos.
Difícil de creer, sólo con mover mis brazos, como agitan sus alas los pájaros, yo hago realidad lo que parece imposible para el hombre: volar. Esa acción increíble se ha repetido a través de los años en diferentes escenarios y, con sólo abanicar los brazos, el cuerpo se torna liviano y alza vuelo. Otras veces logro tal hazaña a través de la meditación: estoy en una situación extrema y entonces, no sé cómo, esa parte intangible de mi ser abandona el cuerpo y escapa volando.
El sicoanalista preguntaría si vuelo en forma humana o de pájaro, si vuelo alto o bajo, si durante el sueño caigo repentinamente a tierra, si el vuelo es vertical u horizontal, si vuelo solo o acompañado, y exploraría otras variantes antes de atreverse a dar una explicación. El amigo pintor diría que es falta de cannabis y que el sueño recurrente no es más que un deseo sin cumplir; me recetaría una dosis ecológica. Por su parte, el hermano pastor evangélico -o apostol como les gusta llamarse ahora- explicaría que tal experiencia onírica representa el deseo de mi alma por acercase a Dios: me animaría para que acepte a Jesús como mi Salvador Personal.
Pero ya resolví el misterio. La manía de volar en sueños se remonta a mis primeras lecturas. Sí, los culpables de todo son Kalimán y Águila Solitaria, protagonistas de "paquines" que leí en los ochenta. Historietas que, hasta ahora lo sé, publicaba Promotora K y Editorial Novaro, ambas mexicanas. También las publicaron otras editoriales, pero eso no me interesa mucho en este momento. El piel roja -Águila Solitaria- posee la capacidad de volar. Nada sobrenatural: en sus brazos amarra dos grandes alas elaboradas con plumas y se lanza al vuelo. El otro culpable: Kalimán. El sereno hombre de turbante que, tras meditar sentado sobre sus piernas, se aventura en largos viajes (puro desdoblamiento). Quizá mi inconsciente aprendió de este personaje el dominio de la mente sobre el cuerpo.
Esos personajes de historieta barata -que siempre leía de prestado- se convirtieron en los primeros habitantes de ese mundo imaginario y caprichoso que se activa al hundirme en el misterioso territorio de Morfeo. En fin, no existe nada religioso, paranormal o sicotrópico, simplemente se trata de héroes de paquines. Lecturas primigenias que alimentaron la memoria infantil.
Nota: Si desean descargar algunas de las historietas ("paquines") en pdf, les dejo estas direcciones: Kalimán y Águila Solitaria.

jueves, 23 de octubre de 2008

Extraños inquilinos

Han enlazado nuestro blog mimalapalabra desde la web de diario La Prensa. "¡Qué bien!", pensé al enterarme, "ahora más gente podrá leerlo". Pero pensé también: "Ahora seguramente empezarán a llegar esa clase de comentarios..." Sí, comentarios de personas a las que nunca les ha interesado la literatura ni ninguna otra rama del arte pero que todos los días entran a laprensa.hn y no desaprovechan la oportunidad para decirle al mundo que están ahí, leyendo, informándose y opinando; comentarios que dirán, casi siempre desde una prosa ilegible, básicamente dos cosas:
1: Que nos felicitan por la labor que hacemos, qué que bueno encontrar gente que se dedica al arte en un país eminentemente futbolizado y reguetonizado, que no sabían que en Honduras hubieran escritores, que sigamos adelante, etcétera.
2. Que qué mal que no aprovechemos nuestro talento para aplaudir lo bueno y no sólo para resaltar lo malo, para criticar a quienes con gran esfuerzo se dedican a escribir en nuestras honduras, que qué odiosos somos, etcétera.
Agradecemos a La Prensa por su buena -y extraña, hay que decirlo- voluntad de hospedarnos en su página web, específicamente en su columna de blogs, al lado de vecinos periodistas, sacerdotes, nutricionistas, informáticos, estrellas de la televisión y de la música catracha, lingüistas y gurús futboleros y de la farándula; hermoso censo vecinal en donde nosotros somos los recién llegados menos bienvenidos.
A nuestros habituales lectores les decimos que nada cambia con esto, que siempre nos encontrarán aquí hartos de las pobres y malas palabras pero sin perder el hábito de la carcajada, que un evento extraordinario como el de haber sido hospedados –sin previa petición por nuestra parte, hay que decirlo también- en la página web de un diario nacional no incidirá ni en la forma ni en el contenido de este blog, que porque una nana amable quiera chinearnos un rato no vamos a chuparle la teta. Nadie nos paga ni le pagamos a nadie, ni tampoco tenemos deudas con nada ni con nadie. Sigamos pues con la palabra mimada o con la mala palabra… lo que ustedes quieran creer que somos.

martes, 21 de octubre de 2008

Dos formas distintas de “mojarse el culo”

César Aira y Mario Bellatin.
Por Giovanni Rodríguez
Un amigo me habla de la novela de un amigo suyo, un escritor excelente, reconocido y bien posicionado en el mundo de las grandes editoriales. Leo la novela y me gusta, me parece muy valiosa y hasta recomiendo su lectura. Pero me quedan unas dudas. Dudas con respecto a lo que esta novela representa en el actual panorama literario. Y se las hago saber a mi amigo.
Le digo, entre otras cosas, que me parece que el escritor está exprimiendo demasiado el mismo limón: mismos temas, mismos recursos narrativos. Le digo también que he empezado a escribir una reseña sobre esa novela pero que la he dejado en los primeros párrafos; me estaba resultando muy ácida, quizá tan ácida como el jugo del limón que el escritor exprime. De paso le menciono a unos cuantos escritores que a mí me gustan mucho, entre ellos César Aira y Mario Bellatin. Le digo que me gustan porque en ellos encuentro una apuesta por la literatura exclusivamente, es decir que, para mi gusto, estos escritores escriben literatura a secas, escriben ficciones que, aunque aborden temas variadísimos, no tienen por objeto ser más que ficciones, no pretenden ser más que pura literatura.
Todo esto me hace reflexionar un poco en torno a los intereses que mueven a un escritor de ficciones, y le transmito mi opinión a mi amigo:
Ambos, A. y B., tienen una gran cantidad de nouvelles publicadas (más A. que B.) y seguramente la calidad es desigual de una a otra, pero lo que hasta el momento he leído de ellos me dice que su apuesta es auténtica y de mucho riesgo. B. me gusta por su prosa anoréxica, como dijo Ignacio Echeverría, y por su capacidad -diría bolañiana- de inventar muchas historias en libros tan cortos, de modo que se tiene la sensación de haber estado viajando por un universo grandísimo en lugar de haber dado la vuelta a la cuadra. Salón de belleza, de B., es una obrita, para mí, perfecta. De A. me ha gustado su humor casi absurdo y su potente ironía. Parménides es una burla a los poetas y a la literatura misma como mito sin dejar de ser una obra profunda, convincente y persuasiva.
Creo que si a algunos les gustan y a otros no, esto se debe más que todo a la diversidad de su obra, sobre la que todavía no ha llegado el tiempo de establecer un canon individual que sirva como referente para sus futuros lectores. Estoy seguro de que cuando hayamos leído a todo A. y a todo B. podremos sentirnos capaces de iluminar un poco el camino a sus nuevos lectores.
Otra razón por la cual considero que este par no convence al escritor amigo de mi amigo es porque él no conecta con ellos: no se siente cómplice al leerlos. Pero es comprensible: él escribe ficciones partiendo casi exclusivamente de la investigación documental, mientras que estos dos parecen haber encontrado su nicho en la imaginación pura. Son dos formas distintas de abordar el acto creativo, y es normal que a las nuevas generaciones (las que de revoluciones, dictaduras y política sólo saben de oídas, a las que pertenecemos quienes miramos todo lo que no sea literatura con cierto desdén) les conecte mejor. “Mojarse el culo” en literatura, le digo a mi amigo para que le diga a su amigo, no sólo significa desvelarse revisando viejos archivos, entrevistando gente y reescribiendo la historia; el cuestionamiento que genera en un escritor la literatura observándose a sí misma y las posibles aproximaciones a respuestas que este cuestionamiento pudiera provocar es también un trabajo esforzado y además un ejercicio de riesgo. Son dos formas distintas de “mojarse el culo”, le digo a mi amigo, eso es todo.

lunes, 20 de octubre de 2008

Homenaje a Paul Eluard

El poeta José Luis Quesada fotografiado por Ita Vásquez.

Arrancamos con nuestra nueva sección "Torre trunca" en la que publicaremos un poema semanal de un autor hondureño. El poeta escogido para esta primera vez es José Luis Quesada (Olanchito, Yoro, 1948). El siguiente poema pertenece al libro Sombra del blanco día (1987). Es curioso que de este libro de Quesada haya tan pocos estudios o referencias. Y los comentarios, críticas o reseñas de nuestros estudiosos de patio aluden más a sus libros que reflejan una temática social, olvidando éste, que a mi parecer es uno de los textos poéticos de mayor relevancia en la literatura hondureña.

Paul Eluard cómo te recuerdo
dejado de la mano de tu mujer
en un México aterrador para ti
las tormentas los tormentos Paul Eluard
y tú avanzando con la espalda arqueada
en la forma infinita
que tienen los poetas cuando están tristes
bonjour tristesse decía bonjour tristesse
porque todas las mañanas la tristeza estaba junto al lavabo
París se adivinaba tras los vidrios oscuros
como las gafas de la policía
pero había que levantarse y afrontar el espejo
la torpeza del pie ante lo inmediato
los cobardes y las ratas huían despavoridos
para salvarse para salvarse
ah las heridas Paul Eluard
las grandes heridas que dan los besos recordados
y el insomnio el demonio
la traición ensañándose en lo mejor de nuestra fe
y el asco y el amor que se sienten por el amor
y el sufrimiento que nos hace compasivos y ardientes
el poeta conserva la esperanza
cuando otros la abandonan o trafican con ella
es irreal mi soledad decías
pero el milagro es cierto Paul Eluard

La pistola rusa

Fotograma de la película A bittersweet life, 2005.

Por Dennis Arita

sta es una pistola Stechkin APS de 20 tiros y cañón de 140 milímetros. Fue fabricada en Rusia en los años 40 para el Ejército Rojo. No es tan liviana, pesa más de dos libras, pero es muy eficaz y fácil de ocultar y llevar. De hecho, es fácil de desarmar", dice el hombre gordo. Sun-woo, que se ha hecho pasar por un traficante de armas al servicio del capo Han, ve al hombre gordo y no dice nada. Tiene cicatrices y moretes en la triste y hermosa cara lozana. "Lo mejor es aprender a desarmarla para conocerla bien", prosigue el hombre gordo. "Es muy fácil hacerlo cuando se tiene práctica. Se hace así, así y así".
Sun-woo ve al hombre gordo desarmar la pistola sin dejar de hablar, lo ve extraer el cartucho, desmontar la corredera y sacarla para dejar al descubierto el largo resorte que devuelve a la corredera a su sitio después de cada pistoletazo. Cuando termina de poner en la mesa las piezas de la pistola desarmada, el hombre gordo sonríe y mira el rostro magullado y triste de Sun-woo.
"¿Dónde te hiciste esas heridas?", pregunta. Sun-woo no dice nada. Su único objetivo es vengarse de su antiguo mentor y jefe, el siniestro jefe mafioso Kang que, por un motivo que ni él ni su discípulo pueden explicar, hizo que a Sun-woo lo sometieran a torturas y lo enterraran vivo en una tumba de la que milagrosamente escapó y después, en un momento de maldad suprema, ordenó que le dieran un teléfono para que rogara por su vida.
"Vaya, prueba a ver si puedes desarmarla; es facilísimo, hombre", dice el hombre gordo. Trae otra pistola rusa y se la da a Sun-woo y, con una sonrisa en su rostro abotagado, lo contempla mientras la manipula torpemente hasta desarmarla y armarla de nuevo.
"¿Viste?", exclama el hombre gordo, "pan comido, ¿no? Ahora hagámoslo los dos al mismo tiempo". Ambos sacan las piezas y esta vez Sun-woo lo hace rápidamente, casi tanto como el otro. Cuando terminan, el hombre gordo se ríe, pero se ríe consigo mismo, porque de nada le serviría reírse con Sun-woo, al que seguramente a estas alturas considera el equivalente de un trozo de carne sin cerebro ni más idea que las que el jefe Han le ha metido en la cabeza, ni con los dos secuaces sentados en el cuarto de al lado, dividido del sitio donde él está sentado con Sun-woo por un enrejado de alambre de malla: ambos son tan estúpidos que no podrían compartir la broma, si se trata de una broma.
Entonces el hombre gordo recibe una llamada a su celular. Se lo lleva al oído con una expresión de molestia. Sun-woo ve al hombre gordo que con el teléfono pegado al rostro contesta primero con enfado, luego con incredulidad y al final con temor. "¿Cómo? Repite eso. ¿Dices que él es...?". Cuando Sun-woo ve la cara del hombre gordo y su mirada alarmada que pasa de sus secuaces a las dos pistolas desarmadas, se da cuenta de que la llamada es del jefe Kang y que acaban de delatarlo.
En un juego veloz de miradas que van y vienen, Sun-woo y el hombre gordo se miran a la cara y luego ven las armas desmontadas y después a la cara y otra vez ven las pistolas rusas hechas pedazos, como pidiendo a gritos que alguien las restituya a su estado original. El hombre gordo está más asustado que nunca porque le acaban de decir por teléfono que el muchacho de cara aniñada que tiene enfrente fue el sicario más eficaz de Kang. En cambio Sun-woo, educado tal vez por la orfandad y las malas calles y seguramente por las enseñanzas delictivas de Kang, está expectante, la cabeza levemente echada hacia adelante, las manos sobre la mesa, listo para agarrar lo primero que sirva para eliminar a su enemigo, como ha hecho tantas veces antes en situaciones desesperadas. El hombre gordo voltea a ver a sus secuaces y se da cuenta de que están demasiado lejos y demasiado abstraídos y que cualquier movimiento que haga significará su muerte porque el sicario de Kang puede matar con sus manos desnudas. No importa mucho lo que ocurra luego, es muy probable que los dos imbéciles del cuarto de al lado se ocupen de Sun-woo, pero ¿podría importarle eso a un muerto?
La única manera de salir con vida, entonces, es armar la pistola rusa, hacerlo tan rápidamente como lo ha hecho tantas veces delante de sus clientes, como cuando en las noches vacías ha bromeado con Mikhail y Myung-gu y ninguno de los dos (aparentemente dormidos en el cuarto vecino) ha podido armar la Stechkin en menos de cinco minutos, como cuando le ha dado insomnio y se ha quedado armando y desarmando la pistola rusa mientras fuma y mira una película de dibujos animados.
Lo mismo piensa Sun-woo, pero sigue pensándolo y ya está en desventaja, porque el hombre gordo ha sido el primero en abalanzarse sobre la pistola rusa y comenzar a montarla. Aunque es una ventaja de apenas dos o tres segundos, un observador curioso que hubiese visto la escena habría pensado que eso es más que suficiente para que Sun-woo pierda, ya que el hombre gordo tiene más experiencia manejando la Stechkin APS. El problema es que no importa mucho lo que piense un observador curioso porque para el hombre gordo no es lo mismo armarla tranquilamente, mientras se hacen bromas y se piensa en los exitosos negocios del día, que hacerlo frente a uno de los asesinos más fríos de Seúl.
Los nervios ganan la partida. Como un relámpago, Sun-woo termina de armar la pistola rusa sólo medio segundo antes que el hombre gordo, se levanta y le desbarata el cráneo de un balazo justo cuando el hombre gordo ya tenía el brazo alzado y buscaba perforarle los intestinos.
Mikhail y Myung-gu se despiertan en el cuarto de al lado al oír las detonaciones y toman las armas típicas de todo secuaz incompetente: dos ametralladoras con las que teóricamente buscan derribar a Sun-woo, aunque no saben bien qué acaba de ocurrir, pero lo único que logran es destruir el local con ráfagas alocadas. Sun-woo, impasible, con su perpetua expresión de tristeza, los despacha con esmerados proyectiles en la cabeza y en el pecho.

*** Lo que escribí arriba es mi versión de una de las secuencias más famosas de la película surcoreana A bittersweet life, dirigida en 2005 por Kim Jee-woon.

viernes, 17 de octubre de 2008

Novela inédita de Bolaño

Una agradable noticia nos llega desde El periódico de Catalunya acerca de una supuesta novela inédita de Bolaño. Si la información resulta cierta, será bueno volver a leer algo nuevo del eterno detective salvaje.
La Feria del Libro de Fráncfort no pasará a la historia por la lucha a brazo partido para hacerse con el gran libro del certamen. Pero siempre hay alguna gran sorpresa, y el agente literario Andrew Wylie ofrece probablemente la mayor. Una novela inédita y acabada del fallecido escritor chileno Roberto Bolaño, titulada El Tercer Reich, que se desarrolla en la Costa Brava y está protagonizada por un joven fanático de los juegos de estrategia. Como lo era el propio Bolaño, fallecido en Blanes en el año 2003.
La historia del manuscrito es misteriosa. Ni los anteriores representantes de Bolaño (hasta que Wylie atrajo a la viuda del escritor) ni su editor, Jorge Herralde, conocían la existencia del texto. En el disco duro de su ordenador no había rastro de él. Pero, según The Wylie Agency, que podrá empezar a contratar el libro a partir del 5 de noviembre, cuando releve a la Agencia Carmen Balcells, el texto es "una novela completa, mecanografiada y meticulosamente corregida a mano". Las características del texto sitúan en todo caso la obra en una fecha anterior a 1996, cuando el escritor empezó a utilizar un PC para redactar Los detectives salvajes, el libro que el año pasado le abrió las puertas de par en par al mundo anglosajón, donde ahora está a punto de aparecer 2666. Los nuevos representantes de Bolaño ofrecen el libro como "la historia del descenso de un hombre a una pesadilla", situado "en las playas encantadas de la Costa Brava".
Según el extracto que facilitan a los -muchos- editores internacionales interesados, el protagonista, Udo Berger, es un campeón de wargames alemán que viaja con su novia a un hotel de la Costa Brava para preparar un torneo de un juego de mesa, El Tercer Reich, que le enfrentará cara a cara con un campeón norteamericano. Allí comparten sus vacaciones con otra pareja alemana, Charly y Hanna, hasta que el primero de estos desaparece tras cruzarse con dos siniestros personajes locales, El Lobo y El Cordero. Udo, a quien persigue un sombrío detective y que acaba llevado al delirio "por el surrealista paisaje de la Costa Brava", se enfrenta finalmente en una partida a muerte con un personaje enigmático y desfigurado, El Quemado.

jueves, 16 de octubre de 2008

Libro negro

"Esto sí es lo mío", mimalapalabras en marzo de 2005. Dibujo de Gustavo Campos.
Pensé en comenzar escribiendo sobre Leopoldo María Panero y sus libros que han pasado por mis manos y que mis ojos cual hostales han recibido gratamente con horror. Lo haré. Hace muchos meses pensé, también, en escribir sobre Mishima y su obsesión sobre la destrucción de la belleza y de los ideales, su vacío compartido, sobre la destrucción de lo que se ama, sobre la construcción de lo que no se ama (me invento las manchas negras y rojas en los manteles blancos que guardan en sus cofres los estudiosos de la literatura del patio). Pensé escribir entonces sobre la imaginación, pero esta tampoco tenía superficie. Después pensé en Cioran. En Costafreda. En Ferrater. Y volví a imaginar los manteles blancos de algodón o seda manchadas por espaguetis y sofritos y cervezas, alimentación de los mimalapalabra en tiempos de miseria. Lo pensé. Tomé en mis manos Una habitación propia, y pensé, nuevamente -es el colmo de la utilización de este término, lo sé- subir al blog algunas recomendaciones sobre literatura y libertad para crear, sobre “incandescencias mentales” contra “mentes perturbadas”, consejos a feministas –y creadores- con una legión de odios que no les permiten crear obras dignas y verdaderas obras literarias. Pensé escribir o citar escritores genuinos sin prejuicios artísticos y juicios éticos y morales. Asimismo, pensé hace muchos meses publicar un artículo sobre Bukowski e incluir un cuento suyo, y en la siguiente oportunidad publicar sus poemas, pero un amigo me desmotivó al decirme que buscara un cuento de él que fuera decente. Y pensé en “Hijo de Satanás”, pero lo había devuelto con meses de anterioridad –era prestado- y en Internet no estaba. No lo culpo, publicábamos en un periodejo local y su jefe censuraba todo. Se me ocurrió –esta vez no pensé- subir poemas del mítico “libro perdido” de Edilberto Cardona Bulnes (único aporte concretado). Después le comenté a Giovanni que bien podríamos publicar una antología de poesía y narrativa hondureña, pero la que nuestro grupo considera como nuestra ascendencia literaria nacional. Aparecerían cuentos de Arturo Martínez Galindo. Y le propuse, posteriormente, publicar en el blog los poemas de Horacio Castellanos Moya que antologa Hernán Antonio Bermúdez en un libro sobre poesía irreverente -una verdadera joya- que junto a Mario encontramos en la biblioteca de su tío Mundo. Él mismo nos prestó una edición –desconozco si la primera o segunda- de Color de exilio, de Nelson Merren, que escaneamos.
Giovanni nos pide siempre colaboración para el blog, y lo continuará haciendo. Él sí es un devoto de la literatura, tiene la virtud de la paciencia, y en esta última semana lo imagino, con seguridad, con una gran sonrisa en su rostro –los amigos sabemos que su sonrisa es tatuada, inamovible- al ver por fin la colaboración de los extraviados y desperdigados mimalapalabras cual detectives salvajes. Y pienso, ahora en presente, en lo que haré y no haré por aburrimiento, modorra y desmotivación.
Pero de hoy en adelante, tarde lluviosa y no fría de un 15 de octubre (día en que la selección nacional de fútbol de Honduras debe dar el último paso, al igual que yo, para pasar a la siguiente ronda de las eliminatorias mundialistas -en mi caso a la siguiente ronda de participación activa en publicaciones periódicas, no tan esporádicas-), estación que me trae reminiscencias de hace algunos años cuando íbamos a los cafés a reírnos (yo no tanto, y cómo, si era adolescente trágico, y “poeta” joven, que es aún peor) y a admirar –faunear, para algunos- las insinuantes figuras de las chicas, a actualizarnos de nuestras últimas lecturas y descubrimientos literarios –Bolaño, Vila-Matas, Aira, Piglia, Panero, etc.-, y que después nos aventurábamos adonde Meche a beber y marcar “la lista de mimalapalabra” en la rockola (de vez en cuando se colaban clásicos de Chente, de Los Bukis, y bachatas cuando delegábamos la función de marcador oficial a Wilmerio), noche báquica que culminaba en el apartamento (sede) que compartían Giovanni y Carlos, que sirvió de hostal, comedero y chupadero, y que contaba con un lindo vecindario (dos habitaciones vecinas con muchachas cristianas en uno y fiesteras en el otro), apartamento que como único adorno importante contaba con un tálamo (terreno acolchonado y fértil para fines de cosechas venusinas, en una de sus múltiples funciones, en otras, de abrigo edredón para Carlos, quien se enrollaba cual miel en el panqueque o taco flauta, en una imagen visual más acorde a nuestras vivencias: tipo redoxón –sinónimo de Mary Jane-, donado por un amigo, (a quien mantendremos en el anonimato por respeto a su mujer), no prometo, aunque “los perros no ladren y la gente no interrumpa”, ser constante pero sí comenzar mi “Libro negro” con esta nadería.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Coelho sí le entiende al trámite

Por Carlos Rodríguez

No soy admirador de Pablo C. Hace años leí El Alquimista, pero al llegar a la tierra de la literatura quemé los barcos y nunca más sucumbí a su fácil palabrería. Sin embargo, debo reconocer que este portugués sí le entiende al trámite, al negocio, a la venta de sus libros. En la 60ª Feria del Libro de Fráncfort dejó claro que aprovechó Internet para potenciar sus ventas, aun sin la venia de sus editores. Se convirtió en pirata de sus propios textos mediante una página digital que denominó The pirate Coelho. Aunque sus libros se venden cual tomates en el mercado, no dudó en subirlos a la web, según dijo, "para aumentar el número de lectores, que no sólo leen los textos a través de la red sino que también terminan, tarde o temprano, recurriendo al libro impreso".

A vista y paciencia (quizá molestia incluida) de escritores y editores, la red es una infinita biblioteca digital, donde con unas pocas búsquedas uno pesca el libro deseado. Aún los textos alojados en "books.google" -con algunos trucos- se descargan. Pero volvamos a Coelho. ¿Cómo combate la piratería de sus libros? Subiéndolos a la red y permitiendo que sus lectores los descarguen gratis. ¿Esa táctica ha disminuido sus ventas? No way, Jose, las ha incrementado.

Con regularidad visito la web de Sergio Ramírez y ahora la de Vila-Matas. Algunos de sus libros, más en el caso del autor español, los conseguí primero en Internet. ¿Algún día se piratearán "oficialmente" a sí mismos en su sitio virtual? Vila-Matas sabe que ciertos textos suyos navegan libremente en el mundo virtual. Recuerdo mi primera lectura de Vila-Matas: Bartleby y compañía. Lo descargué del ya extinto FTP Michel, lo imprimí en papel tamaño carta y así pasó de mano en mano. Ahora varios de los que leyeron la copia pirata tienen un original. Así leemos muchos tercermundistas que vivimos al día y que adquirimos el libro impreso cuando podemos.

No he perdido la práctica de hurgar la red en busca de libros. Si matan uno de los sitios, aparecen diez. Pero sería un gran alivio -para no cargar con el mote de piratas- que los escritores serios vencieran el temor a Internet, liberaran sus creaciones e hicieran más grata la visita de sus lectores a la librería cuando acudimos a comprar el libro impreso. Si los amantes de Pablo Coelho pueden descargar libremente algunas de las recetas de autoayuda de su escritor, ¿por qué a los discípulos de Paul Auster, Vila-Matas, Bolaño, Aira, Villoro, Saramago, Castellanos Moya, Pitol, etc... se nos negaría disfrutar -en pleno siglo XXI- la lectura de libros digitales?

Coelho sí le entiende al trámite, compas.

Nota: pensaba convocar a mis amigos con el fin de confiscar todos los libracos de Coelho y quemarlos en el parque central. Pero si los libera en la red, ¿cómo podremos destruirlos?

martes, 14 de octubre de 2008

Preferiría no hacerlo

Por Giovanni Rodríguez
Preferiría no hacerlo. Preferiría no tener que escribir nada esta vez. A veces uno no quiere hacer nada, ni siquiera aquello que más le gusta hacer, y ésta es una de esas ocasiones. En literatura, a mí lo que más me gusta es leer, pero escribir me sirve como… Diría como terapia, pero no creo en las terapias. Creo más bien que para mí la actividad de escribir tiene que ver con la necesidad de ocupar la mente en algo, y mi mejor manera de darle trabajo a mi cabeza es escribiendo.
Algo similar me ocurre con el cine; con el cine serio, quiero decir. Puedo ver una película como Mulholland Drive, de David Lynch, y sumergirme en la trama de tal manera que la diversión consiste precisamente en involucrarse en la trama, en formar parte de ella, pero no de la manera burda que invita a hacerlo una película de Jackie Chan, sólo abriendo los ojos y la boca ante cada acrobacia del protagonista, sino más bien abriendo la mente, pensando la película, procurando decodificarla, encontrarle el revés, aquello que no está a la vista, y reconocerlo, hacerlo propio. (Léase todo este párrafo como metáfora de la lectura).
Pero no es lo mismo, porque en la actividad de disfrutar una película –soy un simple aficionado al cine y nunca he intentado hacer cine- no interviene la capacidad creadora, tan sólo la capacidad, en mayor o en menor grado efectiva, que el individuo tiene como receptor: espectador o intérprete de lo que alguien más creó. En esa imposibilidad de creación radica, en mi caso, la diferencia entre el cine y la literatura como objetos de mi pasión. (La última línea podrá también leerse de esta manera: En esa imposibilidad de creación radica, en mi caso, la diferencia entre leer y escribir como actividades apasionantes en mi vida).
El arte de la escritura es para mí el que mejor canaliza esa necesidad de pensar de la que he venido hablando. Para mí, escribir es pensar, y pensando es como le encuentro algo de sentido a la vida.
Pero el asunto es que hoy preferiría no hacerlo. Hoy preferiría no tener que escribir nada, quedarme tan sólo viendo la gente pasar a través del cristal de mi Café Kubista. Quisiera hoy ser apenas un ente receptor y no creador, un tipo que se deja llevar únicamente por lo que captan sus sentidos físicos, que no opina, que no emite juicios ni dicta sentencias, un absoluto y miserable ceropensante.
¿Y por qué? Puedo decir que no lo sé. Aunque lo cierto es que no quiero tener que argumentar nada, no quiero explicar el origen de mi deseo de inmovilidad mental a nadie, no quiero justificarme ante nadie, porque de hacerlo, estaría frustrando mi irreprochable empeño, estaría cediendo a una voluntad que no es la mía, y no estoy ahora para satisfacer voluntades ajenas. No quiero hacerlo. Punto.
Mejor les recomiendo volver a ese cuento de Melville en el que el personaje principal, Bartleby, un escribiente taciturno y misterioso, se niega a hacer cualquier cosa que se le ordene, respondiendo cada vez, independientemente de las circunstancias, de la misma desfachatada manera: “Preferiría no hacerlo”. Y como complemento, un libro de Vila-Matas titulado Bartleby y compañía, que trata sobre los escritores que en determinado momento, como yo ahora y aunque sea por esta única vez, decidieron dejar de escribir o no volver a hacerlo nunca. Adiós.

Un regalo para Fuentes

Carlos Fuentes. Foto: damian dovarganes/ daylife
Curioso descubrimiento el de Iván Thays en su blog, y muy buena sugerencia. ¿Puede llegar a tanto la fidelidad a una editorial?
"Por cierto, hace unos días me enviaron una larga entrevista a Carlos Fuentes en la que hablaba del brillante porvenir de las letras mexicanas contemporáneas, mencionando a los chicos del Crack, como Jorge Volpi e Ignacio Padilla, además de Cristina Rivera Garza, todos ellos buenos escritores y buenos amigos suyos, subrayó. De acuerdo, los tres mencionados son estupendos autores pero lo que llama la atención es que una larga lista de escritores mexicanos actuales, que la han convertido en la más dinámica de Latinoamérica, fue omitida por Fuentes. Y da la casualidad que todos han sido publicados por Anagrama. Me refiero a nombres indispensables como los de Mario Bellatin, Juan Villoro, Alvaro Enrigue, Guillermo Fadanelli, y aún más jóvenes como Antonio Ortuño o la estupenda Guadalupe Nettel (sin mencionar a generaciones anteriores, como Sergio Pitol o Margo Glantz). ¿Es que Fuentes no lee los libros de Anagrama? Habrá que decirle a Colofón -la editorial que publica los libros de Anagrama en México- que esta navidad le haga un bonito paquete, con su lazo bien puesto, con todas las novedades mexicanas para mandárselas a Fuentes. Y que no olvide, por cierto, poner en el paquete por lo menos Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño. A ver si se entera de una vez".

lunes, 13 de octubre de 2008

El cañaveral bajo la luna

Fotograma de la película Caminé con un zombi (1943), de Jacques Tourneur.

Por Dennis Arita

En la adolescencia, que en algunos de nosotros se alarga demasiado, muchos queríamos una sola cosa: ser misteriosos. Para escribir nuestra leyenda éramos capaces de casi infinitas hazañas, o soñábamos con acometer experiencias que llamaran la atención de los demás, aunque secretamente lo único que intentábamos era vencer los temores de la niñez. Si nos lanzamos al río desde el risco más elevado queremos vencer nuestro infantil miedo a la altura de la cama, al comer lo que los demás no se atreven a ver sin sentir náuseas buscamos destruir nuestra aversión a los vegetales que nos servían en el almuerzo, cuando nos vamos adrede por la calle más oscura buscamos aniquilar el temor a las tinieblas que tantas veces nos hizo cubrirnos de pies a cabeza con las sábanas.
Los directores y los guionistas de cine son como adolescentes porque también desean vencer a cualquier costo a los fantasmas de su infancia. Hay una secuencia de imágenes que para mí es un secreto exorcismo de las sombras que nos mantuvieron despiertos cuando éramos niños; me refiero a la larga caminata por el cañaveral iluminado por la luna que emprenden Betsy Connell (interpretada por Frances Dee) y Jessica Rand (Christine Gordon) en la película Caminé con un zombi, dirigida por Jacques Tourneur.
Connell es una joven enfermera que viaja a la isla de San Sebastián para cuidar de Rand, cuya vida se reduce a un largo episodio de sonambulismo, tal vez provocado por fiebres tropicales. En ese sitio recóndito, conocido por sus leyendas y cultos vudú, donde "los nativos lloran cuando nace un bebé y celebran cuando hay un funeral", llevada por una convicción incomprensible que contradice su educación científica, Connell decide que una forma eficaz de devolverle la consciencia a su paciente es someterla a una curación mágica. Por ello, sale de la plantación de la familia Rand para llevar a Jessica al sitio donde los nativos practican elaborados rituales con espadas, agujas, muñecos y aves de corral.
La forma de filmar el viaje de Connell y Rand, que en la película dura varios minutos, es una demostración de cómo provocar temor: no se derrama una gota de sangre, la cámara se mueve a la altura de las rodillas de las dos mujeres en un tráveling que avanza sigiloso entre las matas de caña derribadas o torcidas, bajo una luz que no parece artificial o que, si lo es, es la luz de artificio más inquietante -y extrañamente hermosa- que haya visto. Nadie habla, y creo que ese silencio impuesto por la misteriosa condición de Jessica Rand, a quien ya los aborígenes consideran una zombi, es la clave del temor que nos invade sutilmente mientras las contemplamos vagar en la oscuridad en busca de un lejano refugio de chamanes.
El cine de terror, al que pertenece este filme de 1943, ha buscado desde siempre curar a alguien –a sus creadores, quizá al público- de sus miedos, no acentuarlos. Mucho de lo que vemos en una cinta terrorífica es lo que se ha dado en llamar experiencia vicaria, porque somos testigos de lo ominoso a través de los personajes cuyos hechos y milagros conocemos en hora y media de metraje. Sospecho que esa caminata nocturna por cañaverales poblados sólo por el ruido de cigarras, mientras nos posee la expectación de la magia y el horror primigenio, es un ejemplo de esa atracción por las tinieblas que marca la adolescencia, que en algunos dura demasiado.